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El hombre tras el inmenso escritorio era de una altura media, rostro delgado, pelo oscuro y canas en las sienes. Se trataba claramente de un destinatario de prolongación de primera o segunda generación. Tenía un aspecto corriente (podría tratarse de un hombre de negocios o quizá de un profesor) hasta que alguien se fijaba en sus ojos. Oscuros, intensos, centrados y quizá algo peligrosos ya que se trataba del hombre más poderoso de la República Popular de Haven.

Se llamaba Robert Stanton Pierre, y era el presidente del Comité de Seguridad Pública. Había ocupado el cargo después del asesinato del presidente heredero Sydney Harris, su gabinete y los jefes de casi todas las familias legislaturistas. La Armada había acabado con todos ellos a través un golpe militar. Todo el mundo lo sabía… excepto las treinta personas (todavía con vida, por supuesto) que sabían que Pierre lo había organizado todo él mismo.

Se recostó en su silla, divisando la ciudad de Nuevo París a través de los grandes ventanales del piso tricentésimo de su oficina, y sus ojos se maravillaron al contemplar todos sus logros. Era consciente tanto de la complejidad como del alcance de la operación que había llevado a cabo. Sin embargo, algo un poco más preocupante, y a punto de convertirse en desesperante, estropeaba aquella vista. Y existía un motivo. Un motivo que no se negaba a admitir.

Pierre no podría haber llevado a cabo su operación sin las decadentes políticas de los legislaturistas, y aun así, aquello que había terminado con ellos era también el motivo por el cual era imposible cambiar el sistema que habían construido a lo largo de dos siglos. Habían creado una masa de desempleados, que dependían de la máquina del bienestar de la república para su mísera existencia. Por eso, se habían buscado su propia destrucción. Ningún sistema puede mantener a dos tercios de la población mundial en el paro para siempre…, pero ¿cómo diablos podía sacarlos de aquella situación?

Suspiró y caminó en dirección a la ventana mientras la oscuridad se imponía en la capital y las luces comenzaban a iluminarla, él seguía preguntándose qué se le había pasado por la cabeza al Instituto de Empleo para idear algo así.

Las enormes torres se encendieron, parecían arder frente a la puesta de sol dorada y carmesí de Haven. Su propia mortalidad se enfrentaba a su implacable determinación. El sistema era inmenso, las fuerzas que lo hacían funcionar eran incalculables, y él era un producto del antiguo régimen, así como su ejecutor. Tenía noventa y dos años-T y anhelaba sus tiempos de juventud, cuando el sistema funcionaba (al menos de cara a la gente), aunque una parte de él siempre supo que no tenía solución. Al Pierre adolescente le habían hecho creer que el Estado podía proporcionar a cada ciudadano una mejor calidad de vida, sin importar su productividad. Pero aquel disparate le enfurecía. Aquella furia había alimentado su ambición y le había colocado en lo más alto al ostentar el cargo de ministro de Empleo de Haven. Siempre sabía que lo conseguiría. Como también sabía que ese mismo odio (que debía condenar al sistema por sus mentiras) había acabado con la muerte de su único hijo y le había convertido a él en el hacha que hizo pedazos el sistema.

Soltó una risa seca y amarga. Hacer pedazos el sistema. ¡Ah, qué bueno! Eso es lo que había conseguido, eliminar a todos los legislaturistas en una dura y sangrienta matanza calculada al milímetro. Había acabado con los antiguos oficiales de la Armada y la Marina, y aplastado a todos sus oponentes. Le tendió una emboscada a los órganos de seguridad de los legislaturistas, los disolvió y los unificó en un Gabinete de Seguridad que le informaba solo a él. Había conseguido aquello en menos de un año-T, a costa de millones de pérdidas de vidas humanas…y el «sistema» se mofaba de sus esfuerzos.

Hubo un tiempo en el que la República de Haven (no la «República Popular», sino simplemente «La República»), había inspirado a todo un sector. Había representado un punto de referencia, un enorme renacimiento productivo, situado al mismo nivel de la Antigua Tierra en lo cultural y lo intelectual. Pero aquella promesa había desaparecido. No en manos de conquistadores o bárbaros, sino en manos de ella misma, víctima de las circunstancias. Había sacrificado su éxito a cambio de igualdad. No por la igualdad de oportunidades, sino la igualdad de resultados. Habían experimentado su riqueza y las inevitables desigualdades de cualquier sociedad y se habían propuesto rectificarla, y de esta manera lo echaron todo a perder. Transformaron la república en una república popular, una gran máquina social que ofrecía una mejor calidad de vida, al margen de las ganancias que tuviera cada uno. Y, como parte de aquel proceso de cambio, desarrollaron un titán burocrático que se dirigía a la deriva llevándose por delante a todos los reformistas.

