Mi querido Walkley:
Una vez me preguntó usted por qué no escribía una comedia sobre Don Juan. Probablemente, la ligereza con que asumió esa espantosa responsabilidad habrá hecho que lo haya olvidado, pero ha llegado el día fatal: aquí está su comedia. Digo que es suya porque qui facit per alium facit per se. Lo que produzca me pertenece y el trabajo lo he puesto yo, pero su moral, la manera, su filosofía y su influencia sobre los jóvenes tiene que justificarlas usted. Era usted hombre maduro cuando me sugirió la idea, y sabía cómo las gasto. Apenas han pasado quince años desde que nosotros dos, mellizos exploradores del Nuevo Periodismo de aquellos tiempos, que tuvimos como cuna las mismas hojas de diarios, iniciamos una era en la crítica del teatro y de la ópera, utilizándola como pretexto para propaganda de nuestras opiniones. No puede usted, pues, alegar ignorancia del carácter de la fuerza que puso en movimiento. Usted quería que j’épatais le bourgeois, y, si el burgués protesta, desde ahora señalo a usted como responsable.
Le advierto que si intenta rechazar su responsabilidad, sospecharé que la comedia le parece demasiado decorosa para su gusto. Estos quince años me han hecho más viejo y más serio. En usted no veo ese cambio que sienta bien. Sus veleidades y sus audacias son como los amores y consuelos que Desdémona pedía en sus oraciones: aumentan a pesar de que va dejando los días atrás. Ningún diario de vanguardia se atreve ya a cobijarlas. Sólo el majestuoso The Times está suficientemente por encima de toda sospecha para servirle de dama de compañía; y hasta The Times debe agradecer a veces a los hados que no se estrenen comedias todos los días, ya que después de cada uno de esos acontecimientos compromete su gravedad, se convierte. en epigrama su vulgaridad, en ingenio su estolidez, en elegancia su decoro, y hasta su decoro en picaronería, en críticas que la tradición del diario no le permite a usted firmar al pie, pero que usted se ocupa de firmar con el más extravagante floripondio entre lineas. No estoy seguro de que esto no sea un augurio de revolución. En la Francia del siglo XVIII estaba cercano el fin cuando se compraba la Enciclopedia y se encontraba en ella a Diderot. Cuando compro The Times y le encuentro a usted, mi profético oído atrapa un chirrido de carretas del siglo XX.
Sin embargo, no es esa mi actual preocupación. La cuestión es: ¿no le desilusionará una comedia sobre Don Juan en que no se trae al escenario ninguna de las mille e tre aventuras de ese personaje? Para conciliarle, permítame que me explique. Me replicará que nunca hago otra cosa; esa es la pulla que me gasta cuando digo que lo que yo llamo drama no es más que una explicación. Pero no debe esperar que adopte su manera inexplicable, fantástica, petulante y melindrosa de expresarse; debe tomarme como soy, como a una persona razonable, paciente, consecuente, llena de disculpas y trabajadora, que tiene el temperamento de un maestro de escuela y persigue los mismos fines que los miembros de las juntas parroquiales. No dudo de que mis dones literarios, que divierten al público británico, hacen que no se fije en mi carácter, pero a pesar de eso el carácter existe y tiene la solidez del ladrillo. Tengo conciencia, y la conciencia siente siempre ansias de explicar. Usted, en cambio, cree que un hombre que analiza su conciencia se parece mucho a la mujer que analiza su pudor. La única fuerza moral que condesciende a mostrar es la de su ingenio: lo único que exige en público es lo que su temperamento artístico exige en simetría, elegancia, estilo, gracia y refinamiento, y la limpieza que en orden de importancia viene inmediatamente después de la santidad, si no antes. Pero mi conciencia es el auténtico artículo de púlpito; me fastidia el ver cómoda a la gente cuando debería sentirse incómoda, e insisto en hacerle pensar para que confiese que peca. Si no le gustan a usted mis sermones, se los aguanta. No puedo evitarlo.
En el prefacio a mis Comedias para puritanos expliqué la situación en que se encuentra el teatro contemporáneo inglés, al cual, pese a ocuparse casi exclusivamente de casos de atracción sexual, le está prohibido mostrar los incidentes de esa atracción y hasta el analizar su naturaleza. Sugerirme, como hizo usted, que escribiera una comedia sobre Don Juan era retarme virtualmente a que tratara dramáticamente ese tema. El reto era suficientemente difícil para que valiera la pena de aceptarlo, porque, si se para uno a pensar, aunque tenemos en abundancia obras teatrales en que los protagonistas están enamorados y en consecuencia deben casarse o morir al final, o sobre personas cuyas relaciones mutuas las han complicado las leyes de matrimonio, por no mencionar obras más libres que trafican en la tradición de que los amores ilícitos son simultáneamente viciosos y deliciosos, no tenemos obras inglesas modernas en que el principal resorte de la acción sea la natural atracción mutua de los sexos. Por eso es por lo que insisto en la belleza de nuestras intérpretes, discrepando de los países que nuestro amigo William Archer pone como ejemplos de seriedad a nuestros infantiles teatros. Los Romeos y Triscanes, las Julietas e Isoldas de allí podrían ser nuestros padres y madres. No ocurre eso con la actriz inglesa. A la heroína que personifica no se le permite conversar de las elementales relaciones que hay entre hombres y mujeres. Su romántico parloteo sobre amores de novelista, sus dilemas puramente legales de si se casó o la «traicionaron», no llegan a nuestro corazón ni nos inquietan espiritualmente. Para consolarnos tenemos que contentarnos con mirarla, y la miramos, y su belleza sacia nuestras hambrientas emociones. A veces rezongamos poco galantemente contra ella porque no es tan buena actriz como bonita. Pero en un drama que con todas sus preocupaciones sexuales está en realidad desprovisto de interés sexual, es más de desear el buen aspecto que la habilidad histriónica.
Permítame que le insista en esto ya que es usted demasiado inteligente para tildarme de paradójico como hacen los tontos cada vez que agarro el bastón por la contera en vez de agarrarlo por el puño. ¿Por qué nuestras esporádicas intentonas de tratar del problema sexual en la escena son tan repulsivas y tan tristes que ni siquiera los más resueltos a que se ventilen y analicen las cuestiones sexuales pueden fingir que aquéllas les satisfacen congo plausibles esfuerzos de salubridad social? ¿No es porque en el fondo son completamente asexuadas? ¿Cuál es la fórmula usual de esas comedias? Una mujer ha entrado, en el pasado, en conflicto con la ley que regula las relaciones de los sexos. Un hombre, al enamorarse o casarse con ella entra en conflicto con el convencionalismo social que la desacredita. Ahora bien, los conflictos de los individuos con la ley se pueden dramatizar como cualquier otro conflicto humano, pero son puramente judiciales; y el hecho de que sentimos mucha más curiosidad por las reprimidas relaciones entre el hombre y la mujer que por las relaciones entre ambos y los juzgados o los jurados particulares de matronas, produce esa impresión de evasión, de insatisfacción, de fundamental incongruencia, de superficialidad, de inútil desagrado, del total fracaso en edificar y el parcial fracaso en interesar, que le es a usted tan familiar en los teatros como me era a mí cuando también yo frecuentaba esos incómodos edificios y veía que nuestros dramaturgos populares tenían la intención (así lo creían) de emular a Ibsen.
Doy por supuesto que cuando me pidió una comedia sobre Don Juan no quería usted una de ese género. Nadie la quiere. El éxito que a veces tienen esa clase de obras se debe al incidental melodrama convencional con que el experimentado autor popular se salva instintivamente del fracaso. Pero, ¿qué quería usted? A causa de su desdichado hábito de no explicarse —espero que ahora se dará ya cuenta de su inconveniencia— he tenido que averiguarlo yo mismo. En primer lugar he tenido, pues, que preguntarme: ¿qué es un Don Juan? Vulgarmente, un libertino. Pero la antipatía que le tiene usted a lo vulgar va hasta el extremo de ser un defecto (la universalidad de carácter es imposible sin ser un poquito vulgar); y aunque pudiera usted tomarle gusto a lo vulgar se sentiría harto en las fuentes ordinarias, sin molestarme a mí. Por eso pensé que me pedía un Don Juan en el sentido filosófico.
