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Era tarde, y Honor llevaba puesto un kimono de seda sobre su pijama y estaba terminando su último informe, después cerró el archivo en su terminal y se recostó en su cómodo sillón con cara de pensativa. Se frotó un poco la punta de la nariz y agarró la taza de cacao que MacGuiness le había dejado preparada sobre su escritorio. Le había lanzado una mirada crítica, luego señaló el crono después de retirarse y ella sonrió mientras le daba un sorbo al delicioso y dulce chocolate, balanceándose hacia adelante y hacia atrás en su sillón; sin embargo, aún no estaba lista para acostarse.

El Escuadrón de Batalla Uno todavía estaba muy lejos de ser considerado de combate, pero su equipo estaba actuando de manera muy eficaz y responsable. La personalidad tranquila y competente de Mercedes Brigham contrastaba con el carácter serio y perfeccionista del comandante Bagwell y con la irreverencia del comandante Sewell. Combinado con la inteligencia analítica de Paxton, Mercedes, Bagwell y Sewell eran los miembros más veteranos del equipo y estaban demostrando ser un instrumento muy útil, receptivos ante las órdenes de Honor y capaces de llevar a cabo las labores que se les encomendaban con una eficacia absoluta.

Pero un escuadrón no solo dependía de sus comandantes, y estos seguían cometiendo errores que no deberían dada su experiencia. Era comprensible, ya que todos ellos habían sido ascendidos a la fuerza y obligados a asumir altos rangos y no contaban con la experiencia necesaria para ello. Aún se estaban acostumbrando a la potencia y el empuje de sus naves, y con la nave estacionada todo el tiempo, tampoco les servía de ayuda.

El teniente primero Matthews y los ingenieros del Terrible estaban trabajando muy duro, pero la nave presentaba un número alarmante de problemas de adecuación, tal y como Yu había pronosticado, y las reparaciones habían restringido el número de simulaciones y el tiempo de sus ejercicios de entrenamiento. No nos olvidemos de la comandante que continuaba despertándose con pesadillas de vez en cuando, y que tenía todas las papeletas para perder los nervios en combate.

Y aun así…

Tomó otro sorbo de cacao e hizo una mueca. Aunque la situación no fuera idónea, no era tan terrible como había sido en el pasado, y estaban mejorando mucho con el tiempo. Ella necesitaba asegurarse de que continuaban mejorando, e hizo un esfuerzo por recordarlo en el futuro.

Yu, Matthews y la Oficina de Construcción de Naves estaban haciendo maravillas con el Terrible. Aun contaba con un fallo importante en el control de incendio del gráser, posiblemente porque aún conservaba armamento energético de los havenitas, aunque habían adquirido un sistema de control de incendio nuevo, diseñado en Mantícora y construido en Grayson, y en el astillero le aseguraron a Honor que lo recibirían en unos días. Aquella experiencia le hacía estar aún más agradecida de la paciencia que Mark Sarnow había tenido con ella en Hancock y había decidido actuar de igual forma con Alfredo Yu y con los trabajadores del astillero.

Una vez el problema estuviera solventado, ella podría organizar un programa sólido de ejercicios, el cual era realmente necesario. Había trabajado con su equipo en el simulador y ya podía hacerse una idea general de su forma de actuar, pero ni siquiera los mejores simuladores podían igualarse a los ejercicios prácticos, ya que todo el mundo sabía que se trataba tan solo de un simulador. Ella misma era consciente de que reaccionaba de forma diferente, a pesar de lo creíbles que pudieran resultar los ordenadores, y estaba convencida de que la única manera de evaluar la habilidad de sus oficiales era que la vieran acción, en el espacio. Quería saber qué era lo que les preocupaba a sus oficiales más novatos. Es más, quería que ellos mismos se vieran en las mismas circunstancias que ella, ya que debían acostumbrarse a su pensamiento táctico que solo sería posible gracias a la práctica constante.

