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Había un gran gentío en el-Muski. Estaba repleto de sus gentes, que eran muchas, a las que se sumaban aquel día las oleadas humanas que surgían desde el-Ataba. El claro sol de abril proyectaba sus ardientes rayos. Abd el-Múnim y Ahmad se abrían paso con considerable esfuerzo, empapados en sudor. Ahmad, que iba cogido del brazo de su hermano, dijo:

—Háblame de tus sentimientos.

Abd el-Múnim reflexionó un instante, y luego empezó a responderle:

—No sé. La muerte es terrible, y no digamos ya cuando se trata de la muerte de un rey… El camino del cortejo fúnebre está repleto de gente como nunca había visto antes. Yo no presencié el entierro de Saad Zaglul para poder compararlo con este, pero me parece que la mayoría de la gente está muy afectada. Algunas mujeres están llorando. ¡Nosotros, los egipcios, somos un pueblo de sentimentales!

—Pero yo te he preguntado qué sientes tú.

Abd el-Múnim volvió a reflexionar, mientras evitaba tropezar con la gente.

—Yo no lo amaba —dijo—. Todos nosotros lo aborrecíamos. No estoy triste, pero tampoco me alegro. He seguido al cortejo sin que me afectara gran cosa, ni a favor ni en contra. No obstante, la idea del tirano llevado en su féretro me ha impresionado. Es imposible que pase un espectáculo como este sin impresionarme. ¡En Dios está todo el poder! Él es el Vivo y el Eterno. ¡Ojalá la gente lo supiera! Sin embargo, si el rey hubiera muerto antes de que la situación política actual cambiara, muchos, muchísimos, harían albórbolas. Y tú, ¿qué sientes?

—Yo no amo a los tiranos en ninguna circunstancia política.

—Vale, pero… ¿y el espectáculo de la muerte?

—No me gusta el romanticismo enfermizo.

—¿Te alegras entonces? —preguntó Abd el-Múnim con fastidio.

—Desearía que mi vida se prolongara hasta ver el mundo libre de todos los tiranos, cualesquiera que fueran sus nombres y sus cualidades…

Callaron un momento, pues estaban muy cansados. Luego Ahmad volvió a preguntar:

—¿Y qué va a pasar después de esto?

Abd el-Múnim respondió con ese tono de seguridad que lo caracterizaba:

—Faruq es un muchacho. No tiene la astucia ni el colmillo retorcido de su padre. Si las cosas salen bien, prosperarán las negociaciones y el Wafd volverá a gobernar. La situación será tranquila y se acabará la época de las conspiraciones. Por lo que parece, el futuro va a ser mejor.

—¿Y los ingleses?

—Si prosperan las negociaciones, los ingleses se convertirán en amigos y, por consiguiente, se romperá la alianza existente entre el Palacio y ellos, en contra del pueblo. El rey no tendrá más remedio que respetar la Constitución.

—¡El Wafd es lo mejor!

—Sin duda. No ha gobernado tanto tiempo como para conocer el alcance de su poder. Dentro de poco la experiencia pondrá de manifiesto sus verdaderas posibilidades. Yo estoy de acuerdo contigo en que el Wafd es lo mejor, pero nuestra ambición no se detiene en él.

—¡Naturalmente! Yo confío en que el gobierno del Wafd sea un buen punto de partida hacia una mayor evolución, y eso es todo. Pero… ¿vamos realmente a ponernos de acuerdo con los ingleses?

—¡O el acuerdo, o la vuelta al gobierno de Sidqi! En nuestro país hay una reserva inagotable de traidores cuya misión consiste en corregir al Wafd cuando dice «no» a los ingleses, y están a la espera. Aunque hoy engrosen las filas de la nación, Sidqi, Muhammad Mahmud y otros están a la espera. Ese es el drama.

Cuando llegaron a la Nueva Avenida, se encontraron de repente con su abuelo Ahmad Abd el-Gawwad, que se dirigía hacia el-Saga. Se le acercaron y lo saludaron con respeto. Él les preguntó sonriente:

—¿De dónde venís y adónde vais?

—Estamos presenciando el entierro del rey Fuad —respondió Abd el-Múnim.

Y dijo el hombre sin que la sonrisa se borrara de sus labios:

—¡Vuestro esfuerzo es meritorio!

Luego les estrechó la mano, y cada cual se fue por su lado. Ahmad lo siguió un instante con la mirada, y luego dijo:

—Nuestro abuelo es elegante y distinguido. Me ha llenado la nariz de un agradable aroma.

—Mamá nos ha contado maravillas sobre su tiranía…

—Yo no creo que sea un tirano. ¡Eso no puede ser cierto!

—Al final de su vida —dijo Abd el-Múnim riendo— el propio rey Fuad parecía agradable y bueno.

Los dos se echaron a reír a la vez, y se fueron al café de Ahmad Abdu. En la sala que daba frente a la fuente, Ahmad vio a un sheyj de larga barba, de mirada desafiante, sentado en medio de un grupo de jóvenes que lo contemplaba atentamente, y se detuvo, diciendo a su hermano:

—Tu amigo, el sheyj Ali el-Manufi. ¡Expulse la tierra su carga! Tengo que dejarte aquí.

