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Kamal e Ismail Latif se sentaron en una de las salas del café de Ahmad Abdu. Era la misma en la que se había sentado Kamal con Fuad el-Hamzawi en los albores de la juventud. A pesar del frío de diciembre, la atmósfera del café estaba templada, ya que, al cerrar su entrada, se cerraba la única abertura que tenía hacia la superficie del suelo de la calle, y era natural que se caldease, aunque la humedad se extendía de forma apreciable por todas partes. Ismail Latif no habría consentido en sentarse en el café de Ahmad Abdu de no haber sido por su deseo de seguirle la corriente a Kamal. Era un antiguo amigo que no había cortado sus vínculos con él, a pesar de que las exigencias del sustento lo habían empujado a marchar a Tanta como perito contable nada más graduarse en la Escuela de Comercio. Cuando volvía a El Cairo de permiso, lo llamaba por teléfono a la escuela de el-Salihdar y se citaba con él para encontrarse en aquel arqueológico rincón. Kamal se puso a mirar a su viejo amigo, tal como se le mostraba, con su aspecto robusto y sus facciones afiladas y acusadas. Le asombraba el aplomo, la cortesía y la rectitud que había adquirido y que convertían en perfecto modelo de esposo y marido al que había sido un día modelo único de descaro, desvergüenza y grosería. Kamal vertió el té verde en el vaso de su amigo y luego en el suyo, mientras decía sonriendo:

—¡Parece que no te agrada el café de Ahmad Abdu!

Ismail irguió la cabeza, con su habitual arrogancia, y le dijo:

—Es realmente extraño. Pero ¿por qué no elegimos un lugar que no esté bajo tierra?

—¡En todo caso, es el lugar más apropiado para gentes decentes como tú!

Ismail asintió, agitando la cabeza mientras se reía, como si reconociera que él, que había sido un tal y un cual, se había hecho verdaderamente acreedor a la virtud de la decencia. Entonces Kamal le preguntó con cordialidad:

—¿Cómo te va por Tanta? —¡Muy bien! El día, lo paso trabajando sin descanso en la oficina, y la noche, con mi mujer y mis hijos.

—¿Y cómo está la prole?

—¡Tenemos que dar gracias a Dios! Su bienestar siempre corre a cuenta de nuestra fatiga, pero, de todas formas, ¡demos gracias a Dios!

Kamal, empujado por la curiosidad que le producía hablar de la familia en general, le preguntó:

—¿De verdad los sientes como la auténtica felicidad, como dicen los expertos?

—Sí, realmente lo son.

—¿A pesar de la lata que dan?

—¡A pesar de todo!

Kamal se puso a contemplar a su amigo con mayor curiosidad aún. Era una nueva persona, que apenas tenía nada que ver con el Ismail Latif del que había sido amigo entre los años 1921 y 1927, esa época única en su vida, que había vivido con todas sus fuerzas, pues no había pasado un minuto sin una alegría profunda o un vivo dolor. Había sido la época de la verdadera amistad, encarnada en Huseyn Shaddad; la época del amor sincero, cristalizado en Aida; la época del ardor impetuoso, tomado de la antorcha de la fantástica revolución egipcia; y después la época de las experiencias violentas, a las que lo habían lanzado la duda, la desvergüenza y las pasiones. Ismail Latif había sido el símbolo y el líder indiscutible de esta última época. ¿Y qué tenía que ver hoy con el de entonces?

—Sin embargo —continuó diciendo Ismail Latif con cierto descontento—, hay asuntos que nos mantienen continuamente preocupados, como la nueva organización y el cese de los ascensos y las subidas. Ya sabes que yo estaba acostumbrado al buen vivir a la sombra de mi padre, pero este no dejó herencia y mi madre, a su vez, dilapida toda su pensión. Por eso, para ganarme la vida, me he resignado a trabajar en Tanta. ¿O es que alguien como yo se habría conformado con esto?

—¡Alguien como tú no se habría conformado con nada! —replicó Kamal riendo.

Ismail, orgulloso de su rico pasado, que había abandonado por su propia elección, sonrió con cierta arrogancia.

—¿Y no tienes deseos de volver a algo del pasado? —le preguntó Kamal.

