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El tranvía estaba tan atestado que no se cabía ni de pie. Kamal se apretujó entre los pasajeros y era como si se asomase por encima de ellos con su larga y flaca figura. Al parecer, todos se dirigían, como él, al lugar donde se celebraba la fiesta nacional, la fiesta del 13 de noviembre. Y paseó la mirada entre los rostros con curiosidad y agrado.

Lo cierto era que participaba en aquellas fiestas como su más ferviente partidario, aunque al mismo tiempo estaba convencido de no creer en nada. Las gentes, sin previa presentación, charlaban unas con otras, comentando la situación, satisfechas con el objetivo común y el vinculo «wafdista» que unía sus corazones.

—Este año —dijo uno de ellos— la Fiesta del Guihad lo es en todo el sentido de la palabra, o debería serlo.

—Hay que replicar a Hoare y a su siniestra declaración —dijo otro.

La mención de Hoare excitó a un tercero, que gritó:

—El hijo de perra ha dicho: «Aconsejamos que no se restablezca la constitución de 1923, ni la de 1930». ¿Y qué tiene él que ver con nuestra constitución?

—No olvides —añadió un cuarto— que antes de eso había dicho: «Pero nosotros, cuando nos consultaron, aconsejamos…», etc.

—Sí, ¿y quiénes son los que le han consultado?

—¡Pregúntaselo a ese gobierno de rufianes!

—¡A Tawfiq Nasim… y basta! ¿Acaso lo habéis olvidado? Pero ¿por qué el Wafd ha hecho una tregua con él?

—Todo tiene un final. Esperad al discurso de hoy.

Kamal los escuchaba, e incluso participaba en su conversación. Y lo más asombroso de todo era que lo hacía con no menos entusiasmo que ellos. Era la octava Fiesta del Guihad a la que asistía y, como los demás, se había llenado de la amargura dejada por las experiencias políticas de los años anteriores. «¡Sí, he vivido la época del pacto de Muhammad Mahmud, que suspendió la constitución por tres años "renovables" y usurpó la libertad del pueblo a cambio de su promesa de desecar las lagunas y las ciénagas! También he vivido los años de terror impuestos por Ismail Sidqi al país. El pueblo confiaba en unas gentes y las quería como gobernantes, pero siempre se encontró por encima de su cabeza a aquellos infames verdugos, protegidos por las cachiporras y las balas de los constables ingleses. ¿Quería hablar? Enseguida le decían, con uno u otro lenguaje: "Eres un pueblo menor de edad y nosotros somos tus tutores". El pueblo libraba batallas sin interrupción, saliendo de todas sin aliento, hasta que al final adoptó una actitud pasiva, cuyo emblema era la paciencia y la ironía. En el campo de batalla sólo quedaron los wafdistas por un lado y los tiranos por el otro. El pueblo se conformó con el papel de observador, y empezó a animar con murmullos a sus hombres, pero sin tenderles una mano». Su corazón no podía fingir que ignoraba la vida del pueblo. Siempre latía con él, a pesar de su razón, perdida en la neblina de la duda. Se bajó del tranvía en la calle Saad Zaglul, y marchó en medio de una columna desordenada hacia el pabellón de la celebración, instalado al lado de la Casa del Pueblo. Cada diez metros, le salía al paso un grupo de soldados, de rostros severos y estúpidos, al mando de un constable inglés. Poco antes de llegar al pabellón se encontró con Abd el-Múnim, Ahmad, Redwán y un joven que no conocía. Estaban parados charlando. Se le acercaron para saludarlo y se quedaron un rato con él. Hacía aproximadamente un mes que Redwán y Abd el-Múnim eran estudiantes de Derecho, y que Ahmad había pasado al último curso de secundaria. En la calle los veía como «hombres», al contrario que en casa, donde sólo eran los hijos de su hermana y su hermano. ¡Qué guapo era Redwán! Su compañero, que este le había presentado bajo el nombre de Hilmi Ezzat, también era guapo. Qué razón tenía quien había dicho: «Dios los cría y ellos se juntan». Ahmad le encantaba, y siempre esperaba de él una palabra original e interesante o una conducta no menos insólita. De todos, era el más cercano a su espíritu. Y Abd el-Múnim, excepto en lo de ser más bajo y rellenito, ¡cuánto se parecía a él! Sólo por eso lo quería. Pero su seguridad y su fanatismo… ¡que despreciables eran!