Rob Pierre había desafiado a aquel titán. Había acabado con las vidas de los hombres y mujeres que dirigían aquella máquina, había concentrado más poder en sí mismo que el de ningún legislaturista de la historia. Sin embargo, no importaba nada, ya que en realidad aquella máquina les había dirigido a ellos, y aún estaba con vida. Él era como un mosquito sobrevolando un cadáver en descomposición que una vez fue una gran nación estelar. El mosquito podía picar a un gusano para que se quitara del medio, pero por cada uno que destruía aparecían doce más.

Comenzó a soltar pestes con los puños en alto y pegados contra la ventana y se apoyó contra el duro plástico. Aplastó su cara contra ella, cerró los ojos y comenzó de nuevo a soltar injurias esta vez más hirientes. La putrefacción había llegado demasiado lejos. Los padres y abuelos de los legislaturistas habían creado a demasiados parásitos del sistema a favor de la igualdad, habían desviado el sistema educacional en nombre de la «democratización». Les habían enseñado a los del Instituto de Empleo que sus únicas responsabilidades eran las de existir, respirar y ofrecer la manutención básica, y a los colegios a ofrecer aprobación (fuera lo que fuera aquello) a sus estudiantes en lugar de educación. Y cuando los soberanos cayeron en la cuenta de que su economía estaba al filo de la destrucción, la cual vendría unas décadas después a no ser que hubieran remendado sus errores, no contaron con el coraje de afrontar la» consecuencias.

Quizá ellos, a diferencia de Pierre, podían haber solucionado el problema, pero no fue así. En vez de enfrentarse a las consecuencias políticas de desmantelar el decadente sistema de la compra de votos, intentaron llenar las arcas de otra manera, y en la República Popular se volvieron conquistadores. Los legislaturistas habían engullido a sus vecinos, aprovechándose del dinero de otras economías para devolverle la vida a la moribunda antigua República de Haven, y, durante un tiempo, parecía haber funcionado.

Pero las apariencias engañan, ya que lo que hicieron fue exportar su sistema a los mundos que habían conquistado. No tenían otra opción (era lo único que conocían) y entonces acabaron por contaminar otras economías de la misma manera que acabaron con la suya propia. La necesidad de estrujar al máximo las otras economías para mejorar la suya tan solo les condujo a una destrucción prematura. Por ello, cada vez que sus fuentes se agotaban, se veían obligados a conquistar nuevos mundos, cada vez más y más. Cada víctima les proporcionaba un breve e ilusorio momento de prosperidad, hasta que esta se venía abajo y acababa siendo una carga en vez de un recurso. Era como si intentaran salir corriendo, aunque en el fondo no les había quedado otra opción que quedarse atrás, y mientras las conquistas engordaban la República Popular, las fuerzas necesitaban salvaguardar las que poseían y añadir más.

La galaxia se había fijado tan solo en el tamaño de la República, el poder masivo de su máquina de guerra, y los vecinos de Haven habían temblado de miedo al ver que aquella fuerza destructora se cernía sobre ellos. Pero ¿cuántos de aquellos vecinos, se preguntaba Pierre, habían visto la debilidad de aquel monstruo? ¿La destartalada economía a punto de derribarse, arrastrada por el peso muerto del paro y el coste excesivo de esa máquina de guerra? La República se había convertido en poco más que un insecto, un parásito que debe devorar a sus víctimas para sobrevivir. Pero había un número limitado de víctimas para atacar, una vez aniquiladas todas ellas, el parásito debía perecer.

Rob Pierre había indagado en los motivos de su destrucción. Había visto lo inevitable y trató de pararlo, pero no pudo. Él no era más que un rehén obligado a caminar sobre la cuerda floja con granadas en los bolsillos. Controlaba a la máquina, pero esta le tenía bien agarrado.

Se alejó de la ventana y volvió a su escritorio, mientras, el círculo vicioso de ese pensamiento daba vueltas en su cabeza.

