3

El viernes, los pájaros retornaron al nido, y la vieja casa se llenó de vida con la llegada de los hijos y los nietos. Se trataba de una afortunada tradición con la que no habían roto. Amina ya no era la «protagonista» del viernes como antaño, pues Umm Hánafi había asumido la primera posición en la cocina. Sin embargo, no renunciaba a recordar a la gente que Umm Hánafi era su alumna, pues su pasión por el elogio la animaba a manifestarlo abiertamente, a medida que se iba sintiendo menos digna de él. Además Jadiga —a pesar de estar en calidad de invitada— no era remisa a ofrecer su ayuda. Poco antes de que el señor se fuera a la tienda, los invitados —Ibrahim Sháwkat y sus hijos, Abd el-Múnim y Ahmad, así como Yasín y los suyos, Redwán y Karima— se apiñaron a su alrededor, embargados por esa sumisión que transformaba su risa en sonrisa y su conversación en murmullo. El señor hallaba en su presencia una alegría de la que dependía cada vez más al ir envejeciendo. Reprochó a Yasín que hubiera interrumpido sus visitas a la tienda, contentándose con la visita de los viernes. ¿Es que ese mulo no quería comprender que ansiaba verlo en cualquier momento? Y su hijo Redwán tenía un rostro hermoso, unos ojos negros y una tez sonrosada, y su belleza reflejaba diversos aspectos que le recordaban unas veces a Yasín y otras a Haniyya, la madre de Yasín, o bien a su querido amigo Muhammad Effat… Entre todos los nietos, este era el más querido a su corazón. Y Karima, su hermana pequeña, era una chiquilla de ocho años que maduraría de forma maravillosa, como lo atestiguaban sus negros ojos —los de Zannuba, su madre— que él contemplaba con una sonrisa humedecida por la vergüenza y los recuerdos. En cuanto a Abd el-Múnim y Ahmad, se contentaba con ver en sus rostros el valor nada desdeñable de su propio narizón, así como los ojillos de Jadiga… a pesar de que eran más atrevidos que los otros para hablarle. Y todos ellos, todos esos nietos, transitaban por la senda de sus estudios con un éxito que invitaba al orgullo, aunque parecían más preocupados por sí mismos que por su abuelo. Por un lado lo confortaban, al demostrarle que su vida no se había interrumpido ni se iba a interrumpir, y por otro, le recordaban que poco a poco su persona iba dejando de ser ese centro de atención que siempre había monopolizado. Aquello no debía entristecerlo, pues la edad traía la sabiduría, como traía la debilidad y la enfermedad. Pero no podía impedir que aquello hiciera aflorar sus recuerdos de cuando estaba, como ellos, en la primavera de la vida… sus recuerdos del año 1890. Estudiaba poco y se divertía mucho entre los antros de el-Gamaliyya o frecuentando el-Ezbekiyya, con Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar corriendo tras sus pasos. Su padre ocupaba la misma tienda, regañando poco a su hijo único y siendo muy benigno con él. La vida era una página en blanco, repleta de esperanzas. Luego estaba Haniyya… pero ¡despacio!… no debía dejarse llevar por los recuerdos.

