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El ala este de la catedral Harrington estaba compuesta por una enorme vidriera. La luz de la mañana teñía el edificio de colores vivos y luminosos. Honor se sentó en el centro, disfrutando del aroma del incienso.
Las voces celestiales del coro le contagiaron su armonía y cerró los ojos para percibirlo mejor. El coro cantaba sin acompañamiento ya que aquellas voces prodigiosas no lo necesitaban, y la artificialidad de los instrumentos, a pesar de ser extraordinarios, tan solo habrían ensombrecido su belleza. Honor siempre había amado la música, aunque nunca había aprendido a tocar ningún instrumento y sus súbditos habrían aceptado su afición a la canción con sumisa educación. La música clásica de Grayson estaba basada en una tradición de la Antigua Tierra denominada «música country» y le llevó tiempo acostumbrarse a ella, aunque estaba comenzando a valorarla cada día más y le encantaba la música popular de Grayson, claro que su música sacra era impresionante.
El coro finalizó su pieza y Honor oyó como Nimitz transmitía un suspiro de placer desde su cojín en el banco de al lado. Andrew LaFollet permanecía detrás de ellos, con la cabeza descubierta a pesar de seguir estando de servicio y ella soltó una irónica risilla al mirar a su derecha y contemplar a sus otros dos guardaespaldas situados ante el asiento de la gobernadora vacío. Dado que ella no era practicante de la iglesia de la Humanidad, debía sentarse en la fila de los extranjeros, según las leyes de la Iglesia, incluso en la catedral Harrington. Esta situación supuso un problema para los arquitectos del destacamento.
Honor había decidido acudir a misa con regularidad. Fuera o no fuera un miembro de la Iglesia, estaba obligada a protegerla y defenderla, aunque existían también otros motivos igualmente importantes. Su respeto público por la fe era la respuesta a aquellos que la acusaban de despreciarla, y su decisión por ocupar su asiento en la fila de los extranjeros en vez de insistir en ocupar el lugar que le correspondería como gobernadora en cualquier catedral de cualquier destacamento, le había hecho ganar terreno. A pesar de la terquedad de los graysonianos, sus súbditos valoraban la honestidad de su soberana al aceptar su «castigo» en vez de pretender ser seguidora de su fe. Y el hecho de que ella, que no era un miembro de la iglesia, fuera una asidua visitante reafirmaba el respeto por una fe que no era la suya.
Aquellas eran razones políticas. A nivel personal, se encontraba aquí porque había aprendido a respetar a la Iglesia y porque era una parte central en la vida de su gente. Necesitaba compartirlo, aunque le costara, debía entenderlo. Incluso si todo aquello no fuera verdad, lo cierto era que la solemne grandeza de la liturgia de la Iglesia y su música le resultaban increíblemente bellos.
Honor se había criado en la Tercera Comunión Misionaría Estelar (Reformada), pero su familia, al igual que la mayoría de los granjeros de Esfinge eran más bien de la baja iglesia. La Tercera Comunión prestaba especial atención a la relación individual de cada persona con Dios, con una jerarquización mínima. La alta iglesia se había vuelto más formal a lo largo de los últimos años-T, pero la baja iglesia se centraba más en asuntos más internos y retrospectivos, y Honor no estaba preparada para la pomposidad de la Iglesia de la Humanidad. Se imaginaba que la madre Helen, la sacerdotisa que la había confirmado hacia ya muchos años, se hubiera escandalizado ante toda aquella parafernalia. Ya tenía bastantes reparos con los formalismos de los sacerdotes de la alta iglesia. Aunque Honor sospechaba que en el fondo incluso la madre Helen habría sabido valorar la belleza de la liturgia de Grayson y nadie podía dudar acerca de la fe personal de sus seguidores.
Sin duda, la decisión de Honor de asistir regularmente había supuesto un problema para los arquitectos. La fila de los extranjeros estaba siempre a la izquierda de la nave e inmediatamente adyacente al santuario. Tradicionalmente, esto se hacía para que la gente que ocupaba estos asientos se sintiera menos incómoda al colocarse en el centro de la congregación en vez de estar aislados como bichos raros, pero al mismo tiempo parecía que estaban siendo observados. También estaba situado a distancia del lugar que tradicionalmente ocupaba la gobernadora, así que los arquitectos decidieron que colocar a lady Harrington tan lejos del lugar que teóricamente debería ocupar habría dado que hablar. Honor no estaba muy segura, pero era una decisión en la que apenas tenía voz ni voto, así que finalmente les dejó que solucionaran ellos el problema mediante dos cambios en el plano básico de la iglesia.
