29
El susurro de la conversación parecía pequeño y lejano mientras los gobernadores esperaban. Nadie se atrevía a levantar el tono, y la tensión en la cámara de los cónclaves podía cortarse con un cuchillo. Nadie sabía lo que iba a ocurrir y todos sentían una gran incertidumbre.
En sus mentes estaba presente lo ocurrido en el Destacamento Harrington. Habían pasado cincuenta horas desde los primeros informes y aun así todo lo que se oían eran rumores. Pero lo que en principio debía haber sido una reunión a puerta cerrada se había convertido en un evento con cámaras alrededor de la galería de espectadores, para ser emitido en todo el sistema estelar.
Sin embargo, no sabían qué era lo que les deparaba. No era común en ellos tener tal desconocimiento, pero no se había proporcionado ninguna pista —ni siquiera en los medios— acerca de lo ocurrido. Así que allí se encontraban, esperando confundidos la llegada del protector. Todas las miradas, y las cámaras, estaban clavadas en el asiento que estaba situado bajo el trono del protector. El asiento con los escudos de Harrington y el Sello de Campeón del Protector, donde se podía ver la hoja de la Espada del estado de Grayson. Si los rumores eran ciertos, la dueña de tal silla se encontraba muerta o gravemente herida.
Algo ocurrió. Los asistentes parecían agitados en la galería y las cámaras enfocaron las puertas del salón. Las miradas de los gobernadores seguían a la cámara con atención, murmurando entre ellos. Entonces, se abrieron las pesadas puertas de madera y el chirriante sonido de las bisagras se escuchó como un estruendo ante el silencio repentino.
Benjamín IX entró en la sala con aspecto rígido. Por primera vez en la historia, el guardián de la puerta no anunció la llegada del protector y los gobernadores le miraban de hito en hito al darse cuenta de lo que se avecinaba.
Había una ocasión, y solo una, en la que el protector podía ignorar la igualdad corporativa de los gobernadores en su cámara: si decidía juzgar a uno de ellos.
Burdette intentó controlar su expresión, pero su rostro se congeló al ver al protector caminar lentamente hacia su trono. Benjamín se subió al estrado, se giro y se sentó. Entonces los gobernadores se percataron de que faltaba alguien más.
El reverendo Hanks, cabeza temporal de Grayson, debería haber acompañado al protector, y los silenciosos rumores recorrieron la sala ante su ausencia.
—Señores —el tono de Benjamín era frío como el hielo—. He venido aquí para informarles de la noticia más desgarradora desde hace seis años. Una traición que sobrepasa a la cometida por Jared Mayhew, que se hacía llamar Macabeo. Una traición, señores, que no creía ningún graysoniano fuera capaz de cometer… hasta el martes por la noche.
La frente de Burdette estaba cubierta de sudor, pero no se atrevía a secárselo, por miedo a que alguien le delatara. Su corazón latía con fuerza y observaba con atención a Samuel Mueller, pero su aliado estaba igual de confuso que cualquiera de los asistentes, sin tener la mínima idea de que sospechaba qué era lo que Mayhew estaba a punto de decir. Ni siquiera le dirigió la mirada… así que el protector continuó y todas las miradas, incluida la de Burdette, se clavaron en él como atraídos por un imán.
—El martes por la noche, señores, les congregué a todos a una sesión de puertas cerradas. Todos ustedes lo sabían. Cada uno de ustedes tenía la obligación de mantenerla en secreto. El motivo de dicha reunión era hacerles llegar los últimos detalles en relación al derrumbamiento de la cúpula del colegio de Mueller. Nunca les informé de ello, pero uno de vosotros lo adivinó y no quiso que ustedes fueran informados acerca de lo que yo voy a contarles.
Benjamín hizo una pausa y el silencio era absoluto. Ni siquiera los reporteros se atrevieron a pronunciar una palabra.
—Señores —dijo el protector—, el derrumbamiento de la cúpula no fue un accidente —alguien se quejó, pero Benjamín continuó—. No fue debido a un fallo en el diseño ni, como se les informó, debido a materiales defectuosos. Esa cúpula, señores, fue construida para que se viniera abajo por hombres cuyo único propósito era desprestigiar a la gobernadora Harrington.
Un gran estruendo de lamentaciones rodeó la cámara, pero el protector siguió con su discurso y los susurros se silenciaron al momento.