Se puso en pie para hacer la oración de la tarde. Aquello era la señal que anunciaba su partida. Luego se vistió y se marchó a la tienda, mientras los demás se reunían para tomar el café en torno al brasero de la abuela, en un clima de encuentro y tertulia. El sofá principal lo ocuparon Amina, Aisha y Naíma; en el de la derecha se sentaron Yasín, Zannuba y Karima, y en el de la izquierda, Ibrahim Sháwkat, Jadiga y Kamal, mientras que Redwán, Abd el-Múnim y Ahmad tomaban asiento en unas sillas que estaban en medio de la sala, bajo la lámpara eléctrica. Ibrahim Sháwkat elogiaba, según su costumbre que el tiempo no había cambiado, los diversos manjares con que le habían deleitado, aunque sus alabanzas se habían limitado, en la última época, a la superioridad de la maestra sobre su distinguida alumna. Zannuba repetía los elogios de este como el eco, pues no descuidaba ninguna ocasión de poder halagar a alguien de la familia de su esposo. Lo cierto era que, desde que se le habían abierto las puertas de la familia de su marido y se le había permitido mezclarse con ellos, se dedicaba hábilmente a consolidar su relación con todos, porque consideraba aquello como un reconocimiento de su posición, tras haber pasado unos años viviendo aislada, al igual que una repudiada. La muerte de un hijo recién nacido de Yasín había sido la causa real de que la familia fuera de visita a su casa para dar el pésame. Entonces, por primera vez desde su matrimonio, la mano de Zannuba había estrechado las de ellos. Animada por esto, visitó el-Sukkariyya, y luego Bayn el-Qasrayn, cuando se agravó la enfermedad del señor. Más aún, tuvo la osadía de irlo a ver a su habitación, donde ambos se encontraron como dos personas nuevas, sin un pasado compartido. Así se había mezclado Zannuba con la familia de Ahmad, hasta el punto de que llegó a dirigirse a Amina, diciéndole «suegra», y a llamar a Jadiga, diciéndole «mi hermana». Siempre se mostraba como un modelo de decoro, y, a diferencia de las propias mujeres de la familia, evitaba acicalarse fuera de su casa, hasta el punto de parecer mayor de lo que era, ya que su belleza se había marchitado de forma prematura. Jadiga nunca se creyó que sólo tuviera treinta y seis años. Pero Zannuba había sido capaz de ganárselos a todos, con su buen ejemplo, hasta tal punto que un día dijo de ella Amina: «No hay duda de que es de buen origen… quizás por su origen lejano… pero, sea como sea… es una buena chica. ¡Es la única que ha convivido largo tiempo con Yasín!». Jadiga, con sus carnes y su grasa, parecía más imponente que el propio Yasín, pero no negaba que era feliz con aquello, como lo era con Abd el-Múnim y Ahmad y con su vida conyugal afortunada en general. Sin embargo, no renunciaba ni un solo día a quejarse, para evitar el mal de ojo. Su trato hacia Aisha había sufrido un vuelco total, pues durante ocho años no había emitido ni una sola palabra que trasluciese ironía o aspereza, ni siquiera en plan de broma. Es más, ponía todo su empeño en tratarla con benevolencia, en darle pruebas de afecto y en ser amable con ella, tanto por humildad ante su desgracia y por miedo a los hados que la habían condenado de esa forma, como por temor a que la entristecida mujer se pusiera a hacer comparaciones entre la suerte de ambas. Había adoptado una actitud generosa el día en que Aisha había forzado a Ibrahim Sháwkat a renunciar a su legítimo derecho sobre la herencia de su difunto hermano en favor de Naíma, pasando todo el legado a manos de Aisha y de su hija. Jadiga había esperado que, en su momento, se le tuviera en cuenta su gesto, pero Aisha se había hundido en tal estupor, que no podía fijarse en la generosidad de su hermana. Aquello no fue obstáculo para que Jadiga la colmara de afecto, piedad e indulgencia, como si se hubiera convertido en otra madre para ella. No deseaba otra cosa que su aprobación y su amistad, para así reafirmarse en las razones del éxito que Dios le había concedido.

Ibrahim Sháwkat sacó una cajetilla de tabaco y se la ofreció a Aisha. Ella cogió un cigarrillo, dándole las gracias, él tomó otro a su vez, y ambos se pusieron a fumar. A menudo los excesos de Aisha con el café y el tabaco eran el punto de encuentro de diversas observaciones, pero ella las acogía normalmente con un encogimiento de hombros. Su madre se conformaba con decir en tono de ruego: «¡Que nuestro Señor le dé paciencia!». Yasín, por su parte, era el más atrevido de la familia para aconsejarla, como si la pérdida de su hijo lo hubiera cualificado para hacerlo. Pero Aisha no lo consideraba tan afectado como ella misma, y se negaba a concederle una posición importante en el país de los afligidos, ya que su hijo había muerto sin haber cumplido el año, al contrario que Uzmán o Muhammad. Lo cierto es que muchas veces parecía que su pasatiempo favorito era hablar de las desgracias, como si estuviera orgullosa de su destacado rango en el mundo del infortunio. A Kamal le llegó lo que hablaban Redwán, Abd el-Múnim y Ahmad sobre el futuro, y aguzó el oído sonriendo.

