7

«¡Qué agradable es este sitio! Pero los tiempos son difíciles. Desde este cálido lugar se ve a los que vienen y van… a la calle Faruq… a el-Muski… a el-Ataba… Si no fuera por el duro frío de enero, el amante de los placeres no se ocultaría tras la cristalera del café, abandonando, a su pesar, la maravillosa esquina que lo prolonga, en la acera de enfrente. Pero un día llegará la primavera. Sí, llegará, pero… los tiempos son difíciles. Dieciséis años o más, y tú sigues retenido en el séptimo nivel del escalafón. La tienda de el-Hamzawi se vendió al más bajo precio, y el apartamento de el-Guriyya, a pesar de lo grande que es, no produce más que unas libras. En cuanto a la casa de Qasr el-Shawq, es mi hogar y mi morada. Y si Redwán tiene un abuelo rico, Karima no tiene otro que la mantenga más que yo, padre de familia y enamoradizo… Pero, desgraciadamente, los tiempos son difíciles». De repente, sus ojos cayeron atónitos sobre un joven alto y delgado, con un bigote cuadrado y gafas doradas que se pavoneaba en su abrigo negro, procedente de el-Muski y en dirección a el-Ataba. Sonrió y se incorporó a medias, como si le molestara levantarse, pero no se movió de su asiento. Si no fuera porque el joven iba muy deprisa, se habría acercado y lo habría invitado a sentarse con él. «Kamal es el mejor contertulio en los momentos de aburrimiento. El matrimonio no se le ha pasado por la imaginación, a pesar de estar rondando los treinta. ¿Por qué contraje yo matrimonio antes de tiempo? ¿Por qué caí otra vez en él antes de haberme repuesto de la primera bofetada? Pero ¿quién no se queja, el soltero o el casado? El-Ezbekiyya era refugio y placer; luego la perdición se abatió sobre él y hoy es foco de deshechos y bajeza. Del mundo de los goces no te queda más que el deleite de presenciar este cruce de la calle, luego la captura rápida; y la mejor caza de este tipo es una sirvienta egipcia de esas que trabajan con las familias europeas. Suelen ser de aspecto educado y limpio, pero su mérito principal es, sin duda alguna, su ligereza moral. Donde más hay es en el mercado de verduras, en la Plaza de el-Azhar».

Había terminado de tomarse el café. Estaba sentado tras el cristal de la ventana cerrada, dirigiendo su mirada hacia el cruce de las calles, y siguiendo a cada belleza que pasaba, para que se imprimiera en su retina la imagen de las mujeres con mantos y melayas.

Las miraba en su conjunto o por partes, con una constancia infatigable. Unas veces se quedaba sentado, permaneciendo así hasta las diez, y otras posiblemente no lo hacía más que durante el tiempo que tardaba en tomarse el café; luego se levantaba rápidamente, como si fuera un traficante de objetos usados, a la zaga de una presa de la que hubiera percibido respuesta favorable y asentimiento. Pero generalmente se contentaba con mirar. Quizás seguía a las bellezas sin un propósito serio, no llegando a la verdadera osadía más que para dar caza a alguna sirvienta libertina o a una viuda de más de cuarenta años. Le daba por abordarlas de vez en cuando, y con intenso deseo, puesto que ya no era el hombre que había sido antes; no sólo porque sus ingresos soportaran pesadas cargas, sino por sus cuarenta años, que se habían instalado en él sin ser invitados ni permitidos. ¡Qué terrible verdad había en ello!

«Estos cabellos blancos en mis sienes… ¡Cuántas veces encargué al peluquero que se ocupara de ellos! Él dijo que el asunto del cabello era sencillo, pero que las canas no tardarían en volver a salir. ¡Malditos sean los dos!… ¡El peluquero y las canas! El hombre me prescribió un tinte muy útil, pero no he recurrido a él. Sin embargo, mi padre llegó a los cincuenta sin que se le estropeara el cabello. ¡Qué lejos estoy yo de mi padre! Y no sólo en las canas… A los cuarenta años era joven, y también a los cincuenta… Pero yo… ¡ay, Dios mío!, yo no he cometido más excesos que mi padre. ¡Calma tu cabeza de tantas ideas observando a esa mujer! ¡Calma tu cabeza y atormenta tu corazón! ¿Es que la vida de Harún el-Rashid era de verdad como la cuentan los narradores? ¡Qué lejos está Zannuba de todo esto! Una parte del matrimonio es una puta estafa, pero su fuerza radica en que tú seguirás albergando el engaño mientras vivas. Se sucederán las dinastías, los tiempos cambiarán, y aún el destino estará agitado por una mujer vagando por ahí, y un hombre corriendo en pos de ella. La juventud es una maldición… y la madurez es un cúmulo de maldiciones; entonces… ¿dónde está el reposo del corazón?… ¿dónde?… Lo peor de este mundo es el hecho de que te preguntes un día, aturdido, ¿dónde estoy?»

