Las cabezas se agruparon en torno al brasero, y las manos se extendieron al calor de su lumbre: las manos finas y descarnadas de Amina, las petrificadas de Aisha, y las de Umm Hánafi, que se parecían al caparazón de una tortuga; pero esas otras, hermosas y de resplandeciente blancura, eran las de Naíma. El frío de enero casi se había convertido en hielo por toda la sala, esa sala que se conservaba como antaño, con sus alfombras de colores y sus sofás distribuidos junto a las paredes. Tan sólo había desaparecido el antiguo farol, con su candil de gas, y colgaba del techo una lámpara eléctrica. La sala también había cambiado de lugar, pues la reunión del café se había trasladado al primer piso; más aún, todo el piso superior se había trasladado al de abajo, para hacérselo accesible al padre, cuyo corazón ya no le ayudaba a subir la escalera de arriba. Y había otro cambio que había afectado a la propia gente de la casa. El cuerpo de Amina se había secado, su cabeza había encanecido y, aunque apenas había cumplido los sesenta, parecía diez años más vieja. Pero el cambio de Amina no era nada comparado con el derrumbamiento y postración de Aisha. Era algo que invitaba a la risa o a la conmiseración, pues su cabello seguía siendo dorado, y sus ojos, azules; pero aquella mirada apagada no sugería vida. Aquella tez macilenta ¿con qué enfermedad se había marchitado? Y ese rostro de huesos prominentes, en el que se habían hundido los ojos y las mejillas, ¿era el rostro de una mujer de treinta y cuatro años? En lo referente a Umm Hánafi, parecía que los años se habían ido acumulando sobre ella sin afectarla de forma sustancial, pues apenas habían tocado su carne y su grasa, que se le hacinaban sobre la piel y en torno al cuello y la boca, como el polvo o las costras. Pero sus ojos sombríos demostraban que compartía con la gente de la casa su muda tristeza. En ese grupo, tan sólo Naíma parecía una especie de rosa plantada en el patio de un cementerio. Se había transformado en una jovencita de dieciséis años, con el cabello cubierto por un halo dorado y el rostro adornado por dos ojos azules, como Aisha de joven, o de una hermosura aún más fascinante. Pero era delgada y frágil como una quimera; sus ojos reflejaban una mirada apacible y soñadora que destilaba pureza, candor y extrañeza frente al mundo; y se pegaba al costado de su madre, como si no quisiera separarse de ella ni un solo instante.
—Los albañiles se irán del edificio esta semana, después de año y medio de trabajo… —dijo Umm Hánafi, frotándose las manos sobre el brasero.
—El edificio del tío Bayumi, el de los refrescos… —agregó Naíma con acento burlón.
Los ojos de Aisha se alzaron un instante desde el brasero hasta el rostro de Umm Hánafi, pero no hizo ningún comentario. En su momento se habían enterado de la demolición de la casa que un día había sido del señor Muhammad Redwán, y luego de su reconstrucción, en forma de edificio de cuatro plantas, a nombre del tío Bayumi, el de los refrescos. ¡Esos antiguos recuerdos…! ¡Maryam y Yasín…! Pero ¿qué había sido de Maryam? ¿Y de Umm Maryam y de Bayumi, el que se había adueñado de la casa al heredar una parte y comprar otra? ¡Días en que la vida era vida y el corazón estaba libre de preocupaciones!
—Lo más bonito que tiene, señorita —continuó Umm Hánafi—, es la nueva tienda del tío Bayumi: ¡arañas de cristal, helados, dulces… toda llena de espejos y de luz eléctrica… y la radio funcionando día y noche! ¡Qué lástima me dan Hasaneyn el barbero, Darwísh el vendedor de habas, el-Fuli el lechero y Abú Sari el de las pipas, cuando miran desde sus tiendas desvencijadas a la tienda y al edificio de su antiguo colega…!
—¡Glorifica a tu generoso Señor! —replicó Amina, liándose el chal alrededor de los hombros.
Naíma, rodeando el cuello de su madre con los brazos, volvió a decir:
—El muro de la casa nos ha tapado la azotea por ese lado. ¿Cómo podremos pasar el tiempo en ella si se llena de inquilinos?