Filosóficamente, Don Juan es un hombre que si bien es suficientemente inteligente para ser excepcionalmente capaz de distinguir entre el bien y el mal, sigue a sus propios instintos sin tener en cuenta la costumbre o las leyes civiles y canónicas, y, por lo tanto, mientras gana la ardorosa simpatía de nuestros rebeldes instintos (a los cuales halagan las brillanteces con que les asocia Don Juan) se ve en mortal conflicto con las instituciones existentes y se defiende mediante la superchería y la fuerza como defiende el labrador sus cosechas, con los mismos medios, contra las plagas. El prototípico Don Juan, inventado a principios del siglo XVI por un fraile español, aparecía, conforme a las ideas de su tiempo, como enemigo de Dios, cuya inminente venganza se siente en el transcurso de todo el drama, creciendo amenazadoramente de minuto en minuto. No sentimos ninguna ansiedad por Don Juan a causa de sus antagonistas secundarios. Don Juan elude fácilmente a la policía temporal y espiritual, y cuando un padre indignado busca la reparación personal por medio de la espada, Don Juan lo mata sin esfuerzo. El padre tiene que regresar del cielo como agente de Dios, en forma de su propia estatua, para poder prevalecer contra su matador y arrojarle al infierno. La moraleja es frailuna: arrepiéntete y corrígete ahora, porque mañana puede ser demasiado tarde. Ese es realmente el único punto en que Don Juan es escéptico, pues como cree firmemente en un infierno final, si arriesga la pena eterna es porque, por ser joven, le parece que está tan lejos que puede aplazar el arrepentimiento hasta cansarse de divertirse.
Pero de la lección que quería dar el autor no queda así nada en la que el mundo decide aprender en su libro. Lo que nos atrae e impresiona en El burlador de Sevilla no es que el arrepentimiento urja, sino el heroísmo de osar ser enemigo de Dios. Esos enemigos, desde Prometeo hasta mi Discípulo del diablo, han sido siempre populares. Don Juan llegó a tener tantos admiradores, que el mundo no podía soportar su condenación y en una segunda versión lo reconcilió sentimentalmente con Dios y durante todo un siglo clamó por su canonización, tratándolo como el periodismo inglés ha tratado a Punch, cómico adversario de los dioses. El Don Juan de Moliére vuelve al original en punto a impenitencia, pero en devoción pierde mucho. Cierto es que también se propone arrepentirse, ¡pero en qué condiciones! Oui, ma foi!, il faut s’amender. Encere vingt ou trente ans de cette vie-ci, et puis nous songerons a nous. Después de Moliére viene el artista-mago, el maestro amado por los maestros, Mozart, quien revela el espíritu del héroe en mágicas armonías, voces de duendes y esplendorosos ritmos que deslumbran como saetas de rayos de verano hechos sonido. Ahí tiene usted la libertad en amor y en moral burlándose exquisitamente de la esclavitud, e interesando, atrayendo, tentando y obligándole a uno inexplicablemente a poner al héroe y a su antagonista la estatua en un plano trascendental, dejando a la gazmoña hija y a su vanidoso enamorado en un anaquel de cacharros, para que en adelante vivan piadosamente.
Después de esas obras cumplidas el fragmento de Byron no cuenta mucho filosóficamente. Desde ese punto de vista nuestros vagabundos libertinos no son mas interesantes que el marino que tiene una mujer en cada puerto, y, al fin y al cabo, el héroe de Byron no es más que un vagabundo libertino. Además es mudo: no habla de sí mismo con un Sganarelle-Leporello ni con los padres o hermanos de sus amantes; ni siquiera, como Casanova, cuenta su vida. En realidad no tiene nada de verdadero Don Juan, porque no es más enemigo de Dios que cualquier joven aventurero que siembra avena loca. Si usted y yo hubiéramos estado en su lugar a su edad, quién sabe si no habríamos hecho lo mismo que el, a menos que su melindrosidad le hubiera salvado a usted de la emperatriz Catalina. Byron tenía tan poco de filósofo como Pedro el Grande: ambos eran casos de esa rara y útil pero inedificante variación que es el genio de energía que nace sin los prejuicios o supersticiones de sus contemporáneos. La resultante inescrupulosa libertad de pensamiento hizo de Byron un poeta más audaz que Wordsworth, como hizo de Pedro un rey más audaz que Jorge III; pero como esa era, después de todo, una cualidad negativa, no le impidió a Pedro ser un redomado canalla y un perfecto miserable, ni le capacitó a Byron para convertirse en una fuerza religiosa, como fue Shelley. Prescindamos, pues, del Don Juan de Byron. El último de los verdaderos Don Juanes es el de Mozart, pues para cuando llegó a la mayoría de edad, su primo Fausto había ocupado su puesto por obra de Goethe y llevado su lucha y su reconciliación con los dioses mucho más allá de hacer el amor, pues se ocupó de política, de arte, de planes para rescatar del mar nuevos continentes, y de que se reconociera un eterno principio femenino en el universo. El Fausto de Goethe y el Don Juan de Mozart fueron las últimas palabras del siglo XVIII sobre ese tema: y para cuando los corteses críticos del siglo XIX, ignorando a William Blake con la superficialidad con que el siglo XVIII ignoró a Hogarth o el XVII a Bunyan, pasaron la fase Dickens-Macaulav-Dumas-Guizot y la fase Stendhal-Meredith-Turguenev, y se vieron frente a filosóficas obras de ficción debidas a plumas como las de Ibsen y Tolstoi, Don Juan había cambiado de sexo convirtiéndose en Doña Juana, que huía de la Casa de muñecas y se afirmaba como persona en vez de ser un número más en un espectacular desfile moral.
A usted le parecía muy natural pedirme a principios del siglo XX una comedia sobre Don Juan, pero en las precedentes consideraciones históricas habrá visto que Don Juan se nos ha anticuado a usted y a mí todo un siglo; y si hay millones de personas menos ilustradas que todavía siguen en el siglo XVIII, ¿no tienen a Moliere y a Mozart, cuyo arte no hay quien lo supere? Se reiría usted de mí si a estas alturas me ocupara de duelos, fantasmas y mujeres «femeninas». En cuanto al mero libertinaje, usted sería el primero en recordarme que el Festin de Pierre, de Molière, no es una comedia para amoralistas, y que un solo compás del voluptuoso sentimentalismo de Gounod o Bizet parecería una mancha licenciosa en la partitura de Don Giovanni. Hasta los más abstractos elementos de Don Juan están ya demasiado deteriorados por el uso para poder utilizarlos. El supernatural antagonista de Don Juan, por ejemplo, arrojaba a lagos de azufre hirviente a quienes se negaban a arrepentirse, para que los atormentaran diablos con cuernos y rabos. De ese antagonista y de ese concepto del arrepentimiento, ¿cuánto queda que pudiera utilizarse en una comedia mía como para dedicársela a usted? Por otra parte, las fuerzas de la opinión pública de la clase media, que casi no existían para un aristócrata español en tiempos del primer Don Juan, ahora triunfan en todo el mundo. La sociedad civilizada es una inmensa burguesía: ningún aristócrata se atreve hoy a escandalizar a su verdulero. Todas las mujeres, sean «marchesani, principessi, camerieri» o «citaddini», son igualmente peligrosas. El sexo es agresivo, poderoso. Cuando se les hace una injusticia a las mujeres, no se agrupan para cantar patéticamente. «Protegga il giusto cielo»; echan mano de formidables armas legales y sociales y devuelven golpe por golpe. Una simple indiscreción basta para destrozar partidos políticos y carreras públicas. Más le vale a un hombre tener que cenar con todas las estatuas de Londres, con todo lo feas que son, que verse llevado por Donna Elvira al banquillo de los acusados ante la Conciencia No Conformista.
Como resultado, ya no es el hombre, como lo era Don Juan, el victorioso en el duelo de sexos. Se puede dudar hasta de si lo fue alguna vez. De todos modos, la enorme superioridad de la natural posición de la mujer en esta cuestión se va haciendo sentir con más y más fuerza. En cuanto a tirar de las barbas a la Conciencia No Conformista, como tiró Don Juan de las barbas de la estatua del Comendador en el convento de San Francisco, ni hablar; tanto la prudencia corzo la buena educación se lo prohiben a cualquier héroe que esté en sus cabales. Además, las barbas que corren peligro son las del propio Don Juan. Lejos de incurrir en hipocresía, como temía Sganarelle, Don Juan ha descubierto inesperadamente rana moral en su inmoralidad. El creciente reconocimiento de su nuevo punto de vista le va acumulando responsabilidades. Sus antiguas burlas las ha tenido que tomar tan en serio como yo algunas de W. S. Gilbert. Su escepticismo, en un tiempo su cualidad menos tolerada, ha triunfado ya tan completamente que Don Juan no puede seguir afirmándose con ingeniosas negaciones, y para salvarse de que se le interprete con clave debe en contrar una posición afirmativa. De las mil y tres aventuras galantes suyas, que se han convertido, cuando más, en dos intrigas que no cuajaron y le llevaron a sórdidas y prolongadas complicaciones y humillaciones, se prescinde totalmente como de indignas de su filosófica dignidad y comprometedoras en su posición, reconocida de nuevo, de creador de una escuela. En vez de fingir que lee a Ovidio, lee de veras a Schopenhauer y Nietzsche, estudia a Westermarck y se preocupa del porvenir de la raza en vez de preocuparse de la libertad de sus propios instintos. Sus calaveradas y sus aires de espadachín han seguido así el mismo camino que su espada y su mandolina, para acabar en la ropavejería de los anacronismos y de las supersticiones. En realidad, más tiene ahora de Hamlet que de Don Juan, porque las palabras puestas en boca del actor para indicar a la galería que Hamlet es un filósofo son en su mayor parte vulgaridades que, privadas de un poco de música verbal, serían más adecuadas para Pecksniff. Sin embargo, si del verdadero héroe, tartamudeante e incomprensible para sí mismo salvo en chispazos de inspiración, se separa el intérprete que cueste lo que cueste tiene que actuar durante cinco actos; si se hace lo que hay que hacer siempre en las tragedias de Shakespeare —extraer de los incidentes absurdamente sensacionales y de la violencia física del argumento, que no es suyo, la estofa auténticamente shakespeariana— queda un verdadero adversario prometeico de los dioses, cuya instintiva actitud hacia las mujeres se parece mucho a la que se ve empujado a adoptar ahora Don Juan. Desde este punto de vista Hamlet era un Don Juan desarrollado con quien Shakespear manipuló para presentarlo como hombre respetable, de la misma manera que manipuló con Macbeth para presentarlo como asesino. Ya no es necesario hacer ninguna manipulación (al menos en el plano de usted y en el mío), porque el donjuanismo no se entiende mal en el sentido de que sea mero casanovismo. El mismo Don Juan es casi un asceta en su deseo de evitar esa falsa interpretación, por lo que mi tentativa de ponerlo al día lanzándolo en forma de inglés moderno en un moderno ambiente inglés ha producido un personaje que superficialmente no se parece nada al héroe de Mozart.
