Las kenningar

Una de las más frías aberraciones que las historias literarias registran, son las menciones enigmáticas o kenningar de la poesía de Islandia. Cundieron hacia el año 100: tiempo en que los thulir o rapsodas repetidores anónimos fueron desposeídos por los escaldos, poetas de intención personal. Es común atribuirlas a decadencia; pero ese depresivo dictamen, válido o no, corresponde a la solución del problema, no a su planteo. Bástenos reconocer por ahora que fueron el primer deliberado goce verbal de una literatura instintiva.

Empiezo por el más insidioso de los ejemplos: un verso de los muchos interpolados en la Saga de Grettir.

El héroe mató al hijo de Mak;

Hubo tempestad de espadas y alimento de cuervos.

En tan ilustre línea, la buena contraposición de las dos metáforas —tumultuosa la una, cruel y detenida la otra— engaña ventajosamente al lector, permitiéndole suponer que se trata de una sola fuerte intuición de un combate y su resto. Otra es la desairada verdad. Alimento de cuervos —confesémoslo de una vez— es uno de los prefijados sinónimos de cadáver, así como tempestad de espadas lo es de batalla. Esas equivalencias eran precisamente las kenningar. Retenerlas y aplicarlas sin repetirse, era el ansioso ideal de esos primitivos hombres de letras. En buena cantidad, permitían salvar las dificultades de una métrica rigurosa, muy exigente de aliteración y rima interior. Su empleo disponible, incoherente, puede observarse en estas líneas:

El aniquilador de la prole de los gigantes

Quebró al fuerte bisonte de la pradera de la gaviota.

Así los dioses, mientras el guardián de la campana se lamentaba,

Destrozaron el halcón de la ribera.

De poco le valió el rey de los griegos

Al caballo que corre por arrecifes.

El aniquilador de las crías de los gigantes es el rojizo Thor. El guardián de la campana es un ministro de la nueva fe, según su atributo. El rey de los griegos es Jesucristo, por la distraída razón de que ése es uno de los nombres del emperador de Constantinopla y de que Jesucristo no es menos. El bisonte del prado de la gaviota, el halcón de la ribera y el caballo que corre por arrecifes no son tres animales anómalos, sino una sola nave maltrecha. De esas penosas ecuaciones sintácticas la primera es de segundo grado, puesto que la pradera de la gaviota ya es un nombre del mar… Desatados esos nudos parciales, dejo al lector la clarificación total de las líneas, un poco décevante por cierto. La Saga de Njal las pone en la boca plutónica de Steinvora, madre de Ref el Escaldo, que narra acto continuo en lúcida prosa cómo el tremendo Thor lo quiso pelear a Jesús, y éste no se animó. Niedner, el germanista, venera lo «humano-contradictorio» de esas figuras y las propone al interés «de nuestra moderna poesía, ansiosa de valores de realidad».

Otro ejemplo, unos versos de Egil Skalagrímsson:

Los teñidores de los dientes del lobo

Prodigaron la carne del cisne rojo.

El halcón del rocío de la espada

Se alimentó con héroes en la llanura.

Serpientes de la luna de los piratas

Cumplieron la voluntad de los Hierros.

Versos como el tercero y el quinto, deparan una satisfacción casi orgánica. Lo que procuran trasmitir es indiferente, lo que sugieren nulo. No invitan a soñar, no provocan imágenes o pasiones; no son un punto de partida, son términos. El agrado —el suficiente y mínimo agrado— está en su variedad, en el heterogéneo contacto de sus palabras[6]. Es posible que así lo comprendieran los inventores y que su carácter de símbolos fuera un mero soborno a la inteligencia. Los Hierros son los dioses; la luna de los piratas, el escudo; su serpiente, la lanza; rocío de la espada, la sangre; su halcón, el cuervo; cisne rojo, todo pájaro ensangrentado; carne del cisne rojo, los muertos; los teñidores de los dientes del lobo, los guerreros felices. La reflexión repudia esas conversiones. Luna de los piratas no es la definición más necesaria que reclama el escudo. Eso es indiscutible, pero no lo es menos el hecho de que luna de los piratas es una fórmula que no se deja reemplazar por escudo, sin pérdida total. Reducir cada kenning a una palabra no es despejar incógnitas: es anular el poema. Baltasar Gracián y Morales, de la Sociedad de Jesús, tiene en su contra unas laboriosas perífrasis, de mecanismo parecido o idéntico al de las kenningar. El tema era el estío o la aurora. En vez de proponerlas directamente las fue justificando y coordinando con recelo culpable. He aquí el producto melancólico de ese afán:

Después que en el celeste Anfiteatro

El jinete del día

Sobre Flegetonte toreó valiente

Al luminoso Toro

Vibrando por rejones rayos de oro,

Aplaudiendo sus suertes

El hermoso espectáculo de Estrellas

Turba de damas bellas

Que a gozar de su talle, alegre mora

Encima los balcones de la Aurora—;

Después que en singular metamorfosis

Con talones de pluma

Y con cresta de fuego

A la gran multitud de astros lucientes

(Gallinas de los campos celestiales)

Presidió Gallo el boquirrubio Febo

Entre los pollos del tindario Huevo,

Pues la gran Leda por traición divina

Si empolló clueca concibió gallina

El frenesí taurino-gallináceo del reverendo Padre no es el mayor pecado de su rapsodia. Peor es el aparato lógico: la aposición de cada nombre y de su metáfora atroz, la vindicación imposible de los dislates. El pasaje de Egil Skalagrímsson es un problema, o siquiera una adivinanza; el del inverosímil español, una confusión. Lo admirable es que Gracián era un buen prosista; un escritor infinitamente capaz de artificios hábiles. Pruébelo el desarrollo de esta sentencia, que es de su pluma: «Pequeño cuerpo de Chrysólogo, encierra espíritu gigante; breve panegírico de Plinio se mide con la eternidad».

Predomina el carácter funcional en las kenningar. Definen los objetos por su figura menos que por su empleo. Suelen animar lo que tocan, sin perjuicio de invertir el procedimiento cuando su tema es vivo. Fueron legión y están suficientemente olvidadas: hecho que me ha instigado a recopilar esas desfallecidas flores retóricas. He aprovechado la primera compilación, la de Snorri Sturluson —famoso como historiador, como arqueólogo, como constructor de unas termas, como genealogista, como presidente de una asamblea, como poeta, como doble traidor, como decapitado y como fantasma[7]. En los años de 1230 la acometió, con fines preceptivos. Quería satisfacer dos pasiones de distinto orden: la moderación y el culto de los mayores. Le agradaban las kenningar, siempre que no fueran harto intrincadas y que las autorizara un ejemplo clásico. Traslado su declaración liminar: «Esta clave se dirige a los principiantes que quieren adquirir destreza poética y mejorar su provisión de figuras con metáforas tradicionales o a quienes buscan la virtud de entender lo que se escribió con misterio. Conviene respetar esas historias que bastaron a los mayores, pero conviene que los hombres cristianos les retiren su fe». A siete siglos de distancia la discriminación no es inútil: hay traductores alemanes de ese calmoso Gradus ad Parnassum boreal, que lo proponen como Ersatz de la Biblia y que juran que el uso repetido de anécdotas noruegas es el instrumento más eficaz para alemanizar a Alemania. El doctor Karl Konrad —autor de una versión mutiladísima del tratado de Snorri y de un folleto personal de 52 «extractos dominicales» que constituyen otras tantas «devociones germánicas», muy corregidas en una segunda edición— es quizá el ejemplo más lúgubre.

El tratado de Snorri se titula la Edda Prosaica. Consta de dos partes en prosa y una tercera en verso —la que inspiró sin duda el epíteto. La segunda refiere la aventura de Ægir o Hler, versadísimo en artes de hechicería, que visitó a los dioses en la fortaleza de Asgard que los mortales llaman Troya. Hacia el anochecer, Odin hizo traer unas espadas de tan bruñido acero que no se precisaba otra luz. Hler se amistó con su vecino que era el dios Bragi, ejercitado en la elocuencia y la métrica. Un vasto cuerno de aguamiel iba de mano en mano y conversaron de poesía el hombre y el dios. Éste le fue diciendo las metáforas que se deben emplear. Ese catálogo divino está asesorándome ahora.