En lugar de colocar el púlpito en su posición habitual a la derecha del santuario, colocaron los asientos del coro. De esta manera el púlpito se situaba a la izquierda, lo cual requería mover el asiento de la gobernadora al mismo lado para mantenerlo cerca del púlpito. Todo ello para situar el asiento de la gobernadora directamente adyacente a la fila de los extranjeros, lo cual colocaba a Honor justo al lado del asiento donde en principio debería sentarse.
Honor nunca habría ordenado estos cambios, pero se sentía halagada por la manera en que los harrintonianos habían reaccionado. Podían haberse sentido ofendidos, sin embargo, decidieron compararla con otras catedrales, siempre en detrimento de las iglesias tradicionales. Además, admitían que la suya tenía una mejor acústica.
Honor se rió al recordar aquello, pero su sonrisa desapareció al ver al reverendo Hanks arrodillarse ante el altar y cruzar el púlpito. Cada uno de los ocho destacamentos de Grayson tenía su catedral y por tradición el reverendo daba misa en cada uno de ellos cada domingo. Debía ser bastante cansado, pensaba ella, aunque hoy en día los nuevos sistemas de transporte lo hacían menos tedioso. Pero el reverendo Hanks había planificado su agenda para pasar aquí todo el día y ella (al igual que todo el mundo en la catedral) se preguntaba por qué.
Hanks se subió al elevado púlpito y dirigió una mirada a su congregación. Su sobrepelliz blanco parecía brillar frente a la luz que entraba a través de la vidriera y la estola escarlata de su sotana actuaba como una franja de color. Abrió el gran libro de tapas de cuero y bajo la cabeza.
—Señor, óyenos —rezó, y su voz se escuchaba bien sin micrófono—, que nuestras palabras y pensamientos sean siempre dignos de ti. Amén.
—Amén —respondieron los asistentes, y él alzó la cabeza de nuevo.
—La lectura de hoy —dijo con voz calmada—, procede de Meditaciones Seis, capítulo tres, versos diecinueve al veintiuno del Nuevo Método —se aclaró la voz y recitó el párrafo de memoria sin leer el libro situado frente a él—: «Deben conocernos por nuestro trabajo y por nuestras palabras, las cuales son el eco de nuestros pensamientos. Digamos siempre la verdad, sin temor a mostrarnos tal y como somos. Pero no nos olvidemos de la caridad, pues todos somos hijos de Dios. Ningún hombre está libre de pecado; no asediemos a nuestros hermanos y hermanas con palabras desmedidas, razonemos con ellos, siempre recordando que sean cuales sean nuestras palabras, Dios sabe cuál es el significado que se esconde tras ellas. No pienses en engañar, disentir o renegar de su palabra, ya que todos aquellos limpios de espíritu (sí, incluso aquellos que son extraños al Nuevo Método) son sus hijos, y aquel que intenta herir a un hijo de Dios con malicia y odio es siervo de la corrupción y repugnante ante los ojos de Dios nuestro Padre».
El reverendo hizo una pausa. Los allí reunidos estaban en absoluto silencio y Honor sintió como la miraban desde todos los puntos de la catedral. Cualquiera que hubiera presenciado la escena de los manifestantes sabía perfectamente lo que significaba el párrafo que Hanks había elegido y que había sido premeditado, y ella se percató de que estaba aguantando la respiración.
—Hermanos y hermanas —dijo Hanks después de su pausa—, hace cuatro días en esta ciudad, un hombre de Dios se olvidó del deber que se expone en este fragmento. Llevado por su propio odio, se olvidó de respetar a sus semejantes ya que todos somos hijos de Dios. Decidió atacar en vez de razonar y se olvidó de las palabras de San Austin sobre la igualdad de hombres y mujeres ante Dios, sin importar la manera de acercarse a Él. Nos recuerda que el camino de la fe no es sencillo, por ello cada cual escoge su manera de creer en Él, y a diferencia de Dios no somos ni infinitos ni omniscientes. Nos olvidamos fácilmente de que sí existen otros caminos, de lo limitadas que son nuestras percepciones y de que Dios está en el corazón de todos y nos acepta por muy extraños y diferentes que seamos.