Con todo, me ha faltado valor para desilusionar totalmente a usted privándolo de echar otro vistazo al mozartiano dissoluto punito y a su antagonista la estatua. Estoy seguro de que usted quisiera saber algo más de esa estatua, conocerla, por decirlo así, cuando no está en funciones. Para complacerlo he recurrido a la artimaña del director de la compañía teatral ambulante que anuncia la pantomima de Simbad el Marino con carteles de segunda mano dibujados para Alí Babá. Para ello se limita a poner unas latas de aceite en el valle de los brillantes, cumpliendo así lo que los carteles prometen al público. Yo he adaptado esa fácil artimaña introduciendo en mi comedia de tres actos, perfectamente moderna, un acto absolutamente extraño a ella, en que mi héroe, encantado por el aire de la Sierra, tiene un sueño en que aparece su antepasado mozartiano y conversa y filosofa extensamente, en diálogo shavio-socrático, con la dama, la estatua y el diablo.
Pero no es esa fantasía la esencia de la comedia. Sobre esa esencia no tengo yo ningún dominio. Usted me propone que le destile una sustancia social llamada atracción sexual, y yo se la destilo. No adultero el producto con afrodisíacos ni lo diluyo en romance y agua, porque me limito a cumplir su encargo, no a producir para el mercado una comedia popular. Debe usted, pues, prepararse (a menos que, como la mayoría de las personas prudentes, lea la comedia antes que el prefacio) a verse frente a una relumbrante exposición de la moderna vida londinense, vida en que, como usted sabe, lo que el hombre corriente se propone es obtener los medios necesarios para mantener la posición y los hábitos del caballero, y lo que la mujer corriente se propone es casarse. En 9.999 de cada 1.000 casos puede usted contar con que no harán nada, sea noble o bajo, que choque con esos fines; y en esa seguridad es en lo que se descansa respecto a su religión, su moral, sus principios, su patriotismo, su reputación, su honor, etcétera, etcétera.
En conjunto, eso constituye un sensato y satisfactorio cimiento para la sociedad. El dinero significa alimentación y el matrimonio significa hijos, y, hablando en términos generales, el que los hombres antepongan la alimentación, y las mujeres los hijos, es ley natural y no dictado de ambiciones personales. El secreto del éxito del hombre prosaico, tal como triunfa, es la sencillez con que persigue esos fines; el secreto del fracaso del artista, tal como fracasa, es la versatilidad con que se pierde en todas direcciones persiguiendo ideales secundarios. El artista es, o un poeta, o un granuja. Como poeta no puede ver, como ve el hombre prosaico, que la caballerosidad no es en el fondo más que un suicidarse románticamente. Como granuja no puede ver que el gorronear, el mendigar, el mentir, el jactarse y el descuidar su aspecto no dan buen resultado. Por lo tanto, no entienda usted mal mi simple manifestación relativa a la forma en que está constituida fundamentalmente la sociedad londinense, tomándola como reproche de un irlandés a Inglaterra. Desde el primer día que pisé esta tierra extranjera comprendí el valor de las prosaicas cualidadesele las que los irlandeses les enseñan a los ingleses a avergonzarse, así como la vanidad de las poéticas cualidades de las que los ingleses les enseñan a los irlandeses a enorgullecerse. Porque el irlandés denigra instintivamente la cualidad que hace que el inglés sea peligroso para él; y el inglés halaga instintivamente al defecto que hace que el irlandés sea para él un hombre inofensivo que le causa gracia. Lo malo del inglés prosaico es lo malo de todos los hombres prosaicos del mundo: la estupidez. La vitalidad que antepone la alimentación y los hijos, dejando bastante atrás el cielo y el infierno, y no poniendo en ninguna parte la salud de la sociedad como un todo orgánico, podrá atravesar a trancas y barrancas y con cierto éxito las fases relativamente tribales de vivir en manada; pero en las naciones del siglo XIX y en los commonwealths del XX, el que todo hombre esté dispuesto a enriquecerse a toda costa y toda mujer esté dispuesta a casarse a toda costa, no tiene más remedio que producir, si no existe una elevada organización científica y social, un desastroso desarrollo de la pobreza, del celibato, de la prostitución, de la mortalidad infantil, de la degeneración en los adultos, y de todo lo que más temen los hombres sensatos. En pocas palabras, no tienen porvenir los hombres que, por mucho que les sobre la cruda vitalidad, no posean la suficiente inteligencia ni educación política para ser socialistas. No me entienda tampoco mal, por lo tanto, en la otra dirección: si bien aprecio las cualidades vitales del inglés como aprecio las cualidades vitales de la abeja, no garantizo que al inglés, como a la abeja (o al Cananita), no lo desalojen con humo y le despojen de su miel seres inferiores a él en simple capacidad adquisitiva, en combatividad y en fecundidad, pero superiores en imaginación y marrullería.
Sin embargo, la comedia sobre Don Juan ha de tratar de la atracción sexual y no de la nutrición, y ha de tratar de ella tal como actúa en una sociedad en que el aspecto serio del sexo se lo dejan los hombres a las mujeres como les dejan las mujeres a ellos el serio asunto de la nutrición. Es cierto que los hombres, para resguardarse de que el asunto de las mujeres les persiga agresivamente, han establecido un débil convencionalismo romántico en el sentido de que la iniciativa en el asunto del sexo debe partir siempre del hombre; pero la ficción tiene tan poca consistencia que ni siquiera en el teatro, último santuario de lo irreal, impresiona más que a los inexperimentados. En las obras de Shakespear es la mujer quien toma siempre la iniciativa. Tanto en sus obra.¡ de problemas como en sus obras populares, el interés desde el punto de vista del amor está en ver cómo caza la mujer al hombre. Puede hacerlo encantándolo, como Rosalinda, o mediante la estratagema, como Marianna; pero en todos los casos la relación entre el hombre y la mujer es siempre la misma; ella es la perseguidora y la maquinadora, él es el perseguido y la víctima. Cuando se desconcierta, como Ofelia, enloquece y se suicida; y el hombre va directamente desde el entierro a un combate de esgrima. En caso de personitas jóvenes, la Naturaleza puede, sin duda, evitar a la mujer el trabajo de maquinar. Próspero sabe que no tiene que hacer sino que se conozcan Ferdinand y Miranda, para que se entiendan como un par de palomas; y Perdita no necesita conquistar a Florizel como conquista a Bertram la médica de Todo lo que termina bien está bien (anticipada heroína de Ibsen).
Pero todos los casos maduros ilustran la ley shakespeariana. La única excepción aparente, Petrucchio, no es real: Petrucchio está cuidadosamente caracterizado como un aventurero matrimonial puramente comercial. En cuanto se convence de que Katharine tiene dinero, antes de haberla visto se propone casarse con ella. En la vida real no sólo encontramos Petrucchios, sino también Mantalinis y Dobbins que persiguen a mujeres apelando a su compasión, sus celos o su vanidad, o se aferran a ellas con un inflamado romanticismo. Pero esos afeminados no cuentan en el plan general del mundo: hasta Bunsby, que como un pájaro fascinado cae en las fauces de la Sra. MacStinger, da verdadera pena e inspira verdadero terror si se le compara con aquellos. Yo encuentro en mis propias comedias que la Mujer, que se proyecta dramáticamente por obra de vais manos (y le aseguro a usted que no tengo en ese proceso más dominio que sobre m¡ mujer), se porta exactamente igual que en las obras de Shakespear.
