Ahmad Ibrahim Sháwkat llegó, por fin, al edificio de la revista El Hombre Nuevo, en Gamra. Este estaba situado en un lugar intermedio entre dos estaciones de tranvía, y constaba de dos pisos y un sótano. Al primer momento se dio cuenta de que el piso superior era la vivienda, como se deducía por la ropa tendida en el balcón. En el primero estaba fijado, sobre la puerta, el cartel con el nombre de la revista, mientras que el sótano estaba reservado a la imprenta, cuyas máquinas se veían a través de los barrotes de las ventanas. Subió cuatro escalones hasta el primer piso. Luego preguntó al primero que encontró —un obrero que llevaba unas pruebas— por el profesor Adli Karim, director de la revista. El hombre señaló hacia una puerta cerrada, al final de una sala sin muebles, donde se veía la placa del redactor jefe. Siguió adelante, volviéndose a su alrededor para ver si localizaba por casualidad a algún ordenanza, pero se encontró solo ante la puerta. Dudó un instante y luego llamó suavemente, hasta que le llegó una voz desde el interior que decía: «¡Pase!». Abrió la puerta y entró. Al final de la sala su mirada se encontró con unos grandes ojos que lo miraban fijos, interrogantes, desde debajo de dos cejas espesas y canosas. Cerró la puerta tras de sí y dijo en tono de disculpa:
—Perdone, sólo es un minuto…
—Por favor… —dijo el hombre con voz agradable.
Ahmad se acercó al escritorio sobre el que se apilaban los libros y las cuartillas. Luego saludó al profesor que se había puesto de pie para recibirlo. Tras esto, el hombre se sentó y le dio permiso para que él hiciera lo mismo. La satisfacción y el orgullo lo embargaron al mirar al gran profesor del que había recibido la luz y el conocimiento en los tres últimos años, tanto por sus obras como por su revista. Sus ojos empezaron a llenarse del pálido rostro cuyos cabellos se habían vuelto blancos, invadiéndole la vejez y no quedándole de los signos de la juventud más que unos ojos profundos que emanaban un brillo penetrante. Este era su profesor, o su padre espiritual, como él lo llamaba. Él estaba en ese momento en la sala de la revelación, que no tenía muros, sino estantes de libros que se extendían hasta el techo.
—Bienvenido… ¿qué deseaba? —dijo el profesor en tono interrogante.
—He venido —respondió Ahmed con educación— para abonar la suscripción.
Y, habiéndose tranquilizado por el buen efecto que habían causado sus palabras, añadió:
—… y preguntar por la suerte de un artículo que envié a la revista hace dos semanas…
El profesor Adli Karim sonrió al decir:
—¿Cómo se llama usted?
—Ahmad Ibrahim Sháwkat.
La frente del profesor se frunció intentando recordar, luego dijo:
—Ya lo recuerdo. Usted fue el primer socio de mi revista. Sí, y me trajo a tres más, ¿no? Recuerdo el nombre Sháwkat. Creo que le envié una carta de agradecimiento en nombre de la revista.
Ahmad respondió satisfecho, enardecido por este bello recuerdo:
—Me llegó una carta suya en la que me consideraba «el primer amigo de la revista».
—¡Cierto! El Hombre Nuevo es una revista de principios, y necesita amigos convencidos para abrirse camino en el tropel de revistas ilustradas y de exclusivas, y usted es amigo de la revista. ¡Bienvenido! Pero… ¿no nos ha honrado antes con su visita?
—No. Hasta este mes no he terminado el bachillerato.
El profesor Adli Karim se echó a reír:
—¿Y entiende que no visite la revista más que el que ha sacado el bachillerato?
—Naturalmente que no —sonrió Ahmad confuso—. Quiero decir que yo era muy joven…
—El lector de El Hombre Nuevo no debe medir la edad por los años —repuso el profesor seriamente—. En nuestro país hay ancianos de más de sesenta años que todavía tienen una mentalidad joven, y jóvenes en la flor de la vida que tienen la mentalidad de hace mil años o más. Este es el mal de Oriente. —Luego, en un tono más dulce—: ¿Nos había enviado otros artículos?
—Tres más, que nunca salieron a la luz, y luego este último que esperaba que se publicara…
—¿De qué trata? No me lo tome a mal, pero recibo decenas de artículos a diario.