—El martes por la noche, tan solo podría haberles informado de lo que mis investigadores opinaban del caso. Ya empezábamos a averiguar ciertos detalles gracias a que nuestro ingeniero jefe de Cúpulas Celestes, Adam Gerrick, había reconstruido de manera extraordinaria el accidente. Por ese motivo, me habría gustado que el señor Gerrick estuviera presente, para que pudiera explicaros dichas conclusiones personalmente. Lamento informarles de que esto no será posible, ya que Adam Gerrick falleció aquella noche, junto con otros noventa y cinco hombres y mujeres, en el accidente que sufrió la pinaza de lady Harrington en el Destacamento Harrington. A diferencia del derrumbamiento de la cúpula de Mueller, este accidente fue provocado. Adam Gerrick y el resto de las víctimas fueron asesinadas. Asesinadas por hombres que hicieron uso de un misil la para derribar la pinaza solo porque lady Harrington viajaba en ella. Estos hombres, gobernadores de Grayson, son también los culpables de la muerte del reverendo Julius Hanks.
Durante quizá unos diez segundos continuó el silencio en la sala. Benjamin apenas había levantado la voz y la trascendencia de lo que acababan de escuchar les sobre pasaba. Las palabras no significaban nada, ya que no tenían sentido. No podía ser cierto.
Después de un rato comenzaron a caer en la cuenta y, de repente, los gritos de sorpresa y desolación de setenta y nueve personas sonaron al unísono. Después quedaron en silencio de nuevo, no podían explicar su impresión con palabras. Pero este silencio fue breve y el sonido que con el que se rompió fue indescriptible. No había palabras para explicar el sentimiento de furia y dolor.
William Fitzclarence se tambaleó y se agarró al escritorio para buscar apoyo. ¡No! ¡No podía ser cierto!
Sus ojos se clavaron en Mueller, pero esta vez este estaba tan sorprendido como el resto y su conmoción se desvaneció para transformarse en rabia. Y no era fingida, era lo único que podía hacer para evitar mirar de manera acusadora a Burdette. Pero se contuvo justo a tiempo, ya que si lo hiciera revelaría todo lo que sabía y le acusarían de cómplice.
¡Idiota! ¡Condenado, chapucero e incompetente! ¡No sabía que Hanks estaría allí, fue tan estúpido de hacer algo así a pesar de todo! ¡Pero seguramente ni se había percatado y si Mayhew sabía quién era el responsable, si existía la mínima prueba que conseguía relacionar a Mueller con Burdette…
Benjamin Mayhew se sentó en su trono y observó el nerviosismo de los asistentes. Vio como al principio le miraban incrédulos, como fueron poco a poco dándose cuenta de la terrible pérdida y como su pena se transformó en rabia. La misma rabia que posiblemente sentían todos aquellos que en aquellos momentos estaban siguiendo la sesión del cónclave por sus pantallas. Entonces se puso en pie.
Su movimiento causó un efecto aún mayor que una llamada al orden de cualquiera de los allí asistentes. Todos se giraron hacia él, en silencio, y con su mirada recorrió toda sala desde un extremo a otro.
—Señores —su tono era duro y más enfurecido que nunca—, el martes por la noche fue el momento más vergonzoso de toda la historia de Grayson desde que los Cincuenta y Tres murieron aquí en esta misma cámara. Por primera vez, estoy avergonzando como graysoniano y confieso que provengo del mismo planeta que las personas que planearon este acto debido a su intolerancia, su miedo y su ambición.
Su furia les atizó como si de un látigo se tratara y más de un gobernador dio un paso atrás, estremecido por sus palabras.
—Sí. El reverendo Hanks fue asesinado. El líder de nuestra iglesia, el hombre elegido por la madre Iglesia como siervo de Dios en este planeta, fue asesinado. Pero los motivos para perpetrar este crimen son incluso peores que el crimen en si ya que él no era el objetivo de este acto maquiavélico. ¡Oh, no, señores! El verdadero objetivo de este ataque cobarde era una mujer, una gobernadora, una oficial de la marina cuyo coraje evitó que nuestro mundo fuera conquistado. ¡El verdadero propósito era asesinar a esta mujer, cuya ofensa era ser mucho mejor que lo que este planeta verdaderamente se merece!
El odio de Benjamin Mayhew podía casi palparse, le acechaba por la sala con sus garras y sus colmillos en llamas. Entonces cerró los ojos y tomó aliento, y cuando comenzó a hablar de nuevo, su voz sonaba muy calmada.