El reverendo hizo otra pausa y frunció los labios, pensativo; después, asintió despacio.
—Sí, es difícil no confundir lo «diferente» con lo «erróneo». Es difícil para cualquiera de nosotros. Pero los que hemos sentido la llamada de Dios para servirle tenemos ciertas responsabilidades. Nosotros también cometemos errores. Nosotros podemos equivocarnos, incluso con las mejores intenciones. Acudimos a Él a través del rezo y la meditación, pero en ocasiones nuestros miedos se convierten en intolerancia, incluso odio, ya que en el silencio de nuestras plegarias podemos confundir nuestra propia desconfianza con la de Nuestro Señor.
»Y esto, hermanos y hermanas, es precisamente lo que ocurrió en vuestra ciudad. Un sacerdote de la Iglesia escuchó su corazón y no escuchó a Dios, sino sus propios miedos. Su propio odio. Observó cambios en él que le superaban, que cuestionaba sus ideas preconcebidas y sus prejuicios; confundió su miedo al cambio con la voz de Dios y dejó que aquello le llevara a cometer un error. Sumido en su propio rencor, actuó en contra de una de las enseñanzas fundamentales de San Austin: que Dios es más grande de lo que la mente humana puede alcanzar a comprender, y que el Nuevo Método no tiene fin. Siempre nos quedará algo más que aprender sobre Dios y su voluntad. Debemos contrastar cada enseñanza con la verdad que Dios nos muestra, pero debemos ponernos a prueba antes de decir ¡No! ¡Esto es diferente; por lo tanto va contra la ley de Dios!
»El hermano Marchant —continuó Hanks sereno, suspirando al pronunciar su nombre—, fue consciente de los grandes cambios a los que nos enfrentamos y estaba alarmado. Lo puedo comprender, los cambios pueden ser difíciles. Pero como dice San Austin: «Los pequeños cambios son la manera que tiene Dios de recordarnos que aún nos queda mucho que aprender». Hermanos y hermanas, el hermano Marchant se olvidó de esta simple premisa y antepuso su voluntad y su juicio al de Dios. Eligió no aceptar los cambios y prohibirlos sin más. Al darse cuenta de que no podía prohibirlos cometió el mayor de los pecados: el odio. Y el odio le condujo a una mujer buena y honrada que hace cuatro años se atrevió a enfrentarse con sus propias manos a unos asesinos armados para defender a nuestro protector del asesinato. Se interpuso entre nuestro mundo y su destrucción. No comparte nuestra fe, y, sin embargo, nadie hasta ahora en toda la historia de Grayson había defendido nuestro mundo con tanta valentía.
Las mejillas de Honor se tornaron rojo escarlata, pero las palabras del reverendo Hanks eran suaves y reconfortantes, y ella percibió su sinceridad a través de su vínculo con Nimitz.
—Vuestra gobernadora, hermanos y hermanas, es una mujer nueva y extraña en nuestras tierras. Es extranjera, lo cual también nos resulta infrecuente. Fue educada en una fe que nos es desconocida, y ella no la ha abandonado por practicar la nuestra. Por todos esos motivos, puede parecer una amenaza para algunos de nosotros, pero ¿qué amenaza supone el olvidar el Legado?, ¿el darle la espalda al cambio sin más, sin apenas considerar si, quizá, esta mujer sea la manera que Dios ha elegido para hacernos entender que necesitamos ese cambio? ¿Debemos pedirle que comulgue con la fe de nuestra Iglesia? ¿Dañar la suya propia para que así se convierta?, ¿o quizá debamos respetarla por negarse a fingir? ¿Por compartir con nosotros su sinceridad y sus creencias?
De nuevo, se oyeron los comentarios de comprensión del público y el reverendo asintió.
—Tanto el hermano Marchant, hermanos y hermanas, como yo mismo, cometemos errores. Yo, también, temo al cambio que supone el aliarnos con mundos desconocidos, con planetas cuya fe y creencia difiere radicalmente de la nuestra. Sin embargo, he visto esos cambios y creo que son muy positivos. No siempre son agradables, pero Dios nunca prometió que el camino sería fácil. Es posible que me equivoque al decir que creo que estos cambios nos favorecen, y si eso es cierto, no me cabe duda de que Dios me lo hará saber. Pero hasta que eso ocurra, debo continuar siendo su siervo como lo he venido haciendo todo este tiempo, desde que la Sacristía me otorgó este puesto como reverendo. No con la seguridad de que siempre tendré razón, sino con la intención de intentarlo al menos… siempre estaré en contra de la maldad, allí donde se encuentre.