Se acercó al enorme pabellón y abarcó con la mirada a la multitud apiñada, contento de ver que era tan nutrida. Después estuvo contemplando un buen rato la tribuna, junto a la cual, dentro de poco, se iba a alzar la voz del pueblo, y luego tomó asiento. Su presencia en medio de una multitud tan densa como aquella dejaba emerger desde las profundidades de su alma, hundida en la soledad, a una nueva persona, que se estremecía de vida y entusiasmo. Allí la razón quedaba aprisionada por el momento en el frasco de las esencias, y se disparaban las fuerzas reprimidas del alma, ávidas de una vida rebosante de sentimientos y emociones, y que impulsaban a la lucha y a la esperanza. Allí su vida renacía, sus instintos resucitaban, su soledad se disipaba, y él tomaba contacto con la gente, al participar en sus vidas y abrazar sus esperanzas y dolores. Por su carácter, no podía adoptar ese estilo de vida de forma permanente, pero lo necesitaba de vez en cuando, para no desconectarse de la existencia cotidiana, la existencia de la gente. Así que ¡a posponer los problemas de la materia y el espíritu, de la naturaleza y la metafísica! ¡A llenarse con interés de lo que la gente amaba y odiaba, de la constitución… de la crisis económica… de la situación política… de la cuestión nacional! Por eso no era extraño que, a la mañana siguiente de una noche pasada meditando sobre la vanidad de la existencia y atrapando el viento, una noche en que la mente había privado a su dueño de la gracia del reposo, exclamara: «¡El Wafd es la doctrina del pueblo!». Estaba enamorado de la verdad, sentía pasión por la rectitud y aspiraba a la tolerancia, pero chocaba con la duda, y sufría en su eterna lucha con los instintos y las emociones. La persona fatigada necesita un momento durante el cual refugiarse en el regazo de la comunidad, para renovar su sangre y extraer de ella calor y juventud. En la biblioteca tenía unos pocos amigos eminentes, como Darwin, Bergson, Russell; pero en ese pabellón tenía miles de amigos. Parecían carentes de inteligencia, pero en su unión estaba representada la nobleza de la conciencia espontánea. Al fin y al cabo no contribuían menos a crear los acontecimientos y a hacer la historia que los primeros. En esa vida política, él amaba y odiaba, se mostraba de acuerdo y se enfadaba, y al tiempo todo le parecía carente de valor. Cada vez que se enfrentaba a esa contradicción de su vida, la angustia lo conmovía. Pero no había nada en su vida libre de contradicciones, y por consiguiente, de angustia. Por eso su corazón aspiraba tanto a realizar una unidad armónica, marcada por la perfección y la felicidad, pero ¿dónde estaba esa unidad? Sentía que no podía escaparse de la vida intelectual, en tanto tuviera una mente capaz de pensar, pero aquello no le impedía aspirar a otra vida, empujado por todas las fuerzas bloqueadas y reprimidas, pues era su tabla de salvación. Quizás por eso, aquella multitud le parecía maravillosa, y a medida que iba creciendo, aumentaba en esplendor. Y ahí estaba su corazón, esperando la aparición de los líderes con el mismo calor y la misma impaciencia que los demás. Abd el-Múnim y Ahmad se habían sentado en dos asientos contiguos. Redwán y su amigo Hilmi Ezzat iban y venían por el pasillo que cruzaba el pabellón, o se paraban a la entrada, charlando con algunos de los supervisores de la celebración. ¡Qué jóvenes tan influyentes! Los murmullos de la gente se entremezclaban, provocando un zumbido general. En los rincones ocupados por la juventud, se elevaba su bullicio, mezclado con los gritos. Luego se produjo un fuerte y significativo vítor desde el exterior, y todas las cabezas se volvieron hacia la entrada trasera del pabellón. Todos se pusieron en pie, al elevarse un clamor ensordecedor. Entonces apareció Mustafa el-Nahhás en la tribuna, saludando a las multitudes con luminosa sonrisa y manos fuertes. Kamal lo miró con unos ojos de los que, por el momento, había desaparecido la mirada de duda. «¿Cómo creo en este hombre —se preguntaba— después de haber perdido la fe en todo? ¿Porque es el símbolo de la independencia y la democracia? Sea como sea, la cálida complicidad que hay entre este hombre y el pueblo es un fenómeno digno de consideración; es, sin duda, una fuerza importante que jugará su papel histórico en la edificación del nacionalismo egipcio». El ambiente se llenó de entusiasmo y calor. Los responsables de la celebración tuvieron que esforzarse hasta hacer reinar el silencio en todo el local, para que la gente oyera al que recitaba el Corán. Este salmodiaba algunos pasajes fáciles, repitiendo al hacerlo: «Oh, Profeta, exhorta a los creyentes al combate». La gente esperaba esta exhortación, y se elevaron los aplausos y las ovaciones hasta tal punto que algunos fanáticos protestaron, exigiendo silencio por respeto al libro de Dios. Sus palabras le evocaron antiguos recuerdos de los tiempos en que él se consideraba uno de ellos, y una especie de sonrisa se dibujó sobre sus labios. Al instante tuvo conciencia de su universo personal lleno de contradicciones, que parecía estar vacío por su propia incompatibilidad. El líder se levantó y empezó a pronunciar su discurso, que duró dos horas, hablando con voz sonora y penetrante elocuencia; luego lo concluyó llamando a la revuelta con manifiesta violencia. El entusiasmo de la gente llegó a su punto álgido. Se pusieron de pie sobre los asientos y empezaron a ovacionarlo con frenesí. Él no estaba menos entusiasmado ni gritaba menos que los demás. Se olvidó de que era un profesor, del que se esperaba sobriedad. Se imaginó que volvía a aquellos gloriosos días de los que había oído hablar y en los que su corta edad le había impedido participar. ¿Se lanzaban entonces los discursos con aquella fuerza? ¿Los recibía la gente con el mismo entusiasmo? ¿Acaso morir se hacía fácil por esa razón? Sin duda Fahmi había partido de una situación similar, dejándose arrastrar después hacia la muerte… ¿Hacia la eternidad o hacia la nada? ¿Era posible que un hombre diera la vida en un estado de duda como el suyo? ¡Quizás el patriotismo, como el amor, es de esas fuerzas a las que nos sometemos sin creer en ellas!