—Pues no. Me sacié de todo, y puedo decir que aún no estoy aburrido de mi nueva vida. Todo lo que tengo que hacer es mostrar de vez en cuando cierta habilidad para sacarle unos cuartos a mi madre; y mi mujer tiene que jugar el mismo papel con su padre, porque aún sigo sintiendo pasión por la buena vida.

—¡Nos has enseñado el camino y nos has dejado tirados! —le dijo Kamal, riendo, sin poderlo evitar.

Ismail lanzó una risotada que devolvió a su rostro circunspecto muchos de los rasgos maliciosos del pasado.

—¿Te da pena de ello? —dijo—. Seguro que no. Tú sientes una asombrosa devoción por esa vida. Sin embargo, eres un hombre moderado. Yo he hecho en mis cortos años de diversión lo que tú no harás en toda tu existencia. —Luego, ya en serio—: ¡Cásate y cambia de vida!

—¡Ese es un asunto que merece reflexión! —dijo Kamal en tono jocoso.

Entre 1924 y 1935 había nacido un nuevo Ismail Latif, digno de ser visitado por los amantes de los prodigios. En cualquier caso, era el único amigo de aquellos tiempos que le quedaba. A Huseyn Shaddad, Francia lo había raptado de su país. Hasan Selim también había hecho del extranjero su lugar de residencia y su medio de vida. Por desgracia, ya no tenía un vínculo afectivo con ellos. Ismail Latif nunca había sido su amigo del alma, pero era un recuerdo vivo del maravilloso pasado. Por eso merecía la pena que se sintiera orgulloso de él. «Y yo también me siento orgulloso de él por su fidelidad. No hay alegría espiritual en su compañía, pero es un signo vivo de que el pasado no fue una fantasía, ese pasado cuya realidad deseo afirmar con más ansiedad que la propia vida. ¿Qué estará haciendo Aida en este preciso instante? ¿En qué lugar del mundo se hallará? ¿Cómo ha podido curarse el corazón de la enfermedad de su amor?… Todas estas cosas son milagros…»

—¡Estoy admirado, señor Ismail! ¡Te mereces todo el éxito del mundo!

Este echó una ojeada a lo que le rodeaba, pasando revista al techo, las lámparas, las salas y los rostros soñadores, enfrascados en la charla y el juego. Luego le preguntó:

—¿Qué es lo que te gusta en este café?

Kamal no le respondió a la pregunta, sino que le dijo en tono apenado:

—¿No lo sabías? Pronto van a derribarlo para construir sobre sus ruinas un nuevo edificio. ¡Este vestigio del pasado va a desaparecer para siempre!

—¡Adiós mil veces! ¡Que desaparezca este cementerio para que se construya encima una nueva civilización!

«¿Tendrá razón? Es posible, pero el corazón tiene sus fervientes amores. ¡Mi querido café! Eres un trozo de mí mismo. Dentro de ti he soñado mucho, he pensado mucho. Dentro de ti ha vivido Yasín unos años y Fahmi se ha reunido con los revolucionarios para pensar y trabajar por un mundo mejor. Además te amo porque estás hecho de la materia del sueño. Pero ¿de qué sirve todo esto? ¿Qué valor tiene la nostalgia del pasado? Quizás el pasado siga siendo el opio de los sentimentales. Lo peor que te puede pasar es tener un corazón nostálgico y una mente escéptica. Así que digamos cualquier cosa, mientras sigamos sin creer en nada».

—En eso tienes razón. ¡Propongo que derriben las pirámides si encuentran a sus piedras cualquier utilidad para el futuro!

—¿Las pirámides? ¿Qué tienen que ver las pirámides con el café de Ahmad Abdu?

—Me refiero a los monumentos históricos. Quiero decir que vamos a destruir todo en función del presente y del futuro.

Ismail Latif se rio, estirando el cuello con arrogancia, como hacía antiguamente siempre que pinchaba a alguien, y luego dijo:

—A veces escribes palabras que contradicen a estas. Como sabes, leo de vez en cuando la revista el-Fikr en honor a ti. Ya te había expresado francamente mi opinión. O sea: tus artículos son difíciles, sí; toda la revista —Dios me libre— es árida. No pude seguir comprándola porque mi esposa no encontraba en ella nada legible. ¡Perdóname, pero esas fueron sus palabras! Digo que a veces he encontrado en lo que escribes una contradicción con lo que dices ahora, pero no pretendo entender mucho —ni poco, entre tú y yo— de lo que escribes. A este respecto, ¿no es mejor que escribas como lo hacen los autores que son populares? Si lo hicieras, encontrarías una amplia audiencia y ganarías muchísimo dinero…