En el índice, no excluyo las kenningar que ya registré. Al compilarlo, he conocido un placer casi filatélico.

casa de los pájaros el aire
casa de los vientos
flechas de mar los arenques
cerdo del oleaje la ballena
árbol de asiento el banco
bosque de la quijada la barba
asamblea de espadas la batalla
tempestad de espadas
encuentro de las fuentes
vuelo de lanzas
canción de lanzas
fiesta de águilas
lluvia de los escudos rojos
fiesta de vikings
fuerza del arco el brazo
pierna del omóplato
cisne sangriento el buitre
gallo de los muertos
sacudidor del freno el caballo
poste del yelmo la cabeza
peñasco de los hombros
castillo del cuerpo
fragua del canto la cabeza del skald
ola del cuerno la cerveza
marea de la copa
yelmo del aire el cielo
tierra de las estrellas del cielo
camino de la luna
taza de los vientos
manzana del pecho el corazón
dura bellota del pensamiento
gaviota del odio el cuervo
gaviota de las heridas
caballo de la bruja
primo del cuervo[8]
tierra de la espada el escudo
luna de la nave
luna de los piratas
techo del combate
nubarrón del combate
hielo de la pelea la espada
vara de la ira
fuego de yelmos
dragón de la espada
roedor de yelmos
espina de la batalla
pez de la batalla
remo de la sangre
lobo de las heridas
rama de las heridas
riscos de las palabras los dientes
granizo de las cuerdas de los arcos las flechas
gansos de la batalla
sol de las casas el fuego
perdición de los árboles
lobo de los templos
delicia de los cuervos el guerrero
enrojecedor del pico del cuervo
alegrador del águila
árbol del yelmo
árbol de la espada
teñidor de espadas
ogra del yelmo el hacha
querido alimentador de los lobos
negro rocío del hogar el hollín
árbol de lobos la horca[9]
caballo de madera
rocío de la pena las lágrimas
dragón de los cadáveres la lengua
serpiente del escudo
espada de la boca la lanza
remo de la boca
asiento del neblí la mano
país de los anillos de oro
techo de la ballena el mar
tierra del cisne
camino de las velas
campo del viking
prado de la gaviota
cadena de las islas
árbol de los cuervos el muerto
avena de águilas
trigo de los lobos
lobo de las mareas la nave
caballo del pirata
reno de los reyes del mar
patín de viking
padrillo de la ola
carro arador del mar
halcón de la ribera
piedras de la cara los ojos
lunas de la frente
fuego del mar
lecho de la serpiente el oro
resplandor de la mano
bronce de las discordias
reposo de las lanzas la paz
casa del aliento el pecho
nave del corazón
base del alma
asiento de las carcajadas
nieve de la cartera la plata
hielo de los crisoles
rocío de la balanza
señor de anillos el rey
distribuidor de tesoros
distribuidor de espadas
sangre de los peñascos el río
tierra de las redes
riacho de los lobos la sangre
marea de la matanza
rocío del muerto
sudor de la guerra
cerveza de los cuervos
agua de la espada
ola de la espada
herrero de canciones el skald
hermana de la luna[10] el sol
fuego del aire
mar de los animales la tierra
piso de las tormentas
caballo de la neblina
señor de los corrales el toro
crecimiento de hombres el verano
animación de las víboras
hermano del fuego el viento
daño de los bosques
lobo de los cordajes

Omito las de segundo grado, las obtenidas por combinación de un término simple con una kenning —verbigracia, el agua de la vara de las heridas, la sangre, el hartador de las gaviotas del odio, el guerrero; el trigo de los cisnes de cuerpo rojo, el cadáver— y las de razón mitológica; la perdición de los enanos, el sol; el hijo de nueve madres, el dios Heimdall. Omito las ocasionales también: el sostén del fuego del mar, una mujer con un dije de oro cualquiera[11]. De las de potencia más alta, de las que operan la fusión arbitraria de los enigmas, indicaré una sola: los aborrecedores de la nieve del puesto del halcón. El puesto del halcón es la mano; la nieve de la mano es la plata; los aborrecedores de la plata son los varones que la alejan de sí, los reyes dadivosos. El método, ya lo habrá notado el lector, es el tradicional de los limosneros: el encomio de la remisa generosidad que se trata de estimular. De ahí los muchos sobrenombres de la plata y del oro, de ahí las ávidas menciones del rey: señor de anillos, distribuidor de caudales, custodia de caudales. De ahí asimismo, sinceras conversiones como ésta, que es del noruego Eyvind Skaldaspillir:

Quiero construir una alabanza

Estable y firme como un puente de piedra.