—Todos nosotros estamos en la rama de Letras —estaba diciendo Redwán Yasín—, y no tenemos más Facultad digna de ser elegida que la de Derecho.

—Entendido… entendido… —le contestó Abd el-Múnim Ibrahim Sháwkat con su vozarrón, rebosante de aplomo, mientras agitaba su inmensa cabeza, que lo convertía en el chico más parecido a Kamal—: ¡Pero él no quiere entenderlo!

Con su última frase se estaba refiriendo a su hermano Ahmad, sobre cuyos labios se dibujó una sonrisa de ironía. Ibrahim Sháwkat aprovechó la oportunidad, y dijo señalando también a Ahmad:

—Que se matricule en Letras, si quiere, pero antes tiene que convencerme de su valor. ¡Yo comprendo las leyes, pero no comprendo las humanidades!

Kamal bajó la vista con cierta tristeza, pues le volvieron los ecos de una antigua discusión sobre el derecho y los maestros. Aún seguía respirando en el aire de las viejas esperanzas, pero la vida le asestaba cada día golpes crueles. El ayudante de fiscal, por ejemplo, no tenía necesidad de explicaciones, pero el escritor de los artículos de la revista el-Fikr quizás las necesitaba más que sus propios artículos inescrutables. Ahmad Ibrahim Sháwkat no lo dejó abandonado a su incertidumbre, pues lo miró con sus ojillos saltones, diciendo:

—Dejo la respuesta a mi tío Kamal.

Ibrahim Sháwkat esbozó una sonrisa para disimular su apuro. Kamal, por su parte, dijo sin entusiasmo:

—Estudia aquello que sientas adecuado a tu talento.

El triunfo se reflejó en el rostro de Ahmad, que movió su gallarda cabeza entre su hermano y su padre; pero Kamal añadió:

—Sin embargo, debes saber que Derecho te abrirá unas excelentes perspectivas para la vida profesional, que la Facultad de Letras no podrá abrirte. Si eliges Letras, tu futuro estará en la enseñanza, que es una profesión ardua y sin prestigio.

—Pero yo me orientaré hacia el periodismo.

—¡El periodismo! —gritó Ibrahim Sháwkat—. No sabe lo que dice.

—¡En nuestra familia es lo mismo liderar las ideas que guiar un carro! —replicó Ahmad, dirigiéndose a Kamal.

—Los líderes intelectuales más importantes de nuestro país son de Derecho… —dijo Redwán Yasín, sonriendo.

—¡Las ideas a las que me refiero son otra cosa! —replicó Ahmad con arrogancia.

—Y son algo terrible, demoledor —dijo Abd el-Múnim Sháwkat, frunciendo el ceño—. Por desgracia, sé lo que quieres decir…

—Reflexiona antes de seguir adelante —replicó Ibrahim Sháwkat a Ahmad, mirando a los otros como si los pusiera por testigos de sus palabras—. Aún estás en cuarto curso y tu herencia no pasará de las cien libras al año. Algunos de mis amigos se quejan amargamente de que sus hijos universitarios no encuentran trabajo o trabajan como escribientes con sueldos ridículos. Después de esto… eres libre de elegir.