—Acerca de la opinión de Le Bon sobre la enseñanza, y mi comentario sobre esto.
—De cualquier modo irá a preguntar por él a la Secretaría, el despacho que está junto al mío, y sabrá qué ha sido de él.
Ahmad hizo ademán de levantarse, pero el profesor Adli le hizo señas de que permaneciera sentado, mientras le decía:
—La revista está hoy medio de vacaciones. Me gustaría que se quedara un rato conmigo para que charlemos.
Ahmad murmuró con profunda satisfacción:
—Con mucho gusto, señor…
—Me ha dicho que ha sacado el bachillerato este año… ¿qué edad tiene?
—Dieciséis años.
—Una edad temprana. ¡Bien! ¿Acaso la revista se ha divulgado en la escuela secundaria?
—¡Qué va! Por desgracia.
—Ya lo sé. La mayoría de nuestros lectores están en la Universidad. La lectura en Egipto es un vulgar pasatiempo, y no evolucionaremos hasta que nos convenzamos de que es una necesidad vital.
Luego, tras un momento de silencio:
—¿Cuál es la posición de los alumnos?
Ahmad lo miró interrogante, como si le pidiera que le aclarase sus palabras, y el hombre dijo:
—Le pregunto por el aspecto político, en su calidad de ser más clarificador que otros.
—La gran mayoría de los alumnos son wafdistas.
—Pero se habla de movimientos nuevos…
—¿El Joven Egipto? No tiene un peso específico. Es un grupo cuyos miembros se pueden contar con los dedos. Y los otros partidos no tienen más defensores que los allegados a sus jefes. Hay una minoría que no se interesa por los asuntos de ningún partido, y otros —yo entre ellos— que preferimos el Wafd a cualquier otro, pero ambicionamos algo más perfecto.
—Eso es lo que yo preguntaba —dijo el hombre satisfecho—. El Wafd es el partido del pueblo, y un paso evolutivo importante y natural al mismo tiempo. El Partido Nacional era un partido turco, religioso y reaccionario. En cuanto al Wafd, es el que cristaliza el nacionalismo egipcio y lo depura de los defectos y las torpezas. Además es la escuela del nacionalismo y la democracia. Pero la cuestión está en que la nación no se contenta, ni debe contentarse, con esta escuela. Queremos una nueva etapa de desarrollo. Queremos una escuela de socialismo. Porque la independencia no es el fin último, sino el medio para obtener los derechos constitucionales, económicos y humanos del pueblo.
—¡Qué bellas palabras! —exclamó Ahmad entusiasmado.
—Pero el Wafd debe ser el punto de partida. En cuanto al Joven Egipto, es un movimiento fascista, reaccionario y criminal, y no es menos peligroso que la reacción religiosa. No es más que el eco del militarismo alemán e italiano, que deifica la fuerza y se basa en la arbitrariedad, despreciando los valores y el honor humanos. La reacción es un mal arraigado en Oriente, como el cólera y la fiebre tifoidea, y hay que extirparlo.
Ahmad volvió a decir entusiasmado:
—¡El círculo de El Hombre Nuevo tiene toda su fe puesta en ello!
El hombre sacudió su voluminosa cabeza con tristeza, y dijo:
—Por eso la revista es el blanco de los reaccionarios de todos los grupos. ¡Ellos me acusan de corromper a la juventud!
—¡Como acusaron antes a Sócrates!
El profesor Adli Karim sonrió con satisfacción y preguntó:
—¿Hacia dónde se orienta usted? Quiero decir, ¿a qué Facultad quiere ir?
—Letras…
El profesor dijo, enderezándose en su asiento:
—La literatura es uno de los mayores medios para alcanzar la liberación, pero es un instrumento de reacción. Escoja bien su camino, pues de el-Azhar y de Dar el-Ulum han salido literaturas enfermizas que se han esforzado, durante generaciones, por paralizar la inteligencia y matar el espíritu. Sea lo que sea —y no se sorprenda si le declara con franqueza esta opinión un hombre contado entre los literatos— la ciencia es el fundamento de la vida moderna. Conviene que estudiemos las ciencias y que nos llenemos del espíritu científico. El que ignora la ciencia no vive en el siglo XX ni es un genio. Los literatos tienen que tomar parte en ella. La ciencia ya no está limitada a los sabios. Ciertamente aquellos poseen el dominio de la ciencia, la profundización, la investigación y el descubrimiento, pero todo hombre culto tiene que iluminar su espíritu y abrazar sus principios y sus métodos, adoptando su sistema. La ciencia tiene que ocupar el puesto de la adivinación y la religión en el antiguo mundo.