Así, pues, su Don Juan ha nacido como proyección escénica de la tragicómica caza amorosa del hombre por la mujer; y mi Don Juan es la pieza en vez de ser el cazador. Con todo, es un verdadero Don Juan dotado de un sentido de la realidad que anula los convencionalismos, y que desafía hasta el fin al destino que finalmente lo vence. La necesidad que de él tiene la mujer para poder seguir cumpliendo la tarea más urgente de la naturaleza no prevalece sobre él hasta que su resistencia hace que la energía de ella se vaya concentrando y llegue a un punto en que se atreve a tirar por la borda su habitual manera de explotar las actitudes convencionalmente cariñosas y obligatorias, y lo reclama por derecho natural para un fin que trasciende de sus mortales propósitos personales.
Entre los amigos a quienes he leído esta comedia se cuentan algunos de nuestro sexo a quienes escandaliza la «falta de escrúpulos» —llaman así al absoluto desprecio a la melindrosidad masculina— con que la mujer persigue su propósito. No se les ocurre que si las mujeres fueran tan melindrosas como los hombres, moral o físicamente, se extinguiría la especie humana. ¿Hay algo más mezquino que hacer cargar a otros con trabajos innecesarios y después denigrar esos trabajos como indignos y poco delicados? Nos reímos de la arrogante Norteamérica porque obliga al negro a lustrarle las botas y después demuestra la inferioridad moral y física del negro basándose en que es lustrabotas; pero nosotros mismos hacemos cargar a un sexo con todas las fatigas de la creación, y después suponemos que ninguna hembra que tiene feminidad o delicadeza iniciaría ningún esfuerzo en esa dirección. La hipocresía del macho en esta cuestión no tiene límites. Hay, sin duda, momentos en que el hombre siente agudamente la humillación que implican sus inmunidades sexuales. Cuando llega el terrible momento del parto, su suprema importancia y el sobrehumano esfuerzo y peligro que envuelve, en los cuales no participa el padre, lo relegan a la última categoría, y entonces se aparta del paso de la más humilde pollera, contento, si es suficientemente pobre, de que lo echen de casa para compensar su ignominia en copiosas libaciones de celebración. Pero cuando pasa la crisis se venga jactándose de ser el que gana el pan y hablando de la «esfera» de la mujer en tono condescendiente y hasta caballeroso, como si la cocina y el cuarto del niño fueran menos importantes que la oficina. Cuando se harta de jactarse babea poesías eróticas o efusiones sentimentales; y el tennisoniano rey Arturo que gesticula ante Guinevere se convierte en el Don Quijote que se arrastra ante Dulcinea. Reconocerá usted que la Naturaleza vence en esto a la Comedia: la farsa más frenéticamente hominista o feminista es insípida en comparación con el «trozo de vida» más vulgar. La ficción de que las mujeres no toman la iniciativa es parte de la farsa. ¡Si todo el mundo está sembrado de señuelos, trampas, cepos y hoyos para que las mujeres cacen a los hombres! Den ustedes el voto a la mujer, y antes de que pasen cinco años habrá un tremendo impuesto a los solteros. Los hombres, por otra parte, imponen castigos al matrimonio privando a las mujeres de sus bienes, del voto, del libre uso de sus miembros, del antiguo símbolo de inmortalidad —el derecho a sentirse en su casa en casa de Dios, quitándose el sombrero—, de todo aquello de que puede obligar a la mujer a prescindir, sin obligarse a sí mismo a prescindir de ella. Todo en vano. La mujer debe casarse porque la especie humana perecería si ella no pariera; si el peligro de muerte y la seguridad de sufrir, de correr riesgos y de pasar terribles incomodidades no la detienen, no la detendrán la esclavitud ni el tener que vendarse los tobillos. Sin embargo, suponemos que la fuerza que lleva a la mujer a través de esos peligros y molestias tiene que inclinarse ante la exquisitez de nuestra conducta respecto a mujeres solteras. Se da por sentado que la mujer debe esperar inmóvil a que la cortejen. En efecto, la mujer espera a menudo inmóvil. Así es como la araña espera a la mosca. Pero mientras tanto teje su tela. Y si la mosca, como mi héroe, muestra una fuerza que promete sacarlo del embrollo, ¡con qué rapidez abandona la araña su fingida pasividad y abiertamente lo envuelve en hilo tras hilo hasta que se asegura la mosca para siempre!
Si los libros realmente impresionantes y las demás obras de arte los produjeran hombres corrientes, expresarían más el temor a la persecución por parte de la mujer que el amor a su ilusoria belleza. Pero los hombres corrientes no pueden producir obras de arte realmente impresionantes. Los que pueden producirlas son hombres dotados de genialidad, es decir, hombres seleccionados por la naturaleza para que sigan creando la conciencia intelectual del instintivo propósito de aquélla, En consecuencia, en el hombre genial observamos toda la inescrupulosidad y todo el «autosacrificio» (las dos cosas son la misma) de la mujer. El hombre genial arriesgará el ir a la hoguera o a la cruz, pasará toda su vida hambre en una bohardilla si es necesario, estudiará a las mujeres y vivirá a costa del trabajo y de los cuidados de ellas como estudió Darwin a los gusanos y vivió de comer ovejas, destrozará sus nervios sin obtener retribución, será un sublime altruista en no tener ninguna consideración consigo mismo, y un atroz egoísta en la alta de consideración a otros. En él la mujer se encuentra con un Propósito tan impersonal, tan irresistible como el suyo, y el choque es a veces trágico. Cuando lo complica el hecho de que el genio es una mujer, el tema es ya digno de un rey de críticos: George Sand es madre por ganar en experiencia para que la novelista se perfeccione, y devora genios —Chopins, Mussets y congéneres— como meros hors d’oeuvres.
Yo expongo, claro está, el caso extremo; pero lo que es cierto respecto al gran hombre que encarna la conciencia filosófica de la Vida y a la mujer que encarna su fecundidad, es verdad, en cierto grado, respecto e todos los genios y a todas las mujeres. Así es como en el mundo escriben libros, pintan cuadros, modelan estatuas y componen sinfonías, personas que están libres del dominio, respecto a otras universal, de la tiranía del sexo. Lo que nos lleva a la conclusión, que asombra a las personas vulgares, de que el arte, en vez de ser ante todo expresión de la situación sexual normal, es en realidad el único departamento en que el sexo resulta una fuerza desplazada y secundaria. con una conciencia tan confusa y unos propósitos tan desfigurados, que las ideas del arte son para el hombre corriente meras fantasías. Lo mismo da que el artista llegue a ser un poeta, un filósofo, un moralista o un fundador de religiones: su doctrina sexual no es más que una estéril y privilegiada demanda de placer, excitaciones y conocimientos cuando el artista es joven, y de contemplativa tranquilidad cuando es viejo y está harto. El romance y lo ascético, la amoralidad y el puritanismo son igualmente irreales en el gran mundo filisteo. El mundo que nos muestran los libros, sean declaradamente épicos o manifiestos evangelios, o el que nos muestran los códigos, los discursos políticos o los sistemas filosóficos, no es la parte más importante del mundo; no es más que el que penetra en la conciencia de ciertas personas anormales dotadas de un talento artístico específico y de temperamento. Asunto serio éste para usted y para mí, porque el hombre cuya conciencia no corresponde a la de la mayoría está loco, y a la antigua costumbre de adorar a los locos le va sustituyendo la nueva de recluirlos. Y como lo que llamamos educación y cultura no es en su mayor parte más que la sustitución de la experiencia con la lectura, la vida con la literatura, y la realidad contemporánea con ficciones anticuadas, la educación, como sin duda habrá observado usted en Oxford, destruye mediante esas suplantaciones odas las mentes que carecen del suficiente vigor para ver a través de la impostura y utilizar a los grandes maestros del arte como lo que son y nada más, es decir, como patentadores de métodos de pensar muy discutibles fabricantes de representaciones de la vida muy discutibles y que para la mayoría no son válidas más que a medias. El escolar que utiliza su Homero para tirárselo a la cabeza a su condiscípulo lo utiliza quizá de la manera más segura y razonable; y observo, siempre con satisfacción, que usted hace de vez en cuando lo mismo, en su mejor edad, con su Aristóteles.
Afortunadamente para nosotros, ya que la literatura nos ha artificializado la mente de una manera abrumadora, lo que produce todos esos tratados, poemas y escrituras de una clase o de otra es la lucha de la Vida por llegar a adquirir una divina conciencia de sí misma en vez de tropezar a ciegas aquí y allí en la línea de menor resistencia. De ahí que en todos los libros sobre cuestiones en que el autor, aun el excepcionalmente dotado, está constituido normalmente y no tiene hacha propia que afilar, exista un impulso hacia la verdad. Copérnico no tenía ningún motivo para engañar a sus semejantes respecto al lugar que ocupa el sol en el sistema solar: lo buscó con la misma honradez con que el pastor busca su sendero en la niebla. Pero no hubiera escrito científicamente cuentos de amor. El hombre genial no comparte en las relaciones sexuales el riesgo que el hombre vulgar corre de que lo capture la mujer, ni tampoco la mujer genial está sujeta a la abrumadora especialización de la mujer vulgar. Por eso es por lo que nuestra literatura y nuestras obras de arte, cuando se ocupan del amor, se vuelven desde los honrados ensayos científicos en física hacia las tonterías románticas y los éxtasis eróticos o hacia el severo ascetismo del hartazgo («el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría», dijo William Blake, porque «nunca se sabe cuánto basta hasta que se sabe cuánto es más que bastante»).