Pienso que no es avaro nuestro rey

De los carbones encendidos del codo.

Esa identificación del oro y la llama —peligro y resplandor— no deja de ser eficaz. El ordenado Snorri la aclara: «Decimos bien que el oro es fuego de los brazos o de las piernas, porque su color es el rojo, pero los nombres de la plata son hielo o nieve o piedra de granizo o escarcha, porque su color es el blanco». Y después: «Cuando los dioses devolvieron la visita a Ægir, éste los hospedó en su casa (que está en el mar) y los alumbró con láminas de oro, que daban luz como las espadas en el Valhala. Desde entonces al oro le dijeron fuego del mar y de todas las aguas y de los ríos». Monedas de oro, anillos, escudos claveteados, espadas y hachas, eran la recompensa del skald; alguna extraordinaria vez, terrenos y naves.

Mi lista de kenningar no es completa. Los cantores tenían el pudor de la repetición literal y preferían agotar las variantes. Basta reconocer las que registra el artículo nave —y las que una evidente permutación, liviana industria del olvido o del arte, puede multiplicar. Abundan asimismo las de guerrero. Árbol de la espada le dijo un skald, acaso porque árbol y vencedor eran voces homónimas. Otro le dijo encina de la lanza; otro, bastón del oro; otro, espantoso abeto de las tempestades de hierro; otro, boscaje de los peces de la batalla. Alguna vez la variación acató una ley: demuéstralo un pasaje de Markus, donde un barco parece agigantarse de cercanía.

El fiero jabalí de la inundación

Saltó sobre los techos de la ballena.

El oso del diluvio fatigó

El antiguo camino de los veleros

El toro de las marejadas quebró

La cadena que amarra nuestro castillo.

El culteranismo es un frenesí de la mente académica; el estilo codificado por Snorri es la exasperación y casi la reductio ad absurdum de una preferencia común a toda la literatura germánica: la de las palabras compuestas. Los más antiguos monumentos de esa literatura son los anglosajones. En el Beowulf —cuya fecha es el 700—, el mar es el camino de las velas, el camino del cisne, la ponchera de las olas, el baño de la planga, la ruta de la ballena; el sol es la candela del mundo, la alegría del cielo, la piedra preciosa del cielo; el arpa es la madera del júbilo; la espada es el residuo de los martillos, el compañero de pelea, la luz de la batalla, la batalla es el juego de las espadas, el chaparrón de fierro; la nave es la atravesadora del mar; el dragón es la amenaza del anochecer, el guardián del tesoro; el cuerpo es la morada de los huesos; la reina es la tejedora de paz; el rey es el señor de los anillos, el áureo amigo de los hombres, el jefe de hombres, el distribuidor de caudales. También las naves de la Ilíada son atravesadoras del mar —casi trasatlánticos—, y el rey, rey de hombres. En las hagiografías del 800, el mar es asimismo el baño del pez, la ruta de las focas, el estanque de la ballena, el reino de la ballena; el sol es la candela de los hombres, la candela del día; los ojos son las joyas de la cara; la nave es el caballo de las olas, el caballo del mar; el lobo es el morador de los bosques; la batalla es el juego de los escudos, el vuelo de las lanzas; la lanza es la serpiente de la guerra; Dios es la alegría de los guerreros. En el Bestiario, la ballena es el guardián del océano. En la balada de Brunaburh —ya del 900—, la batalla es el trato de las lanzas, el crujido de las banderas, la comunión de las espadas, el encuentro de hombres. Los escaldos manejan puntualmente esas mismas figuras; su innovación fue el orden torrencial en que las prodigaron y el combinarlas entre sí como bases de más complejos símbolos. Es de presumir que el tiempo colaboró. Sólo cuando luna de viking fue una inmediata equivalencia de escudo, pudo el poeta formular la ecuación serpiente de la luna de los vikings. Ese momento se produjo en Islandia, no en Inglaterra. El goce de componer palabras perduró en las letras británicas, pero en diversa forma. Las Odiseas de Chapman (año de 1614) abundan en extraños ejemplos. Algunos son hermosos (delicious-fingered Morning, through-swum the waves); otros, meramente visuales y tipográficos (Soon as the white-and-red-mixed-fingered Dame); otros, de curiosa torpeza, the circularly-witted queen. A tales aventuras pueden conducir la sangre germánica y la lectura griega. Aquí también de cierto germanizador total del inglés, que en un Word-book of the English Tongue, propone las enmiendas que copio: lichrest por cementerio, rede-craft por lógica, fourwinkled por cuadrangular, outganger por emigrante, sweathole por poro, hair-bane por depilatorio, fearnought por guapo, bit-wise por gradualmente, kinlore por genealogía, bask-jaw por réplica, wanhope por desesperación. A tales aventuras pueden conducir el inglés y un conocimiento nostálgico del alemán… Recorrer el índice total de las kenningar es exponerse a la incómoda sensación de que muy raras veces ha estado menos ocurrente el misterio —y más inadecuado y verboso. Antes de condenarlas, conviene recordar que su trasposición a un idioma que ignora las palabras compuestas tiene que agravar su inhabilidad. Espina de la batalla o aun espina de batalla o espina militar es una desairada perífrasis; Kampfdorn o battle-thorn lo son menos[12]. Así también, hasta que las exhortaciones gramaticales de nuestro Xul-Solar no encuentren obediencia, versos como el de Rudyard Kipling:

In the desert where the dung-fed camp-smoke curled

o aquel otro de Yeats:

That dolphin-torn, that gong-tormented sea

serán inimitables e impensables en español…

Otras apologías no faltan. Una evidente es que esas inexactas menciones eran estudiadas en fila por los aprendices de skald, pero no eran propuestas al auditorio de ese modo esquemático, sino entre la agitación de los versos. (La descarnada fórmula

agua de la espada = sangre

es acaso ya una traición). Ignoramos sus leyes: desconocemos los precisos reparos que un juez de kenningar opondría a una buena metáfora de Lugones. Apenas si unas palabras nos quedan. Imposible saber con qué inflexión de voz eran dichas, desde qué caras, individuales como una música, con qué admirable decisión o modestia. Lo cierto es que ejercieron algún día su profesión de asombro y que su gigantesca ineptitud embelesó a los rojos varones de los desiertos volcánicos y los fjords, igual que la profunda cerveza y que los duelos de padrillos[13]. No es imposible que una misteriosa alegría las produjera. Su misma bastedad —peces de la batalla: espadas— puede responder a un antiguo humour, a chascos de hiperbóreos hombrones. Así, en esa metáfora salvaje que he vuelto a destacar, los guerreros y la batalla se funden en un plano invisible, donde se agitan las espadas orgánicas y muerden y aborrecen. Esa imaginación figura también en la Saga de Njal, en una de cuyas páginas está escrito: «Las espadas saltaron de las vainas, y hachas y lanzas volaron por el aire y pelearon. Las armas los persiguieron con tal ardor que debieron atajarse con los escudos, pero de nuevo muchos fueron heridos y un hombre murió en cada nave». Este signo se vio en las embarcaciones del apóstata Brodir, antes de la batalla que lo deshizo.

En la noche 743 del Libro de las 1001 noches, leo esta admonición: «No digamos que ha muerto el rey feliz que deja un heredero como este: el comedido, el agraciado, el impar, el león desgarrador y la clara luna». El símil, contemporáneo por ventura de los germánicos, no vale mucho más, pero la raíz es distinta. El hombre asimilado a la luna, el hombre asimilado a la fiera, no son el resultado discutible de un proceso mental: son la correcta y momentánea verdad de dos intuiciones. Las kenningar se quedan en sofismas, en ejercicios embusteros y lánguidos. Aquí de cierta memorable excepción, aquí del verso que refleja el incendio de una ciudad, el fuego delicado y terrible:

Arden los hombres; ahora se enfurece la Joya.

Una vindicación final. El signo pierna del omóplato es raro, pero no es menos raro del brazo del hombre. Concebirlo como una vana pierna que proyectan las sisas de los chalecos y que se deshilacha en cinco dedos de penosa largura, es intuir su rareza fundamental. Las kenningar nos dictan ese asombro, nos extrañan del mundo. Pueden motivar esa lúcida perplejidad que es el único honor de la metafísica, su remuneración y su fuente.