Se preguntaba a veces si obtendría mejores resultados si se enfadara con ellos de vez en cuando. Había trabajado con almirantes que hacían buen uso de su mal genio, haciendo el papel de ogro para asustar a los principiantes y para algunos había dado buenos resultados. Pero Honor recordaba lo que la RAM le había enseñado a través de Raoul Courvosier hacía ya mucho tiempo: que la gente se comportaba de forma muy diferente dependiendo de quién estuviera al mando. Ese era uno de los motivos por los que ella quería practicar con el Terrible fuera del astillero. No podía quejarse del duro esfuerzo que estaban demostrando sus oficiales, pero aun carecían de espíritu de grupo, es decir, de un sentido de identidad corporativo que solo se podía conseguir con el esfuerzo y la posibilidad de demostrar su valía unos con otros… y para ello su almirante debía también dar ejemplo de su maestría. La mayoría de los oficiales eran demasiado novatos como para haber presenciado, y mucho menos haber participado, en la batalla de Pájaro Negro o en el Segundo Yeltsin, y todos sabían bien que la RAM la había expulsado. Hasta que no les mostrara lo que era capaz de hacer, ellos no lo sabrían, fuera la que fuera su reputación y necesitaba despejar todas sus dudas.

Sin embargo, debía tener cuidado con los oficiales de Grayson. El almirante Trailman, por ejemplo, albergaba algún resentimiento de tipo religioso en relación a las mujeres de uniforme, pero en ese caso su reputación como la mujer que había salvado a Grayson de Masada era de gran ayuda. Honor se sentía culpable al aprovecharse de aquella reputación (le parecía una actitud cínica y calculadora), pero sabía utilizar sus cartas cuando debía, y sabía que debía utilizar todos los recursos posibles para esta misión. Y funcionó. A Trailman le resultaba complicado el tratar a las mujeres oficiales como debía, pero a Honor la trataba con un respeto muy considerable para un oficial que había pasado de capitán a almirante en un suspiro.

Por supuesto, el respeto y la autoridad no eran exactamente lo mismo. Todos los hombres bien educados de Grayson respetaban a las mujeres, pero aquello no significaba que aceptaran que una mujer supiera lo que hacía en el puesto de un «hombre». Ella prefería pensar que así es como Trailman había sido educado en relación a este tema… al menos hasta que Yanakov acabó con él en el simulador. Trailman no estaba de acuerdo con la manera en la que la novata almirante había reescrito las «normas», y no le gustaba que Yu (un simple capitán y exrepo) le hubiera salvado el pellejo. Pero Honor también debía de reconocer las virtudes de aquel graysoniano. A pesar de todo lo furioso que estuviera, admitía de forma honesta sus errores, y el hecho de que ella no le saltara al cuello también había ayudado a su relación. Era consciente de que había elogiado a Yanakov y a Yu (aunque su admiración por el primero se había visto perjudicada por un par de observaciones sobre lo que les ocurría a los almirantes que pecaban de ser demasiado listos), pero se reservaba para sí misma la opinión que tenía de Trailman. No había manera humana de evitar criticar sus decisiones, pero ella se negaba a dejarle en evidencia tanto de cara a sus compañeros como en privado. Había cometido errores, y era su trabajo informarle, pero ella siempre había detestado a aquellos oficiales que se encargaban de restregarle a sus subordinados todos los errores que cometían, y su propia experiencia bajo el mando de Mark Sarnow le ayudaba a comprender mejor la situación. El objetivo era aprender de sus errores, no dar azotes. Si algún oficial se mostraba realmente incompetente, entonces ella debía encargarse de ello; por el momento, debía tener un motivo suficientemente importante como para llegar a aquellos extremos.

Sin embargo, Trailman era quizá el miembro más débil, pensaba. Tenía fama de luchador, pero le faltaba diplomacia, y ella no acababa de entender si era un rasgo de su personalidad o si en realidad reflejaba falta de confianza en sí mismo. Un oficial que desconfiaba de su capacidad, generalmente siempre atacaba sin pensar, prefiriendo actuar de forma visceral cuando era preferible la tenacidad, y la habilidad para pensar maniobrar era menos importante. La tendencia de Trailman a actuar siempre de acuerdo con el Libro le preocupaba, pero aquello no era suficiente motivo como para relevarlo de su cargo, además era un jefe excelente. Mejor aún, su equipo y sus comandantes le admiraban y respetaban.

Esto le resultaba muy útil en su puesto y si ella decidiera expulsarlo, su equipo se resentiría. Además, a pesar de tener sus propias opiniones sobre Honor, ella le admiraba también. Era decidido y honesto, y aunque no destacara por su inteligencia, poseía una determinación insuperable.