En esta cuestión del sexo hay un aspecto político demasiado amplio para mi comedia y demasiado grave para que lo pase por alto sin incurrir en pecado de frivolidad. Es imposible demostrar que la mujer dispone siempre de la iniciativa en las transacciones sexuales, que hasta ahora se la han confirmado más y más la supresión del rapto y el poco estímulo que encuentran las importunidades, sin verse llevado a reflexionar seriamente en el hecho de que esa iniciativa es la más importante de todas políticamente, porque nuestro experimento político de la democracia, último refugio del desgobierno ramplón, nos arruinará si a nuestros ciudadanos los criamos mal.
Cuando nacimos usted y yo, este país seguía estando dominado por una clase selecta criada en matrimonios políticos. La clase mercantil no había cumplido aún sus primeros veinticinco años de su nueva participación en el poder político, y su título de selección era el dinero. Además, se criaba, si no en matrimonios políticos, siguiendo al menos un criterio bastante riguroso de matrimonio de clase. La aristocracia y la plutocracia siguen todavía proporcionando los figurones de la política, pero ahora dependen de los votos de masas criadas promiscuamente. Y ello ocurre, téngalo en cuenta, en el mismísimo momento en que el problema político, que repentinamente ha dejado de equivaler a una ingerencia muy limitada y ocasional —en su mayor parte en forma de cotizar los empleos públicos— en el desgobierno de una compacta pero parroquial islita, con la ocasional prosecución de guerras dinásticas sin sentido alguno, y ha pasado a convertirse en la reorganización industrial de la Gran Bretaña. en la creación de un Commonwealth prácticamente internacional, y en el reparto de toda África y quizá de toda Asia entre las potencias civilizadas. ¿Puede usted creer que el pueblo cuyo concepto de la sociedad y de la conducta, cuyo poder de atención y horizonte intelectual los mide el teatro inglés tal como usted lo conoce, es capaz de afrontar solo esa colosal tarea, o comprender y apoyar a la clase de espíritu y de carácter que (al menos relativamente) es capaz de afrontarla? Recuerde que lo que nuestros votantes son en el anfiteatro y en la galería lo son en el colegio electoral. Todos estamos ahora bajo lo que Burke llamaba «pezuñas de la puerca multitud». El lenguaje de Burke levantó ampollas porque sus implícitas excepciones a su universal aplicación equivalían a un insulto de clase, y no es ciertamente el cazo el que puede llamar tiznada a la sartén. A la aristocracia que él defendía, pese a los matrimonios políticos mediante los cuales procuraba asegurarse la buena crianza, la instruían lamentablemente unos maestros y unas institutrices estúpidos, le corrompía el carácter el lujo gratuito, le adulteraban la propia estima, hasta el punto de degeneración, la adulación y el servilismo. No es hoy mejor, ni lo será nunca: nuestros campesinos llevan dentro, en cambio, algo moralmente tan recio que de vez en cuando culmina en un Bunyan, un Burns o un Carlyle. Pero observe usted que esa aristocracia, a la cual se impuso desde 1882 a 1885 la clase media, ha vuelto al poder mediante los votos de «la puerca multitud». Tom Paine ha triunfado sobre Edmund Burke, y los cerdos son ahora cortejados electores. ¿Cuántos de su propia clase han enviado esos electores al parlamento? De 67o que lo componen apenas llegan a una docena, y éstos no han llegado más que gracias a la persuasión de conspicuas cualidades personales y de la elocuencia popular. La multitud pronuncia así juicio sobre sus propias unidades: se reconoce incapaz de gobernar, y no votará más que por hombres morfológica y genéricamente transfigurados por residencias palaciegas y carruajes, por el trascendente corte de sus trajes y por el brillo de su aristocrático señorío. Pues bien, usted y yo conocernos a esas personas transfiguradas, a los que han cursado a duras penas sus estudios universitarios, a los atildados Algys y Bobbies con sus monóculos, a los jugadores de cricket a quienes los años les traen el golf en vez de sabiduría, a los plutocráticos productos del «negocio de clavos y loza que les ha dado el dinero». ¿Sabe usted si reír o llorar al pensar que ellos, pobres diablos, van a guiar un equipo de continentes como guían un tronco de cuatro caballos, a transformar en ordenada productividad una confusa anarquía comercial y especulativa, a federar nuestras colonias en una potencia mundial de primera magnitud? De usted a esa gente la constitución política más perfecta y el programa político más sólido que les pueda brindar la benigna omnisciencia y, tan infaliblemente como el salvaje convierte en grosera idolatría africana la filosófica teología de un misionero escocés, harán de aquella constitución y de aquel programa una estupidez elegante o una caridad hipócrita.
Ignoro si le quedan a usted ilusiones en cuestiones de educación, progreso y demás. A mí no me queda ninguna. Cualquier folletista puede mostrar el canino a cosas mejores, pero donde no hay voluntad no hay camino. Mi niñera solía decir que con una oreja de cerdo no se puede hacer una cartera de seda; y cuanto más veo lo que se esfuerzan nuestras iglesias, nuestras universidades y nuestros sabios literarios en elevar el nivel de la masa, más me convenzo de que mi niñera tenía razón. Lo único que el progreso puede hacer es sacar de nosotros el mejor partido posible, y, evidentemente, eso no bastará ni siquiera si los que ya se han elevado de los abismos más profundos dejan que otros puedan elevarse. A la burbuja de la Herencia se le ha dado un pinchazo: la seguridad de que prácticamente lo adquirido es insignificante como elemento hereditario, ha destruido las esperanzas de los educacionistas así como los terrores de los que hablan de degeneración; y ahora sabemos que la «clase gobernante» hereditaria no tiene más realidad que la granujería hereditaria. Debemos criar la capacidad política, o nos arruinará la democracia, a la cual nos forzó el fracaso de las otras alternativas. Pero si el despotismo fracasó únicamente por falta de un benigno y competente déspota, ¿qué probabilidades de triunfar tiene la democracia, que requiere toda una población de votantes competentes, es decir, de críticos políticos que si no pueden gobernar personalmente por falta de energía o de específico talento de administradores, pueden al menos reconocer y apreciar la capacidad y la benignidad en otros y así gobernar mediante representantes competentes y benignos? ¿Dónde se encuentran hoy esos votantes? En ninguna parte. La endogamia plutocrática ha producido una debilidad de carácter que es demasiado tímida para afrontar la plena severidad de una encarnizada competencia en la lucha por la vida y demasiado haragana y ramplona para organizar cooperativamente la comunidad. Como somos cobardes, derrotamos a la selección natural so capa de la filantropía; como somos holgazanes, descuidamos la selección artificial so capa de la delicadeza y la moral.
O se consigue un cuerpo electoral de críticos, o nos hundiremos como se hundieron Roma y Egipto. En este momento se inicia ante nuestros ojos la decadente fase romana del panem et circenses. Nuestros diarios y melodramas fanfarronean acerca de nuestro destino imperial; pero nuestros ojos y nuestros corazones se vuelven hacia el millonario norteamericano. En cuanto mete la mano en el bolsillo, se nos van los dedos instintivamente al ala del sombrero. Nuestra prosperidad ideal no es la del norte industrial, sino la de la isla de Wight, la de Folkestone y Ramsgate, la de Niza y Montecarlo. Esa es la única prosperidad que se ve en el escenario, donde los trabajadores son lacayos, doncellas de servicio, cómicos mensajeros y elegantes que ejercen profesiones liberales, mientras que los personajes principales disponen milagrosamente de ilimitados dividendos y comen gratis, como los caballeros de los libros de caballerías de Don Quijote. Los diarios de la city hablan de la competencia que Bombay hace a Manchester y a otras ciudades. Pero la verdadera competencia es la que existe entre Regent Street y la Rue de Rivoli, entre Brighton y la costa meridional inglesa y la Riviera, por el dinero de los trusts norteamericanos. ¿Qué es todo ese creciente entusiasmo por la popa pa pública, ese obsequioso levantarse y descubrirse en cuanto flamea una bandera o se oyen los trompetazos de una banda de música? ¿Imperialismo? Nada de eso. Obsequiosidad, servilismo, avidez despertada por el prevaleciente olor a dinero. Cuando el Sr. Carnegie hizo tintinear sus millones en sus bolsillos, toda Inglaterra se convirtió en un voraz adulón. Las curvadas espaldas no se enderezaron, con desconfianza y por un momento, más que cuando Rhodes (que probablemente había leído mi Socialismo para millonarios) manifestó que sus bienes no los iba a heredar ningún haragán. ¿Es posible que, después de todo, el Rey de los Diamantes no fuera un caballero? Fuera lo que fuese, resultó fácil dejar de tener en cuenta el absurdo de un rico. No se volvió a mencionar la poco caballerosa cláusula, y las espaldas se volvieron a curvar pronto para adquirir su forma natural.
