8

Ver a Redwán caminando por el-Guriyya con su paso lento era algo que verdaderamente llamaba la atención. Tenía diecisiete años, ojos negros y era de complexión media, con una ligera tendencia a la gordura; su ropa era elegante, hasta el límite de ir engalanado, y su tez sonrosada reflejaba su pertenencia a la familia Effat. Irradiaba belleza y luz, y sus movimientos revelaban la coquetería de quien no ignora su belleza. Cuando pasó por el-Sukkariyya, volvió la cabeza hacia allí con una media sonrisa. Al punto, recordó a su tía Jadiga y a sus dos hijos, Abd el-Múnim y Ahmad, y al pensar en estos dos últimos lo invadió un sentimiento no carente de indiferencia. La verdad era que él no se había sentido, ni una sola vez, con ánimos para considerar a ninguno de sus parientes como un amigo en el verdadero sentido de la palabra. Rápidamente atravesó la Puerta el-Mitwali y luego se dirigió hacia Darb el-Ahmar, hasta que sus pasos lo llevaron a la puerta de una antigua casa; llamó y esperó. Esta se abrió ante el rostro de Hilmi Ezzat, su amigo de la infancia, su compañero, entonces, en la Facultad de Derecho, y su rival por lo que se veía en belleza. El rostro de Hilmi resplandeció al verlo. Luego se abrazaron y se besaron, como solían hacer al encontrarse, y empezaron a subir juntos la escalera, mientras Hilmi alababa la corbata de su amigo, cuyo color armonizaba con el de la camisa y los calcetines. A ambos se los citaba como modelo de elegancia y buen gusto, por no hablar ya de su interés hacia la ropa y la moda, que no era menor del que sentían por la política o el estudio del Derecho. Llegaron a una amplia habitación, de techo alto. La presencia de una cama y un escritorio indicaba que estaba preparada, a la vez, para dormir y estudiar. ¡Cuántas veladas habían pasado allí, estudiando, para luego dormir, uno al lado del otro, en la gran cama de columnas negras y mosquitero! El hecho de que Redwán pasara la noche fuera de casa no era nada nuevo. Desde su infancia solía ser invitado a pasar unos días en muchas casas, como en la de su abuelo Muhammad Effat, en el-Gamaliyya, o en Muñirá, en la de su madre, que no había tenido más hijos que él, a pesar de su matrimonio con Muhammad Hasan. Y por eso, y por la tendencia natural de su padre al desinterés, y porque Zannuba acogía con los brazos abiertos todo aquello que lo alejara de su casa aunque fuera por un momento, no había encontrado oposición alguna al hecho de pasar la noche en casa de su amigo, en época de estudio. Luego, el asunto se convirtió en algo habitual, y no hubo nadie que le prestara la menor atención. En este mismo clima de desinterés había crecido Hilmi Ezzat. Su padre —comisario de policía— había muerto hacía diez años, y en ese tiempo sus seis hermanas se habían casado. Él vivía solo con su anciana madre. Al principio, la mujer había encontrado dificultad para ejercer su autoridad sobre su hijo, pero luego él no tardó en convertirse en el jefe de toda la casa. La mujer vivía de la exigua pensión de su marido y del alquiler del primer piso de la antigua casa. La familia no había conocido más que estrecheces desde la muerte del padre, pero Hilmi había podido continuar su vida escolar hasta ingresar en la Facultad de Derecho, cuidando, entretanto, la apariencia respetable que su situación requería. Hilmi sentía una alegría incomparable al encontrarse con su amigo, y los momentos de trabajo o de descanso no le eran gratos más que con él; por eso su presencia le producía vitalidad y entusiasmo. Lo hizo tomar asiento en el sofá vecino a la puerta de la celosía, se sentó a su lado y empezó a pensar en la elección de un tema —¡y cuántos había!— para charlar con él. Sin embargo, en los ojos de Redwán apareció una mirada taciturna que se cruzó en la corriente de su entusiasmo. Lo miró con aire interrogante y luego, al presentir lo que pasaba, balbució:

—¿Has visitado a tu madre? Apuesto a que vienes de allí…

Redwán comprendió que la acertada conjetura de su amigo provenía de su propio aspecto, y brilló en sus ojos el fastidio; sacudió la cabeza afirmativamente, sin decir palabra.