—¡Venga, siéntate con nosotros! —dijo Abd el-Múnim—. Me gustaría que te sentaras con él y lo escucharas. Discútele todo lo que quieras. Muchos de los que lo rodean son estudiantes de la Universidad…

—¡Que no, hombre! —repuso Ahmad soltándose del brazo de su hermano—. Una vez estuve a punto de pelearme con él. A mí no me gustan los fanáticos. ¡Hasta luego!

Abd el-Múnim le clavó una mirada de censura, y luego le dijo con sequedad:

—¡Adiós! ¡Que Nuestro Señor te guíe!

Abd el-Múnim se dirigió a la tertulia del sheyj Alí el-Manufi, director de la escuela primaria de el-Huseyn. El hombre se levantó —y con él, todos los que estaban sentados a su alrededor— y se abrazaron. Luego, el sheyj y todos los demás se sentaron mientras el hombre preguntaba a Abd el-Múnim con su mirada penetrante:

—¿No te vimos ayer?…

—Los estudios…

—La aplicación es una disculpa aceptable. ¿Qué le pasa a tu hermano, que te ha dejado y se ha ido?

Abd el-Múnim sonrió y no contestó. El sheyj Ali el-Manufi dijo:

—Dios lo guíe. No os sorprendáis por lo que él ha hecho. Nuestro guía espiritual ha encontrado muchos como él que hoy son los más fieles seguidores de su llamada. Eso es porque cuando Dios quiere que un pueblo siga el buen camino, el diablo no tiene poder sobre ellos… Y nosotros somos los soldados de Dios, difundimos su luz y combatimos a sus enemigos, y somos los únicos que le entregamos nuestras almas. ¡Qué felices sois, soldados de Dios!

—Pero el reino de Satanás es grande… —dijo uno de los allí reunidos.

—¡Mirad a quién teme al mundo de Satanás, cuando Dios está con él! —replicó el sheyj Ali el-Manufi en tono de reproche—. ¿Qué le decimos? Nosotros estamos con Dios, y Dios con nosotros. ¿Qué podemos temer? ¿Qué soldados de la tierra gozan de vuestra fuerza? ¿Quién tiene vuestras armas? Ingleses, franceses, alemanes e italianos se apoyan fundamentalmente en la civilización material. Pero vuestro apoyo primordial está en la fe sincera. La fe mueve montañas, es la mayor fuerza del mundo. ¡Llenad de fe vuestros corazones puros, y el mundo será vuestro!

—Nosotros somos creyentes —dijo otro—, pero formamos una nación débil.

El sheyj cerró el puño y lo apretó, exclamando:

—Si te sientes débil, tu fe sufre una destrucción sin tú saberlo. La fe crea la fuerza y la impulsa. Las bombas están hechas por manos como las nuestras, y son el fruto de la fuerza, antes de ser su causa. ¿Cómo triunfó el Profeta sobre las gentes de Arabia? ¿Y cómo los árabes sometieron al mundo entero?

Abd el-Múnim dijo con entusiasmo:

—¡La fe… la fe…!

Sin embargo, una cuarta voz preguntó:

—Pero ¿cómo poseen los ingleses esta fuerza si son un pueblo no creyente?

El sheyj sonrió, pasándose los dedos por la barba, y contestó:

—Todas las personas fuertes tienen su fe. Ellos creen en la patria y en el interés; pero la fe en Dios está por encima de todo. Los que creen en El son más dignos de ser fuertes que los que creen en la vida mundana, pues, ante nuestras manos, nosotros los musulmanes tenemos un tesoro oculto que debemos extraer. El Islam debe resucitar como lo hizo la primera vez. Somos musulmanes de nombre, y tenemos que serlo de hecho. Dios nos ha concedido la gracia de su Libro, y nosotros lo ignoramos intencionadamente. Nos merecemos ser despreciables. ¡Volvamos al Libro! Este es nuestro lema: «Vuelta al Corán». Por eso lo ha proclamado el guía espiritual en el-Ismailiyya, y desde ese momento su llamada ha penetrado en las almas, conquistando pueblos y aldeas hasta llenar todos los corazones.

—Pero… ¿acaso no es de sabios evitar la política?

—La religión es dogma, ley y política. Dios es demasiado misericordioso como para dejar los más graves asuntos humanos sin legislar ni orientar. Esta es, en realidad, nuestra lección de esta noche.

El sheyj era un hombre de gran entusiasmo, y su método consistía en establecer una verdad, en torno a la cual giraban, posteriormente, las discusiones, con las preguntas de sus discípulos y las respuestas que él les daba, basadas, en su mayoría, en citas del Corán y el hadiz. Él hablaba como si les estuviera predicando, o como si se dirigiera al café entero. Ahmad lo escuchaba, sentado en el otro extremo del local, tomándose a sorbos el té verde, con una sonrisa burlona en los labios mientras medía asombrado la distancia que había entre la fanática reunión y él. Sintió hacia ella desprecio y cólera y, por momentos, se le ocurrió el desafío de pedir al sheyj que bajara la voz para no estropear a los asiduos del café la dicha de su descanso. Pero renunció a su idea en el momento en que recordó que su hermano estaba entre ellos. Finalmente, no encontrando más salida que abandonar el café, se levantó irritado y salió de allí.