Yasín intervino en la discusión, haciendo la siguiente sugerencia:

—Escuchemos la opinión de Jadiga. Ella es la primera maestra de Ahmad y por lo tanto la más apta de todos nosotros para elegir entre Derecho y Letras…

Todas las bocas se dilataron en una amplia sonrisa. Hasta Amina, que estaba inclinada sobre la kánaka del café, sonrió. Más aún, incluso Aisha lo hizo. Jadiga, animada por la sonrisa de su hermana, replicó:

—Os voy a contar una divertida historia. Ayer, poco después del atardecer y en invierno oscurece pronto, como sabéis, yo volvía de Darb el-Ahmar hacia el-Sukkariyya, y sentí que un hombre me seguía. Y mira por dónde, al pasar a mi lado, bajo la cúpula de el-Mitwali, me dijo: «¿A dónde vas, guapa?». Y yo le contesté, mirándolo: «¡A casa, señorito Yasín!».

Toda la sala estalló en risas, mientras Zannuba le dirigía una significativa mirada, cargada de crítica y desesperación. Yasín, por su parte, empezó a hacer gestos con la mano a los que reían, hasta que reinó el silencio. Entonces preguntó:

—¿Es posible que me dejara cegar hasta ese punto?

—¡Basta! —le advirtió Ibrahim Sháwkat.

Karima, por su parte, cogió la mano de su padre y se rio, como si, a pesar de ser una cría de ocho años, hubiera comprendido el sentido de la historia de su tía.

—Los peores asuntos son los que hacen reír —dijo Zannuba, comentando la situación.

Yasín atravesó a Jadiga con una mirada de irritación, diciéndose: «Has cavado mi tumba, hija de perra».

—¡Si alguien de los presentes necesita las Letras —dijo Jadiga—, ese eres tú, y no el chalado de mi hijo Ahmad!

Zannuba ratificó sus palabras, pero Redwán defendió a su padre, calificándolo de inocente agraviado. Mientras tanto, Ahmad seguía mirando a Kamal, aferrándose a él como única esperanza. Por otro lado, Abd el-Múnim miraba a hurtadillas a Naíma, que parecía, pegada a su madre, una rosa blanca. Siempre que sentía posarse sobre ella los ojillos de su primo, su pálido y delicado semblante se sonrojaba. Ibrahim Sháwkat volvió a tomar la palabra, cambiando el curso de la conversación y dirigiéndose a Ahmad:

—Fíjate en el Derecho y en cómo ha convertido al hijo de el-Hamzawi en un poderoso ayudante de fiscal…

Kamal sintió como si esas palabras fueran una amarga crítica dirigida hacia su persona.

Entonces Aisha habló por primera vez:

—Quiere pedir en matrimonio a Naíma.

Durante el intervalo de silencio con que fue recibida la noticia dijo Amina:

—Su padre se lo comunicó ayer a su abuelo…

—¿Y mi padre llegó a un acuerdo? —preguntó Yasín, serio.

—¡Aún es prematuro!

—¿Y cuál es la opinión de la señora Aisha? —inquirió Ibrahim Sháwkat con cuidado, mirando a su cuñada.

—No sé… —respondió Aisha, sin mirar a nadie.

—Pero tú lo eres todo en el asunto… —dijo Jadiga, escudriñándola en profundidad.

Kamal quiso dar un buen testimonio en favor de su amigo, y añadió:

—Fuad es un muchacho realmente excelente.

—Creo que su familia es plebeya —agregó Ibrahim Sháwkat con prevención, como interrogándose a sí mismo.

—Sí —respondió Abd el-Múnim Sháwkat con su voz potente—. Uno de sus tíos maternos es arriero y el otro, panadero. Por otro lado su tío paterno es secretario de un abogado. —Luego, con un débil acento de rectificación—: Pero eso no rebaja la valía de su persona. ¡El hombre es él mismo, no su familia!