—¿En qué nos hemos convertido, señores? ¿Qué le ha ocurrido a nuestro mundo y a la fe si existen individuos en Grayson que pretenden acabar con una mujer inocente en nombre de Dios simplemente porque es diferente? ¿Porque nos reta a ser mejores, a ir más allá, tal y como nuestra religión nos ha enseñado siempre? ¿Qué motivos pueden tener estos hombres que dicen, para utilizar a Dios como excusa para asesinar a niños, señores? ¿Qué motivos tenían para destruir a la mujer que solo ha intentando convertir nuestro mundo en un lugar mejor y ha ofrecido su vida para proteger la de esos niños? Díganme, señores. Por el amor del Dios al que servimos, ¿cómo hemos permitido que esto ocurriera?
Nadie respondió. No pronunciaron ni una palabra debido a la vergüenza que sentían.
Sentían miedo, todo el resentimiento sobre los cambios en su mundo y el desgaste del poder, aunque la mayoría de los hombres de aquella sala eran ciudadanos decentes cuyas limitaciones eran claras. Su odio hacia Benjamin Mayhew y Honor Harrington era debido en parte a que las reformas tanto de ella como del protector ofendían su concepto de un comportamiento social adecuado, tal y como marcaban las reglas que les habían inculcado desde niños. Pero ya no eran tan pequeños y se veían ahora a través de las palabras de angustia de su protector.
—Señores, el martes por la noche el reverendo Hanks se enfrentó a esta pregunta y la contestó —dijo Benjamin suavemente, y vio como su dolor se reflejaba en los rostros de los gobernadores al pronunciar su nombre—. El reverendo Hanks sabía la rabia que gobernaba las mentes de los enemigos de lady Harrington y sabía que era su deber el evitar estos crímenes. Tal y como nos enseña Nuestro Señor, eligió morir para que alguien pudiera vivir. Cuando los asesinos que dispararon contra la pinaza de lady Harrington se percataron de que había sobrevivido al ataque —se produjo un pequeño revuelo ante la posibilidad de que estuviera viva—, decidieron atacar de manera más directa, decididos a finalizarla tarea que se les había encomendado. La encontraron sola e indefensa, ya que había enviado a sus guardaespaldas al lugar de los hechos para rescatar a aquellos que aún se encontraban atrapados en lo que quedaba de la nave.
»Pero no estaba sola —dijo Benjamin—, ya que cuando el asesino se le acercó, el reverendo Hanks estaba con ella. Y cuando él se dio cuenta de cuáles eran sus intenciones, interpuso su cuerpo entre ella y el asesino. Así es como murió, señores. Dando su vida para proteger a los inocentes. Todos aquellos que se hacen llamar siervos de Dios deben actuar conforme al Padre, al Intercesor y al Todopoderoso.
Hizo una pausa y levantó la mano como para lanzar una señal. El silencio en la cámara se hizo de nuevo entre los gobernadores que se preguntaban qué significaba aquella señal. Entonces, de repente, las pesadas puertas se abrieron de par en par para recibir a Honor Harrington.
El sonido de sus tacones resonaba en la sala mientras avanzaba por el suelo de piedra de la cámara como una figura alta y esbelta vestida de blanco y verde. La Llave de Harrington brillaba sobre su pecho bajo la Estrella de Grayson y el lazo escarlata de la Estrella tenía manchas oscuras cuyo origen no necesitaba explicar a ninguno de los presentes. Tenía una cicatriz oscura en su frente y su mejilla derecha estaba amoratada y descolorida. El ramafelino ocupaba su lugar sobre su hombro y ambos entraron con la cabeza alta, caminando hacia el protector. Era como si ellos y Benjamin fueran los únicos de la sala y el dolor de sus ojos, la angustia tras la muerte de su gente y la compasión por el hombre que había dado su vida por ella fuera un peso que apenas podía soportar.
Todos la observaron, estupefactos, avergonzados. Ella les ignoró mientras se dirigía al trono de Benjamin IX.
—Excelencia. He venido a pedir justicia. —Su voz de soprano sonaba tan fría como el acero y su dolor era más profundo que su mirada—. Bajo mi juramento, me gustaría decir unas palabras. Tal y como juré proteger a mi gente, necesito de su ayuda. Aquel que ha matado y herido a mis ciudadanos porta la llave de gobernador y no debo acercarme a él mientras se encuentre bajo su protección.