Amina no podía ignorar una pregunta que le dirigía su preciosa nieta, ante todo en atención a los sentimientos de Aisha; y le dijo:
—Que no te preocupen los inquilinos. Disfruta como quieras.
Y miró de reojo a Aisha para ver el efecto que le causaba su amable respuesta, pues, de tanto recelar por ella, casi había llegado a temerla. Pero Aisha estaba absorta en ese momento contemplando un espejo situado sobre un velador que había entre la habitación del señor y la suya. Seguía con la costumbre de mirarse al espejo, aunque ya no tenía ningún sentido para ella. Al cabo de los años ya no le asustaba el espectáculo de su rostro macilento, y siempre que una voz interior le preguntaba: «¿Dónde está la Aisha de aquel entonces?», contestaba con indiferencia: «¿Y dónde están Muhammad, Uzmán y Jalil?». Cuando Amina observaba aquello, se le encogía el corazón, y la congoja pasaba rápidamente a Umm Hánafi, que estaba tan fundida con la familia que hasta había heredado sus preocupaciones. Naíma se levantó en dirección a la radio, colocada entre el recibidor y el comedor, y giró el interruptor diciendo:
—Es la hora de los discos, mamá…
Aisha encendió un cigarrillo y le dio una honda calada. Amina se puso a mirar el humo, que se extendía como una nube ligera sobre el brasero, al tiempo que emanaba de la radio una voz que cantaba: «Oh, compañía del pasado hermoso, ¡ojalá volvieras!». Naíma volvió a su asiento, ciñéndose el batín en torno al cuerpo. Al igual que su madre en otros tiempos, era una enamorada del canto. Tenía el don de saber cómo escucharlo, cómo aprendérselo y cómo repetirlo con una hermosa voz. Esa pasión no afectaba a sus sentimientos religiosos, que predominaban sobre todos los demás, pues rezaba asiduamente, ayunaba en Ramadán desde que había cumplido los diez años, soñaba a menudo con el mundo de lo desconocido, y acogía con infinita alegría la visita a el-Huseyn, cuando su abuela se lo proponía. Pero al mismo tiempo no renunciaba a su pasión por el canto y, siempre que se quedaba a solas en su habitación o en el baño, se ponía a cantar. A Aisha le complacía todo lo que procedía de su única hija, esa esperanza luminosa en su sombrío horizonte. Le gustaba su devoción, así como su voz, e incluso el apego que la joven le tenía —ese apego que parecía desmesurado—, que ella fomentaba y amaba, y sobre el cual no soportaba escuchar ninguna observación. Es más, le molestaba la crítica en general, por insignificante y bienintencionada que fuera; entre otras, la de que no tuviera más ocupación en la casa que estar sentada, beber café y fumar. Cuando su madre la invitaba a participar en algún trabajo —no porque necesitara su ayuda, sino por darle algo que la distrajera de sus pensamientos—, se irritaba y decía su frase habitual: «¡Uf… déjame en paz!». Tampoco permitía que Naíma trabajara en nada, como si temiera que hiciese el menor movimiento; y, si hubiera podido rezar en su lugar, lo habría hecho, para ahorrarle el esfuerzo de la oración. ¡Cuántas veces le había hablado su madre de este asunto, alegando que Naíma se había convertido en «una novia» y debía familiarizarse con los deberes del «ama de casa»! Pero ella le decía con una voz que revelaba fastidio: «¿No ves que está como un fantasma? Mi hija no aguantaría ningún esfuerzo; así que, ¡déjala en paz! Ya no me queda más esperanza en este mundo que ella». Entonces Amina se sentía incapaz de seguir hablando. El corazón se le rompía de tristeza al mirar a su hija y encontrar que era la viva imagen de la decepción. Y viendo su rostro desgraciado, que había perdido toda expresión de vida, su alma se deshacía en lamentos. Por eso se compadecía de sus sufrimientos, y por eso se había acostumbrado a soportar con magnanimidad y benevolencia las respuestas frías