El ardor del entusiasmo era elevado, y los gritos, febriles y amenazadores. Los asientos se agitaban con los que estaban subidos a ellos. ¿Cuál era el siguiente paso? De repente, las multitudes se dirigieron hacia fuera. Él abandonó su sitio, echando una mirada de conjunto en busca de los muchachos de su familia, pero no encontró ni rastro de ellos. Salió del pabellón por la puerta lateral y se encaminó apresuradamente en dirección a la calle Qasr el-Ayni para adelantarse a la multitud. En su camino pasó por la Casa del Pueblo. Siempre que pasaba por allí, su mirada se quedaba prendida en ella, y movía los ojos entre el histórico balcón y la explanada, que había sido testigo de los más gloriosos recuerdos nacionalistas. Desde luego aquella casa tenía cierta magia para él. Allí se paraba Saad, y allí se paraban Fahmi y sus compañeros, y en esa calle, por la que ahora caminaba, se disparaban balas para ir a alojarse en los pechos de los mártires. Su pueblo tenía una necesidad permanente de revolución, para resistir las oleadas de opresión que acechaban en la senda de su despertar. Necesitaba revoluciones periódicas, que actuaran como la vacuna contra las enfermedades perniciosas, pues realmente el despotismo era su mal endémico. Así, su participación en la fiesta nacional había logrado revitalizar su alma. En aquellos instantes, lo único que le importaba era que Egipto diera a la declaración de Hoare una respuesta tan tajante como un golpe de gracia. Al pasar ante la Universidad Americana, imaginando grandes cosas o acciones importantes, su flaca y larga figura se enderezó, su enorme cabeza se irguió, y sus pasos se hicieron más recios. Incluso el profesor debía alzarse a veces con sus alumnos. Entonces sonrió con cierta tristeza… Un profesor cabezón, condenado a enseñar los rudimentos —y sólo los rudimentos— del inglés, a pesar de que dominaba sus secretos; un profesor cuyo cuerpo ocupaba un minúsculo lugar en la hacinada tierra, pero cuya imaginación se agitaba en el torbellino que rodeaba los misterios de la naturaleza. Por la mañana, se preguntaba por el significado de una palabra y de otro alfabeto, y por la noche se interrogaba por el sentido de su existencia, ese enigma erigido entre dos enigmas. También por la mañana el corazón se le inflamaba de rebeldía contra los ingleses, y por la noche la doliente hermandad universal —su propia hermandad con los hombres— lo invitaba a la cooperación ante el enigma del destino. Agitó la cabeza con cierta vehemencia, como para echar de ella aquellas ocurrencias. Al acercarse a la plaza Ismailiyya, llegaron a sus oídos los sonidos de los gritos, y se dio cuenta de que los manifestantes habían llegado a la calle Qasr el-Ayni. Las ganas de luchar que albergaba en su pecho lo obligaron a detenerse. Quizás así podría participar de alguna manera en la manifestación del 13 de noviembre. La postura de paciente víctima que recibe los golpes había durado demasiado en la patria. «Hoy Tawfiq Nasim, ayer Ismail Sidqi y antes de ayer Muhammad Mahmud, esa siniestra cadena de tiranos que se extendía hasta la prehistoria; cada uno, un hijo de perra, cuya fuerza lo inducía a hacernos creer que era el tutor elegido y que el pueblo era menor de edad».