Kamal se dio cuenta de que su sobrino quería dejar establecidas dos verdades en las que creía, a pesar de su discordancia. Primero: el origen humilde de Fuad; segundo: que la humildad del origen no rebajaba el valor de las personas. Más aún, se dio cuenta de que con la primera atacaba a Fuad y con la segunda expiaba su injusto ataque, para satisfacer sus fuertes convicciones religiosas. Lo asombroso fue que el establecimiento de estas dos verdades lo alivió, al ahorrarle el perjuicio de expresarlas por sí mismo. Él, como su sobrino, no creía en las diferencias de clase, pero, también como él, tendía a atacar a Fuad y a minimizar su posición, cuya importancia y trivialidad percibía en relación con la suya propia. Era evidente que a Amina no le había gustado ese ataque, pues replicó:

—Su padre es un buen hombre. Nos ha servido toda la vida con lealtad y fidelidad.

Jadiga hizo acopio de valentía y dijo:

—Pero quizás, si este matrimonio se realiza, Naíma tendría que convivir con personas inapropiadas para la convivencia. El origen lo es todo…

Y le vino un apoyo de donde nadie lo esperaba, al decir Zannuba:

—Estoy de acuerdo contigo. ¡El origen lo es todo!

Yasín se turbó y echó una rápida ojeada a Jadiga, preguntándose qué eco habrían tenido en ella las palabras de su esposa, qué se estaría comentando para sus adentros y qué ocurrencias acerca del mundo de las cantoras y de la orquesta le habría provocado aquello. Incluso maldijo a Zannuba en su fuero interno por su vana fatuidad, y se vio obligado a hablar, para correr un velo sobre las palabras de su esposa.

—¡Recordad —dijo— que estáis hablando de todo un ayudante de fiscal…!

—Mi padre es quien lo ha convertido en eso —replicó Jadiga, envalentonada por el silencio de su hermana—. ¡Nuestros dineros son los que lo han fabricado!

—¡Nosotros debemos a su padre más de lo que él nos debe! —dijo Ahmad Sháwkat con la ironía reflejada en sus ojos saltones, que recordaban al difunto Jalil Sháwkat.

—Siempre nos sales con palabras sin sentido —dijo Jadiga con un tono lleno de crítica, mientras le apuntaba con su dedo índice.

—Estad tranquilos —cortó Yasín, como queriendo zanjar la cuestión—, porque la última palabra la tiene papá.

Mientras Amina repartía las tazas de café, los ojos de los muchachos se dirigieron hacia el lugar donde Naíma estaba sentada junto a su madre. Redwán se decía: «Es una chica agradable y bonita. Ojalá pudiera ser su amigo y compañero. ¡Si camináramos juntos por la calle, los hombres no sabrían decir cuál de nosotros dos es más guapo!». Y Ahmad también se dijo por dentro: «Muy guapa, pero es como si estuviera pegada con cola a mi tía. Y no tiene ninguna instrucción». Abd el-Múnim, por su parte, pensaba: «Guapa, ama de casa, muy piadosa. No tiene más defecto que su fragilidad. E incluso esa fragilidad es bonita. Sería una pérdida en manos de Fuad». Luego, saliendo de su monólogo interior, le preguntó:

—¡Y tú, Naíma, dinos cuál es tu opinión!

Aquel pálido rostro se sonrojó. Frunció el ceño, y luego sonrió. Estaba en una tensa situación, pues mezclaba la sonrisa con el ceño fruncido para librarse de ambas cosas a la vez.

Entonces dijo apurada y disgustada:

—Yo no tengo opinión. ¡Déjame en paz!

Ahmad dijo burlón:

—La falsa vergüenza…

Pero Aisha lo interrumpió preguntándole:

—¿Falsa?

—La vergüenza —replicó él— está pasada de moda. Debes hablar, porque si no, habrás desperdiciado tu vida.

—Nosotros no conocemos ese lenguaje —dijo Aisha con amargura.

—¡Me apostaría algo —se quejó Ahmad, sin prestar atención a la mirada de advertencia de su madre— a que nuestra familia lleva cuatro siglos de retraso respecto a la época moderna!

—¿Por qué los reduces a cuatro? —dijo Abd el-Múnim, burlón.

—¡Por clemencia! —contestó Ahmad indiferente.

