(Cuento)
Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu’tasim del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortable combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo doce, Ferid Eddin Attar» —tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico. Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la obra, y su undercurrent místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primer novela policial escrita por un nativo de Bombay City. En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Calcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The conversation with the man called Al-Mu’tasim y que subtituló hermosamente: A game with shifting mirrors (Un juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Vítor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión —quizá misericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934. Antes de examinarla —y de discutirla— conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra.
Su protagonista visible —no se nos dice nunca su nombre— es estudiante de derecho en Bombay.
Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillazo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (a lean and evil mob of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro —faltan algunos tramos— y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópolis y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka-sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve —sin mayor esperanza— buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de dramatis personae —para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de una peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benares, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila y mata en Indapur y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es este: un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en arena— percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo». Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: «En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad». El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela le Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se lama Almotásim». El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo… Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 —la que tengo a la vista— la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin —o mejor, el Sinfín— del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente El buscador de amparo. En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».
*
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo; ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando —nunca sabré por qué— la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid al-Din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primer escena de la novela con el relato de Kipling On the City Wall; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran…
Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana —como lo hace notar una censura de Richard William Church. Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo XVI propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibbûr se llama esa variedad de la metempsícosis[22].
Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard. Ese temor lo obligará a especiales desvelos, de los que suele prescindir en otras ocasiones más cómodas. Se querrá invulnerable, y en determinadas páginas lo será. El cotejo de las buenas indignaciones de Paul Groussac y de sus panegíricos turbios —para no citar los casos análogos de Swift, de Johnson y de Voltaire— inspiró o ayudó esa imaginación. Ella se disipó cuando dejé la complacida lectura de esos escarnios por la investigación de su método.
Advertí en seguida una cosa: la justicia fundamental y el delicado error de mi conjetura. El burlador procede con desvelo, efectivamente, pero con un desvelo de tahúr que admite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo constelado de personas bicéfalas. Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el truco. El polemista no es menos convencional. Por lo demás, ya las recetas callejeras de oprobio ofrecen una ilustrativa maquette de lo que puede ser la polémica. El hombre de Corrientes y Esmeralda adivina la misma profesión en las madres de todos, o quiere que se muden en seguida a una localidad muy general que tiene varios nombres, o remeda un tosco sonido —y una insensata convención ha resuelto que el afrentado por esas aventuras no es él, sino el atento y silencioso auditorio. Ni siquiera un lenguaje se necesita. Morderse el pulgar o tomar el lado de la pared (Sampson: I will take the wall of any man or maid of Montague’s. Abram: Do you bite your thumb at us, sir?) fueron, hacia 1592, la moneda legal del provocador, en la Verona fraudulenta de Shakespeare y en las cervecerías y lupanares y reñideros de osos en Londres. En las escuelas del Estado, el pito catalán y la exhibición de la lengua rinden ese servicio.
Otra denigración muy general es el término perro. En la noche 146 del Libro de las mil noches y una, pueden aprender los discretos que el hijo del león fue encerrado en un cofre sin salida por el hijo de Adán, que lo reprendió de este modo: «El destino te ha derribado y no te pondrá de pie la cautela, oh perro del desierto».
Un alfabeto convencional del oprobio define también a los polemistas. El título señor, de omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres, es denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre, a refutar cada una de sus metáforas. A la primer aplicación de doctor, muere el semidiós y queda un vano caballero argentino que usa cuellos postizos de papel y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de una interrupción en las vías respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser humano. Pero los sonetos quedan también, con música que espera. (Un italiano, para despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo il signore Wolfgang. Esto era casi una adulación, pues equivalía a desconocer que no faltan argumentos auténticos contra Goethe).
Cometer un soneto, emitir artículos. El lenguaje es un repertorio de esos convenientes desaires, que hacen el gasto principal en las controversias. Decir que un literato ha expelido un libro o lo ha cocinado o gruñido, es una tentación harto fácil; quedan mejor los verbos burocráticos o tenderos: despachar, dar curso, expender. Esas palabras áridas se combinan con otras efusivas, y la vergüenza del contrario es eterna. A una interrogación sobre un martillero que era, sin embargo, declamador, alguien inevitablemente comunicó que estaba rematando con energía la Divina Comedia. El epigrama no es abrumadoramente ingenioso, pero su mecanismo es típico. Se trata (como en todos los epigramas) de una mera falacia de confusión. El verbo rematar (redoblado por el adverbio con energía) deja entender que el acriminado señor es un irreparable y sórdido martillero, y que su diligencia dantesca es un disparate. El auditor acepta el argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento. Bien formulado, tendría que negarle su fe. Primero, declamar y subastar son actividades afines. Segundo, la antigua vocación de declamador pudo aconsejar las tareas del martillero, por el buen ejercicio de hablar en público.