—¿Y cómo está? —preguntó Hilmi.

—Muy bien…

Luego, suspirando:

—¡Pero ese Muhammad Hasan…! ¡Tú no sabes lo que significa que tu madre esté casada con uno que no es tu padre!

Hilmi lo consoló diciendo:

—Eso ocurre a menudo. No hay en ello vergüenza alguna. ¡Además se trata de una historia antigua!

—¡No, no y no! —exclamó Redwán furioso—. Él está siempre en la casa y no sale de allí más que para ir a su trabajo en el Ministerio. ¡Me gustaría visitarla una vez y encontrarla sola! A él le encanta representar el papel de padre y de director espiritual. ¡Mal rayo lo parta! A cada oportunidad me recuerda que él es el jefe de mi padre en la Dirección de Archivos, y no duda en criticar su comportamiento en el trabajo. ¡Pero yo tampoco me callo!

Enmudeció un instante hasta calmar su excitación. Luego siguió diciendo:

—¡Mi madre es idiota al haber consentido en casarse con ese hombre! ¿No hubiera sido mejor que volviera con mi padre?

Hilmi, que conocía de sobra la célebre trayectoria de Yasín, dijo sonriendo:

—«En el amor, ¡cuánto me he lamentado!»

Redwán ondeó la mano con un gesto de pertinaz oposición.

—¡Aunque así fuera! —dijo—. Los gustos de las mujeres son un tremendo misterio. ¡Y lo peor de esto es que, por lo que parece, ella está satisfecha!

—¡No sigas amargándote!

—¡Qué maravilla! —dijo Redwán en tono triste—. Un aspecto de mi vida rezuma desgracia. Yo detesto al marido de mi madre y no quiero a la mujer de mi padre. Un ambiente cargado de odio. Mi padre —al igual que mi madre— no ha elegido bien, pero… ¿qué puedo yo hacer? La mujer de mi padre me trata bien, pero no creo que me quiera. ¡Qué perra es esta vida!

Una vieja sirvienta trajo el té, y a Redwán, que había soportado en la calle la cortante brisa de febrero, se le hizo la boca agua. Reinó el silencio mientras ambos removían el azúcar. La expresión del rostro de Redwán se transformó, lo que hizo prever el final de su triste actitud.

Hilmi se sintió a gusto y dijo con satisfacción:

—¡Me he acostumbrado a estudiar contigo y no sé cómo hacerlo solo!

Redwán sonrió en respuesta a este delicado sentimiento, pero, de repente, le preguntó:

—¿Te has enterado del decreto que han promulgado con la composición de los delegados para llevar a cabo la negociación?

—Sí, pero muchos han armado un gran escándalo, considerando de mal augurio el clima que rodea a la negociación, cuyo verdadero eje parece ser Italia —que amenaza nuestras fronteras—. Los ingleses, por su parte, son otra amenaza en caso de que fracase el acuerdo.

—¡La sangre de los mártires está todavía caliente! ¡Y tenemos sangre nueva!

—Eso es lo que se dice —repuso Hilmi, sacudiendo la cabeza—. Ha callado el combate y han empezado las palabras. ¿Y tú que opinas?

—De cualquier forma, el Wafd tiene una mayoría aplastante en el seno de la negociación.

Figúrate que yo he preguntado a Muhammad Hasan, el marido de mi madre, lo que opina de la situación, y me ha dicho en son de burla: «¿Os creéis de verdad que los ingleses pueden salir de Egipto?». ¡Ese es el hombre que mi madre ha escogido por esposo!

Hilmi Ezzat se echó a reír estrepitosamente, y le preguntó:

—¿Es que tu padre opina otra cosa?