De pronto, Jadiga preguntó, dirigiendo sus palabras a Kamal:

—¡Y tú!… ¿cuándo te vas a casar?

La pregunta lo cogió de sorpresa, y se evadió diciendo:

—¡Un tema de conversación que ya es viejo!

—Y nuevo al mismo tiempo. Y no lo dejaremos hasta que Dios te junte con una buena chica.

Amina siguió esta última conversación con redoblado interés. El matrimonio de Kamal era uno de sus más caros deseos. ¡Cuántas veces le había rogado que lo hiciera realidad, para que ella se alegrase con un nieto nacido de su único hijo varón!

—Su padre le ha propuesto novias de las mejores familias —dijo—, pero él siempre ha alegado una u otra excusa.

—Excusas tontas… ¿Qué edad tienes ahora, señor Kamal? —preguntó Ibrahim Sháwkat riendo.

—¡Veintiocho años! Ya es demasiado tarde.

Amina escuchó la cifra de años asombrada, como si no quisiera creérsela, pero Jadiga se enfureció, diciendo:

—¡Te encanta echarte años de más! ¡Estaba claro! Él era el hermano menor y, al revelar sus años, revelaba de forma indirecta los suyos. Aunque su marido había cumplido los sesenta, ella odiaba recordar que tenía treinta y ocho. Kamal, por su parte, no sabía qué decir. En su opinión, el asunto no era de los que se zanjan con una palabra. Pero sentía que siempre se le exigía declarar su posición, y dijo en son de excusa:

—¡De día estoy ocupado con la escuela, y de noche con mi biblioteca!

—Una vida importante, tío —dijo Ahmad entusiasmado; pero el hombre, a pesar de eso, debe casarse.

—Dejas de lado las preocupaciones —agregó Yasín, que era quien mejor conocía a Kamal— para que no te distraigan de la búsqueda de «lo real». Pero la realidad está en esas preocupaciones. No conocerás la vida en la biblioteca. La realidad está en la casa y en la calle…

—Me he acostumbrado a gastar mi sueldo hasta el último millim —repuso Kamal, empeñado en evadirse—. No tengo nada ahorrado. ¿Cómo voy a casarme?

—Haz intención de casarte por una vez —lo asedió Jadiga— y sabrás cómo prepararte para ello.

—Te gastas hasta el último millim de tu sueldo —añadió Yasín, riendo— para no casarte…

¡Como si eso tuviera algo que ver!… Pero ¿por qué no se casaba, a pesar de las condiciones favorables y del deseo de sus padres? Sí, había pasado una época, bajo los auspicios del amor, en que el matrimonio era una cosa sin sentido. A esta le había seguido otra en la que el lugar del amor había sido ocupado por un sustituto, el pensamiento, y se había entregado a la vida con voracidad. El colmo de la alegría era tropezar con un bonito libro o lograr publicar un artículo. Se dijo a sí mismo que un pensador no se casaba, ni debía hacerlo. Él miraba hacia arriba y creía que el matrimonio le obligaría a mirar hacia abajo. Se deleitaba, y aún seguía haciéndolo, con la posición del espectador contemplativo, en la misma medida que le disgustaba mezclarse en la mecánica de la vida. Era tan celoso de su libertad como el avaro de su dinero. Además ya no sentía por la mujer más que un apetito pasajero. Y todo esto añadido a que la juventud no se desperdiciaba mientras no pasara una semana sin alegrías intelectuales y placeres físicos. Por otro lado, era una persona indecisa, que dudaba de todo, y el matrimonio era una especie de convicción.

—Estad tranquilos —dijo—, me casaré cuando lo desee.

Zannuba esbozó una sonrisa que la hizo retroceder diez años.

—¿Y por qué no deseas casarte? —le preguntó.

—El matrimonio es un grano de arena y hacéis de él una montaña —repuso Kamal con cierta irritación.