Walter Brentworth, por su parte, había demostrado ser tan dependiente y responsable como ella se imaginaba, y si metía la pata una vez no volvía a caer sobre el mismo error dos veces. A diferencia de Trailman, se encontraba a gusto trabajando con mujeres oficiales en general, no solamente con Honor, y era muy minucioso en su trabajo. Su fallo por mantenerse cerca de la División Doce antes de que Yanakov le sorprendiera en el simulador, podía indicar una incapacidad para dar órdenes según la mentalidad de ataque de Trailman, pero si ese hubiera sido el caso, habría rectificado. De hecho, su única debilidad era precisamente sus ansias de perfeccionismo. Ella sospechaba que aquello fue parte del problema en el simulador. Se había obsesionado con los pequeños detalles que debería haber delegado en su oficial de operaciones o su capitán de mando, en vez de preocuparse de por qué Yanakov había realizado un acercamiento inicial tan torpe.

Si aprendiera a delegar un poco más, podría pasar de ser un buen oficial a ser excelente, opinaba ella. A pesar de ello, ella estaba verdaderamente contenta de tenerle como su comandante de división experimentado, y ella tenía razón en cuanto a su reacción sobre su actitud en el simulador. Había sido plenamente consciente de sus errores y entendía tanto la actitud de Yanakov, como la decisión de Honor de apartarle del circuito para ver cómo reaccionaba Trailman. Es más, se había esmerado mucho en los ejercicios siguientes en el simulador y parecía mejorar progresivamente cada día que pasaba.

A pesar de lo satisfecha que estaba con la actitud de Brentworth, era consciente de que tenía una tendencia a presumir del contraalmirante Yanakov. Judah Yanakov resultaba ser la antítesis perfecta de Trailman, tanto física como temperamentalmente. Era el más joven de sus comandantes, bajito y nervioso, con el pelo castaño rojizo y ojos grises, y se movía con mucha más energía que Trailman. Era bastante agresivo, pero se compensaba con su mente despierta y calculadora. También era el sobrino de Bernard Yanakov, el predecesor de Wesley Matthews como gran almirante, lo cual le convertía en primo del protector Benjamín, y por ahora no tenía ningún problema con sus habilidades como mujer al mando.

A Honor no le gustaban los oficiales que elegían a sus favoritos, por ello hizo un esfuerzo por no convertir a Yanakov en su ojo derecho, aun así confiaba en sus instintos más que en los de Trailman o en los de Brentworth. Tal y como había demostrado en el simulador, a veces era demasiado ingenioso, y a pesar de que estaba más centrado, no había perdido su iniciativa en todo este tiempo. De hecho, el único problema que tenía con él, era que tenía sus diferencias con Alfredo Yu.

Honor suspiró, se frotó la nariz y frunció el ceño ante su terminal en blanco. Todos sus oficiales de Grayson tenían sus propios motivos para mirar con recelo al hombre que había destruido su armada previa a la Alianza, pero Walter y Trailman parecían tenerlo muy superado. Yanakov no lo había hecho aún; aunque se esforzaba mucho en tratar que no le afectara profesionalmente, y ella era muy consciente de que sus motivos eran muy similares a los suyos. Culpaba a Yu de la muerte de Courvosier; Yanakov culpaba a Yu por la muerte de su tío, lo cual no era nada sorprendente. Honor lamentaba profundamente con el paso del tiempo que nunca había podido solucionar sus diferencias culturales con su anterior gran almirante, ya que conforme lo fue conociendo se fue dando cuenta del gran hombre que había sido.

A pesar de lo extraordinario que había sido el gran almirante Yanakov, como oficial y como persona, Honor lamentaba el distanciamiento que se había producido entre su sobrino y Alfredo Yu. Se sorprendió cuando se dio cuenta de lo que sentía al respecto, y aun así no podía evitarlo. Ella seguía sintiendo una cierta ambigüedad personal en relación a Yu, y una parte de ella se disgustaba por ello. Debía superarlo, se dijo de nuevo a sí misma. Creía que poco a poco lo estaba consiguiendo, pero estaba tardando demasiado y era culpa suya.