Pero le oigo a usted preguntarme alarmado si he puesto realmente todas estas ruidosas divagaciones en mi comedia sobre Don Juan. No. Lo único que he hecho ha sido que Don Juan sea un folletista político, y le doy a usted su folleto íntegramente en forma de apéndice. Lo encontrará al final del libro. Lamento decirle que es práctica corriente entre los romancers el anunciar a su héroe como hombre dotado de extraordinario talento, y después dejar que sea el lector quien se imagine sus obras, por lo que al concluir la lectura del libro uno se dice socarronamente que, si no fuera por la solemne seguridad preliminar que da el autor, sería difícil atribuir al héroe ni siquiera el sentido común corriente. No podrá usted acusarme de esa lamentable laguna, de esa pobre evasión. Yo no sólo le digo que mi héroe escribió un manual del revolucionario se lo doy íntegramente al final para edificarle si se toma la molestia de leerlo. En ese manual verá los principios de la cuestión sexual tal como yo concibo que los entiende un descendiente de Don Juan. No es que decline m¡ plena responsabilidad por sus opiniones ni por las de todos mis personajes, agradables y desagradables. Tienen razón desde sus distintos puntos de vista, y sus puntos de vista, en el dramático momento en que se expresan, son también los míos. Podrán desconcertar a las personas que creen que hay un punto de vista totalmente justo, que generalmente es el suyo. Podrá parecerles que no puede estar en estado de gracia quien dude de eso. Sea como fuere, es positivamente cierto que quien esté de acuerdo con esas personas no puede ser dramaturgo ni nada que requiera conocer al hombre. Por eso se ha dicho que Shakespear no tenía conciencia. Tampoco la tengo yo en ese sentido.
Es posible que me recuerde usted que a esta digresión política le ha precedido una muy convincente demostración de que en la cuestión del sexo el artista no atrapa nunca el punto de vista del hombre corriente, porque no está en la misma situación. Primero digo que, con toda seguridad, lo que yo escriba sobre la relación de los sexos ha de confundir, y después procedo a escribir una comedia sobre Don Juan. Pues bien, lo único que puedo contestarle, si insiste en preguntarme por qué me porto de una manera tan absurda, es que me pidió usted que la escribiera, y que en todo caso mi manera de tratar el tema podrá ser válida para el artista, divertida para el amateur, y al menos inteligible, y por lo tanto quizá sugestiva, para el filisteo. Todo hombre que registra sus ilusiones proporciona datos para la auténtica psicología científica que el mundo sigue esperando. Yo fijo mi visión de las relaciones que existen entre hombres y mujeres en la sociedad más civilizada por lo que vale el fijarla. Es una visión como cualquier otra y nada más, ni verdadera, ni falsa, pero espero que será un modo de ver el tema, que arroja al orden familiar de causa y efecto un volumen de hechos y experiencia suficiente para interesarle a usted, si no al público de los teatros de Londres. En esta empresa he guardado ciertamente pocas consideraciones a ese público, pero sé que abriga una disposición muy amistosa hacia usted y a mí, dentro de los límites en que tiene conciencia de que existimos, y que comprende perfectamente que lo que yo escribo para usted debe estar a una considerable altura sobre su simple cabeza romántica. Aceptará mis libros como si los hubiera leído y mi talento como si tal cosa, con fiando en que yo escribiré obras cuya calidad justifique su veredicto. Podemos, pues, explayarnos a placer en nuestro propio plano; y si algún caballero señala que ni la epístola dedicatoria ni el sueño de Don Juan en el tercer acto de esta comedia son adecuadas para su inmediata representación en un teatro de Londres, no necesitamos llevarle la contraria. Napoleón proporcionó a Talma un anfiteatro de reyes, y se ignora cómo influyó en su actuación. En cuanto a mí, lo que siempre he querido tener es un anfiteatro de filósofos; y esta comedia es para ese anfiteatro.
Debería reconocer solemnemente lo que debo a los escritores a quienes he saqueado en las páginas siguientes, pero no los recuerdo a todos. El robo del bandidopoetastro a Sir Arthur Conan Doyle es deliberado; y la metamorfosis de Leporello en Enry Straker, mecánico y Hombre Nuevo, es un deliberado boceto del contemporáneo embrión de la clase de competentes mecánicos imaginada por H. G. Wells, quien espera que acabará por barrer del camino de la civilización a los charlatanes. También el Sr. Barrie ha deleitado a Londres, mientras yo corrijo mis pruebas, con un criado que sabe más que sus amos. La concepción de la Sociedad Mendoza Limitada la retrotraigo a cierto secretario colonial de las Pequeñas Antillas que, en una época en que él, Sidney Webb y yo sembrábamos nuestra política avena loca como una especie de Tres Mosqueteros Fabianos, sin prever lo sorprendentemente respetable de la cosecha que produjo, aconsejó al enciclopédico e inagotable Webb que se constituyera en sociedad para beneficio de los accionistas. A Octavius lo he tomado, sin tocarlo, de Mozart; y desde aquí autorizo al actor que lo personifique a cantar Dalla sua pace (si puede) en cualquier momento oportuno en la representación. Ann me la sugirió esa obra de moral holandesa del siglo XV titulada Everyman [Todo hombre], que William Poel ha sacado del olvido tan triunfalmente. Espero que seguirá trabajando esa veta y que reconocerá que el terciopelo del Renacimiento Isabelino no es, después de la poesía medieval, más soportable que Scribe después de Ibsen. Mientras veía Everyman en la Charterhouse, me dije a mí mismo: ¿por que no Everywoman [Toda mujer]? El resultado fue Ann: no toda mujer es Ann, pero Ann es toda mujer.
No será para usted una novedad que el autor de Everyman no era un mero artista, sino un artista-filósofo, y que los únicos artistas a los cuales tomo muy en serio son los artistas-filósofos. Hasta Platón y Boswell, como dramaturgos que inventaron a Sócrates y al Dr. Johnson, me impresionan más profundamente que los comediógrafos románticos. Desde que siendo chico respire por primera vez el aire de las regiones trascendentales en una representación de La flauta mágica, de Mozart, soy hombre a prueba contra los deslumbrantes esplendores y las excitaciones alcohólicas de las ordinarias combinaciones teatrales de romance «tapperticiano» y de inteligencia policial. Entre los escritores cuyo peculiar sentido del mundo reconozco como más o menos afín al mío están Bunyan, Blake, Hogarth y Turner (los cuatro aparte y muy por encima de todos los clásicos ingleses), Goethe, Shelley, Schopenhauer, Wagner, Ibsen, Morris, Tolstoi y Nietzsche. Fíjese en la palabra peculiar. Leo a Dickens y a Shakespear sin avergonzarme y sin reservas; pero sus preñadas observaciones y exposiciones de la vida no se coordinan en una filosofía o religión. Al contrario, pues a las sentimentales suposiciones de Dickens las contradicen violentamente sus observaciones, y el pesimismo de Shakespear no es sino dolido humanitarismo. Ambos tienen en grado eminentísimo tanto el específico talento del autor de obras de ficción como las simpatías comunes en cuestión de sentimientos. A menudo son más cuerdos y más sagaces que los filósofos, como Sancho Panza era a menudo más cuerdo y más sagaz que Don Quijote. Su sentido del ridículo, que en el fondo es una combinación de sólido juicio moral y de ligero buen humor, da cuenta de vastos cuerpos de oprimente gravedad. Pero se interesan en la diversidad del mundo en vez de interesarse en sus unidades. Son tan irreligiosos que explotan la religión popular para propósitos profesionales sin delicadeza ni escrúpulos (ejemplos, Sydney Carton y el fantasma de Hamlet); son anárquicos, y no pueden equilibrar lo que revelan de Angelo y Dogberry, de Sir Leicester Dedlock y Tite Barnacle, con ningún retrato de un profeta o de un líder digno. Carecen de ideas constructivas, y los que las tienen les parecen fanáticos peligrosos; en ninguna de sus obras hay un pensamiento maestro o una inspiración por los cuales se pudiera concebir que cualquier hombre arriesgaría su sombrero en un chaparrón, ni mucho menos su vida. Los dos se ven obligados a tomar del mostrenco depósito de argumentos melodramáticos motivos para los actos más desaforados de sus personajes, por lo que a Hamlet le han de estimular los prejuicios de un policía, y a Macbeth la codicia de un merodeador. Dickens, sin la excusa de tener que elaborar motivos para Hamlets y Macbeths, lleva superfluamente a su tripulación bogando a favor de la corriente de sus episodios mensuales, mediante artificios mecánicos cuya descripción se la dejo a usted, pues a mi memoria le desconcierta la cuestión más simple respecto al Monks de Oliver Twist, o a la lejana y perdida parentela de Smike, o a las relaciones que hay entre las familias Dorrit y Clennam, tan inoportunamente descubiertas por Monsieur Rigaud Blandois. La verdad es que el mundo era para Shakespear un gran «escenario de tontos» que le dejaba Profundamente perplejo. No veía que el vivir tuviera sentido, y Dickens se salvó de la desesperación del sueño en The Chimes tomando el mundo como si tal cosa y ocupándose de sus detalles. Ninguno de ellos sabía qué hacer con un personaje seriamente positivo: podían poner ante uno, con perfecta verosimilitud, una figura humana, pero cuando llegaba el momento en que tenían que hacerle vivir y moverse, se encontraban con que a