Todos los congregados guardaron silencio al darse cuenta del llamamiento a la justicia del protector, que no había sido usada desde hacía varias generaciones. Benjamin tomó la palabra.
—Por respeto a usted, le concedo su petición para ejercer justicia, milady. Si existe algún gobernador en la sala que la haya ofendido, diga su nombre, y si tiene pruebas de los crímenes cometidos, entonces sea o no gobernador, deberá responder a ellos según ordena la ley de Dios y la de los hombres.
William Fitzclarence observaba asombrado a la mujer ante el trono y se dio cuenta. A pesar del impacto ante la terrible noticia sobre la muerte de Hanks, lo sabía. Mayhew no la habría dejado ir tan lejos a menos que la ramera tuviera de verdad pruebas y su promesa de justicia era su sentencia de muerte.
—Excelencia, tengo pruebas —dijo Honor y su angustia por la muerte de Julius Hanks, Adam Gerrick, Jared Sutton, Frederick Sully, Gilbert Troubridge junto con noventa y una personas más se transformó en un dolor profundo y amargo. Entonces se giró por fin y señaló a Burdette.
—Nombro como mi enemigo a William Allen Hillman Fitzclarence, gobernador de Burdette —dijo, con un tono frío como el hielo. Su ramafelino siseó y enseñó los colmillos. A Burdette le temblaron las rodillas cuando todas las miradas de los asistentes se centraron en él sintiéndose atrapado—. Le acuso de asesinato, traición, intento de asesinato y conspiración en el asesinato de los niños y del reverendo Julius Hanks. Les traigo ante ustedes el testigo en confesión del Destacamento de Burdette, Edward Julius Martin, que se ha ofrecido libremente bajo la Ley de la Iglesia y la Espada. Ha confesado que William Fitzclarence ordenó personalmente mi muerte; que William Fitzclarence, Edmond Augustus Marchant, de su destacamento, Samuel Marchant Harding, también de su destacamento, Austin Vincent Taylor, de su destacamento y veintisiete hombres más a su servicio, contribuyeron al derrumbamiento de la cúpula de la escuela de Mueller, causando la muerte de cincuenta y dos hombres y treinta niños; y que, como consecuencia de seguir las órdenes de William Fitzclarence, el reverendo Julius Hanks, primer anciano de la Iglesia de la Humanidad Libre, ofreció su propia vida para salvar la mía.
Hizo una pausa y en la silenciosa sala, solo se oía la respiración entrecortada de Burdette. Dejó que el silencio irrumpiera en la cámara, mientras una parte de ella saboreaba el momento pensando qué se le podía estar pasando a él por la cabeza en estos momentos. Se puso en pie y le señaló con su mano derecha.
—Excelencia, por mi juramento hacia usted y las pruebas que acabo de presentar, reclamo la vida de William Hillman Fitzclarence como castigo por sus crímenes, por su crueldad y por violar el juramento ante este cónclave, ante la gente de Grayson y ante Dios mismo.
—Milady, por mi juramento hacia usted —dijo Benjamin Mayhew—, se la concedo.
* * *
William Fitzclarence miró fijamente a Honor Harrington mientras sus compañeros se alejaban de su lado. El miedo le paralizó. No. No, ¡esto no podía estar pasando! Mayhew y la ramera habían terminado con todo lo que había intentado llevar a cabo, habían transformado la obra de Dios en algo vil y deleznable, y ahora su propia vida estaba en manos de una ramera infiel que no se merecía apenas respirar el aire que Dios trajo a este mundo. Nuestro Señor no podría permitir esto. ¡No podía ser cierto!
Pero al mismo tiempo, el protector hizo un gesto rápido y cuatro guardaespaldas de la Guardia de gobernadores, cada uno con los colores de un destacamento diferente, atravesaron la cámara y comenzaron a acercarse a él a paso ligero. Sus rostros se mostraban tan fríos como el del protector, sus miradas estaban llenas de odio hacia él, ¡hacia un guerrero de Dios! Esa ramera había traído el veneno de Satán a su mundo. Acabarían con su vida y sería recordado no como el hombre que luchó con todas sus fuerzas contra la condena y el pecado, sino como el asesino de niños inocentes. Como el hombre que había ordenado la muerte de un siervo de Dios; cuando él ni siquiera sabía que Hanks estaría allí con ella! La ruina de su mundo, la destrucción de todo en lo que creía, de la ley de Dios y no había nada que pudiera…
—¡Esperen!