Una de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fernández ni por Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversión incondicional de los términos. Según esa receta famosa, el médico es inevitablemente acusado de profesar la contaminación y la muerte; el escribano, de robar; el verdugo, de fomentar la longevidad; los libros de invención, de adormecer o petrificar al lector; los judíos errantes, de parálisis; el sastre, de nudismo; el tigre y el caníbal, de no perdonar el ruibarbo. Una variedad de esa tradición es el dicho inocente, que finge a ratos admitir lo que está aniquilando. Por ejemplo: «El festejado catre de campaña debajo del cual el general ganó la batalla». O: «Un encanto el último film del ingenioso director Rene Clair. Cuando nos despertaron…».
Otro método servicial es el cambio brusco. Verbigracia: «Un joven sacerdote de la Belleza, una mente adoctrinada de luz helénica, un exquisito, un verdadero hombre de gusto (a ratón)». Asimismo esta copla de Andalucía, que en un segundo pasa de la información al asalto:
Veinticinco palillos
Tiene una silla.
¿Quieres que te la rompa
En las costillas?
Repito lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argumentos necesariamente confusos. Vindicar realmente una causa y prodigar las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén, no son actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie las ha conjugado hasta ahora. Busco ejemplos ilustres. Empeñado en la demolición de Ricardo Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los literatos de Buenos Aires han paladeado. «Es así cómo, verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos…». Groussac, en ese buen malhumor, cumple con el más ansioso ritual del juego satírico. Simula que lo apenan los errores del adversario (después de oídos con resignación); deja entrever el espectáculo de una cólera brusca (primero la palabra mamotreto, después la mole); se vale de términos laudatorios para agredir (esa historia copiosa) en fin, juega como quien es. No comete pecados en la sintaxis, que es eficaz, pero sí en el argumento que indica. Reprobar un libro por el tamaño, insinuar que quién va a animársele a ese ladrillo y acabar profesando indiferencia por las zonceras de unos chinos y unos mulatos, parece una respuesta de compadrito, no de Groussac.
Copio otra celebrada severidad del mismo escritor: «Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar “impresión” en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino». Otra vez el aparato de la piedad; otra vez la diablura de la sintaxis. Otra vez, también, la banalidad portentosa de la censura: reírse de los pocos interesados que puede congregar un escrito y de su pausada elaboración. Una vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la sátira. Ésta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor.
Al ángel Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión. Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que interpolaron en su nombre la letra he, que lo hizo capaz de engendrar.
Swift, hombre de amargura esencial, se propuso en la crónica de los viajes del capitán Lemuel Gulliver la difamación del género humano. Los primeros —el viaje a la diminuta república de Liliput y a la desmesurada de Brobdingnag— son lo que Leslie Stephen admite: un sueño antropométrico, que en nada roza las complejidades de nuestro ser, su fuego y su álgebra. El tercero, el más divertido, se burla de la ciencia experimental mediante el consabido procedimiento de la inversión: los gabinetes destartalados de Swift quieren propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricación de la pólvora, ablandar mármol para almohadas, batir en láminas sutiles el fuego y aprovechar la parte nutritiva que encierra la materia fecal. (Ese libro incluye también una fuerte página sobre los inconvenientes de la decrepitud). El cuarto viaje, el último, quiere demostrar que las bestias valen más que los hombres. Exhibe una virtuosa república de caballos conversadores, monógamos, vale decir, humanos, con un proletariado de hombres cuadrúpedos, que habitan en montón, escarban la tierra, se prenden de la ubre de las vacas para robar la leche, descargan su excremento sobre los otros, devoran carne corrompida y apestan. La fábula es contraproducente, como se ve. Lo demás es literatura, sintaxis. En la conclusión dice: «No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahúr, de un político, de un rufián». Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están contaminadas por las vecinas.
Dos ejemplos finales. Uno es la célebre parodia de insulto que nos refieren improvisó el doctor Johnson. «Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando». Otro es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura. «Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia». Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosímil, muy secundario y posiblemente inmoral. Basta la mención más fugaz del nombre de Chocano para que alguno reconstruya la imprecación, oscureciendo con maligno esplendor todo cuanto a él se refiere —hasta los pormenores y los síntomas de esa infamia.
Procuro resumir lo anterior. La sátira no es menos convencional que un diálogo entre novios o que un soneto distinguido con la flor natural por José María Monner Sans. Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea invención de buenas travesuras. Me olvidaba: tiene además la obligación de ser memorable.
Aquí de cierta réplica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno tomo, página 226). A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: «Esto, señor, es una digresión; espero su argumento». (El protagonista de esa réplica, un doctor Henderson, falleció en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra memoria que esas justas palabras: suficiente y hermosa inmortalidad).
Una tradición oral que recogí en Ginebra durante los últimos años de la primera guerra mundial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo habían condenado a la hoguera: «Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya seguiremos discutiendo en la eternidad».
1933, Adrogué.