menos que le hicieran reír tenían entre manos un muñeco, y con que debían inventar algún artificial estímulo externo que le hiciera funcionar. Eso es lo que le pasa a Hamlet desde el principio hasta el fin: carece de voluntad, salvo en sus explosiones de mal genio. Los pasmados bardólatras hacen de eso una virtud a su manera: dicen que Hamlet es la tragedia de la irresolución, pero todo lo que Shakespear proyectó extrayéndolo de lo profundo del alma humana que el conocía tiene el mismo defecto. Los caracteres y los modales de sus personajes son verosímiles, pero en sus actos se ven empujados desde fuera, y la fuerza externa es grotescamente inadecuada salvo cuando es convencional, como en el caso de Enrique V. Falstaff es más vívido que ninguno de los personajes seriamente reflexivos porque actúa por sí mismo: sus motivos son sus propios apetitos, instintos y estados de ánimo. También Ricardo III es delicioso cuando es el antojadizo comediante que detiene un entierro para galantear a la viuda del hijo del difunto; pero cuando en el siguiente acto le reemplaza el villano escénico que ahoga niños y corta cabezas, nos indigna la impostura y rechazamos al suplantador. Faulconbridge, Coriolano y Leontes son admirables descripciones de temperamentos instintivos. Coriolano es la comedia más grande de Shakespear, pero la filosofía no consiste en describir, y esa comedia no compromete al autor ni lo revela. Hay que juzgarlo por los personajes en los que pone lo que sabe de sí mismo, en sus Hamlets, y Macbeths, y Lears, y Prósperos. Si esos personajes agonizan en un vacío de asesinatos ficticiamente melodramáticos, de venganzas y de cosas parecidas, mientras los personajes cómicos pisan suelo firme y son vívidos y graciosos, no hay duda de que su autor tiene mucho que mostrar y no tiene nada que enseñar. La comparación que se puede hacer de Falstaff con Próspero es como la comparación de Micawber con David Copperfield. Al final del libro se conoce a Micawber, mientras que de David no se sabe más que lo que le ha ocurrido y no le interesa a uno lo suficiente para preguntarse cuáles podrían ser sus ideas políticas, religiosas o generales; en el caso extraordinario en que se le pudiera ocurrir una idea política, religiosa o de cualquier otra índole. David es tolerable como niño, pero nunca llega a ser hombre y podría quedar totalmente fuera de su propia biografía si no fuera por su utilidad como confidente escénico, como un Horacio o un «su amigo Charles», es decir, lo que en lenguaje teatral se llama personaje de relleno.
Ahora bien, eso no se puede decir de las obras de los artistas-filósofos. No se puede decir, por ejemplo, de The Pilgrim’s Progress. No hay más que parangonar al héroe y al cobarde shakesperianos —a Enrirque V y Pastol o a Parolles— con Mr. Valiant [Sr. Valiente] y Mr. Fearing [Sr. Temeroso] y se ve de pronto el abismo que hay entre el autor de éxito, que no veía en el mundo más que los apetitos personales y su incongruencia, y el predicador ambulante que adquirió virtudes y valor identificándose con la finalidad del mundo tal como él la entendía. El contraste es enorme: el cobarde de Bunyan le remueve a uno la sangre más que el héroe de Shakespear, que en realidad le deja frío y con un sentimiento secretamente hostil. De repente se ve que Shakespear, con todos sus destellos y sus adivinaciones, no comprendió nunca la virtud y el valor, no concibió jamás que un hombre que no fuera un tonto podía, como el héroe de Bunyan, mirar atrás desde la orilla del río de la muerte hacia las fatigas y esfuerzos de su peregrinación, y exclamar: «así y todo, no me arrepiento»; ni que con el empaque de un millonario pudiera legar «mi espada a quien me suceda en mi peregrinación, y mi valor y mi destreza a quienes los adquieran». La verdadera alegría en la vida es esa de ser utilizado para una finalidad que uno reconoce que es grandiosa, el quedar extenuado antes de que le arrojen a uno al montón de chatarra, el ser una fuerza de la naturaleza en vez de ser un febril y egoísta bulto de dolencias y agravios que se queja de que el inundo no se consagra a hacerle feliz. La única tragedia verdadera en la vida es también la de ser utilizado por hombres que no piensan más que en sí mismos, para finalidades que uno ve que son viles. Todo lo demás es, en el peor de los casos, pura mala suerte o mortalidad; sólo esto es desgracia, esclavitud, infierno en la tierra: y la única fuerza que ofrece un trabajo varonil al artista, a quien nuestros ensimismados ricos les gustaría emplear como alcahuete, bufón, charlatán de cosas bellas y sentimentales, y en cosas parecidas, es la rebelión.
Podrá parecer que hay mucha distancia de Bunyan a Nietzsche, pero la diferencia entre sus conclusiones es puramente formal. El concepto de Bunyan de que lo justo es un trapo sucio. su desprecio al Sr. Legalidad en la aldea Moralidad, su reto a la Iglesia como suplantadora de la religión, su insistencia en que la máxima virtud es el valor, su opinión de que la carrera del concvencionalmente respetable y sensato Mundano Discreto no es en el fondo mejor que la vida y muerte del Sr. Malo, todo ello, expresado por Bunyan en términos de teología de un calderero, es lo que Nietzsche ha expresado en términos de la filosofía post-wagneriana y post-schopenhaueriana, e Ibsen en los de la dramaturgia parisiense de mediados del siglo XIX. Lo único nuevo en todo ello es lo que tiene de novedad: es una novedad, por ejemplo, el llamar Wille a la justificación mediante la fe, y Vorstellung a la justificación mediante obras. Para lo único que sirve la novedad es para que usted y yo podamos comprar y leer el tratado de Schopenhauer sobre la Voluntad y Representación, cuando no soñaríamos en comprar una serie de sermones sobre la lucha de la fe contra el trabajo. En el fondo la controversia es la misma, y los resultados dramáticos son los mismos. Bunyan izo intenta presentar a sus peregrinos como más sensatos o cono hombres de mejor conducta que el Sr. Mundano Discreto. Los peores enemigos de ese señor —el Sr. Desfalcados, el Si—, Nunca-va-a-la-iglesia-los-domingos, el Sr. Maleducado, el Sr. Asesino, el Sr. Ladrón, el Sr. Cómplice-en-el-adulterio, el Sr. Chantagista, el Sr. Sinvergüenza, el Sr. Borracho, el Sr. Agitador Obrero y demás podrían leer The Pilgrim’s Progress sin encontrar una sola palabra contra ellos; mientras que las personas responsables que los desairan y encarcelan, como el propio Sr. AL D. y su joven amigo Cortés; como Formalista, Hipocresía, Cabezaloca, Inconsiderado y Pragmático (que evidentemente eran jóvenes universitarios de buena familia y bien alimentados); como aquel chico listo que se llamaba Ignorancia; como charlatán, Restos de Bienhablar y su suegra Lady Fingida, y otros reputados caballeros y ciudadanos, salen mal parados. Hasta al Pequeño Creyente, aunque al fin va al cielo, se le da a entender que se mereció que lo atropellaran los hermanos Poco Valiente, Desconfianza y Culpa, reconocidos miembros de la sociedad respetable y verdaderos pilares de la ley los tres. Toda la alegoría es un continuado ataque contra la moralidad y respetabilidad, sin una palabra que uno pueda recordar contra el vicio y el delito. Ese es exactamente el defecto de que se quejan en Nietzsche y en Ibsen, ¿no es verdad? Y ese es exactamente el defecto que se le encontraría a toda la literatura suficientemente grande y antigua para haber logrado, oficial o no oficialmente, el rango canónico, si no fuera que los libros son aceptados en el canon mediante un pacto que reconoce su grandeza en consideración a que se abrogue su significado, por lo que el reverendo pastor protestante puede estar conforme con el profeta Miqueas sin que se le pueda imputar ninguna complicidad en sus opiniones furiosamente radicales. ¡Si yo mismo, cuando pluma en mano obligo a que se me reconozca y se sea cortés conmigo, me encuentro con que toda la fuerza de mi ataque me la destruye la simple política de no resistir! En vano redoblo la violencia de lenguaje con que proclamo mis heterodoxas opiniones. Yo me burlo de la deísta credulidad de Voltaire, de la amoral superstición de Shelley, del renacimiento de los tribales consuelos e idólatras ritos que Huxley llamó Ciencia —confundiéndose en considerarla como un adelanto sobre el Pentateuco—, izo menos que del cenagal de supercherías eclesiásticas y profesionales que cubren apariencias en el estúpido sistema de violencia y robo al cual llamamos Derecho e Industria. Hasta los ateos me acusan de infiel y los anarquistas de nihilista porque no puedo soportar sus tiradas morales. Sin embargo, en vez de exclamar: «Llevad a la hoguera a este hombre satánico», los diarios respetables me aniquilan hablando de «otro libro de este brillante escritor y pensador». Y el ciudadano ordinario, que sabe que a un escritor de quien los diarios respetables hablan bien se le puede leer, me lee, como lee a Miqueas, sin que desde su punto de vista lo edifique absolutamente izada. Se cuenta que en mil ochocientos setenta y tantos, una anciana señora, metodista muy devota, se mudó de Colchester a una casa situada cerca de City Road, Londres, donde, creyendo que el Hall of Ciencia era una iglesia, se sentó durante muchos años a los pies de Charles Bradlaugh y le escuchó arrobada por su elocuencia, sin poner en duda su ortodoxia y sin que influyera para nada en sus creencias. Me temo que también a mí me estafarán de la misma manera mi justo martirio.