Se puso en pie. Vio como Mayhew se giró sorprendido, pero la ramera apenas pestañeó. De alguna manera aquello le dio fuerzas. Si que había una manera, se dijo a sí mismo. Había una manera de destruirla y probar que Dios seguía siendo el campeón.
Por un momento pensó que los guardaespaldas ignorarían su orden, pero el primer oficial miró al protector y Mayhew levantó la mano. No dijo nada, simplemente se quedó de pie, mirándole con desprecio mientras Burdette descendía por las escaleras de la sala. Dejó de un lado a los guardaespaldas con desdén y le lanzó a la ramera una mirada de odio. Después se giró hacia los gobernadores de Grayson.
—Señores —dijo—, no cuestiono los hechos que esta ramera ha descrito y tampoco me arrepiento de mis actos. Lo único que quiero decir es que no deseaba la muerte del reverendo Hanks y que nadie puede probar lo contrario ya que yo nunca supe que estaría presente. Pero sí, señores, soy culpable del resto de los cargos de los que se me acusa, y lo volvería a hacer, ¡lo volvería a hacer cien veces más! ¡Solo por evitar que esta ramera infiel y este traidor que se hace llamar protector contaminen y envenenen nuestro mundo sagrado!
Pudo presenciar la sorpresa del resto de los gobernadores al admitir su culpa. ¡Presumió de ello delante de aquella ramera! Comprendía la confusión, ya que ellos no sabían lo que pretendía. El poder y la seguridad de que Dios estaba junto a él le ayudaron a continuar. Miró a Benjamin Mayhew.
—Rechazo su derecho a condenarme a muerte para silenciar la oposición de Dios ante su abuso corrupto de poder. De acuerdo con mi derecho ante Dios, la ley y este cónclave, ¡desafío su decreto! ¡Deje que su campeona de un paso al frente y pruebe la verdadera voluntad de Dios espada contra espada, como nos enseñaron antiguamente nuestros sucesores y dejemos que Dios decida por nosotros!
Se llenó de gloria cuando observó el rostro de sorpresa de Mayhew e hizo un gesto de triunfo, ya que había conseguido silenciar a aquel bastardo. Si asumía los poderes ancestrales del protector para dar marcha atrás y ejercer su despotismo entonces debía también aceptar sus limitaciones y su «campeona» era la ramera del cónclave. Por fin Burdette podría batir a aquella ramera en duelo.
La consternación se apoderó de la cámara, los gobernadores se olvidaron de formalidades y gritaron enfurecidos. Pero Burdette les ignoró por completo y fijó sus ojos en Mayhew. Sabía que la ramera había estado jugando con aquella espada desde que su propia gente la trajo a Grayson. No cabía duda de lo poco que había aprendido y de la poca práctica con la que contaba cuando ascendió a segundo maestro. Como cualquier graysoniano, él pensaba que la espada era un producto del pasado, sin embargo ahora entendía el verdadero motivo por el cual Dios le había inspirado para convertirse en su maestro.
Solo por un momento. En este día, manejaría otra Espada para acabar con la Ramera de Satán frente a todos los graysonianos del sistema estelar. Y cuando por fin cayera, cuando la voluntad de Dios resultara evidente para todos, su muerte anularía la sentencia de muerte de Mayhew, ya que bajo la Constitución del protector, ¡la victoria de un gobernador en este desafío le protegía para siempre de cualquier aspecto del mencionado decreto!
Benjamin Mayhew observó el rostro triunfante de Burdette y su corazón se acongojaba al darse cuenta de su propia estupidez. Debería haber considerado esa posibilidad, ¡pero en trescientos años nadie se había atrevido a desafiar decreto! Era un acto de barbarie, pero debería haberlo considerado, ya que este hombre era de verdad un bárbaro.
Dio un puñetazo con su mano derecha y su mirada era glacial. En ese preciso momento, nada le haría más feliz que ver a William Fitzclarence muerto en el suelo. Sin embargo, sabía también que Honor no había dormido más de tres horas desde el accidente de la pinaza y contaba con cuatro costillas rotas que aún estaban cicatrizando y que bajo su vestido estaba cubierta de moratones. Se mantenía en pie gracias a la adrenalina y las pastillas de estimulación que le habían suministrado y estaba asombrado por la fuerza que estaba demostrando frente a los gobernadores. Pero sabía que no estaba en condiciones de enfrentarse a un hombre tan hábil con la espada como Burdette. Incluso si hubiera estado descansada y sana, hacia un año que no tocaba la espada, mientras que Burdette se había presentado a los cuartos de final planetarios al menos en tres ocasiones y sabía que el sanguinario gobernador no se conformaría con tocarla. Planeaba matarla y todo apuntaba a que lo conseguiría.
