La casa de Muhammad Effat en el-Gamaliyya era para Ahmad Abd el-Gawwad un espectáculo familiar y entrañable. Ese portalón de madera, que desde fuera parecía la entrada de una vetusta hospedería, y aquella alta tapia que, salvo las copas de los árboles altos, escondía todo lo que había detrás… En cuanto a ese jardín, sombreado por las moreras y los sicómoros, tan bien delineado con árboles de alheña, limoneros, full y jazmín, era una maravilla, como lo era la alberca que tenía en medio. Y luego estaba ese porche de madera que se extendía a lo largo del jardín… Muhammad Effat estaba parado en la escalera del porche, envuelto en su manto de lana de andar por casa, esperando al recién llegado, mientras Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar se habían sentado en dos sillas contiguas. Ahmad saludó a los amigos, y siguió después a Muhammad Effat hasta el sofá situado en mitad del porche, sentándose a continuación los dos juntos. Todos habían perdido su gordura, a excepción de Muhammad Effat, al que se le veía fofo y con la cara muy enrojecida. Ali Abd el-Rahim se había quedado calvo, y las cabezas de los demás se habían poblado de canas. La piel de los rostros se había surcado de arrugas. Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar parecían los más afectados por el envejecimiento, pero el color rojo de la faz de Muhammad Effat era más similar al de la congestión. Sólo Ahmad, a pesar de su delgadez y sus canas, seguía estando guapo y lustroso. Sentía un inmenso amor por aquella reunión, como lo sentía también por el espectáculo del jardín, que se extendía hasta el alto muro que daba a el-Gamaliyya. Había echado la cabeza un poco hacia atrás, como para permitir a su imponente nariz saciarse del aroma del full del jazmín y de la alheña. A menudo cerraba los ojos para dedicarse a escuchar el gorjeo de los pájaros que se solazaban sobre las ramas de las moreras y los sicómoros. Pero lo más noble que alteraba su corazón en ese instante era el sentimiento de fraternidad y amistad que albergaba hacia aquellos hombres. Con sus grandes ojos azules miraba tiernamente sus amados rostros, que la vejez había tornado irreconocibles, y el corazón le rebosaba de pena y compasión por ellos y por sí mismo. Era el más apegado de ellos al pasado y a sus recuerdos, fascinándole todo lo que le evocara la belleza de la juventud, sus sentimientos apasionados, y las locuras de esa edad. Ibrahim Alfar se levantó en dirección a una mesita próxima, en la que estaba colocada la caja del tric-trac, y la trajo al tiempo que preguntaba:
—¿Quién juega conmigo?
Ahmad, que pocas veces participaba en sus juegos, se negó diciendo:
—Déjalo para un poco más tarde. Es inaudito dejar que el juego nos distraiga de nuestros asuntos desde el principio de la reunión.
Alfar volvió a dejar la caja en su sitio, y luego llegó un nubio, trayendo una bandeja con tres vasos de té y uno de whisky con soda. Muhammad Effat cogió el de whisky, y los otros tres los de té. ¡Cuánto les hacía reír aquel reparto, que se repetía cada atardecer!
—¡Que Dios perdone a los años, que os han domesticado! —dijo Muhammad Effat, ondeando el vaso en su mano y señalando los de té en las de los demás.
—Nos han domesticado a todos —replicó Ahmad Abd el-Gawwad, suspirando— y a ti el primero, pero eres un poco indómito.
En el mismo año, y a intervalos muy próximos el uno del otro, todos habían recibido una misma prescripción médica, prohibiéndoles beber alcohol, pero el médico de Muhammad Effat le había permitido un vaso al día. En aquel momento Ahmad Abd el-Gawwad había supuesto que el médico de su amigo sería tolerante con aquello en lo que su propio médico había sido inflexible, y no se le ocurrió otra cosa que acudir a él. Pero este le advirtió, seria y firmemente: «Tu estado no es como el de tu amigo…». Cuando se supo el asunto de su visita al médico de Muhammad Effat, el tema se convirtió en objeto de largas discusiones y bromas.
—¡No cabe la menor duda de que sobornaste bien a tu médico para que te autorizase ese vaso! —volvió a decir Ahmad, riendo.
Alfar, mirando con ternura el vaso que sostenía Muhammad Effat, gimió diciendo:
—¡Por Dios, casi he olvidado la embriaguez del vino!
Y replicó Ali Abd el-Rahim bromeando:
—¡Con esas palabras, has echado a perder tu arrepentimiento, hombre desenfrenado!