o las duras observaciones que salían de ella. La voz siguió cantando: «Oh, compañía del pasado hermoso». Aisha se puso a fumar su cigarrillo mientras la escuchaba. Ni la tristeza ni la desesperación habían podido matar su sensibilidad hacia esa canción, que tanto le había gustado y le seguía gustando; más aún, quizás ambas se la habían reforzado, por las expresiones de pena e infortunio que repetía, aunque nada en la existencia podía resucitar aquella compañía del hermoso pasado. Más bien tenía que preguntarse a veces si ese pasado había sido una realidad y no un sueño o una fantasía, pues, ¿dónde estaba el próspero hogar? ¿Dónde el noble marido? ¿Dónde Uzmán y dónde Muhammad? ¿Sólo la separaban de ese pasado ocho años? Amina raras veces disfrutaba con tales canciones. La primera virtud de la radio, en su opinión, era que le permitía escuchar el sagrado Corán y las noticias; pero, en lo referente a las canciones, se conmovía al percibir sus tristes expresiones, y le preocupaba que su hija las oyera, hasta el punto de que una vez le dijo a Umm Hánafi: «¿No es esto un lamento fúnebre?». No dejaba de pensar en Aisha hasta casi olvidarse de los síntomas de tensión alta, y su cortejo de achaques, que habían empezado a afectarla. No encontraba alegría más que en la visita a el-Huseyn y a otros santones, agradeciendo al señor que no se lo prohibiera y la dejara ir libremente a las casas de Dios. Tampoco era la Amina de otros tiempos. La tristeza y los problemas de salud la habían cambiado mucho. Con el paso de los años había perdido su asombroso celo para el trabajo y su extraordinaria energía para organizar, limpiar y administrar. Ya no se preocupaba de nada, fuera de las cosas del señor y de Kamal, y había encomendado a Umm Hánafi la habitación del horno y la despensa, conformándose con la supervisión. E incluso esta la descuidaba. Tenía una infinita confianza en Umm Hánafi, pues no se trataba de alguien extraño a la casa y a su gente; además, había compartido la vida con ella, era su compañera de dichas y desgracias, y se había fusionado con la familia hasta convertirse en un pedazo de esta y participar con toda su alma en sus alegrías y sus tristezas. Reinó el silencio un rato, como si la canción se hubiera apoderado de sus conciencias, hasta que Naíma lo rompió diciendo:
—Hoy he visto en la calle a mi amiga Salma. Estaba conmigo en primaria, y el año que viene va a presentarse al examen de bachillerato.
—Si tu abuelo te hubiera permitido continuar los estudios —replicó Aisha irritada—, la habrías superado. ¡Pero tu abuelo no lo permitió!
Amina captó la protesta que se insinuaba en la frase «pero tu abuelo no lo permitió», y dijo:
—Su abuelo tiene sus opiniones, a las que no renuncia. Pero ¿habrías aceptado de buen grado que ella, tu frágil hijita que no soporta el esfuerzo, continuara estudiando a pesar de las fatigas que eso exige?
Aisha agitó la cabeza sin decir palabra, pero Naíma dijo apesadumbrada:
—Me hubiera gustado acabar mis estudios. Hoy día todas las chicas estudian igual que los chicos.
—Estudian porque no encuentran novio —repuso Umm Hánafi con desdén—, pero la que es guapa como tú…
Amina movió la cabeza en señal de aprobación, y luego dijo:
—Y tú eres culta, prenda mía. Ya has cursado la primaria, ¿qué más quieres? No necesitas un empleo. Pidamos a Dios que te haga fuerte y que revista tu fascinante belleza de salud, de carne y de grasa.
—Le deseo salud, pero no obesidad —replicó Aisha con vehemencia—. La obesidad es un defecto, especialmente en las chicas jóvenes. Su madre fue la hermosura de su época y no era gorda.
Amina sonrió al decir con delicadeza:
—Es verdad, Naíma; tu madre era la hermosura de su época.
—¡Y se ha convertido en el escarmiento de los días! —dijo Aisha suspirando.