Podía renunciar a su propio decreto, pensó Benjamín, y con su renuncia aceptar la derrota de su campeona sin exponer a Honor ante Burdette. Pero toda la población de la Estrella de Yeltsin estaba presenciando el acto. Su decisión podía desprestigiar al Protectorado, y si los ciudadanos de Grayson pensaban que él se había rendido porque Honor temía enfrentarse a Burdette…
Entonces miró a Honor, tenía la mirada tranquila y relajada, a pesar del desafío que se le presentaba y del dolor que sentía. Supo que no tenía elección. En términos legales, daba lo mismo que su protector aceptara la derrota o que su campeona fuera asesinada. En cualquier caso, el decreto quedaba anulado y Benjamín Mayhew no tenía derecho a pedirle a la mujer a la que tanto le debía, que se enfrentara a un reto en el cual podía perder la vida.
—Milady, sé que está herida —dijo, y se preocupó de que su voz se escuchara en cada esquina de la sala. Estaba decidido a hacerles entender a todos que se habían rendido a causa de sus heridas, no porque le faltara coraje—. No creo que esté en condiciones de lidiar con este hombre en mi defensa, así que…
Honor levantó una mano, y él enmudeció. ¡Nadie se atrevía a interrumpir al protector de Grayson cuando hablaba desde su trono! Pero ella era consciente de lo que hacía. Tan solo le miró, sin apenas girarse hacia Burdette y su voz de soprano alcanzó todas las esquinas de la sala.
—Excelencia —dijo ella— solo tengo una pregunta. ¿Quiere que le lesione o que le mate?
Benjamín se giró sorprendido y el gobernador la miró incrédulo, pero aquella pregunta había acabado con la posibilidad de evitar el conflicto. Era su elección, no la de él, y mientras observaba sus suaves ojos almendrados, pudo ver de nuevo a la mujer que una vez salvó su vida y la de toda su familia. Rezó desesperado, para que pudiera llevar a cabo este milagro por ella misma, por él, y por su mundo. A continuación cogió aire.
—Milady —le dijo el protector de Grayson a su campeona—, no tengo intención de verle salir por la puerta con vida.
—De acuerdo, excelencia —Honor hizo una reverenda y se dirigió a su escritorio. Descolgó a Nimitz de su hombro y este se quedó quieto a su lado con las orejas en alerta, pero tranquilo. Ella procedió a sacar de la funda la Espada del Estado. Aquella peligrosa arma preciosa había sido forjada hacía seiscientos años por el mismísimo Benjamín El Grande, pero a pesar de ser antigua seguía siendo letal. Su hoja, marcada con el anagrama de la Antigua Tierra, era de acero de Damasco y brillaba como el primer día. La tomó en su mano y se colocó en posición para enfrentarse a su enemigo.
—Milord —dijo Honor Harrington fríamente—, rece por mí, para que Dios vele por la justicia.
* * *
William Fitzclarence observó a Harrington, en el fondo se mofaba de su estupidez. ¿Realmente pensaba que su maestro demoníaco podía defenderla ahora? ¿Cómo podía ser tan estúpida?
Volvió a mirar su crono, asegurándose de que pareciera aburrido por la espera. Por ley, no podía abandonar la cámara antes hasta cumplir con su desafío, así que había tenido que enviar a uno de sus guardaespaldas a por su espada. Qué casualidad, se la había traído consigo. Siempre lo hacía, por supuesto, cuando no sabía por cuánto tiempo se quedaría, ya que se había propuesto practicar con ella regularmente. Bueno, quizá no era un hecho fortuito, sino parte del plan que el Señor le había preparado para convertirle en la Espada del Señor.
Se escuchaba mucho alboroto entre los gobernadores, asustados como pajarillos, mientras las puertas de la cámara se abrieron una vez más. Su guardaespaldas entró en la sala portando la espada que había pertenecido a Burdette durante cuarenta generaciones. La tomó en su mano. La empuñadura le sentaba como un guante, como si de un viejo amigo se tratara y se giró hacia la ramera.
Ella llevaba tiempo en pie esperándole, la Espada del Estado se encontraba clavada en el suelo de piedra frente a ella, la agarró decidida y su rostro se mantenía sereno. No sentía miedo, ni odio, ni preocupación. Nada, solo veía aquel frío rostro.