Frunció el ceño al tiempo que admitía su culpa. Alfredo Yu era uno de los oficiales más competentes que conocía. Su reacción ante la emboscada de Yanakov no le había pillado por sorpresa; una combinación de rechazo, pánico y buenos reflejos que era muy típico de él. El lado más profesional de Honor admitía que tenía muy buenas cualidades. Y lo que es más, contaba con un ramafelino a través del cual podía reflejar sus emociones detrás de su impasible fachada. Sabía que él se sentía verdaderamente avergonzado de lo que sus órdenes le habían obligado a hacer en la Operación Jericó, del mismo modo que sabía que Mercedes estaba en lo cierto en relación a lo que le había ocurrido a su gente en el Madrigal. Y porque sabía todo esto, no podía perdonarse el seguir condenándole por lo que había sucedido.

Suspiró, y sus ojos se suavizaron a levantar la vista y observar a Nimitz. El felino roncaba serenamente en su asiento, pero ella sabía cómo habría reaccionado si hubiera estado despierto. Nimitz no tenía ningún problema con Alfredo Yu, y aunque no sabía por qué se culpaba de su opinión hacia él, estaba segura de que la regañaría de nuevo por su sentido de culpa. Lo cual no cambiaba las cosas. Yu era un excelente oficial, tan capaz de ser capitán de mando como cualquier otro almirante… y posiblemente más cualificado que ella para dicho rango. Además, era un hombre bueno y decente, que se merecía lo mejor y ella no podía dárselo. Todavía no. No le gustaba ser tan pequeña y petulante.

Suspiró de nuevo, después se levantó y cogió a Nimitz. Se lo llevó hasta su habitación y él se acurrucó en sus brazos con los ojos entreabiertos y estiró una de sus manos verdaderas para acariciarle el rostro. Ella sintió su satisfacción cuando supo que estaba lista para acostarse y le acarició las orejas con la mano que tenía libre. Estaba lo suficientemente cansada como para no tener ningún sueño, ya fuera bueno o malo, que la incomodara, y el escuadrón y su almirante tenían un día duro mañana. Era ya muy tarde, así que bostezó y apagó la luz tras de sí.

* * *

Tres hombres se sentaron en una cómoda biblioteca que contaba con multitud de estanterías repletas de libros antiguos, y en sus copas brillaba el vino tinto mientras uno de los asistentes colocó la botella encima de la mesa. La noche sin luna que se cernía sobre aquella biblioteca estaba repleta de estrellas. Las pequeñas y brillantes joyas de las granjas orbitales de Grayson rodeaban la gran mole de la Casa Burdette. Era una noche tranquila tanto fuera como dentro de la casa, pero los ojos azules de lord Burdette reflejaban nerviosismo cuando se giró hacia sus invitados.

—¿Así que la decisión es definitiva? —preguntó un hombre, y Burdette frunció el ceño.

—Sí —contestó—. La Sacristía está supeditada a lo que diga ese protector sin escrúpulos, y están dispuestos a llevar a la madre Iglesia y a todos nosotros al Infierno.

El hombre que acababa de hablar se movió en su sillón. Los ojos fríos de Burdette preguntaban en silencio y el hombre se encogió de hombros irritado.

—Sé que la Sacristía no ha demostrado contar con la sabiduría que esperan los hijos de Dios, William, pero Benjamin Mayhew es el protector.

—¿Eh? —Burdette se mordió el labio al observar a John Mackenzie.

—Sí —Mackenzie respondió en seguida. El destacamento Mackenzie era casi tan antiguo como el destacamento Burdette, y a diferencia de este, la familia originaria de Mackenzie llevaba ocupando el cargo hereditario desde su fundación—. Diga lo que diga del protector Benjamin, su familia ha servido muy bien a Grayson. No me importa que le tilden de desaprensivo.

Los ojos marrones de Mackenzie eran tan despiadados como los de Burdette, y la tensión crecía en el ambiente hasta que el segundo invitado se aclaró la garganta.

—Señores, discutiendo no servimos ni los intereses de Grayson ni los de Dios —la voz de Mueller era calmada pero concisa, y todos le miraron por un momento. Después Burdette refunfuñó.

—Tiene razón. —Tomó un sorbo de vino tinto y se giró de nuevo hacia Mackenzie—. No me arrepiento de lo que he dicho, pero tampoco lo repetiré. —Mackenzie asintió cortésmente, muy consciente de que estaba a punto de disculparse al igual que su compañero, y Burdette continuó—. De todas maneras, creo que comparte mi preocupación sobre los derroteros que está llevando este asunto.

—Sí señor. —Burdette no parecía muy satisfecho, pero aun así asintió, y se encogió de hombros.