—¡Que nuestro Señor te alegre con su gracia! —murmuró Umm Hánafi.
—¡Que así sea, Señor de los mundos! —añadió Amina, acariciando la espalda de Naíma con ternura.
Y volvieron a quedarse en silencio y a escuchar la nueva voz que cantaba: «Quiero verte cada día». Entonces la puerta de la casa se abrió y luego se cerró. Y dijo Umm Hánafi, levantándose precipitadamente y saliendo a encender la luz de la escalera: «Mi señor». No tardaron en oír los habituales golpes del bastón. Luego apareció él en la sala, y todas se pusieron en pie cortésmente. Se detuvo un poco, mirándolas entre jadeos, y luego dijo: «Buenas noches». Ellas contestaron al unísono: «¡Que tengas una feliz velada!». Amina fue delante de él a su habitación y dio la luz. El hombre la siguió, envuelto en ese halo de dignidad que otorga la noble senectud, y se sentó para recobrar el aliento. ¡No eran más que las nueve! Su elegancia seguía siendo la misma de antaño, pues la yubba de paño, el caftán satinado y la kufiyya de seda eran como en los antiguos tiempos; pero esa cabeza coronada de blancura, ese bigote plateado, y ese cuerpo delgado y «deshabitado», así como su regreso a hora tan temprana, eran todos ellos avatares de los nuevos tiempos. Y también lo eran el cuenco de leche cuajada y la naranja que le preparaban para la cena. Ni vino, ni aperitivos, ni carne, ni huevos. No obstante quedaba el destello de sus grandes ojos azules como señal de que sus ansias de vivir no habían disminuido ni se habían debilitado. Empezó a desvestirse con la ayuda de Amina, como de costumbre; luego se puso su guilbab, se envolvió en su manto de lana, se plantó su táqiya en la cabeza y después se sentó a la turca sobre el sofá. Amina le trajo la bandeja con la cena, que se tomó sin entusiasmo, y luego le dio un vaso lleno de agua hasta la mitad; él tomó el frasco de la medicina y echó varias gotas en el vaso, tragándoselo a continuación con cara de asco y farfullando después: «Alabado sea Dios, el Señor de los mundos». ¡Cuántas veces le había dicho el médico que la medicina era provisional, pero que el régimen era para siempre! ¡Cuántas veces le había advertido que no lo dejara ni lo descuidara, pues el problema de la tensión se había agravado y le había afectado al corazón! Y la experiencia le había obligado a creer en las prescripciones del médico, después de todo lo que había sufrido por despreciarlas. Cada vez que se salía de los límites, recibía su merecido. Y finalmente tuvo que someterse a su veredicto, no comiendo ni bebiendo más que lo que le permitían, ni trasnochando más allá de las nueve. Pero su corazón no renunciaba a la esperanza de que un día recuperaría su salud —con el poder de Dios— y podría disfrutar de una vida buena y apacible, aunque la vida del pasado hubiera acabado para siempre. Se puso a escuchar encantado la canción que estaba emitiendo la radio, sin prestar atención a Amina que le hablaba, desde el puf en que estaba sentada, del frío de ese día y de la lluvia que había caído por la mañana.
—Me han dicho que esta noche iban a retransmitir las canciones antiguas… —dijo él alegre.
—La mujer sonrió con agrado, pues le gustaba esa clase de canciones, más en virtud del amor que el señor les profesaba que por otra cosa.