Él sintió un escalofrío de repente, como si su propia mirada le enfriara el alma. Su vacío en ellos mostraba algo dramático. Yo soy la Muerte, parecían contarle, pero solo por unos segundos. Después se recordó a sí mismo su habilidad con la espada y lanzó un resoplido de autosuficiencia. ¿Acaso esta bruja se piensa que es la Muerte? Se mordió el labio y escupió en el suelo. Ella era tan solo la ramera del Diablo, y sus ojos eran solo eso, a pesar de que intentaran decirle blasfemias. Había llegado al punto de no retorno. Se escuchó el sonido del acero al desenfundar su espada.
Honor escuchó como Burdette se preparaba y vio como brillaba su filo. Al igual que las antiguas hojas japonesas, las espadas de Grayson estaban fabricadas a mano por expertos que las convertían en objetos casi perfectos. Durante un milenio habían perfeccionado su arte, e incluso hoy en día, los pocos artesanos que aún vivían fijaban cada hoja de acero con sumo cuidado sobre el yunque. Doblaban cada hoja una y otra vez para darle el temple adecuado, después la afilaban con una precisión asombrosa. La perfección de su forma definía la función de esta arma de belleza letal.
No hay duda de que la tecnología moderna podía haber plagiado estas espadas, pero realmente no pertenecían a tiempos modernos. A un oficial naval le resultaba absurdo encontrarse con un fanático religioso con un arma de hace quinientos años; mucho antes de que el hombre abandonara la Antigua Tierra. Ella sabía que Burdette era mucho más experimentado que ella. Había practicado durante años en los salones de Grayson. Honor sintió su cuerpo dolorido, demasiado exhausto para enfrentarse a algo como esto. Pero ello no le hizo cambiar de idea sobre lo que debía hacer.
Se quitó los zapatos y dio un paso al frente, el vuelo de su falda daba vueltas y sus pies descalzos caminaban silenciosos sobre el suelo de piedra. A pesar de su cansancio, su mente estaba tan centrada como su rostro. Se colocó en posición ante el trono de Benjamín y supo que cada uno de los hombres de aquel cónclave esperaban verla morir.
Con toda la confianza que Burdette tenía en sí mismo, se olvidó —o quizá nunca lo supo— de algo que Honor dominaba muy bien. Él pensó que sería como luchar en un salón de esgrima. Pero no estaban donde él pensaba, algo de lo que ella era muy consciente ya que había estado antes aquí… a diferencia de él. Quizá había ordenado un asesinato, pero nunca había cometido ninguno. Asimismo, tampoco se había enfrentado a una de sus víctimas con el arma en mano.
Burdette se acercó para recibirla con la arrogancia y la seguridad de un conquistador. Hizo una pausa para ejecutar un breve ejercicio de calentamiento y ella observó impávida, preguntándose si él se daba cuenta de la gran diferencia entre la esgrima de competición y esto. La esgrima era como un kata en un golpe rápido. Estaba diseñado para perfeccionar los movimientos, para practicarlos, no para utilizarlos. Y en la sala de esgrima, un toque era tan solo un toque.
* * *
Burdette terminó con sus estiramientos y con su mente victoriosa observó como la ramera se situaba en posición. Adoptó una posición de baja guardia, con la hoja extendida en una leve diagonal, la empuñadura sobre la cintura y la cadera encorvada. Aunque trataba de esconderlo, estaba intentando utilizar su lado derecho. ¿Quizá esa era la herida que Mayhew había mencionado? Si estaba en lo cierto, ello explicaba su posición, ya que con la baja guardia sus músculos sufrirían menos.
Pero la baja guardia, tal y como le había enseñado su maestro de esgrima, era una posición de debilidad. Invitaba al ataque en vez de posicionar el mismo por lo que elevó su espada en tercera alta, se balanceó, pie derecho atrás, fuste por debajo del ojo, de modo que podía verla mientras la apuntaba con su espada.
Honor le observaba con los ojos de una mujer experta en artes marciales durante casi cuarenta años y comenzaba a recordar todos esos duros años de relajación y concentración. Sintió su desgaste, el dolor de las costillas rotas y de los moratones, su hombro izquierdo parcialmente paralizado…, pero le ordenó a su cuerpo que ignorara todas esas sensaciones, y su cuerpo obedeció.