El reverendo hizo otra pausa. Su rostro se endureció y su voz se volvió más profunda al continuar con su sermón.
—Nunca es fácil, hermanos y hermanas, el acusar a un sacerdote de cometer un error. A ninguno de nosotros nos agrada pensar que un siervo de la Iglesia puede equivocarse, y si se trata de un miembro del clero existen otros temas a tener en cuenta. No nos gusta ser motivo de discordia. Podíamos haber elegido el camino fácil, evitar el Legado y aceptar nuestras divisiones para no hacer uso de nuestra autoridad ante las circunstancias. La autoridad de la Iglesia proviene de Dios, por ello nos reservamos el derecho a actuar con seriedad y sin vacilar, para hacer cumplir su voluntad. Por ello, es nuestro deber el dejar nuestros miedos a un lado, el restablecer el orden cuando sea necesario y el hacerlo lo mejor posible ya que confiamos que nuestro guía espiritual nos ayuda a distinguir entre aquellos que son fieles y aquellos que no lo son. Y porque es nuestro deber, me presento ante vosotros en este domingo para pronunciar el siguiente fallo de nuestra madre Iglesia.
Uno de los monaguillos le entregó un pergamino sellado. El crujido del papel rompió el silencio de la sala, el reverendo rasgó el sello y desenroscó el pergamino para disponerse a leerlo en voz alta.
—Queda publicado de forma oficial que la Sacristía de la Iglesia de la Humanidad Libre, habiéndose reunido para cumplir con la voluntad de Dios como él nos la ha mostrado, ha decidido por voto solemne, solicitado por Benjamín IX, protector de la fe y de Grayson por la Gracia de Dios, expulsar al hermano Augustus Marchant del rectorado de la catedral de Burdette y de su oficio de capellán de William Fitzclarence, lord Burdette, según nos ha informado el Alto Tribunal de la madre Iglesia por desviarse del Legado y errar en sus acciones. Queda publicado asimismo que el citado hermano Edmond Augustus Marchant queda, a través del Alto Tribunal de la madre Iglesia, cesado de sus funciones en la Iglesia hasta que muestre su arrepentimiento ante esta Sacristía, y regrese al espíritu de caridad y tolerancia que es Nuestro Señor.
No se escuchaba ni el respirar de la multitud y el reverendo Hanks miró hacia arriba y les observó, su profunda voz aunque recta y comedida, estaba teñida de dolor.
—Hermanos y hermanas, este es un paso importante y la decisión ha sido muy meditada. El dejar a un lado a un hijo de Dios nos entristece a todos nosotros y la Sacristía sabe muy bien que esta es la única manera de condenar su error. Nosotros actuamos siguiendo la llamada de Dios y somos conscientes de que podemos equivocarnos pero no podemos alejarnos del Legado que Dios nos regala. Yo, como miembro de la Sacristía, rezaré para que el hermano Marchant regrese con nosotros y para que la madre Iglesia le reciba de nuevo en sus brazos, con la ilusión de una familia que recupera a su anhelado hijo. Pero hasta que decida regresar, será un extraño para nosotros. Aquel hijo que bajo su voluntad reniega de los suyos será entonces un desconocido, a pesar de lo mucho que nos duela que se haya separado de nosotros, y debe ser él mismo, según nos enseña el Legado, el que se decida a regresar. Hermanos y hermanas de Dios, os suplico que oréis por Edmond Augustus Marchant, para que siga la voluntad de Dios en todo momento y regrese pronto con nosotros.
* * *
Honor miró pensativamente por la ventana al ver como su coche se alejaba de la catedral. Estaba tan sorprendida como cualquier graysoniano ante la rapidez de las acciones de la Iglesia, y en el fondo, tenía miedo a las consecuencias. La Sacristía, el mayor órgano de gobierno de la Iglesia, estaba en su derecho de tomar aquellas medidas, pero la expulsión de un sacerdote era la medida más extrema que podían haber tomado. Además, pensó ella, este hecho enfurecería como nunca a todos los reaccionarios del planeta. Muy pocos creerían que ella no había tenido nada que ver…y tampoco les importaría. Tan solo pensarían que la corrupción que habían temido había llegado hasta la Sacristía y la posibilidad de una reacción violenta por parte de los fanáticos que ya se consideraban como una minoría perseguida era espeluznante.