La alegría siguió brillando en los ojos del señor unos instantes, hasta que languideció. Ya no podía disfrutar de un sentimiento de dicha sin reservas o sin que se le volviera en contra de repente, pues despertaba de su sueño chocando con la realidad, esa realidad que lo rodeaba por los cuatro costados. En cuanto al pasado, este era un sueño. ¿Cómo alegrarse cuando se habían desvanecido para siempre los días de solaz, de gozo y de salud, y se había acabado el placer de comer, beber y disfrutar? ¿Dónde estaba su forma de trotar por la tierra como un camello? ¿Y esa risa suya que resonaba desde lo más hondo del alma? ¿Y los tiempos en que el alba lo sorprendía ebrio de diversas alegrías? Hoy estaba condenado a volver de su velada a las nueve, para irse a dormir a las diez; condenado a comer, beber y comportarse según un plan riguroso registrado en el cuaderno del médico. Así la casa, que el tiempo había cubierto de desolación, era su corazón y su morada, y la pobrecilla Aisha, una espina en su costado, pues él no podía reparar la vida que se le había estropeado. ¡Cómo no iba a inquietarse por ella! ¿Acaso no la veía el día de mañana sola y desesperada, sin padre ni madre? Además, la inquietud que sentía por su propia salud venía de la amenaza de que se agravara. Lo que más temía era que le traicionaran las fuerzas, y tuviera que quedarse en cama como un muerto, aun no estándolo como la mayoría de sus amigos y seres queridos. Y pedía a Dios que lo protegiera de esos pensamientos que daban vueltas a su alrededor como las moscas. ¡Claro que debía escuchar las canciones antiguas, aunque sólo fuera para dormirse al son de su melodía…!
—Deja la radio encendida, incluso aunque me duerma…
Amina agitó la cabeza, sonriendo, en señal de afirmación; y él volvió a decir suspirando:
—¡Qué dura se me hace la escalera!
—Descansa en cada rellano, señor…
—Pero es que el aire de la escalera es muy húmedo… ¡Qué maldito invierno!… —luego, inquisitivo—: Apuesto a que has visitado el-Huseyn, como de costumbre, a pesar de este frío…
—Con tal de visitarlo, todas las dificultades se allanan, señor —dijo ella con timidez y apuro.
—¡La culpa es sólo mía!
Y replicó ella en actitud conciliadora:
—Doy vueltas en torno al sagrado mausoleo rezando por tu salud y tu bienestar.
¡Qué perentoria era su necesidad de una oración sincera! Todo lo bueno le volvía la espalda.
Incluso la ducha fría, con la que solía reanimar su cuerpo cada mañana, le estaba prohibida por el peligro que, según decían, entrañaba para sus arterias. Y cuando todo lo bueno se convierte en nocivo, ¡que Dios se apiade de nosotros! Pasó un corto espacio de tiempo. Luego llegó hasta la habitación el chasquido de la puerta de la casa al cerrarse. Amina levantó los ojos, murmurando: «Kamal». Apenas pasados unos minutos, entró este en la habitación, con su abrigo negro que resaltaba su delgadez y su alta estatura, mirando a su padre a través de sus gafas de oro. Su bigote cuadrado, espeso y negro le daba un aire de dignidad y hombría. Se inclinó sobre la mesa de su padre para saludarlo, y este lo invitó a sentarse, mientras le preguntaba, como de costumbre, sonriendo:
—¿Dónde has estado, profesor?
A Kamal le gustaba ese tono cariñoso y amable, que no le había tocado en suerte hasta después de largos años. Y respondió, sentándose en el sofá:
—Estuve en el café con los amigos.
«¿Qué clase de amigos…? Sin embargo, parece demasiado serio, circunspecto y grave para su edad. Además la mayoría de las noches las pasa en su biblioteca. ¡Qué grande es la diferencia entre él y Yasín, a pesar de que cada uno de ellos lleva a cuestas su desgracia!» Y le volvió a preguntar sonriendo:
—¿Has asistido hoy al congreso del Wafd?
—Sí, y hemos escuchado el discurso de Mustafa el-Nahhás. Ha sido un día memorable.
—Nos dijeron que se trataba de un acontecimiento importante, pero no podía asistir, y le di la tarjeta de invitación a un amigo. La salud ya no soporta el esfuerzo.
A Kamal le dio compasión, y murmuró:
—¡Que Nuestro Señor te devuelva las fuerzas! —¿No ha habido incidentes?
—Pues no. El día ha transcurrido en paz. La policía, en contra de su costumbre, se ha limitado a vigilar.
El hombre agitó su cabeza con satisfacción; luego dijo en tono alusivo:
—Volvamos a nuestro antiguo tema. ¿Sigues manteniendo tu equivocada opinión sobre las clases particulares?