Ahmad dijo, convencido de las palabras de su maestro:
—Por eso el mensaje de El Hombre Nuevo es el desarrollo social sobre una base científica.
—¡Claro! —repuso Adli Karim con interés—. Cada uno de nosotros tiene que cumplir su deber, aunque se encuentre solo en la plaza.
Ahmad sacudió la cabeza, ratificando esa opinión, y el otro prosiguió:
—Estudie Letras, como usted quiere hacer, interesándose más por su intelecto que por el material memorizado. Y no olvide la ciencia moderna. Su biblioteca no debe carecer —al lado de Shakespeare y Schopenhauer— de Comte, Darwin, Freud, Marx y Engels. Tenga el entusiasmo de la gente religiosa, pero debe recordar que cada época tiene sus profetas, y que los profetas de esta época son los sabios.
El profesor esbozó una sonrisa que anunciaba ser un saludo de despedida, y Ahmad se levantó, tendiéndole la mano. Lo saludó y luego abandonó la habitación lleno de vida y felicidad. En la sala exterior, recordó la suscripción y el artículo, y se dirigió al despacho contiguo. Llamó a la puerta, pidiendo permiso para pasar, y entró. Se encontró ante una sala en la que había tres escritorios, dos de ellos vacíos y el tercero ocupado por una chica.
No esperaba nada parecido, y se puso a mirarla perplejo y con aire interrogante. Ella tendría veinte años, ojos y cabello negros, y había en su fina nariz, su mentón afilado y su boca menuda algo que revelaba fuerza, sin estropear su belleza. Ella le preguntó escrutándolo:
—¿Sí?…
—La suscripción… —respondió él, reafirmando su posición.
Pagó la cuantía y cogió el recibo. Entretanto había vencido su apuro, y dijo:
—Había enviado un artículo a la revista, y el profesor Adli Karim me ha dicho que estaba en la Secretaría…
Entonces ella lo invitó a sentarse en una silla frente al escritorio. Él lo hizo, y luego la chica le preguntó:
—Por favor… ¿el título del artículo?
—La enseñanza en Le Bon —respondió, sin sentirse satisfecho por su situación ante ella.
La chica abrió un expediente, examinó unas hojas y extrajo el artículo. Ahmad miró a hurtadillas su letra, y su corazón palpitó. Intentó leer desde su asiento la anotación en rojo que estaba escrita en él, pero ella le ahorró la molestia, pues dijo:
—Está registrado lo que sigue: «Resumir y publicar en la sección "cartas de los lectores"».
Ahmad se sintió desilusionado, y se quedó unos instantes mirándola sin decir palabra. Luego preguntó:
—¿En qué número?
—En el próximo.
Tras vacilar un instante preguntó:
—¿Quién lo va a resumir?
—Yo.
Lo invadió un sentimiento de ira, pero preguntó:
—¿Va a ir firmado con mi nombre?
—Naturalmente —dijo ella riendo—. Se publicará, como es la costumbre, con la información de que nos ha llegado la carta del escritor… —miró la firma— Ahmad Ibrahim Sháwkat. Luego daremos un fiel resumen de sus ideas.
Él dudó un instante, tras el cual dijo:
—Hubiera preferido que se publicara entero…
—La próxima vez, si Dios quiere —respondió ella sonriendo.
Ahmad se puso a mirarla en silencio. Luego le preguntó:
—¿Usted trabaja aquí?
—¡Como usted puede ver!
Le entraron ganas de preguntarle por sus títulos, pero el coraje lo abandonó en el último momento, y dijo:
—Por favor, ¿me puede decir su nombre para preguntarle por teléfono, si es necesario?
—Sawsan Hammad.
—Muchas gracias.
Se levantó, saludándola con la mano y, antes de salir del despacho, se volvió hacia ella diciendo:
—Espero que lo resuma con cuidado.
—Conozco bien mi trabajo —dijo sin mirarlo.
Salió de la sala arrepentido de sus palabras…