Al menos había conseguido algo que los legislaturistas nunca habían logrado, se dijo de forma amarga. Había desperezado a los del Instituto de Empleo de su apatía, pero seguían siendo unos ignorantes. Habían estado dormidos demasiado tiempo. Les habían convencido de que todo estaba bien como estaba y habían dirigido su furia no en acabar con el antiguo sistema y elaborar uno nuevo, sino en castigar a aquellos que les habían traicionado y robado su plenitud económica.

Es posible que fuera culpa suya por dejarse engañar por las mentiras de aquella enorme bestia hambrienta que era la República Popular. Había actuado por conveniencia en nombre de la supervivencia, adoptando las ideas de gente como Cordelia Ransom, porque sabía tratar con el populacho y le tenía mucho respeto. Debía admitirlo. Y a pesar del desprecio que sentía por aquellos que habían propiciado esta situación, él tenía miedo. Miedo del fracaso. Miedo de admitir que no existían las soluciones rápidas. Miedo de que la bestia regresara y le devorara vivo.

Había intentado introducir novedosas reformas, pensaba. De veras que sí. Pero la masa quería soluciones simples, respuestas sin complicaciones, sin importarles que aquello no se correspondiera con la realidad. Peor aún, habían saboreado el placer de aplastar a sus enemigos, había percibido (muy de lejos) su inmenso y oscuro poder. Parecía un homicida adolescente llevado a cometer un crimen por motivos que apenas comprendía, sin la disciplina para controlar sus emociones y desconocedor de las consecuencias. La única manera de evitar ponerse a tiro era darle otros objetivos a los que apuntar.

Y así lo había hecho. Había tachado a los legislaturistas de traidores, de haberse enriquecido con el dinero que les correspondía a los desempleados, les había tildado de usureros y corruptos, y la innegable riqueza de las familias de los legislaturistas hizo que funcionara ya que estaban rodeados de inmensas fortunas. Pero lo que no le había dicho a la mafia (lo que la mafia no quería saber) era que la riqueza de los legislaturistas de la RPH nunca lograría liberarlos de sus deudas. La nacionalización de sus fortunas les había aliviado temporalmente, pero era tan solo una falsa ilusión de bienestar, no era más que eso, así que entregó a los legislaturistas a la masa. Les cazó a través del nuevo Gabinete de Seguridad del Estado de Oscar Saint-Just y observó como los Juzgados Populares condenaban a muerte familia tras familia por traición. Y al ver como aumentaba el número de ejecuciones, se dio cuenta de la terrible realidad: la violencia siempre trae consigo más violencia. Su convicción de que la masa tenía el derecho a vengarse solo respondía al frenesí que aquel odio había generado, ya que cuando las víctimas escaseaban siempre surgían otras nuevas.

Y cuando Pierre se percató de la imposibilidad de llevar a cabo cualquier pequeño intento de reforma para aumentar su poder, se dio cuenta también de que tarde o temprano se convertiría en su víctima, dado que él era el último salvador que había fallado a la masa. A menos que, de alguna manera, consiguiera encontrar a alguien a quien echarle la culpa. Y entonces, desesperado, había recurrido a Cordelia Ransom, el tercer miembro del triunvirato que actualmente dirigía la República.

Pierre ostentaba un puesto muy estable en el triunvirato como miembro sénior y maestro. Había trepado mucho para llegar donde estaba y aunque sus dos socios lo sabían, también les necesitaba. Debía contar con la habilidad de Ransom como la nueva propagandista del régimen y con Saint-Just no solo para controlar las fuerzas de seguridad, sino también para vigilar a Ransom, ya que había momentos en los que la secretaria de Comunicación le daba tanto miedo o más que la masa.

No era una mujer muy brillante, pero poseía unos nervios de acero y un talento innato para la intriga, lo cual la había vuelto imprescindible cuando se había que dar el golpe. Pero también era despiadada y una estupenda demagoga que disfrutaba de la violencia como si fuera una droga. Una prueba del poder que sustentaba. Poseía un lado oscuro y hambriento de destrucción, aunque a veces lo disfrazara con conceptos como «reforma», «derechos» y «servicio a los ciudadanos».

Sin embargo, y a pesar de lo mucho que la temía, no tenía otra opción que aprovechar su habilidad para manejar a la plebe. No solo era capaz de tranquilizarles (si se lo proponía), sino que hablaba su mismo idioma, y comprendía la necesidad de ir por delante de ellos. De verles venir y anticiparse a sus deseos. Y gracias a su indiscutible don, había conseguido redirigir su odio hacia otro lado.