Aún seguía sintiéndose confuso y apurado cada vez que se hallaba obligado a manifestar su desacuerdo con la opinión de su padre, y dijo con delicadeza:
—¡Ya habíamos zanjado ese tema!
—Cada día hay amigos que me piden que des clases particulares a sus hijos. No rechaces unos medios de subsistencia legítimos. Las clases particulares son una buena fuente de ingresos para los maestros, y los que te lo piden son los notables del barrio…
Kamal no dijo esta boca es mía, aunque su rostro expresó una cortés negativa. Y el hombre volvió a decir apenado:
—¡Te niegas a hacerlo, para luego perder el tiempo en lecturas que no tienen fin, y escribiendo a cambio de nada! ¿Es esto digno de alguien inteligente como tú?
Entonces Amina se volvió hacia Kamal diciendo:
—Tienes que amar el dinero como amas la ciencia. —Luego, dirigiendo la palabra al señor, mientras sonreía con orgullo—: Es como su abuelo. ¡No pone nada al mismo nivel que el amor a la ciencia!
—¡Ya estamos de nuevo con su abuelo! —replicó el señor, fastidiado—. ¿Quiere eso decir que era el imán Muhammad Abdu?
Y aunque ella no conocía nada del imán, dijo con entusiasmo:
—¿Y por qué no, señor mío? Todos los vecinos recurrían a él para sus asuntos religiosos y terrenales.
El espíritu burlón se apoderó del señor, y dijo riendo:
—¡Ahora se encuentran diez como él por una piastra! El rostro de la mujer reflejó una muda protesta, Y Kamal, sonriendo con cariño y turbación, pidió permiso para marcharse, y luego dejó la habitación. En la sala, le salió al encuentro Naíma para enseñarle su vestido nuevo. Mientras ella iba a traerlo, él se sentó a esperar al lado de Aisha. Halagaba a Aisha, como el resto de la gente de la casa en la persona de Naíma, pero además admiraba a la bella muchacha, como había admirado antaño a su madre. Naíma trajo el vestido, y Kamal se lo extendió delante, y se puso a examinarlo, haciendo manifestaciones de asombro, mientras contemplaba a la dueña del vestido con cariño y amor. Estaba cautivado por su insólita y reposada belleza, que el candor y la dulzura revestían de una hermosa luminosidad. Y se fue de allí con el corazón no exento de pesar, pues acompañar a una familia hasta su declive es algo desolador: no le resultaba fácil ver a su padre en su debilidad, tras haberlo visto en su poderío y despotismo; ver a su madre marchitarse y desaparecer detrás de la vejez; o ver el derrumbamiento y postración de Aisha, en esa atmósfera cargada de presagios de desgracia y aniquilación. Subió por la escalera hasta el piso superior —su apartamento, como él lo llamaba— donde vivía solo, entre su dormitorio y su biblioteca, que daban a Bayn el-Qasrayn. Se quitó la ropa y, ya vestido con su guilbab y envuelto en el batín, pasó a su biblioteca, que estaba compuesta por una gran mesa de despacho, pegada a la celosía, y dos filas de estanterías con libros a ambos lados. Quería leer, al menos, un capítulo del libro Dos fuentes de la religión y la moral de Bergson, y dar un último repaso a su artículo mensual para la revista el-Fikr, que esta vez versaba sobre el pragmatismo. Esas pocas horas dedicadas a la filosofía, que se extendían hasta la medianoche, eran los momentos más felices de su día, aquellos en los que se sentía —según su propia expresión— un ser humano. En cuanto al resto del día, que se pasaba trabajando como maestro en la escuela primaria de el-Salihdar, o satisfaciendo las diversas exigencias inevitables de la vida, pertenecía a la esfera del animal oculto en él, que siempre intentaba preservarse y satisfacer sus apetitos. No le gustaba su trabajo oficial, ni lo respetaba, pero no manifestaba su descontento, especialmente en casa, por miedo a que se alegraran de ello los que siempre se alegran del mal ajeno. Y a pesar de todo, era un magnífico maestro, que gozaba de gran estima. Cuando el director le encomendaba algunas actividades escolares, él se entregaba a ellas, burlándose de la esclavitud. ¿No es el esclavo