Sin embargo, estoy divagando, como divaga siempre el hombre que tiene un agravio. Después de todo, lo fundamental para determinar la calidad artística de un libro no son las opiniones que propaga, sino el hecho de que el escritor tiene opiniones. La anciana de Colchester tenía razón para solear su alma simple en la enérgica radiación de las auténticas creencias e incredulidades de Bradlaugh, en vez de sufrir el frío de la mera pintura de luz y calor que la elocución y los convencionalismos pueden producir. Mi desdén a las belles lettres y a los amateurs que se convierten en héroes de las personas encaprichadas con el virtuosismo literario no se funda en que tenga ilusiones respecto a la permanencia de esas formas de pensamiento (llámelas usted opiniones) mediante las cuales procuro comunicar mis tendencias a mis semejantes. A los jóvenes les parecen ya anticuadas, pues aunque no han perdido en lógica más de lo que ha perdido en dibujo y color un pastel del siglo XVIII, les pasará lo que a los pasteles: que se irán gastando más y más hasta que acabarán por no valer nada, momento en que mis libros perecerán o, si el mundo es todavía tan pobre que los necesite, tendrán que sostenerse, como los de Bunyan, gracias a amorfas cualidades de carácter y energía. Con esa convicción, no puedo ser belletrista. Sin duda, he de reconocer, como reconoció hasta el Antiguo Marino, que si quiero embobar al invitado a la boda, a pesar del canto de sirena del fagot, debo contar de manera entretenida lo que quiero contar. Pero sólo «por el arte» no me tomaría el trabajo de escribir ni un párrafo. Sé que hay hombres que, pese a que no tienen nada que decir ni nada que escribir, aman tanto la oratoria y la literatura, que les deleita repetir lo que pueden comprender de lo que otros han dicho o escrito ya. Sé que las pausadas triquiñuelas con que su falta de convicción les deja libres para jugar con el diluido y mal entendido mensaje, les brindan un agradable juego de sociedad que ellos llaman estilo. Me podrá dar pena su chochez y hasta serme simpático su capricho. Pero el verdadero estilo original no se consigue persiguiéndolo: un hombre podrá pagar desde un chelín hasta una guinea, según sus medios, por ver, oír o leer la obra de otro hombre de talento; pero no pagará con toda su vida y toda su alma por llegar a ser un mero virtuoso en literatura exhibiendo una habilidad que ni siquiera le dará dinero, como le daría el tocar el violín. El alfa y omega del estilo es la efectividad del aserto. Quien no tiene nada que aseverar no tiene estilo ni puede tenerlo; quien tiene algo que aseverar irá en el vigor del estilo hasta donde se lo permitan su importancia y su convicción. Aunque se refute la aserción después, el estilo quedará. Darwin no ha destruído el estilo de Job o de Haendel más de lo que Martín Lutero destruyó el de Giotto, Todas las aserciones se refutan más tarde o más temprano, y por eso nos encontramos con el mundo lleno de magníficos restos de fósiles artísticos, privados ya de la credulidad que inspiraban automáticamente, pero con una forma todavía espléndida. Por eso es por lo que nuestros meros susceptibles a la grandeza se hacen un lío con los grandes maestros. Los miembros de nuestra Real Academia creen que pueden lograr el estilo de Giotto sin tener sus creencias, y además corregirle la perspectiva. El tipo de escritor a quien me refiero cree que puede lograr el estilo de Bunyan o de Shakespear sin las convicciones de Bunyan o la asimilación de Shakespear, especialmente si pone cuidado en no conjugar mal. Lo mismo sucede con los doctores en música, que con su colección de disonancias debidamente preparadas, o resueltas, o previstas a la manera de los grandes compositores, creen que pueden aprender el arte de Palestrina en el tratado de Cherubini. Todo ese arte académico es mucho peor que el traficar en muebles antiguos falsificados, porque el hombre que me vende un arca de roble que jura que es del siglo XIII, aunque la verdad es que lo hizo él mismo ayer, al menos no pretende que encierra ideas modernas; mientras que el académico copiador de fósiles los ofrece como si fueran el último fruto del espíritu humano y, lo que es peor, rapta jóvenes para hacerlos alumnos y les convence de que sus limitaciones son reglas, su acatamiento destreza, su timidez buen gusto, y su vaciedad pureza. Y cuando dice que el arte no debe ser didáctico, todos los que no tienen nada que enseñar y todos los que no quieren aprender le dan enfáticamente la razón.
Yo me enorgullezco de no ser uno de esos susceptibles. Si estudia usted la luz eléctrica que yo le proporciono en mi bumbledónica capacidad pública, de la cual se ríe de vez cuando, verá que su casa contiene una gran cantidad de alambre de cobre muy susceptible que se harta de electricidad y no le da luz. Pero ocurre que aquí y allí hay un trocito de material insusceptible e intensamente resistente; y ese tenaz trocito forcejea con la corriente y no la deja pasar hasta que le sea útil a usted en las dos cualidades vitales en literatura: luz y calor. Pues bien, si yo no he de ser un mero alambre de cobre amateur, sino un luminoso autor, debo también ser una persona extraordinariamente refractaria que puede apagarse y funcionar mal en momentos inconvenientes, y tener posibilidades incendiarias. Esos son los defectos de mis cualidades. A veces me disgusto a mí mismo tanto que cuando algún irritable crítico se mete agudamente conmigo en esos momentos, siento un alivio y un agradecimiento para los cuales no encuentro palabras. Pero como sé que debo tomarme como soy y sacar de mí mismo lo que pueda, nunca sueño con reformarme. Todo esto lo comprenderá usted porque entre los dos hay comunidad de material. Ambos somos críticos de la vida, así como de arte; y quizá se haya dicho usted al yerme pasar por delante de su ventana: «Ahí, si no fuera por la gracia de Dios, voy yo.» Espantosa y castigadora reflexión que será la final cadencia de esta carta inmoderadamente larga de su afectísimo
G. BERNARD SHAW.
Woking, 1903.
P. S. Entre insólitas celebraciones críticas de este libro nuestro —¡ay, qué pena que la voz de usted esté dedicada al silencio— se me advierte que prepare una nueva edición. Aprovecho la oportunidad para corregir un desliz o dos. Es posible que usted haya notado (a propósito, nadie más lo ha advertido) que le encajé una cita de Otelo y luego la atribuí inconscientemente a Cuento de invierno. Lo corrijo con pena, porque la mitad de su oportunidad se va con Florizel y Perdita. Sin embargo, no hay que jugar con Shakespear, por lo que devuelvo a Desdémona lo que le pertenece, en conjunto, al libro le ha ido bien. A los críticos fuertes les ha impresionado, a los flojos les ha intimidado, a los connoisseurs les ha hecho gracia mi bravura literaria (puesta para agradar a usted). Sólo los humoristas, lo que es bastante raro, me sermonean, pues el susto les ha sacado de su profesión para producir un extraño tumulto en sus conciencias. No todos los reseñadores me han entendido. Como hacen los ingleses en Francia, que pronuncian tranquilamente sus isleños diptongos como si fueran buenas vocales francesas, muchos de aquéllos ofrecen como ejemplos de la filosofía shaviana el artículo más semejante de su expendeduría. Otros son víctimas de asociación de ideas: me llaman pesimista porque mis observaciones les hieren en la satisfacción que se producen a sí mismos, y renegado porque quisieran que toda mi plebe fueran Césares en vez de Toms, Dicks y Harrys. Lo peor es que se me ha acusado de que predico un Definitivo Superhombre laico que no es, en realidad, más que nuestro antiguo arraigo el Hombre Justo convertido en Perfecto. Esa falsa interpretación es tan irritante que dejo la pluma sin añadir tina palabra más, no.sea que me vea tentado a escribir tina posdata más larga que la carta.
POSDATA, 1933. El tuna evolutivo del tercer acto de Hombre y Superhombre lo resumí hace treinta años en el prólogo a Vuelta a Matusalén, donde está desarrollado corzo base de la religión del futuro próximo.