Los legislaturistas siempre habían sido los enemigos de los ciudadanos, conspiradores elitistas que se habían apropiado de los beneficios de los ciudadanos para malgastarlos en guerras imperialistas. No importaba que aquellas guerras solo hubieran servido para reafirmar una economía en declive y para preservar el nivel de vida de los parásitos de la sociedad. Daba igual la expansión, una vez que la máquina estaba en marcha, comenzaban a dar vueltas en un círculo vicioso del que no se podían desprender. La masa no quería oírlo y Cordelia no se lo había contado.

En su lugar, les ofreció algo que estaban deseando aceptar. Su argumentó tenía tantas incongruencias que Pierre no terminaba de entender cómo alguien podía aceptarlo, pero lo consiguió a base de intentar convencerse de su propia rectitud. La mafia quería (necesitaba) creer que era algo más que un parásito, que efectivamente gozaba de todos los derechos que le correspondían por virtud natural, seguido del hecho de que solo una conspiración podría negarle aquellos derechos. Cordelia sabía que ellos necesitaban ser vistos como las víctimas de sus enemigos que trabajan día y noche para intentar destruirlos, en vez de admitir que el sistema que habían exigido no funcionaba.

Por supuesto que la gente pedía la paz, quería que les dejaran tranquilos disfrutando de su prosperidad y estaban en su derecho, ¿acaso no era la paz y la prosperidad el orden natural de las cosas? Pero los traidores les negaron sus derechos, se habían involucrado en una guerra de la que nadie se podía escapar. Después de todo, la Alianza Manticoriana les había atacado, o así se lo había contado el Gabinete de Información Pública. El ataque de la Alianza era totalmente contrario a la idea de los legislaturistas como guerreros. La Alianza pertenecía al mismo orden corrupto de los imperialistas militares. Sus miembros no eran más que marionetas controlados por el Reino Estelar de Mantícora, que deseaban la destrucción de la República ya que reconocían la inevitable y natural enemistad entre ellos y su gente. El Reino Estelar ni siquiera era una República, sino una Monarquía regentada por una reina y un grupo de aristócratas liberales que no respetaban los derechos de los ciudadanos de la República Popular. Les negaban su prosperidad a base de acumular una gran riqueza y repartirla entre sus herederos soberanos. Este hecho en sí ya les habría convertido en el enemigo mortal de la República, pero también sabía lo que pasaría si sus propios súbditos se dieran cuenta de que la República estaba en lo cierto y reconocieran que también ellos habían sido víctimas. No le extrañaba que Mantícora les atacara; debían destruir la RPH de raíz antes de que se extendieran las demandas de su gente y los llevaran a la destrucción.

Los populares se habían sublevado encolerizados para derrocar a aquellos lores plutocráticos cuando supieron que se enfrentaban a un enemigo aun más atroz. Un enemigo extranjero cuyos lores debían aniquilar si querían que su gente estuviera a salvo. Así que la masa se había movilizado, con su actitud podrían haber conseguido lo que se propusiera, si hubiera habido alguna manera de llevar sus ideas a la práctica.

Pero no fue posible. Por extraño que pareciera, el golpe que Rob Pierre había planeado al dedillo para detener el gasto militar se había convertido en una cruzada. Pretendía tan solo utilizar la crisis inmediata de la guerra manticoriana para distraer a la plebe y calmar la situación hasta que volviera a tener el control, pero la retórica de Cordelia le había dado vida propia. Después de medio siglo-T de absoluta apatía y desinterés en los movimientos de conquista de la República, la plebe estaba dispuesta (más bien ansiosa) a aplazar otras demandas para poder financiar la destrucción de Mantícora y lo que representaba. El Comité de Seguridad Pública no podía renunciar a la guerra por miedo a que los desempleados despertaran de su letargo. Su única salvación, y la única esperanza para llevar a cabo las reformas que Pierre siempre había soñado, era ganar la guerra, lo cual le daría autoridad para contemplar nuevas reformas.