—¡Mi padre odia a los ingleses, y eso basta!

—¿Los odia de todo corazón?

—¡Mi padre no odia ni ama nada de todo corazón!

—Yo te he preguntado qué opinas tú. ¿Estás tranquilo?

—¿Y por qué no? ¿Hasta cuándo va a seguir la cuestión en suspenso? ¡Cincuenta y cuatro años de ocupación! ¡Uf! ¡Yo no soy el único desgraciado!

Hilmi Ezzat tomó el último sorbo de su vaso, y dijo sonriendo:

—Me parece que me hablabas con este mismo entusiasmo cuando sus ojos se fijaron en ti…

—¿Quién?

—Cada vez que te exaltas —dijo Hilmi Ezzat esbozando una extraña sonrisa—, tu rostro se enciende y se destaca tu belleza en todo su apogeo. En uno de esos felices momentos, mientras me estabas hablando, sin duda él te vio. Era aquel día en que la delegación de estudiantes marchó a la Casa del Pueblo llamando a la unión. ¿No te acuerdas de ese día?

Redwán preguntó con un interés que no trató de disimular:

—Sí, pero… ¿quién es él?

—¡Abd el-Rahim Basha Isa!

Redwán reflexionó un instante antes de murmurar:

—Lo he visto una vez… de lejos.

—Pues él te vio aquel día por primera vez.

En el rostro de Redwán se dibujó un gesto interrogante, y Hilmi volvió a hablar:

—¡Cuando se encontró conmigo, después de irte tú, me preguntó por ti, y me pidió que te lo presentara a la primera ocasión!

Redwán sonrió. Luego dijo:

—¡Cuéntame todo lo que sabes!

—Me llamó —dijo Hilmi acariciando el hombro de su amigo— y me preguntó con su habitual amabilidad —a propósito, él es muy amable—: «¿Quién era ese muchacho tan guapo que estaba hablando contigo?». Yo le respondí que era un compañero de Derecho y un antiguo amigo que se llamaba tal… Y me preguntó con interés: «¿Y cuándo me lo vas a presentar?». Yo, a mi vez, le pregunté, fingiendo ignorar su objetivo: «¿Para qué, basha?», y él estalló diciendo como si estuviera enfadado —hasta tal punto llega a veces su simpatía—: «¡Para darle clases de religión, hijo de perra!», y me eché a reír hasta que él me tapó la boca con la mano.

Reinó un instante de silencio, durante el cual retumbó el viento en el exterior y llegó el sonido que hacía el postigo de la ventana al chocar contra la pared. Luego se elevó la voz de Redwán, que preguntaba:

—He oído hablar mucho de él. ¿Es como dicen?

—Y más…

—¡Pero si es un viejo…!

En las facciones de Hilmi Ezzat se dibujó una sonrisa silenciosa al decir:

—Eso es lo que menos importancia tiene. Es un hombre de elevada posición, elegante, influyente, y quizás su vejez nos sea de mayor utilidad que la juventud.

Redwán volvió a sonreír, y luego preguntó:

—¿Dónde vive?

—En una tranquila villa de Helwán.

—¡Ah!, ¡llena de representantes de todas las clases sociales!

—¡Estaremos entre sus adeptos! ¿Por qué no? Él es de los viejos políticos y nosotros de los jóvenes.

Redwán preguntó con cierta desconfianza:

—¿Y su mujer y sus hijos?

—¡Qué tonto eres! Está soltero. No se ha casado, ni le gusta ese camino. Fue hijo único, y vive solo con sus criados, como si estuviera desgajado de un árbol. Si lo conocieras, no te olvidarías nunca de él.

Intercambiaron una larga mirada sonriente, cargada de complicidad, hasta que Hilmi Ezzat dijo con cierta impaciencia:

—Por favor, pregúntame cuándo iremos a visitarlo.

Redwán dijo, mirando los posos de té en su vaso:

—¿Cuándo iremos a visitarlo?…