Alfar pidió perdón a su Señor, y luego murmuró resignado: ¡Alabado sea Dios!
—¡Ya hasta nos da envidia un mísero vaso!… ¿Dónde… dónde están las borracheras de antaño?
—¡Cuando os arrepintáis —dijo Ahmad Abd el-Gawwad—, hacedlo de lo malo, no de lo bueno, hijos de perra!
—Eres como los demás predicadores, con sus lenguas en un mundo y sus corazones en otro…
De pronto intervino Ali Abd el-Rahim elevando la entonación de su voz, cosa que anunciaba un cambio en el curso de la conversación:
—¡Señores! ¿Qué opináis de Mustafa el-Nahhás? Es un hombre que no se ha dejado conmover por las lágrimas del viejo rey enfermo, y se ha negado a olvidar, ni por un solo segundo, su exigencia suprema: la constitución de 1923…
Muhammad Effat hizo chasquear sus dedos y repuso con alegría:
—Bravo… Bravo… Es más duro que el propio Saad Zaglul. ¿Quién, tras haber visto al tiránico rey, enfermo y lloroso, se habría mantenido firme ante él, con esa inusitada valentía, haciéndose eco, imperturbable, de la voz de la nación que le había conferido su autoridad, y diciendo: «Primero la constitución de 1923»? Y así se restauró la constitución. ¿Quién podía imaginárselo?
—Imaginaos la escena… —dijo Ibrahim Alfar, agitando la cabeza con asombro—. ¡El rey Fuad, ya vencido por la enfermedad y la vejez, poniendo su mano sobre el hombro de Mustafa el-Nahhás con desbordante amor! Y luego, invitándolo a formar un gobierno de coalición. Y el-Nahhás, sin inmutarse, sin olvidar su deber como jefe leal, sin descuidar ni un solo instante la constitución que las reales lágrimas habían estado a punto de enterrar, sin impresionarse por nada y diciendo con valentía y obstinación: «¡Primero la constitución de 1923, Majestad!».
—¡O primero vuestro «suplicio», Majestad! —dijo Ali Abd el-Rahim imitándole el tono.
—¡Juro, por Aquel que nos ha condenado al tormento de ver el whisky ante nosotros sin beberlo, que es una actitud grandiosa! —replicó Ahmad Abd el-Gawwad, riendo.
Muhammad Effat se bebió lo que le quedaba en el vaso, y dijo:
—Estamos en 1935. Han pasado ocho años desde la muerte de Saad y quince desde la revolución, pero aún hay ingleses por todas partes: en los cuarteles, en la policía, en el ejército y en varios ministerios. Los privilegios extranjeros, que convierten a cada cachorro de la leona en un señor reverenciado y respetado, siguen aún en vigor. Esta penosa situación debe acabar.
—¡Y no olvides a los verdugos de la ralea de Ismail Sidqi, Muhammad Mahmud y el-Ibrashi!
—Si los ingleses se marchan, todos ellos estarán acabados; y los golpes de estado se convertirán en noticia del pasado.
—¡Sí, y si el rey pretende hacer su juego, no encontrará quién lo apoye!
—El propio rey —replicó Muhammad Effat— se encontrará ante una alternativa: o respetar la constitución, o adiós muy buenas.
—¿Lo abandonarán los ingleses, si él les pide su protección? —preguntó escéptico Ibrahim Alfar.
—Si los ingleses aceptan la evacuación, ¿por qué van a proteger al rey?
—¿Pero van a aceptarla realmente? —volvió a preguntar Alfar.
Y Muhammad Effat, con la seguridad de quien está orgulloso de sus conocimientos políticos, le respondió:
—Nos amenazaron con la declaración de Hoare, y entonces se produjeron las manifestaciones y hubo mártires —que Dios tenga piedad de ellos—. Luego vino la invitación a la coalición, y después se restauró la constitución de 1923. Os aseguro que ahora los ingleses quieren negociar. Es cierto que nadie sabe cómo se va a disipar esta amargura, cómo podrán irse los ingleses o cómo podrá cesar la influencia de los señoritos extranjeros, pero nuestra confianza en Mustafa el-Nahhás es ilimitada.
—¿Es que cincuenta y tres años de ocupación se van a acabar por unas pocas palabras en torno a una mesa?
—Las palabras han ido precedidas por la sangre inocente derramada…
—¡Ojalá…!
—¡Van a hallarse en una posición critica —dijo Muhammad Effat, guiñando un ojo—, en medio de una grave situación mundial!