—Entonces la pregunta es qué es lo que hacemos al respecto, ¿verdad?

—No sé qué más podemos hacer —contestó Mackenzie—. Hasta ahora le hemos apoyado, y estoy seguro de que continuaremos haciéndolo —miro a Mueller, el cual asintió y después se volvió hacia Burdette—. Todos hemos contribuido al apoyo de los testigos que enviamos hacia el sur para intentar que la gente de lady Harrington entrara en razón, y he añadido mis protestas con las suyas ante la Sacristía. Tampoco le he ocultado mis sentimientos al protector. Pero fuera de nuestros destacamentos, nuestros recursos legales son limitados. El protector y la Sacristía están de acuerdo con la causa, así que tan solo podemos confiar en que Dios les muestre el error que están cometiendo, antes de que sea demasiado tarde.

—Eso no es suficiente —protestó Burdette—. Dios espera que su gente actúe, en vez de quedarnos sentados esperando a que él intervenga. ¿Acaso están sugiriendo que le demos la espalda al mensaje de Dios?

—No he dicho eso. —El esfuerzo de Mackenzie por controlar su temperamento era muy evidente, y se inclinó hacia delante, posando las manos sobre sus rodillas—. Simplemente, estoy diciendo que nuestras opciones son limitadas, y creo que hemos hecho uso de todas. Y a diferencia de ti, yo sí creo que Dios se negará a que sus siervos sean conducidos al pecado por cualquiera. ¿Acaso está sugiriendo que nos olvidemos del poder de la oración?

Los dientes de Burdette chirriaron de rabia y su rostro se mostraba enfurecido ante la irónica pregunta de Mackenzie, el cual se recostó de nuevo en su silla.

—No estoy diciendo que esté en desacuerdo, William —su tono se volvió más indulgente—, y sabe que le apoyaré en todo lo que pueda.

—¡Pero eso no es suficiente! —reiteró Burdette acalorado—. Este mundo está consagrado a Dios. San Austin condujo a nuestros antecesores hasta aquí para construir un lugar sagrado, regido bajo las normas de Dios. ¡El hombre no tiene derecho a modificar sus leyes a su antojo solo porque una universidad incompetente e ignorante ha convencido al protector de que ya «no está de moda»! ¡Demonios, hombre!, ¿es que no lo ve?

El rostro de Mackenzie se quedó helado. Se sentó en silencio durante un largo rato y después se incorporó. Observó a Mueller, pero su colega seguía sentado y mirando la copa para evitar el contacto con sus ojos.

—Comprendo su dolor —la voz de Mackenzie era neutra, aunque su esfuerzo por mantener la calma era evidente— pero yo tengo mi opinión y usted tiene la suya. Creo que hemos hecho todo lo que hemos podido, ahora solo nos queda confiar en Dios para dar el siguiente paso. Usted está en desacuerdo y no tengo intención de pelearme con usted. Dadas las circunstancias, creo que será mejor que me vaya antes de que cualquiera de nosotros haga algo de lo que se pueda arrepentir.

—Creo que tiene razón —Burdette asintió.

—¿Samuel? —Mackenzie miró de nuevo a Mueller, pero este solo le saludó de forma silenciosa con la cabeza, sin tan siquiera levantar la vista. Mackenzie le observó por un momento, después tomó aliento y miró de nuevo a Burdette. Los dos hombres intercambiaron un correcto y frío saludo, y Mackenzie se volvió y caminó hacia la salida de la biblioteca a un paso rápido y encolerizado.

El silencio reinaba en la sala hasta que el tercer invitado de Burdette se levantó y se llevó el vaso que Mackenzie acababa de abandonar en el aparador. El ruido del cristal resonó con fuerza al apoyarlo y Mueller por fin levantó la cabeza.

—¿Tiene razón, sabe, William? Legalmente hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance.

—¿Legalmente? —el hombre, que hasta ahora había estado en silencio se pronunció—: ¿Según la ley de quién, milord? ¿La de Dios o la del hombre?

—No me gusta su tono, hermano Marchant —dijo Mueller, pero su tono era menos severo que de costumbre y el clérigo se encogió de hombros. Tenía sus dudas acerca de Samuel Mueller. Era demasiado calculador para expresar sus sentimientos abiertamente, pero era un hombre de fe, al igual que Marchant o lord Burdette y a diferencia de los reformistas como el protector Benjamin. Y si tenía más motivos, bueno, Dios disponía de los medios necesarios, y la ambición y el resentimiento de su pérdida de autoridad podían ser muy útiles en este caso.