Sin embargo, para sus adentros creía que el matrimonio era una montaña y no un grano de arena. Lo asediaba la extraña sensación de que, el día que aceptara casarse, estaría irremisiblemente condenado. Lo salvó de su situación la voz de Ahmad que decía:

—Ya es hora de que subamos a la biblioteca.

Kamal se levantó, acogiendo con agrado su invitación, y salió seguido de Abd el-Múnim, Ahmad y Redwán, que subieron al despacho para que les prestara algunos libros, como solían hacer siempre que iban de visita al viejo caserón. El escritorio de Kamal estaba en medio de la habitación, bajo la lámpara eléctrica, entre dos filas de estanterías con libros, y se sentó en él, mientras contemplaba a los muchachos, que examinaban los títulos de los libros alineados sobre las baldas. Luego Abd el-Múnim eligió Conferencias sobre la Historia del Islam y Ahmad vino con Los principios de la filosofía. Entonces se quedaron en pie alrededor del escritorio, mientras él paseaba la mirada entre ellos en silencio, hasta que Ahmad, molesto, dijo:

—No leeré como quiero hasta que no domine, al menos, una lengua extranjera.

Y Abd el-Múnim murmuró, hojeando las páginas de su libro:

—Nadie conoce de verdad el Islam.

—Mi hermano —exclamó Ahmad irritado— está aprendiendo la verdad del Islam por medio de un hombre semianalfabeto de Jan el-Jalili.

—¡Chitón, hereje! —gritó Abd el-Múnim.

—¿Y tú? —preguntó Kamal mirando a Redwán—. ¿No quieres un libro?

—¡Él tiene todo el tiempo ocupado leyendo los periódicos del Wafd! —dijo Abd el-Múnim, contestando por él.

—¡En esto, mi tío está de acuerdo conmigo! —replicó Redwán, señalando a Kamal.

¡Su tío no creía en nada, y a pesar de todo era wafdista! De la misma manera que dudaba en general de la realidad, y a pesar de eso se relacionaba con la gente y lo real.

—Y vosotros dos sois también wafdistas, ¿qué hay de extraño en ello? —preguntó paseando la mirada entre Abd el-Múnim y Ahmad—. Todo el que es patriota es del Wafd, ¿no es así?

—El Wafd —declaró Abd el-Múnim con esa voz suya tan segura— es, sin duda, el mejor partido, pero no es totalmente convincente en sí mismo.

Estoy de acuerdo con el punto de vista de mi hermano —dijo Ahmad riéndose—, o mejor dicho, no estoy de acuerdo con él más que en este punto de vista, y es posible que incluso difiramos en nuestro grado de convicción particular respecto al Wafd. Más aún, es el propio nacionalismo el que debe cuestionarse. Desde luego que la independencia está por encima de toda discusión, pero tras esto el concepto de nacionalismo debe evolucionar hasta fundirse en un concepto más completo y elevado. ¡No es improbable que en el futuro miremos a los mártires nacionalistas como ahora miramos a las víctimas de las estúpidas batallas que se desencadenaban entre las tribus y las familias!

«¡Batallas estúpidas! ¡Estúpido tú! Fahmi no dio la vida en una batalla estúpida. Sin embargo, ¿dónde está la certeza?…» A pesar de las cosas que pensaba, dijo con vehemencia:

—Cualquiera que cae por algo que está por encima de sí mismo es un mártir. Es posible que cambien los valores de las cosas, pero la actitud del hombre hacia ellas es un valor que no cambia.

Y abandonaron el despacho, mientras Redwán decía, dirigiéndose a Abd el-Múnim, en respuesta a una observación suya:

—La política es el oficio más serio de la sociedad.

Y cuando volvieron a la tertulia del café, Ibrahim Sháwkat estaba diciendo a Yasín:

—Así, nosotros educamos, orientamos y aconsejamos, pero todos nuestros hijos se absorben en una biblioteca, que es un mundo independiente de nosotros, donde gentes extrañas, de las que nada sabemos, nos hacen la competencia. ¿Qué podemos hacer?