—Siempre podrán encontrar a alguien que les guarde las espaldas. ¡Ismail Sidqi aún no ha muerto!
—He hablado con muchas personas bien informadas —volvió a decir Muhammad Effat, en tono de experto— y las he visto optimistas. Dicen que el mundo está amenazado por una guerra devastadora, que Egipto está en la boca del cañón, y que a las dos partes les interesa llegar a un acuerdo honorable.
Tras frotarse el estómago con calma y confianza, continuó:
—Y ahí va una noticia importante: me han prometido presentarme como candidato por el distrito de el-Gamaliyya en las próximas elecciones. Fue el propio el-Nuqrashi quien me lo prometió.
Los rostros de los amigos resplandecieron de alegría. Luego llegó el turno de los comentarios, y dijo Ali Abd el-Rahim, fingiendo seriedad:
—¡El Wafd no tiene más defecto que presentar a veces gente bestia como candidatos a delegados!
—¿Y qué va a hacer el Wafd? —replicó Ahmad Abd el-Gawwad, como justificando el defecto del partido—. Quiere representar a todo el pueblo, tanto a las buenas gentes como a la canalla, y ¿quién va a representarla mejor que los bestias?
—¡Viejo sarnoso! —le dijo Muhammad Effat, dándole un puñetazo en el costado—. Tú y Galila sois de la misma ralea: los dos viejos y sarnosos.
—Estaría de acuerdo si presentaran como candidata a Galila. ¡En caso de necesidad puede quitarse su melaya ante el propio rey!
Entonces dijo Ali Abd el-Rahim sonriendo:
—Me la encontré anteayer delante de su calleja. Sigue estando tan imponente como el Máhmal, pero la vejez ha hecho estragos en ella.
—Se ha convertido —dijo Alfar— en patrona del látigo del mundo. Su casa está repleta día y noche. El flautista muere, pero sus dedos siguen tocando.
Ali Abd el-Rahim estuvo un buen rato riéndose, antes de decir:
—Pasaba ante la puerta de su casa, y vi a un hombre que se deslizaba hacia allá, creyéndose al abrigo de fisgones. ¿Y quién creéis que era? —luego contestó a la pregunta guiñando un ojo en dirección a Ahmad Abd el-Gawwad—. ¡Tu querido hijo Kamal Efendi Ahmad, el maestro de la escuela de el-Salihdar!
Muhammad Effat y Alfar soltaron una carcajada, pero a Ahmad Abd el-Gawwad se le pusieron los ojos como platos, de asombro y desconcierto. Luego, se preguntó atónito:
—¿Mi hijo Kamal?
—Desde luego. Iba envuelto en su abrigo, llevaba gafas doradas y su grueso bigote le daba un aspecto respetable. Caminaba con aplomo y dignidad, como si no fuera el hijo del «Jaranero mayor del reino». Y con la misma dignidad, torció hacia la casa, como si torciera hacia la sagrada mezquita. Y me dije en mi fuero interno: «¡Afloja la tensión, cretino!».
Se elevaron las risas. Ahmad Abd el-Gawwad no salía de su estupor, pero vio que se le aliviaría participando en sus risas.
—¿Qué tiene de extraño? —le preguntó Muhammad Effat en tono intencionado, mientras observaba su rostro—. ¿No es hijo de vuestra señoría?
—Siempre lo he conocido como una persona cortés, educada, apacible —respondió Ahmad Abd el-Gawwad, agitando la cabeza con asombro—. No se le ve más que en su biblioteca, leyendo o escribiendo, hasta tal punto que me daba lástima por su excesivo aislamiento y su desmesurado trabajo.
—¡Quién sabe! —dijo Ibrahim Alfar bromeando—. ¡A lo mejor en casa de Galila hay una sucursal de la Biblioteca Nacional!
—O quizás se retiraba a su biblioteca para leer libros eróticos, como el de El retorno del sheyj —añadió Ali Abd el-Rahim—. ¿Qué se puede esperar de una persona que ha comenzado su vida afirmando que el hombre desciende del mono?
Todos se rieron, y con ellos, Ahmad Abd el-Gawwad, que sabía por experiencia que entregarse a la seriedad en semejantes situaciones lo convertía en blanco fácil de las bromas y los chistes.
—¡Por eso el maldito no pensaba en el matrimonio —dijo luego—, hasta el punto de que yo había empezado a hacerme conjeturas sobre él!
—¿Qué edad tiene ahora tu querido hijo?
—¡Veintinueve años!
—Cielos, tienes que casarlo. ¿Por qué le disgusta tanto el matrimonio?
