Tras el almuerzo del jueves, la pequeña familia de Jadiga se reunía de forma casi invariable. Así, coincidían en la sala el padre, Ibrahim Sháwkat, Abd el-Múnim y Ahmad. Y como era raro que Jadiga se quedara sin hacer nada, allí estaba, sentada entre ellos, bordando. Las huellas de la vejez habían hecho finalmente su aparición en Ibrahim Sháwkat, tras una larga y colosal resistencia. Habían blanqueado sus cabellos, y estaba algo fofo pero, exceptuando eso, conservaba una envidiable salud. Estaba fumándose un cigarro, ocupando su lugar entre sus dos hijos, reposado y tranquilo, mientras sus ojos saltones reflejaban aquella tradicional mirada apática e indiferente. Entretanto, los dos jóvenes no dejaban de hablar, ya fuera entre ellos, ya fuera con el padre o con la madre, que participaba en la conversación sin levantar la cabeza de su tarea. Parecía un inmenso bloque de grasa y carne. En el ambiente ya no había nada que turbara la dicha de Jadiga pues, desde la muerte de su suegra, no quedaba nadie que le disputara la autoridad en su casa. Atendía sus obligaciones con un celo siempre infatigable, y cuidaba con todo esmero su gordura, la joya de toda su belleza. Trataba de imponer su tutela sobre la familia, el padre y los dos hijos, a lo que el hombre cedía de buena gana; en cuanto a Abd el-Múnim y a Ahmad, cada uno hacía su vida como creía conveniente, buscando refugio en el amor de su madre para combatir su autoridad. Hacía años que ella había conseguido empujar a su marido a que respetara las tradiciones religiosas, y el hombre practicaba asiduamente la oración y el ayuno. Abd el-Múnim y Ahmad habían crecido en ese entorno; sin embargo, el segundo había dejado de cumplir los preceptos dos años atrás, escapando al interrogatorio de su madre, cada vez que esta le preguntaba, o pretextando una u otra excusa. Ibrahim Sháwkat sentía un amor inmenso y una profunda admiración hacia sus dos hijos, exaltando los continuos aprobados, que habían llevado a Abd el-Múnim a la Facultad de Derecho y a Ahmad a estar terminando la etapa secundaria. Jadiga, a todo esto, decía con orgullo:
—Todo es fruto de mi propio interés. Si hubiera dejado el asunto en tus manos, ninguno de ellos habría prosperado, ni habría llegado a donde está.
Era un hecho demostrado que ella, por la falta de práctica, había olvidado los rudimentos de la lectura y la escritura, por lo que se había convertido en el blanco de las burlas de Ibrahim. Llegó hasta tal punto que sus dos hijos se propusieron recordarle lo que había olvidado, devolviéndole así los favores de que ella se preciaba. Ella se enojó un tanto, y rio mucho; luego resumió la situación en dos palabras, diciendo:
—Una mujer no tiene necesidad de escribir ni de leer mientras no redacte cartas de amor.
Parecía feliz y contenta entre los suyos, aunque posiblemente el apetito de Abd el-Múnim y Ahmad no le agradara en demasía. Y como la delgadez de ambos la irritaba, dijo enfadada:
—¡He dicho mil veces que tenéis que enjuagaros la boca con manzanilla para abriros el apetito! ¡Tenéis que comer bien! ¿No veis cómo lo hace vuestro padre?
Los jóvenes sonrieron mientras miraban al aludido, y el hombre dijo:
—¿Y por qué no te pones a ti misma como ejemplo, si tú comes como una lima?
—Yo dejo que ellos juzguen y escojan… —contestó ella sonriendo.
—Tú, sheyja, me has echado mal de ojo. ¡Por eso me ha aconsejado el doctor que me saque los dientes!
En los ojos de la mujer brilló una mirada afable, y dijo:
—No te angusties… El mal se irá con ellos, y, si Dios quiere, ya no te dolerán más.