—Quizá no, milord —dijo el clérigo después de un rato—, y no pretendo faltarle al respeto, ni a usted ni a lord Mackenzie —su voz dejaba entrever que parte de lo que decía no era cierto—. ¿Pero estará de acuerdo conmigo en que la ley de Dios está por encima de la del hombre, verdad?

—Por supuesto.

—Entonces si los hombres, ya sea conscientemente o por error, violasen la ley de Dios, ¿no tenemos nosotros la responsabilidad de corregir esas violaciones?

—Tiene razón, Samuel —la ira en la voz de Burdette se iba agravando y se lo dejó entrever a Mackenzie—. Usted y John pueden hablar de consideraciones «legales» todo lo que quiera, pero mire lo que pasó cuando intentamos ejercitar nuestros derechos legales. Esa ramera de Harrington casi acaba por completo con el hermano Marchant, ¡simplemente por proclamar la voluntad de Dios!

Mueller frunció el ceño. Conocía el caso a través de los medios, y sospechaba que Marchant se había salvado solo gracias a la Guardia de Harrington. Aun así, era su trabajo, ¿no? Después de todo, fue el personal de las Cúpulas Celestes de Harrington el que había liderado las contramanifestaciones fuera de la Casa Harrington. La mayoría de la gente lo desconocía, pero Mueller sí lo sabía, y sentía un profundo respeto por cómo ella había ocultado su colaboración. Sin embargo, la estrategia resultaba muy obvia para cualquiera que supiera dónde mirar, y si ella hubiera dejado que la plebe matara al clérigo ante sus ojos, mucha más gente además de Samuel Mueller habría vigilado el caso más de cerca. Ante esta situación, dejar que sus súbditos lincharan a Marchant la habría convertido en culpable y la habría marcado de por vida de cara a todos los graysonianos.

—Quizá —dijo él finalmente—, pero sigo pensando que debe haber algo más que podamos hacer, William. Siento mucho lo que le ocurrió al hermano Marchant —asintió con la cabeza mirando al ex sacerdote—, pero tan solo estábamos cumpliendo con la ley, y…

—¡La ley! —saltó Burdette—. ¿Desde cuándo un don nadie como Mayhew tiene el derecho de dictar las normas de un destacamento que no es el suyo?

—¡Espere un momento, William! —la pregunta de Burdette había molestado a Mueller, y el enfado podía verse en sus ojos, no hacia su invitado, pero al fin y al cabo igual de real, y sintió repugnancia—. No fue tan solo el protector; ¡fue toda la Sacristía y la cámara! Por ello, la mayoría de los gobernadores apoyaron la decisión cuando el reverendo Hanks nos envió el mandato judicial. Estoy de acuerdo en que Mayhew ejerció mucha presión, pero se cubrió las espaldas para que nosotros acabemos teniendo una discusión sobre el privilegio del gobernador. Eso debe saberlo.

—¿Y por qué le apoyaron los lores? —dijo Burdette—. Yo le diré por qué, ¡por la misma razón por la que todos nos quedamos paralizados como tontos y sin agallas, dejando que Mayhew nos hiciera tragar con aquella bruja el año pasado! Dios mío, Samuel, la mujer estaba fornicando con aquel extranjero… ¿cómo se llamaba? Tankersley, ¡y Mayhew lo sabía! Pero… ¿nos informó? ¡Por supuesto que no! ¡Sabía que si nos lo contaba, no contaría con el apoyo de los lores!

—No estoy muy seguro —dijo Mueller encolerizado—, fuera o no infiel, nos salvó de Masada.

—¡Solo para que su bando pudiera acabar con nosotros! Sabíamos que los de Masada eran enemigos, así que Satán nos castigó con algo todavía más maligno, ¿no es así? Nos ofreció a Harrington como una heroína, con el cuento de la moderna tecnología, ¡y el idiota de Mayhew se lo creyó todo! ¿Qué importa si Masada acaba con nosotros a fuerza de armamento si Mantícora nos está corrompiendo con trucos y sobornos?