Salió del café a las nueve y media y atravesó lentamente el-Ataba en dirección a la calle Muhammad Ali. Luego entró en la taberna «La Estrella» y saludó a «Jalu», que estaba inclinado detrás de la barra, en su posición habitual. El hombre le devolvió el saludo con una amplia sonrisa que puso al descubierto unos dientes amarillos y mellados. Luego señaló con la barbilla hacia la habitación interior como para informarlo de que sus amigos estaban esperando. Frente a la barra se extendía un corredor que llevaba a tres dependencias contiguas, en cuyo ambiente reinaba un gran tumulto. Fue hacia la última de ellas, en la que no había más que una ventana con barrotes de hierro que daba al callejón de el-Mawardi. En ella se alineaban tres mesas repartidas en las esquinas; dos estaban vacías, y la tercera, rodeada por sus amigos, que lo recibieron con alegría, como solían hacer cada noche. Yasín era —a pesar de sus lamentos— el más joven de todos. El mayor era un soltero jubilado, que reunía en su tertulia a un primer secretario del Ministerio de Bienes Religiosos, a un jefe de personal en la dirección de la Universidad, además de un abogado de los que tienen propiedades y no ocupación. El vicio de la bebida hacía aparecer en sus rostros una mirada apagada y una tez congestionada, o de una intensa palidez. Llegaban juntos a la taberna entre las ocho y las nueve, y no la abandonaban hasta altas horas de la noche. Bebían los vinos de la peor calidad, los de efectos más fuertes y los más baratos. Yasín, sin embargo, no los acompañaba desde el principio hasta el final más que en raras ocasiones. Y, exceptuando estas, pasaba con ellos, en cualquier caso, dos o tres horas. El viejo soltero, como era su costumbre, lo recibió diciendo:

—Bienvenido, hagg Yasín.

Se empeñaba en calificarlo de hagg por respeto a su nombre bendito. En cuanto al abogado, el que más bebía de todos, dijo:

—Te has retrasado, campeón. Ya nos estábamos preguntando: ¿habrá tropezado con alguna mujer que vaya a privarnos de su agradable compañía durante toda la noche?

El viejo soltero filosofó, comentando las palabras del abogado:

—¡Lo único que puede separar a dos hombres es una mujer!

Yasín, sentado entre el primer secretario del Ministerio de Bienes Religiosos y él, le dijo bromeando:

—Por ese lado no tengas miedo.

El viejo dijo, llevándose el vaso a la boca:

—Salvo unos endemoniados momentos en los que me excita una catorceañera…

—¡Tú eres como el invierno, y ella como la primavera! —dijo el primer secretario.

—¡No comprendo lo que pretendes con estas estúpidas palabras!

—¡Ni yo tampoco!

Jalu trajo el vaso y los altramuces. Yasín lo cogió diciendo:

—¡El mes de enero de este año está haciendo lo que le da la gana!

—Los asuntos están en manos de Dios —dijo el jefe de personal—. Enero ha traído el frío, pero se ha llevado a Tawfiq Nasim para no volver.

—¡Salvadnos de la política! —gritó el abogado—. No paramos de emborracharnos tomando la política como aperitivo, hasta que nos corta el aliento. ¡Hablad de otra cosa!

—En realidad, nuestra vida es política, y no otra cosa —afirmó el jefe de personal.

—Tú eres jefe de personal en sexto nivel, ¿qué tienes que ver con la política?

—¡Por favor! —dijo el jefe colérico—. Nivel sexto de los antiguos… de los tiempos de Saad.

—Yo tengo el sexto nivel desde los días de Mustafa Kámil —repuso el viejo soltero—, por eso me he jubilado como tal, en honor a su recuerdo. ¡Escuchadme! ¿No es mejor que nos emborrachemos y cantemos?

Yasín respondió, ocupándose en vaciar su vaso:

—¡Bebamos primero, padre mío!

Yasín no había gozado en su vida del placer de una amistad profunda. Sin embargo tenía amigos en cada tertulia —en el café o en la taberna—. Se amoldaba con rapidez, y hacía amigos con más rapidez todavía. Conocía a ese grupo desde que adoptó esta taberna como tertulia nocturna favorita —de acuerdo con la evolución de su situación financiera—, y los lazos de amistad se habían afianzado entre ellos. Sin embargo, no se encontraba con ninguno fuera de allí, ni lo intentaba siquiera. Los reunía el exceso en la bebida y la búsqueda de un precio barato. El jefe de personal era el que detentaba la posición más elevada, pero también tenía una numerosa familia. El abogado, por su parte, había venido a esta taberna atraído por el renombre de su fuerte vino, y después de que los caldos selectos no le hicieran efecto más que en contadas ocasiones. Luego se habituó y lo tomó por costumbre.