Entonces Ahmad se dirigió a ella:
—Nuestro vecino, el que vive en el segundo, quiere que se le aplace el pago del alquiler hasta el mes que viene. Me abordó en la escalera para exponerme su ruego.
Ella le preguntó con el ceño fruncido:
—¿Y qué le has dicho tú?
—Le he prometido que lo hablaría con mi padre.
—¿Y lo has hablado con tu padre?
—Te lo acabo de decir a ti…
—¡Nosotros no compartimos su apartamento, así que nada le permite compartir nuestros ingresos con nosotros! Si somos condescendientes con él, el que vive en el primer piso seguirá sus pasos. ¡Tú no conoces a la gente, así que no te metas en lo que no te importa!
Ahmad miró a su padre interrogante:
—¿Qué opinas tú, papá?
—¡Me rindo!… —respondió Ibrahim Sháwkat sonriendo—. ¡No me des quebraderos de cabeza! Tienes a tu madre…
Ahmad se volvió hacia ella:
—¡Porque seamos condescendientes con un hombre agobiado, no nos vamos a morir de hambre!
—¡Su mujer ya me habló de ello —exclamó Jadiga irritada—, y le he aplazado el pago! ¡Ya puedes estar satisfecho! ¡Pero le he dado a entender que el alquiler de la vivienda es una obligación, como lo son los gastos de la comida y la bebida! ¿Es eso un error? A mí se me critica a veces por no hacerme amiga de mis vecinas, pero quien conoce a la gente agradece a Dios la soledad.
Ahmad volvió a preguntar, guiñando un ojo:
—¿Es que nosotros somos los mejores del mundo?
—¡Claro!… —dijo Jadiga frunciendo el ceño—. ¡A no ser que tú opines otra cosa de ti mismo…!
—¡El opina que es el mejor de todos —dijo Abd el-Múnim—, que no hay más opinión que la suya y que la sabiduría está reservada a su cabeza!
—¿Y también opina que la gente arrienda las casas sin pagar alquiler? —preguntó Jadiga irónica.
—Él no está convencido —respondió Abd el-Múnim riendo— de que algunas personas tengan derecho en absoluto a poseer casas.
—¡Maldita sea la opinión del pobre! —exclamó Jadiga sacudiendo la cabeza.
Ahmad clavó en su hermano una mirada colérica, y Abd el-Múnim dijo, encogiéndose de hombros con indiferencia:
—¡Analízate a ti mismo antes de enfadarte!
—Nos conviene no discutir a la vez —protestó Ahmad.
—Quiero decir: ¡espera a hacerte mayor!
—¡Tú sólo me llevas un año!
—«El que en edad te adelanta un día, un año te adelanta en sabiduría».
—Ese es un refrán en el que yo no creo.
—Escúchame. Sólo una cosa me interesa, y es que vuelvas conmigo a la oración.
Jadiga dijo, sacudiendo la cabeza apenada:
—Tu hermano tiene razón. El juicio de la gente va aumentando con la edad. Pero tú… ¡Dios me libre! Hasta tu padre practica la oración y el ayuno. ¿Cómo has podido hacer esto?… Yo me lo pregunto noche y día.
Abd el-Múnim replicó con voz elevada, y muy seguro de sí mismo:
—¡Evidentemente, su cabeza necesita una limpieza desde el interior!
—¡Él…!
—¡Escúchame! —dijo a su madre—. Este joven no tiene religión. ¡Eso es lo que yo sigo creyendo!
Ahmad movió la mano como enfadado, y preguntó a gritos:
—¿De dónde te viene el derecho a juzgar los corazones?
—Los actos revelan las intenciones. —Luego, disimulando una sonrisa—: ¡Oh, enemigo de Dios!
Ibrahim Sháwkat dijo, sin abandonar su calma y su tranquilidad:
—No acuses a tu hermano injustamente…
A lo que Jadiga añadió, dirigiéndose a Abd el-Múnim y mirando de reojo a Ahmad:
—¡No despojes a tu hermano de lo que es más querido para el hombre!