el que realiza el trabajo que no le gusta? Lo cierto es que su pasión por superarse, a la que estaba acostumbrado desde pequeño, era la que lo empujaba de forma despiadada a esforzarse y sobresalir. Desde el principio se había propuesto ser una persona respetada entre los alumnos y los maestros. Y había logrado lo que quería. Más aún, era una persona respetada y querida al mismo tiempo, a pesar de su cabezón y su enorme nariz… Sin duda el mérito principal de la fuerte resolución que lo había convertido en esa personalidad respetada, lo tenían ellas —su cabeza y su nariz— o su dolorosa percepción de ambas. Sabía que su cabeza y su nariz provocarían desórdenes a su alrededor, y tomó la decisión de protegerlas, y protegerse a sí mismo, de las intrigas de la gente maliciosa. Claro está que, a veces, no se libraba de algún guiño o de alguna alusión, durante la clase o en el patio de juego de la escuela. Entonces hacía frente al ataque con gran firmeza, y luego lo suavizaba con su innato buen carácter. Además su reconocida capacidad pedagógica, y los temas novedosos y enardecedores, tocantes al nacionalismo o los recuerdos de la revolución, en los que se embarcaba de vez en cuando, hacían que la «opinión general» entre los alumnos se inclinara a su favor. ¡Aparte de su enérgica firmeza, que en caso de necesidad era una garantía para acabar con los desórdenes nada más surgir! ¡Cuántas veces, al principio, lo hizo sufrir la insinuación hiriente! ¡Cuántas veces se reavivaron sus olvidadas tristezas! Pero al final se alegró de la elevada posición que había llegado a conseguir en las almas de los pequeños, los cuales lo contemplaban con asombro, amor y veneración. También había tenido que enfrentarse con otro problema, relacionado con sus artículos mensuales en la revista el-Fikr. Esa vez temió que el director y los maestros le pidieran cuentas de las filosofías antiguas y modernas que exponía en ellos, y que a veces criticaban los dogmas y la moral de un modo incompatible con la responsabilidad del «maestro». Pero, por fortuna, ninguna de esas personas responsables se hallaba entre los lectores de el-Fikr. Además, supo al poco tiempo que sólo se imprimían mil ejemplares de la revista, la mitad de los cuales eran enviados a los países árabes. Eso lo animó a escribir en ella, sin temer por sí mismo ni por su empleo. Durante esas pocas horas, «el maestro de lengua inglesa en la escuela primaria de el-Salihdar» se convertía en un turista que exploraba libremente unos campos ilimitados del pensamiento, leyendo y tomando unas notas, que luego reunía en sus artículos mensuales. Lo impulsaban a luchar el deseo de saber y el amor a la verdad, el espíritu de aventura teórica, y el anhelo de consolarse y atenuar la atmósfera de aflicción que lo cubría y la sensación de soledad que se ocultaba en lo hondo de su alma.
Buscaba refugio a su aislamiento en el monismo de Spinoza; se consolaba de su insignificancia participando en la victoria sobre el deseo de Schopenhauer; atenuaba su sentimiento por la desgracia de Aisha con un sorbo de la filosofía de Leibniz sobre la explicación del mal; o regaba su corazón sediento de amor con el talento poético de Bergson. Pero su lucha ininterrumpida no lograba recortar las garras de la incertidumbre, que alcanzaba el límite del suplicio, pues la verdad es un amante no menos experto que el amante humano en coquetear, dar negativas, jugar con las mentes y provocar la duda y los celos, al tiempo que un violento deseo de posesión y de unión amorosa. La verdad, como el amante humano, está expuesta a tener diversas caras, pasiones y cambios, y en muchos momentos no está libre de ardides y engaños, de crueldad y arrogancia. Cuando, al cabo de sus fuerzas, la incertidumbre le dominaba, se decía para consolarse: «Es posible que esté atormentado realmente, pero estoy vivo; soy un hombre vivo, y la vida del ser humano no sería digna de tal nombre si no se pagara un precio».