Hubo un tiempo en que habría despreciado esa opinión con obstinación y con rebeldía. Ahora la seguía despreciando, pero sin rebeldía. No obstante, tenía dudas respecto al propio desprecio, no porque sospechara que estaba fuera de lugar, sino porque dudaba del valor de lo que escribía. Quizás dudaba de su propia duda, y pronto reconoció en su fuero interno que estaba harto de todo y que a veces el mundo parecía una palabra arcaica, cuyo significado se había desvanecido.

—¡Tú nunca estuviste de acuerdo con mi mentalidad!

—¿Te acuerdas? —se carcajeó Ismail—. ¡Qué tiempos aquellos!

Tiempos pasados cuyo fuego ya no ardía, pero que estaban bien guardados en su lugar, como el cadáver de un ser querido o como el estuche de golosinas escondido en su sitio desde la noche de bodas de Aida.

—¿No has tenido noticias de Huseyn Shaddad o de Hasan Selim?

—¡Acabas de recordarme algo! —dijo enarcando sus espesas cejas—. El año pasado, cuando estuve lejos de El Cairo, se produjeron unos sucesos…

Luego, con creciente interés, prosiguió:

—Nada más volver de Tanta me enteré de que la familia Shaddad estaba acabada.

En el corazón de Kamal estalló una arrolladora excitación de interés, y lo pasó muy mal tratando de vencer sus manifestaciones externas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó luego.

—Mi madre me contó que Shaddad Bey se había arruinado. La Bolsa se le había zampado hasta el último millim que poseía. Shaddad estaba acabado. ¡No pudo soportarlo y se suicidó!

—¡Qué noticia! ¿Y cuándo ha ocurrido todo eso?

—Hace unos meses. El palacio se perdió con lo demás. Ese palacio en cuyo jardín vivimos momentos inolvidables…

«¡Qué momentos! ¡Qué tiempo aquel! ¡Qué jardín! ¡Qué recuerdos! ¡Qué dolor olvidado! ¡Qué doloroso olvido!… La eminente familia. El hombre importante. El gran sueño… Esta conmoción, ¿no es mucho mayor de lo que requiere la situación? Y los latidos del corazón ¿no son más fuertes de lo que merecen unos recuerdos borrados por el olvido?»

—El bey se ha suicidado… El palacio se ha perdido… Pero ¿cuál ha sido el destino de la familia? —preguntó Ramal con voz triste.

—A la madre de nuestro amigo no le han quedado más que quince libras al mes de renta de una fundación religiosa —repuso Ismail, disgustado—, y se ha trasladado a un modesto apartamento en el-Abbasiyya. Mi madre ha ido a visitarla, y al volver ha descrito su situación llorando. Esa señora que ha nadado en una abundancia inimaginable… ¿No te acuerdas?

Claro que lo recordaba. ¿Creía que lo había olvidado? Recordaba el jardín, el cenador, la felicidad que cantaba en el ambiente. Recordaba la alegría y la tristeza. Es más, ahora estaba realmente triste. Las lágrimas llamaban a las puertas traseras de sus ojos. De ahora en adelante no tendría derecho a entristecerse por el café de Ahmad Abdu, amenazado con desaparecer, pues todo debía transformarse de pies a cabeza.

—¡Es algo desolador! Y aún más desolador no haber podido cumplir con nuestro deber de acompañarlos en el sentimiento. ¿No volvió de Francia Huseyn?

—Sin duda que habrá vuelto tras lo ocurrido, y también Hasan Selim y Aida, pero ninguno de ellos está ahora en Egipto.

—¿Y cómo se volvió Huseyn abandonando a su familia a su suerte? ¿Y cómo va a mantenerse tras la bancarrota de su padre?

—He oído decir que se ha casado allí y no es improbable que haya encontrado trabajo durante su larga estancia en Francia. No sé nada de él. No lo he visto desde que tú y yo le dijimos adiós. ¿Cuánto tiempo hace de aquello?… Diez años más o menos ¿no?… Es ya una fecha lejana. ¡Cuánta tristeza me ha causado!