—¿Cómo no va a ser creyente? ¡A los familiares de su madre no les falta más que el turbante para ser hombres de religión! Su antepasado era, en realidad, uno de ellos. Nosotros hemos crecido viendo a nuestro alrededor gentes que rezaban y estaban consagradas al servicio de Dios, como si estuviéramos en una mezquita.
—¡Como mi tío Yasín! —exclamó Ahmad irónico.
A Ibrahim Sháwkat se le escapó una risotada, y Jadiga dijo, aparentando haberse enfadado:
—¡Habla de tu tío con educación! ¿Qué tiene él? Su corazón está lleno de fe. ¡Que Nuestro Señor lo guie! Mira a tu abuelo y a tu abuela…
—¿Y mi tío Kamal?
—Tu tío Kamal es un protegido de el-Huseyn. ¡Tú no sabes nada!
—Hay gente que no sabe nada…
Abd el-Múnim preguntó colérico:
—Si toda la gente faltara a la religión, ¿sería una disculpa para ti?
—De todas formas —respondió Ahmad con calma— yo estoy tranquilo, ya que a ti no te van a pedir cuenta de mis faltas.
Entonces exclamó Ibrahim Sháwkat:
—¡Dejad ya de pelearos! ¡Me encantaría que fuerais como vuestro primo Redwán!
Jadiga le clavó una mirada colérica, como si le doliera que a Redwán se le considerara mejor que sus dos hijos, e Ibrahim dijo, aclarando su punto de vista:
—Ese muchacho se relaciona con los grandes de la política. Es un joven inteligente, y con eso se ha garantizado un espléndido futuro.
—Yo no comparto tu opinión —dijo Jadiga enfadada—. Redwán es un muchacho desafortunado, como todo joven al que la suerte priva de los cuidados de su madre. Y, en realidad, la «señora» Zannuba no se preocupa por él. Yo no me dejo engañar por su buen comportamiento hacia Redwán, pero esta es una política semejante a la que llevan a cabo los ingleses. Por eso el pobrecillo no tiene estabilidad y la mayor parte de las noches las pasa fuera de su casa. En cuanto a su relación con personas importantes, eso no significa nada. Él ha estudiado con Abd el-Múnim un solo año. ¿Qué significa esta grave intervención? ¡Tú no sabes elegir los ejemplos…!
Ibrahim clavó su mirada en ella, como si le dijera: «Es imposible que estés de acuerdo conmigo». Luego continuó, insistiendo en aclarar su punto de vista:
—Los jóvenes de hoy no son como los de antes. La política lo ha cambiado todo. Cada persona importante tiene sus discípulos entre esos jóvenes, y el ambicioso que quiere abrirse camino en la vida necesita de alguien grande a quien recurrir. La elevada posición de tu padre se basa en sus firmes contactos con los grandes.
—Mi padre —dijo Jadiga con arrogancia— procura que la gente lo conozca, pero él no corre detrás de nadie. En cuanto a la política, nada tienen que ver mis hijos con ella. Si hubieran podido ver a su tío mártir, comprenderían por sí mismos el significado de mis palabras. Entre los «¡Viva Fulano!» y «¡Abajo Mengano!» mueren los hijos de la gente. Y si el pobre Fahmi viviera, sería hoy uno de los jueces más importantes…
—¡Cada uno a su manera! —dijo Abd el-Múnim—. Nosotros no imitamos a nadie. Si quisiéramos ser como Redwán, lo seríamos.
—¡Bravo! —exclamó Jadiga.
Su padre le dijo sonriendo:
—¡Eres igual que tu madre! ¡Y nada se parece a vosotros dos!
Llamaron a la puerta, y llegó la sirvienta anunciando la llegada de la vecina del primero. Jadiga dijo, disponiéndose a levantarse:
—¿Qué es lo que quiere? Si es para aplazar el pago del alquiler, ¡que decida la comisaría de el-Gamaliyya!