Muhammad Effat echó un eructo, se frotó la panza y respondió:
—Es sólo una moda. No obstante, las chicas de hoy en día atestan las calles y ya no se puede confiar en ellas. ¿No habéis oído cantar al sheyj Hasaneyn: «¡Lo que hay que ver! Unas necesidades que trastornan. El bey y la hánem en el peluquero»?
—Y no olvides la crisis económica y la angustia de los jóvenes frente al futuro. Los graduados universitarios se ponen a trabajar por diez libras, si es que encuentran empleo a base de perder el resuello.
—¡Me da miedo —dijo Ahmad Abd el-Gawwad, interrogándose con evidente inquietud— que se entere de que Calila fue un día mi amante, o de que ella sepa que él es mi hijo!
—¿Te crees que somete a un interrogatorio a sus clientes? —le preguntó Ali Abd el-Rahim riéndose.
—¡Si lo supiera —dijo Muhammad Effat, guiñando un ojo—, esa ramera le contaría la historia de su padre de punta a rabo!
—¡Dios no permita que eso ocurra! —exclamó Ahmad Abd el-Gawwad resoplando.
—¿Crees que quien puede saber que su primer ancestro era un mono es incapaz de saber que su padre es un libertino desvergonzado? —le preguntó Ibrahim Alfar.
Muhammad Effat se rio tan alto que acabó tosiendo. Se calló un momento y luego dijo:
—Lo cierto es que el aspecto externo de Kamal es un fraude. Es circunspecto, tranquilo, serio, un maestro en todo el sentido de la palabra…
Ali Abd el-Rahim salió en tono conciliador:
—Muy señor mío, ¡que nuestro Señor lo preserve, y le alargue la vida! ¡Quien se parece a su padre no tiene de qué avergonzarse!
Muhammad Effat volvió a preguntar:
—¡Vamos al grano! ¿Estamos ante un «embaucador» como su padre…? Quiero decir, ¿es experto en tratar a las mujeres y rendirlas a sus pies?
—¡No lo creo! —respondió Ali Abd el-Rahim—. ¡Me supongo que seguirá andando con el mismo aplomo y dignidad hasta que se cierre la puerta sobre él y la elegida; que luego empezará a quitarse la ropa con el mismo aplomo y dignidad; y que después se echará sobre ella con mayor seriedad y aplomo aún, como si estuviera dando una lección magistral!
¿Habrá engendrado el embaucador a un pasmarote? Ahmad Abd el-Gawwad se estaba preguntando con cierta irritación por qué le parecía extraño el asunto. Y decidió olvidarse de la noticia. Cuando vio que Alfar iba a buscar la caja del tric-trac, y que volvía con ella, dijo sin vacilar que había llegado el momento de jugar. Pero sus pensamientos siguieron girando en torno a la nueva noticia, y se dijo para consolarse que él lo había criado y le había dado la mejor educación, hasta el punto de que Kamal había conseguido su diploma de enseñanza superior y se había convertido en un maestro respetado. Por lo tanto, podía hacer lo que le viniera en gana. ¡Quizás el mejor triunfo fuera que sabía divertirse, a pesar de su cuerpo larguirucho, de su cabezón y de su enorme nariz! Si el destino hubiera sido justo, él se habría casado hacia años, y Yasín no lo habría hecho nunca. Pero ¿quién va a arrogarse la capacidad de resolver estos enigmas?
—¿Cuándo viste a Zubayda por última vez? —le preguntó Alfar de repente.
—En enero pasado —le contestó Ahmad, después de hacer memoria—. O sea, hace un año aproximadamente. Un día vino a verme a la tienda para que le vendiera la casa.
—Se la compró Galila —dijo Ibrahim Alfar—. Luego se enamoró perdidamente de un carretero que la dejó sin blanca, y ahora vive en un cuartucho sobre la azotea de la casa de Sawsan, la cantora, en un estado de declive que da lástima.
¡La sultana en un cuartucho sobre la azotea! ¡Gloria al Dios eterno! murmuró Ahmad Abd el-Gawwad, moviendo la cabeza con pena.
—Un triste final —comentó Abd el-Rahim—, pero era previsible…
A Muhammad Effat se le escapó una risa de pesar.
—¡Que Dios se apiade de quien confía en este mundo! —dijo.
Luego invitó a Alfar a jugar.
Muhammad Effat lo desafió y rápidamente todos se volvieron hacia el tric-trac, mientras Ahmad Abd el-Gawwad decía:
—¡A ver quién tiene la suerte de Galila y quién la de Zubayda!