Ella suspiró y se recostó en el lujoso asiento de su coche. El momento en el que había ocurrido planteaba otro problema, reflexionó mientras Nimitz ronroneaba en su regazo. Esta era la última misa a la que podía asistir, ya que debía subir mañana a bordo de la NAG[6] Terrible. Sin duda habría discusiones a favor de que ella abandonara el planeta mientras la Iglesia lidiaba con las reacciones y el furor que causarían las acciones de la Sacristía; sin embargo, también existían desventajas. Sus enemigos podrían considerarlo como un signo de cobardía por su parte al salir corriendo del odio de los verdaderos siervos de Dios, al haber martirizado a un sacerdote. En cambio, también podrían verlo como un signo de desprecio hacia ellos; como si se estuviera pavoneando por deshacerse de Marchant, dado que ya no era necesario pretender que respetaba a la Iglesia.
Incluso si desestimaba aquellas posibilidades, ¿cómo reaccionaría el gobernador Burdette? No sabía quiénes eran los otros gobernadores que simpatizaban con él, pero estaba segura de que al menos Burdette era uno de ellos, y si otros gobernadores compartían su opinión en silencio, la declaración de guerra de la Iglesia contra los grupos reaccionarios podría destapar su anonimato. Incluso si eso no ocurriera el destacamento Burdette era uno de los cinco destacamentos originarios. Poseía un gran número de habitantes y eran inmensamente ricos, según los estándares graysonianos, y la familia Fitzclarence gobernaba el destacamento desde hacía más de siete siglos. Ello proporcionaba autoridad y prestigio al actual lord Burdette, mientras Harrington era el destacamento más reciente y, por ahora, menos poblado y con menos riquezas. Honor era lo suficientemente realista como para darse cuenta de que fuera cual fuera la autoridad que ejerciera por el hecho de ser quien era, Grayson la respetaba. Pero aquel hecho era menos importante que el prestigio dinástico del que Burdette era heredero, y con ella fuera del mapa no sabía cómo reaccionaría la opinión pública. Aparte de lo que pudiera opinar la gente, ella estaba segura de que la oposición enmascarada de Burdette se acababa de transformar en un odio implacable hacia ella.
Cerró los ojos, acarició a Nimitz y una voz interior de autocompasión se adueñó de ella. Nunca había querido meterse en política, nunca lo había pedido. Había hecho todo lo posible por evitarlo hasta que se vio obligada a ello. A pesar de lo que pudiera pensar la gente, la política no iba con ella. Sin embargo, no importaba lo que hiciera o hacia donde fuera, acababa infectada de poder político como si fuera un castigo y se preguntaba muchas veces cuando se acabaría aquel infierno.
No tenía intención de enfadar a los partidos liberales y progresistas cuando fue enviada a la Estación Basilisco. Simplemente había intentado actuar correctamente y cumpliendo con su deber; no había sido culpa suya el hecho de que los liberales y los progresistas acabaran haciendo el ridículo.
Pero eso era lo que había ocurrido al fin y al cabo, y el odio que sentía entonces se había intensificado con su sentimiento de culpabilidad por la muerte del almirante Courvosier y con la decisión de Reginald Houseman de retirar sus fuerzas, dejando a Grayson a su suerte frente a Masada. Sin duda, su poderosa familia Liberal había estado muy furiosa con ella por ignorar sus órdenes y sacar a relucir su cobardía y ¡ella acabó perdiendo los estribos y disparándole! Se lo tenía merecido, pero una oficial de la reina no debía arremeter contra un enviado de la Corona y sus acciones dificultaron para siempre sus relaciones con la oposición.
No nos olvidemos de Pavel Young. Su consejo de guerra por abandonarla en la batalla de Hancock generó una amarga batalla política en la Casa de los Lores, pero aquello era tan solo el comienzo. El asesinato de Paul y la muerte de Young casi acaba con el gobierno del duque de Cromarty, sin mencionar su exilio a Grayson.