Buenos Aires, 1933.

Posdata. Morris, el minucioso y fuerte poeta inglés, intercaló muchas kenningar en su última epopeya, Sigurd the Volsung. Trascribo algunas, ignoro si adaptadas o personales o de las dos. Llama de la guerra, la bandera; marea de la matanza, viento de la guerra, el ataque; mundo de peñascos, la montaña; bosque de la guerra, bosque de picas, bosque de la batalla, el ejército; tejido de la espada, la muerte; perdición de Fafnir, tizón de la pelea, ira de Sigfrido, su espada.

Padre del perfume ¡oh jazmín!, pregonan en El Cairo los vendedores. Mauthner observa que los árabes suelen derivar sus figuras de la relación padre-hijo. Así: padre de la mañana, el gallo; padre del merodeo, el lobo; hijo del arco, la flecha; padre del fortín (patrón de la cuevita), el zorro; padre de los pasos, una montaña. Otro ejemplo de esa preocupación: en el Qurán, la prueba más común de que hay Dios, es el espanto de que el hombre sea generado por unas gotas de agua vil.

Es sabido que los primitivos nombres del tanque fueron landship, landcruiser, barco de tierra, acorazado de tierra. Más tarde le pusieron tanque para despistar. La kenning original era demasiado evidente. Otra kenning es lechón largo, que era el eufemismo goloso que los caníbales dieron al plato fundamental de su régimen.

El ultraísta muerto cuyo fantasma sigue siempre habitándome, goza con estos juegos. Los dedico a una clara compañera de los heroicos días. A Norah Lange, cuya sangre los reconocerá por ventura.

Posdata de 1962. Yo escribí alguna vez, repitiendo a otros, que la aliteración y la metáfora eran los elementos fundamentales del antiguo verso germánico. Dos años dedicados al estudio de los textos anglosajones me llevan, hoy, a modificar esa afirmación.

De las aliteraciones entiendo que eran más bien un medio que un fin. Su objeto era marcar las palabras que debían acentuarse. Una prueba de ello es que las vocales, que eran abiertas, es decir muy diversas una de otra, aliteraban entre sí. Otra es que los textos antiguos no registran aliteraciones exageradas, del tipo afair field full of folk, que data del siglo XIV.

En cuanto a la metáfora como elemento indispensable del verso, entiendo que la pompa y la gravedad que hay en las palabras compuestas eran lo que agradaba y que las kenningar, al principio, no fueron metafóricas. Así, los dos versos iniciales del Beowulf incluyen tres kenningar (daneses de lanza, días de antaño o días de años, reyes del pueblo) que ciertamente no son metáforas y es preciso llegar al décimo verso para dar con una expresión como hronrad (ruta de la ballena, el mar). La metáfora no habría sido pues lo fundamental sino, como la comparación ulterior, un descubrimiento tardío de las literaturas.

*

Entre los libros que más serviciales me fueron, debo mencionar los siguientes:

The Prose Edda, by Snorri Sturluson. Translated by Arthur Gilchrist Brodeur. New York, 1929.

Die Jangere Edda mit dem sogennanten ersten grammatischen Traktat. Uebertragen von Gustav Neckel und Felix Niedner. Jena, 1925.

Die Edda. Uebersetzt von Hugo Gering. Leipzig, 1892.

Eddalieder, mit Grammatik, Uebersetzung und Erläuterungen. Von Dr. Wilhelm Ranisch. Leipzig, 1920.

Völsunga Saga, with certain songs from the Elder Edda. Translated by Eiríkr Magnússon and William Morris. London, 1870.

The Story of Burnt Njal. From the Icelandic of the Njals Saga, by George Webbe Dasent. Edinburgh, 1861.

The Grettir Saga. Translated by G. Ainslie Hight. London, 1913.

Die Geschichte von Goden Snorri. Uebertragen von Felix Niedner. Jena, 1920. Islands Kultur zur Wikingerzeit, von Felix Niedner. Jena, 1920.

Anglo-Saxon Poetry. Selected and translated by R. K. Gordon. London, 1931.

The Deeds of Beowulf. Done into modern prose by John Earle. Oxford, 1892.