«¡Despacio!… La manifestación está en plena efervescencia, pero ¿qué es eso?» Kamal miró hacia atrás con inquietud. Oyó un ruido que le estremeció el corazón. Escuchó con atención, y el ruido volvió a retumbar en sus oídos. Eran las balas. A lo lejos vio a los manifestantes que se agitaban en un intenso torbellino, cuya causa no discernía con claridad. Sin embargo, unos grupos se abalanzaban hacia la plaza y otros hacia las calles laterales, mientras muchos constables ingleses a caballo surcaban la tierra a toda velocidad. Se elevó el clamor y se mezcló con las voces y los gritos de indignación. Se redoblaron los disparos. Su corazón empezó a latir aceleradamente, preguntando a cada latido por Abd el-Múnim, Ahmad y Redwán. Se llenó de inquietud y furia. Se volvió a derecha e izquierda. No lejos de la esquina vio un café, que había echado el cierre hasta la mitad, y se dirigió hacia él. Y nada más meterse allí, se acordó de la tienda de la basbusa en el-Huseyn, donde había escuchado por primera vez el ruido de las balas. El desconcierto se extendió por todo el lugar. Lanzaron una terrible lluvia de balas, luego dispararon de forma entrecortada. Los ruidos de los cristales rotos se sumaron a los relinchos de los caballos, y se elevaron unas voces rugientes indicando que los grupos rebeldes se trasladaban de un lugar a otro con la velocidad del relámpago. Un viejo entró en el café, y antes de que nadie le preguntara qué noticias traía, dijo: «Los constables han disparado contra los estudiantes, y sólo Dios sabe el número de víctimas que hay». Luego se sentó jadeando y continuó con voz trémula: «Han cogido a traición a esos inocentes. Si su objetivo hubiera sido disolver la manifestación, habrían disparado al aire desde sus lejanas posiciones; pero acompañaron a la manifestación con fingida calma, empezaron a distribuirse por las salidas de la calle, y de repente empuñaron las pistolas y dispararon. Dispararon sin piedad sobre quien combatía, pero fueron los chiquillos los que cayeron, debatiéndose en su propia sangre. Los ingleses son unos salvajes, pero los soldados egipcios no les van a la zaga. ¡Una matanza organizada, Dios mío!». Desde el fondo del café llegó una voz que decía: «Mi corazón presentía que el día no iba a acabar bien». Y respondió otro: «Días de mal presagio, pues desde que Hoare hizo pública su declaración, la gente se esperaba graves sucesos. Esto es sólo una batalla, a la que seguirán otras, ¡os lo aseguro!».

—Las víctimas son siempre los estudiantes, los hijos más queridos de la nación. ¡Qué desgracia!

—Pero los disparos se han acallado ¿no? Escuchad…

—¡El núcleo de la manifestación está junto a la Casa del Pueblo, y los tiros continuarán allí durante horas!

Pero en la plaza reinó el silencio. El tiempo transcurrió pesadamente, cargado de tensión.

Las sombras empezaron a caer, y se encendieron las luces del café. Luego ya no se oyó ni un ruido, como si la muerte se hubiera adueñado de la plaza y las calles adyacentes. Abrieron la puerta del café de par en par, y la plaza apareció ante ellos vacía de transeúntes y vehículos.

Después llegó un escuadrón de policías a caballo, con cascos de acero, que hizo la ronda por la plaza, precedido por sus jefes ingleses. Kamal no dejaba de preguntarse para sus adentros qué habría sido de los chicos. Y cuando la plaza recobró el movimiento, abandonó el café a toda prisa y, hasta que no pasó por el-Sukkariyya y Qasr el-Shawq, no volvió a su casa, ya tranquilizado por la suerte de Abd el-Múnim y Redwán.

En su biblioteca se quedó a solas consigo mismo, con el corazón lleno de tristeza, pena e indignación. No pudo leer ni escribir una sola letra. Su mente deambuló por la zona de la Casa del Pueblo, por Hoare y el discurso revolucionario, por los gritos patrióticos, los silbidos de las balas y los gritos de las víctimas, hasta que se halló tratando de recordar el nombre del dueño de la tienda de basbusa, en la que se había escondido antaño. ¡Pero la memoria no acudió en su ayuda!