Y ahora esto. Ya había tenido suficiente con las manifestaciones, pero solo Dios sabía cómo acabaría esta situación. Ella siempre trataba de hacer lo correcto, de cumplir con sus deberes y sus responsabilidades, y cada vez que lo haría, la galaxia acababa explotando frente a sus narices y asqueada por la situación. El hecho de estar apoyada por la gente que respetaba no le ofrecía consuelo frente a todas aquellas batallas políticas en las que estaba siempre fuera de lugar. ¡Ella era una oficial de la Armada, por amor de Dios! ¿Por qué no paraban de atormentarla con aquellas discusiones sin sentido, con la presión continua de hacerla responsable de las confusiones políticas y religiosas de dos sistemas estelares?
Suspiró de nuevo, abrió los ojos y trató de serenarse. Estaban a punto de admitirla en la Armada de nuevo; el reverendo Hanks y el protector Benjamín eran más que capaces de lidiar con sus propias batallas. Además, no era como si el universo entero estuviera en su contra y, a pesar de que a veces tenía esa sensación, no tenía motivos para pensar que fuera cierto. Tan solo podía intentar hacer las cosas lo mejor posible, y de esta manera, podría enfrentarse a cualquier contratiempo. Como dirían sus súbditos de Grayson, se había superado a sí misma.
Se mordió el labio al pensar en ello, y la desolación podía verse en su rostro. Con razón ella y sus súbditos se llevaban tan bien. Compartiera o no su fe tenía muchas cosas en común con ellos. La Iglesia de la Humanidad no exigía el triunfo de sus actos ante Dios; tan solo pedía que lo intentara, que diera lo mejor de sí misma, costara lo que costara, y ese era el código de cualquier luchador.
Rectificó la postura de sus hombros y miró por la ventana de atrás mientras el coche atravesaba la entrada del parque Yanakov. Dejó que su mirada se relajara al contemplar la tranquilidad del parque, disfrutando de la belleza del paisaje. Pero, de repente, sus ojos empequeñecieron y palideció. Dios Santo ¿había empezado ya?
Nimitz levantó la cabeza, sus orejas se dispararon y con sus bigotes pudo detectar el peligro. Ambos se quedaron mirando por un instante al grupo de hombres congregados en las puertas del parque y ella miró a LaFollet.
—¡Localiza al coronel Hill! ¡Rápido, Andrew!
—¿Milady? —LaFollet la observó durante un segundo, después echó un vistazo desde todos los espejos y las ventanas del coche. Agarró su comunicador portátil para obedecer la contundente orden, pero su rostro mostraba gran confusión—. ¿Qué ocurre milady? —dijo él al tiempo que apretó el botón del comunicador.
—¡Dile que encuentre al cuerpo de la PCH y que traiga una sección Guardia del Parque! —su guardaespaldas se quedó en blanco ante las palabras de Honor, y ella dio una palmada sobre el brazo de su asiento. Esta reacción tan lenta no era propia de él, pensó furiosa, ¿por qué había escogido precisamente hoy para tener un mal día?
—Eh, por supuesto, milady —dijo LaFollet después de un que ella estaba a punto de perder los nervios—. ¿Qué motivo le doy al coronel?
—¿Motivo? —repitió Honor nerviosa. Señaló enérgicamente con el dedo hacia el grupo de hombres que desaparecían tras la puerta—. ¡Ellos, por supuesto¡
—¿Qué ocurre con ellos, milady? —LaFollet preguntó con precaución y ella le miró. La perplejidad de él fue captada a través del vínculo empático de Nimitz y ella no podía creer el tamaño de su estupidez.
—¡Ya tenemos suficientes problemas, no necesitamos que ahora los manifestantes vengan con palos, Andrew!
—¿Palos? —LaFollet estaba completamente confundido y vio por la ventana de Honor como un segundo grupo de hombres se adentraba en el parque. Al igual que el primer grupo anterior, cargaban largos y delgados palos sobre sus hombros, y el mayor les observó. Honor se relajó al ver que finalmente se había dado cuenta del peligro, pero de repente, ¡empezó a reírse!
Comenzó con una risilla entre dientes y su rostro trató de contener la carcajada, pero no pudo. Estalló a reír abiertamente, con lágrimas en los ojos. Honor y Nimitz le miraban incrédulos, pero sus expresiones solo conseguían provocarle la risa de nuevo. Bueno, risa no, aullidos de risa, y Honor le agarró y comenzó a zarandearle.
—¿Pa-pa-palos, milady? —El mayor cogió aire, agarrando sus costillas con ambas manos, mientras lágrimas brillaban en sus ojos—. Esos no son palos, milady, son bates de béisbol.