Y por el momento, al menos, la masa estaba dispuesta a sacrificarse. Habían aceptado dejar a un lado su cómodo e improductivo estilo de vida y comenzar con los entrenamientos militares, para aprender técnicas de ataque y maniobras de reconstrucción en los astilleros, para reemplazar las naves que habían sido destruidas. Quizá hasta era posible que recuperaran el hábito del trabajo cuando finalizara la guerra y se dedicarían a reconstruir las destartaladas infraestructuras de la RPH. Cosas más raras se habían visto, pensó Pierre, intentando convencerse a sí mismo de que no se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

Pero pasara lo que pasara, debían ganar esta guerra, y como respuesta a sus sacrificios, la masa exigía que la Armada (y el Comité de Seguridad Pública) se encargara de que así fuera. El extremismo que invadía el sistema de la República exigía una prueba del compromiso de sus líderes, y desde que la Armada había sido declarada responsable del asesinato de Harris, debían probar su importancia ganando batallas. Todos aquellos que complicaran las cosas durante el juicio debían ser sancionados, de cara a sus propios crímenes y como advertencia para el resto de los ciudadanos. Por ello Pierre había desarrollado una política de responsabilidad colectiva. Todos los oficiales de la Armada habían sido llamados a juicio; aquel que no cumpliera con su deber sabía que no solo él, sino toda su familia, sufriría las consecuencias. La situación había provocado una guerra de exterminio, y a los enemigos no se les daba cuartel (ya fueran internos o externos) ya que estaba en juego la victoria o la aniquilación.

No era la revolución que Pierre había pensado, pero era la única opción que tenía. Al menos el reino de terror que había creado había surtido efecto en la Armada, así que quizá la plebe tenía razón. Al fin y al cabo, era posible encontrar soluciones siempre que alguien estuviera dispuesto a matar a suficientes personas para conseguirlo.

Se frotó la cara con sus manos y tecleó su clave para acceder de nuevo al archivo secreto. La sección de Inteligencia Naval se había integrado con el Gabinete de Seguridad del Estado y con el resto de los órganos de inteligencia de la RPH. La mayor parte de los estrategas de la Armada habían desaparecido debido a las purgas, pero el grupo de analistas que les habían servido no solo continuaban trabajando, sino que sabían muy bien qué pasaría si no cumplieran con su deber. Sus análisis contenían demasiadas clasificaciones y reservas, sin duda sabían cómo cubrirse las espaldas, pero estaban generando una gran cantidad de datos de gran importancia y los nuevos estrategas estaban de camino para comenzar a trabajar a su lado. Eran bastante ambiciosos, aquellos estrategas. Sabían cómo llegar a las oportunidades de poder que se escondían bajo el caos organizado de la República. Muchos de ellos eran fieles al Comité de Seguridad Pública, en parte porque no se atrevían a hacer otra cosa, y Pierre sospechaba que el almirante Thurston, el autor del plan en esa fase final era uno de ellos. Pero por el momento, los hombres y mujeres como Thurston sabían muy bien que su éxito y su supervivencia dependían de la del Comité.

Sabían además que la Armada necesitaba la victoria. Como mínimo, debía ponerle freno al avance manticoriano sobre la República Popular, pero aspiraban a resultados mejores. Sin duda el Ministerio de Cordelia podía transformar estos hechos en un triunfo decisivo, pero qué maravilloso sería si ganaran una victoria ofensiva. Además, desde el punto de vista estratégico, la Armada Popular necesitaba urgentemente un método para desviar a los mantis de los sistemas frontales. Aquel frente se estaba estabilizando, pero no sabían por cuánto tiempo…a menos que consiguieran distraer de alguna manera a los estrategas de la RAM.

Esa distracción era el propósito de la operación que Pierre había desarrollado, Y a pesar de su cansancio, sintió como su interés aumentaba al observar los archivos. Podría funcionar, pensó, e incluso si no lo conseguían no les costaría demasiado. La Armada Popular contaba con una gran reserva de naves de batalla, la mayoría eran unidades demasiado débiles para enfrentamientos en primera línea de combate, pero bien utilizados, podían realizar un buen papel durante el transcurso de la guerra.

Se recostó en su silla, observando los datos en su terminal y asintió despacio. Había llegado el momento de usar esas naves de batalla, y el plan de Thurston era no solo audaz, sino que además ofrecía el mejor premio si tenía éxito.

Asintió de nuevo e hizo uso de su estilográfica electrónica. La colocó sobre el escáner y sobre el visualizador apareció un breve documento escrito a mano: «Operación de Distracción y Operación Daga aprobadas por orden de Rob S. Pierre, presidente del Comité de Seguridad Pública. Activar inmediatamente».