El maestro Thomas le enseñó dos términos en su primera semana de entrenamiento. «El dominio» y «el pliegue», así les llamaba. «El dominio» era el choque de voluntades, la guerra de caracteres para establecer quién acabaría dominando psicológicamente a su adversario. Pero «el pliegue» era algo muy diferente, hacía referencia a la pequeña arruga que se forma en la frente cuando llega el momento de la verdad. Por supuesto, el pliegue era tan solo un término que tenía multitud de significados, le indicó él en su momento, ya que cada espadachín anunciaba su ataque de maneras muy diferentes. Todos aquellos que practicaban el arte de la esgrima habían aprendido a buscar su pliegue, y los que asistían a competiciones estudiaban a sus oponentes antes del duelo. Siempre era importante aprender las señales sutiles que enviaba el contrincante. Cada espadachín tenía el suyo propio; se trataba de un gesto inconsciente que les delataba siempre. Pero como existen multitud de pliegues, le solía explicar el maestro Thomas sentado con las piernas cruzadas en la sala de esgrima, la mayoría de los espadachines le dan más importancia al dominio que al pliegue por tratarse de una manera más segura de acabar con tu contrincante en vez de buscar algo que no se sabe exactamente lo que es.
Pero el verdadero maestro de la esgrima, decía él, era aquel que había aprendido a confiar no en la debilidad de su enemigo, sino en su propia fuerza. Ella entendía que la diferencia entre la sala de esgrima y el lugar donde se encontraba hoy —entre la esgrima como arte y morir por la espada— estaba en el pliegue no en el dominio.
Honor sabía que le había costado demasiado aprender ese concepto, teniendo en cuenta su pasado. Pero una vez que lo comprendió, y después de estudiar largas horas en la biblioteca sobre Japón, se había dado cuenta de que en Grayson, al igual que en las antiguas islas de los samuráis, todos los duelos formales debían comenzar y finalizar con un solo golpe.
Burdette la miraba sorprendido ante el estoicismo de ella. Él también había aprendido los conceptos de dominio y pliegue, y los había utilizado en muchas de sus competiciones. Pero estaba seguro de que ella desconocía cuál era su pliegue; No podía ser que estuviera pensando en descubrirlo a estas alturas. O quizá sí. Quizá era demasiado novata con la espada para sortear todos los disparates metafísicos de la realidad práctica, pero William Fitzclarence era demasiado veterano como para distraerse ante una situación como esta.
Se colocó en posición y se mordió el labio al intentar llevar a cabo su predominio. Esa era su parte favorita del campeonato. Las paradas, la tensión mientras el contrincante más fuerte obligaría al más débil a abrir su ataque. Saboreaba ya la victoria de terminar para siempre con aquella ramera.
Pero entonces dejó de morderse el labio y abrió los ojos incrédulo. No había choque. Su concentración desapareció, como si hubiera hundido su espada en un pantano lleno de fango. Gotas de sudor le recorrían la frente. ¿Qué demonios le ocurría? Él era el maestro y ella la principiante. Debía sentir la presión de fracasar, la insoportable tensión… el miedo. ¿Por qué ella no atacaba para terminar con ello?
Honor esperó, en posición y sin moverse, concentrada tanto física como psíquicamente, su mirada puesta en cada una de las extremidades de su cuerpo. Sintió la frustración, pero era distante y sin importancia en comparación con el dolor de sus costillas. Tan solo esperó, y cuando vio el momento, atacó.
Nunca supo cuál era el pliegue de William Fitzclarence. Tan solo sabía que lo reconocería. Algo dentro de ella se lo indicó, en el instante en el que tensó sus brazos para lanzar la espada sobre ella.
El instante en el que estaba totalmente concentrado en el ataque, y no en la defensa.
El cuerpo de Honor respondió con la seguridad y la rapidez de una persona nacida y criada en el fondo de un pozo gravitatorio, mucho más poderosa que sus oponentes. Giró su espada con un revés y el acero afilado de la Espada del Estado atravesó el torso de Burdette desde su cadera derecha hasta su hombro izquierdo. Desgarró sus ropajes y pudo escuchar el comienzo de un grito de auxilio cuando el dolor bloqueó su espada. Pero no pudo finalizar ese grito porque al intentar incorporarse, Honor aflojó las muñecas y retrocedió a la izquierda empujada por el movimiento de su propio cuerpo mientras la cabeza de William Fitzclarence yacía sobre sus hombros en un charco de sangre.