Yasín empezó a beber y a charlar, lanzándose en el tumultuoso torbellino que inundaba el lugar y rebotaba en sus paredes. El viejo soltero era el miembro del grupo al que más quería. No se hartaba de sus bromas, en especial de las alusiones al sexo. Este le prevenía contra los excesos, y le recordaba su responsabilidad familiar, a lo que Yasín respondía con indiferencia y orgullo: «Nosotros somos un clan que ha sido creado para esto. Así es mi padre, y así fue antes mi abuelo». Él había dicho ya esas palabras aquella velada, y el abogado le preguntó irónico:

—¿Y tu madre? ¿Ella es también así?

Se rieron a carcajadas, incluido Yasín, aunque el corazón se le había hundido en el pecho dolorosamente. Estuvo bebiendo en exceso… y le pareció, a pesar de su embriaguez, que se estaba desplomando… Aquel no era su lugar, ni su vino, ni su día… «En todas partes se hacen guiños a mis espaldas. ¡Qué lejos estoy yo de mi padre! No hay nada más miserable que ver aumentar los años, y disminuir el dinero. Pero la bebida es enormemente misericordiosa; te inunda de alegría, una dulce alegría, y constituye un bello consuelo frente al que todos los asuntos pierden importancia. Dite a ti mismo: "¡Qué grande es mi alegría!" No volverán los bienes dilapidados, ni la juventud que pasó, pero el vino valdrá para ser el mejor compañero de por vida. Lo he mamado desde que era un adolescente, y helo aquí alegrando mi madurez… y vibrará de emoción por él mi cabeza cubierta de canas. Por eso mi corazón se regocija a pesar de la pena. Mañana, cuando Redwán sea un hombre y Karima se vaya a casar, yo brindaré por la felicidad en el-Ataba el-Jadrá. ¡Qué grande es mi alegría!»

Entonces el grupo cantó «Al cautivo del amor, ¡cuántas veces lo ahoga la desgracia!»; luego cantó «¡Oh, vecina del río!», todo ello en un clima bullanguero, y con voces alborotadoras. Las gentes de las demás salas y del pasillo corearon la canción. Luego se hizo un silencio agobiante, y el jefe de personal volvió a hablar de la dimisión de Tawfiq Nasim y a preguntar por el tratado encaminado a proteger a Egipto del peligro de Italia, ese incómodo vecino establecido en Libia. Y lo único que hizo el grupo fue repetir a coro: «Corre la cortina que está a nuestro lado, así nuestro vecino no nos molestará». El viejo, a pesar de haberse excedido en la bebida y el jaleo, se puso a protestar contra esta desvergonzada respuesta, y los acusó de desvariar en aquello que debían tomarse en serio. Le respondieron, canturreando al unísono: «¿Nos estás riñendo de verdad, o en broma?». El sheyj no pudo hacer otra cosa que echarse a reír y volver a confabularse con ellos sin reserva.

Yasín abandonó la taberna a medianoche, y llegó a su casa, en Qasr el-Shawq, alrededor de la una. Al igual que solía hacer cada noche, empezó a recorrer las dependencias de su apartamento como si estuviera realizando una ronda de inspección. Encontró a Redwán en su habitación, estudiando; el joven levantó la cabeza del libro de Derecho para intercambiar una sonrisa con su padre. El amor que se profesaban era profundo, así como el respeto, a pesar de que Redwán sabía que siempre que su padre lo hacía a esas horas, lo hacía borracho. Yasín, por su parte, sentía gran admiración por la belleza de su hijo, así como por su inteligencia y su aplicación. Veía en él a su sustituto en el futuro, que elevaría su rango, reforzaría su orgullo y lo consolaría de muchas cosas.

—¿Cómo van tus lecciones? —le preguntó.

Y se señaló a sí mismo como si le dijera: «Aquí me tienes». Redwán sonrió, y en él sonrieron los ojos negros de Haniyya. Su padre volvió a decir:

—¿Te molesta que ponga el fonógrafo?

—A mí no, pero los vecinos están durmiendo a estas horas.

Se alejó de la habitación, diciendo en son de burla:

—¡Que tengan felices sueños!