Mueller tomó otro sorbo de vino, y se cubrió los ojos. Estaba de acuerdo en que las reformas de Benjamin Mayhew estaban contaminando su mundo, pero le parecía que el fervor religioso de su invitado era agotador. Y peligroso. Burdette era un fanático, y los fanáticos podían ser muy impulsivos. Pasar a la acción podía ser desastroso, Mayhew y Harrington eran demasiado populares, y para evitar que sus oponentes dieran un paso en falso, primero debían saber cómo lidiar con esa popularidad. Quizá era el momento de actuar con mucha precaución.

—¿Y qué me dice de los havenitas? —preguntó—. Si cortamos relaciones con Mantícora, ¿qué les impide decidirse a conquistarnos?

—Milord, Haven no tendría el menor interés en nosotros si Mantícora no nos hubiera forzado a formar parte de su Alianza —respondió Marchant antes de que lo hiciera Burdette—. La reina Elisabeth no tiene suficiente con corromper nuestro sistema, ¡tenía que venir acompañada de su guerra de desgraciados!

—Y Mayhew es el culpable de todo esto —añadió Burdette en un tono más suave y persuasivo—. Fue él quien nos metió en todo esto, y lo hizo por motivos completamente egoístas. El Consejo del protector gobernó Grayson durante más de cien años. Ese bastardo utilizó la crisis, la cual él originó, convenciendo al Consejo para aliarse con Mantícora, para retroceder en el tiempo y así forzarnos a aceptar su reinado de nuevo.

—¡Su reinado! —Burdette dio una patada sobre la lujosa alfombra—. Ese hombre es un auténtico dictador, Samuel, ¿y usted y John intentan hablarme de opciones «legales»?

Mueller comenzó a hablar y luego se detuvo para dar un sorbo de vino. Las implicaciones del improperio de Burdette eran escandalosas, y no estaba seguro de compartir el rechazo de Marchant sobre las ambiciones havenitas. Por otro lado, pensó de repente, ¿era posible que la República Popular disparara contra uno de sus ex aliados de Mantícora? ¿No era más posible que dejaran tranquilos a los graysonianos, que adoptaran una política de no intervención para que otros aliados manticorianos consideraran las ventajas de la neutralidad? A pesar de lo agresiva que sonaba la descripción de Burdette, en el fondo había algo de verdad en ello. Una triste verdad.

El Consejo había reducido al Protectorado a meras figuras de adorno desde mucho antes del nacimiento de Benjamin Mayhew, y el cónclave de los gobernadores estaba de acuerdo con ello, ya que de esta forma podían controlar el Consejo. Pero Benjamin recordaba algo que los lores habían olvidado, pensó Mueller angustiado. Recordaba que la gente de Grayson aún alababa a Mayhew, y en plena crisis de la guerra de Masada, mientras el Consejo y los lores no acababan de decidirse (el rostro de Mueller ardía de vergüenza al recordar el terror, pero era demasiado honesto para negarlo), Benjamin había actuado con decisión y rapidez.

Aquello podría haber sido suficiente para acabar con el poder del Consejo, pero también había sobrevivido al intento de asesinato de los macabeos, y Mantícora había terminado con la amenaza de Masada para siempre. Aquella cadena de acontecimientos había terminado con el antiguo sistema. Ningún protector había sido tan popular como lo era ahora Benjamin, a pesar de sus despiadadas reformas sociales. Además, pensó Mueller apesadumbrado, el cónclave de los gobernadores había adoptado el nuevo poder del protector con mucho entusiasmo. La cámara Baja se había vuelto tan irreverente como el Protectorado en sí, mientras el Consejo aseguraba su control. Ahora, en alianza con el protector, actuaba como una balanza de poder en la cámara, y si habían sido respetuosos y moderados con respecto a sus peticiones era porque habían dejado muy claro que pretendían ser tratados al mismo nivel que el cónclave de los gobernadores de ahora en adelante.

Y lo peor de todo era que no había nada que hacer al respecto, lord Prestwick seguía siendo el ministro de Mayhew. De hecho, se había convertido en uno de los campeones de Mayhew y sostenía que un ejecutivo con decisión era crucial en tiempos de guerra, con lo cual lanzaba una indirecta hacia los otros gobernadores y sus fallidas políticas de exteriores. Pero no había necesidad de una política exterior, pensaba Mueller enfadado. Al menos hasta que Mantícora nos trajo su maldita guerra a la Estrella de Yeltsin, ¡y aquel hecho era culpa de Mayhew, no de los lores!