¡Cuánta y cuánta! En Kamal, las lágrimas llamaban a las puertas traseras de sus ojos. No se habían abierto desde aquella época y estaban cubiertas de óxido. Su corazón destilaba tristeza, y con ese corazón recordaba que había tomado la tristeza por emblema. La noticia lo había sacudido con tanta violencia que casi lo había despojado de todo el presente, poniendo al descubierto al hombre de antaño, que había sido puro amor y pura tristeza. ¿Era ese el final del viejo sueño? ¡La quiebra y el suicidio! ¡Como si estuviera condenado a que aquella familia le enseñara la lección de los dioses caídos! ¡La quiebra y el suicidio! Y si Aida aún seguía gozando de prosperidad, gracias a la posición de su marido, ¿qué habría sido de su angelical orgullo? ¿Habrían hundido los acontecimientos a su hermana pequeña hasta…?

—Huseyn tenía una hermana pequeña. ¿Cómo se llamaba? ¡A veces me acuerdo de su nombre, pero otras veces se me olvida!

—Budur. Vive con su madre y comparte con ella las penalidades de su nueva vida.

«¡Imagínate a la familia de Aida llevando una vida modesta! Como la vida de esas gentes que nos rodean. ¿Irá un día Budur con las medias zurcidas? ¿Tomará el tranvía como medio de transporte o se casará con un simple funcionario? Pero ¿qué importancia tiene todo eso? ¡Ay, no te engañes a ti mismo! Hoy estás triste y, pienses lo que pienses de las clases sociales y de sus diferencias, te sientes terriblemente desmoronado con este cataclismo. Te resulta duro escuchar que tu ideal supremo rueda por tierra. En cualquier caso, felicítate de que no haya quedado nada del amor». Seguro… ¿Qué quedaba del antiguo amor? Si decía: «nada», su corazón latía con una asombrosa ternura al eco de cualquier canción de aquel entonces, a pesar de la vulgaridad de sus letras, su sentido y su melodía. «¿Qué significa eso? Pero, despacio… Es el recuerdo del amor, no el propio amor, y siempre nos gusta el amor, especialmente cuando no lo hay. Sin embargo, en este instante me siento como sumergido en el mar de la pasión. Eso significa que la enfermedad oculta destila su veneno en el momento de una inesperada debilidad. ¿Qué hacer cuando la duda que pone en solfa todas las verdades, se detiene cautamente ante el amor, no porque esté por encima de la duda, sino por respeto a la tristeza, y por avidez de la verdad del pasado?»

Ismail volvió sobre la tragedia, dando multitud de detalles, hasta que, al parecer, se hartó de ella, diciendo con el tono de quien desea quitarse toda la historia de la cabeza:

—¡La eternidad pertenece a Dios! Es algo realmente penoso, pero dejémonos ya de tristezas.

Kamal no intentó inducirlo a seguir hablando. Con lo que había dicho tenía suficiente. Y además sentía deseos de silencio y meditación. Lloraba con un llanto callado, con unas lágrimas invisibles que derramaba su corazón. Le asombraba aquello, pues se consideraba un antiguo enfermo que se había curado de su enfermedad, y se dijo a sí mismo estupefacto: «¡Nueve o diez años! ¡Qué largos y qué cortos a la vez! ¿Cuál será ahora la imagen de Aida?». Le habría gustado contemplarla con calma, para conocer el secreto del mágico pasado, o mejor aún para detenerse en su propio secreto. Ahora no la veía más que como un instante fugaz en una antigua melodía recobrada o como una fotografía en un anuncio de jabón. O como el que al salir de su letargo murmura: «¡Es ella!»; pero en realidad es el rostro de una estrella de cine o un recuerdo infiltrado; y entonces se despierta, ¿y cuál es la realidad? No podía permanecer sentado por más tiempo. Su alma deseaba aventurarse en el mundo de lo desconocido.

—¿Aceptas que te invite a un par de copas en un lugar agradable y tranquilo? —preguntó a Ismail.

Y este soltó una carcajada diciendo:

—Mi esposa me espera para que vayamos a visitar a su tía.

No le importó que rechazara la invitación. ¡Cuántas veces había sido él mismo su propio invitado! Se fueron del lugar charlando. De cualquier cosa. Mientras tanto, Kamal se iba diciendo: «Tal vez nos hartamos del amor cuando lo tenemos, pero ¡cómo lo echamos en falta cuando se ha ido!».