Pasó por el dormitorio de los niños, y encontró a Karima sumergida en sus sueños, en una cama pequeña; la de Redwán permanecía vacía, al otro lado de la habitación, esperando que este acabara de estudiar. Por un instante se le ocurrió despertarla para juguetear con ella, pero recordó sus protestas cuando la despertaba a esas horas, y renunció a la idea, yéndose a su habitación. Verdaderamente la noche más bonita en aquella casa era la del viernes, el santo día de fiesta, pues cuando regresaba a su casa —sin importar la hora en que lo hiciera— no dudaba en invitar a Redwán a sentarse con él en la sala; luego despertaba a Karima y a Zannuba, ponía en marcha el fonógrafo, y seguían charlando y bromeando hasta altas horas de la noche. Yasín adoraba a su familia, y especialmente a Redwán. Verdaderamente él mismo no se ocupaba —o no tenía tiempo— de perseguirlos con su vigilancia y sus consejos, dejando estos asuntos al cuidado de Zannuba y a la natural prudencia de sus hijos. Fuera lo que fuese, él no hubiera podido soportar ni un solo instante el representar ante ellos el duro papel que su padre había representado ante él. ¡Odiaba de todo corazón forjar en el corazón de Redwán el sentimiento de temor y miedo que él sentía hacia su padre! ¡La verdad es que no habría podido hacerlo aunque hubiera querido! Cuando los reunía a su alrededor después de la medianoche, manifestaba sin reserva la pasión que sentía por ellos, embriagado por el vino y el amor. Bromeaba y charlaba con todos, y tal vez les contara las anécdotas de borrachos que ocurrían en la taberna, sin prestar atención al efecto que aquello podía causar en las almas inocentes, e indiferente a las protestas que Zannuba le expresaba, mediante señas, desde detrás. Parecía que él mismo se hubiera olvidado y diera rienda suelta a su naturaleza, sin precaución ni cuidado.

En su habitación, encontró a Zannuba —como de costumbre— sólo dormida a medias. Ella estaba siempre así. Antes de entrar, le llegaban sus ronquidos, hasta que, cuando alcanzaba el centro del dormitorio, su mujer empezaba a moverse, abría los párpados y decía con su tono burlón: «¡Por fin has vuelto, gracias a Dios!». Luego se levantaba para ayudarlo a quitarse la ropa y ordenarla. Así, al natural, ella parecía mayor de lo que era, y a menudo él la creía de su misma edad. Pero había llegado a ser su compañera, entrelazándose sus raíces a las de él… Una antigua cantora que había logrado con éxito vivir en su compañía cosa que no había conseguido antes ninguna señora y que había asentado su vida conyugal sobre sólidos cimientos. Sí, su vida en común había conocido batallas al principio, y en ella se habían dejado oír rugidos, pero la mujer pareció siempre empeñada, con todas sus fuerzas, en preservar su vida matrimonial. Con los días, llegó a ser madre. Había sufrido el desconsuelo por la pérdida de un hijo, y no le quedaba más que Karima. Sin embargo, esto la movía a aferrarse, con redobladas fuerzas, a su vida conyugal, especialmente después que hubiera sentido la amenaza de la madurez y el desafío de una vejez prematura. Además, el paso de los días le había enseñado a ejercer la paciencia y el espíritu conciliador, y a representar el papel de «señora» en el más amplio sentido de la palabra, llevándolo al extremo de no arreglarse fuera de su casa; llegó al punto de conseguir, en cierto modo, el respeto de Bayn el-Qasrayn y el-Sukkariyya. Un aspecto de su buena política consistía en esforzarse por tratar a Redwán de la mejor forma, con gran dulzura y afecto, aunque no sentía amor hacia él —especialmente después de que perdiera al único hijo varón que había dado a Yasín—. A pesar de lo que había cambiado, ponía un extremo cuidado en estar bien arreglada, elegante y limpia. Yasín la observaba sonriendo mientras peinaba y peinaba sus cabellos ante el espejo. Y, aunque de vez en cuando estaba harto de ella hasta el límite del hastío, sentía verdaderamente que aquella mujer se había convertido en algo precioso en su vida, algo de lo que no podía prescindir de ninguna manera.

Ella fue a por un chal, se cubrió con él, tiritando, y dijo en tono de queja:

—¡Qué frío hace! ¿No podrías prescindir de tus veladas en invierno?

—El vino, como tú sabes, transforma las estaciones —respondió él, burlón—. ¿Por qué te tomas la fatiga de levantarte?

Ella dijo resoplando:

—¡Tus actos son agotadores, y tus palabras también!

Dentro de su guilbab él parecía un globo. Se frotó el vientre con la mano, mientras miraba a su mujer, embelesado y satisfecho, con sus ojos negros y brillantes. Luego se echó a reír de repente y dijo:

—¡Si me hubieras visto intercambiando saludos con los soldados! ¡Los de la última ronda nocturna se han vuelto buenos amigos míos!

—¡Qué bien! —murmuró ella, suspirando.