—¿Bates de béisbol? —repitió Honor pálida, y LaFollet asintió, liberando una mano de sus costillas para secarse las lágrimas—. ¿Qué es un bate de béisbol?
—¿Milady? —No podía creer lo que estaba escuchando y sacudió la cabeza sorprendido. Se secó de nuevo las lágrimas y respiró profundamente, intentando frenar la risa con todas sus fuerzas—. Los bates se utilizan para jugar al béisbol, milady —dijo él, como si eso sirviera de explicación.
—¿Y qué —dijo Honor entre dientes— es el béisbol?
—¿Me está diciendo que en Mantícora no se juega al béisbol, milady? —LaFollet estaba tan confundido como ella.
—No solo no se juega al béisbol (o como se diga) en Mantícora, sino que tampoco se juega en Gryphon ni en Esfinge. ¡Aún estoy esperando a que me diga qué es!
—Eh, ¡por supuesto, milady! —LaFollet se aclaró la garganta y asintió—. El béisbol es un juego. Todo el mundo lo practica, milady.
—¿Con palos? —Honor pestañeó. Siempre había pensado que el rugbi era un deporte muy violento, ¡pero si aquellos tipos iban por ahí peleándose unos con otros con aquellos palos!
—No, milady, con bates —LaFollet la observó, y al ver su mirada rectificó—. ¡Ah, no!, no los usan para pelearse, milady. Los utilizan para golpear la pelota, la pelota de béisbol.
—¡Ah! —Honor pestañeó de nuevo y sonrió tímidamente—. Así que imagino que no vienen a montar una pelea, entonces…
—No, milady. Aunque… —El mayor se rió—. He visto algunos partidos donde los perdedores acaban revolucionados. Nos tomamos el béisbol muy seriamente en Grayson. Es nuestro deporte planetario. Ese es un partido amistoso. —Señaló la puerta, por la que los jugadores habían desaparecido—. Pero debería ver a los jugadores profesionales. Cada destacamento tiene su equipo. ¿Quiere decir que no se juega en absoluto en todo el Reino Estelar?
No acababa de comprenderlo, y Honor negó con la cabeza.
—Es la primera vez que lo oigo. ¿Se parece en algo al golf? —Aquello no era muy probable. El golf no era un deporte de equipo, y la idea de golpear la bola con uno de aquellos bates no parecía tener mucho sentido.
—¿Golf? —repitió LaFollet con prudencia—. No lo sé, milady. No sé lo que es el «golf».
—¿No sabes lo que es? —Honor levantó las cejas con asombro. Los graysonianos tenían tanta afición por el golf como por la natación. El solo hecho de mantener un campo de golf en condiciones en un planeta como este era impensable. Y al fin y al cabo ninguno de estos dos deportes le servía para poder entender de qué demonios estaba hablando Andrew.
—De acuerdo, Andrew —dijo después de un rato—. No vamos a llegar a nada si seguimos nombrando deportes que ambos desconocemos, así que, ¿por qué no me explicas qué es el béisbol, cómo se juega y cuál es el objetivo?
—¿Está segura, milady?
—Pues claro. ¡Si todo el mundo juega, al menos debería saber lo que es! Por cierto, si todos los destacamentos tienen un equipo profesional, ¿por qué nosotros no?
—Bueno, formar un equipo cuesta dinero, milady. El salario de un club ronda los quince o veinte millones de austins al año, y después está el equipamiento, el estadio, los gastos de viaje… —El mayor sacudió la cabeza—. Incluso si la liga estuviera dispuesta a aceptar a otro equipo, tan solo el pago de esa cantidad inicial sería imposible para Harrington.
—¿De veras? —murmuró Honor.
—Si, milady. Pero en relación al deporte en sí, el béisbol es un juego entre dos equipos de nueve miembros cada uno —LaFollet se acomodó al lado de su gobernadora y colocó el comunicador en su bolso. Su cara mostraba el entusiasmo de un verdadero aficionado—. Hay cuatro bases con forma de rombo con las posiciones de meta y segunda base al principio y al final del campo, el objetivo.
El coche continuó su camino, dejando atrás el parque, y lady Harrington acabó olvidándose de sacerdotes expulsados, crisis políticas e incluso su regreso al espacio mientras escuchaba la primera lección de iniciación de su guardaespaldas.