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La mujer que tenía frente al espejo le seguía pareciendo una extraña, pero poco a poco le empezaba a resultar más familiar. Honor se cepilló una vez más la melena que le llegaba ya a los hombros, le entregó el cepillo a Miranda LaFollet y se puso de pie. Se colocó frente al espejo, planchó con sus manos una pequeña arruga que tenía en su chaleco de ante verde jade y examinó la caída de su vestido blanco. Se había acostumbrado a las faldas, y a pesar de que las seguía viendo muy poco prácticas había llegado a la conclusión de que le sentaban bastante bien.
Levantó la cabeza, revisando su aspecto como si fuera un oficial sirviendo a su comandante por primera vez, y Miranda la observaba, lista para arreglar cualquiera defecto real o imaginario de su apariencia.
La negativa de Honor a estar rodeada de todo un ejército de sirvientes, tradición entre los gobernadores, había irritado al personal de la Casa Harrington, los cuales veían como salían perjudicados. Esto incomodó un poco a Honor, y accedió (contra su voluntad) a conservar a una sirvienta. Ningún miembro del personal se había atrevido a comentar que MacGuiness era un hombre, y consideraban totalmente inaceptable que ejerciera de asistente personal de una mujer. Asimismo, sus manifestantes habían usado este hecho para arremeter contra ella. Además, MacGuiness ocupaba el puesto de mayordomo, y sus nociones de vestimenta cuando llegó a Grayson no eran muy diferentes a las de Honor.
Ella pensaba que sería muy difícil encontrar a una sirvienta a la que pudiera soportar, pero un día Andrew LaFollet sugirió tímidamente a su hermana Miranda. El hecho de que fuera la hermana del comandante le ofrecía mucha confianza, pero no solo por eso, su imagen de mujer fuerte e independiente, se llevaba por delante aquellos restos de supremacía masculina.
Honor temía que Miranda viera su título oficial de sirvienta como algo sin importancia, pero en Grayson dicha ocupación poseía un estatus social mucho más alto de lo que mucha gente creía. La sirvienta de una mujer de clase alta en Grayson era una profesional muy respetada y con un buen sueldo, y Miranda daba la talla para dicho puesto. Más que una sirvienta, Honor necesitaba una compañera y una guía cultural, y Miranda era la horma de su zapato. Quizá era un poco maniática en cuanto a la apariencia de Honor, pero era tan solo un resquicio cultural como mujer de Grayson que era. En el fondo, pensaba Honor, tenía sentido en un mundo donde el número de hombres superaba al de las mujeres y la única profesión femenina aceptable durante más de un milenio había sido la de esposa y madre. Y aunque le gustaría que Miranda no fuera tan insistente, sabía que su nuevo papel requería que dominara a la perfección las habilidades que Miranda estaba tratando de enseñarle. El hecho de tener una buena apariencia, no era muy diferente del deber de un oficial de marina; lo único que había cambiado era el reglamento que definía cual era el atuendo apropiado.
Miranda le entregó el sombrero, Honor asintió agradecida y se lo colocó en la cabeza con una leve sonrisa. Prefería la boina del uniforme o lo que solía llamar la boina tirolesa, pero no pudo evitar una cierta sensación de bienestar cuando se observó con el sombrero en el espejo.
Como la mayoría de los sombreros de mujer de Grayson, este era una pamela, pero con el lado derecho torcido hacia arriba. Le recordaba a los sombreros de los guardabosques de la Comisión Forestal de Esfinge, y le gustaba en gran parte por la misma razón que la CFE: los ramafelinos se apoyaban en los hombros de su acompañante, y una pamela normal habría molestado a Nimitz. Además le daba al sombrero un cierto aire de elegancia, lo cual era peculiar en un sombrero tan sencillo. Era blanco liso, sin los colores chillones y los adornos de plumas tradicionales de los sombreros femeninos, con una banda muy sencilla del mismo verde oscuro de su chaleco, que se separaba atrás en un lazo de dos puntas que le llegaba hasta la cintura. Al igual que la cola de su vestido, la cual resaltaba su altura y le daba movimiento, era parte de la imagen que quería dar.
Las mujeres de Grayson le recordaban a los pavos reales de la Antigua Tierra. Eran increíblemente elegantes, coloridas, llenas de vida…y demasiado rococós para su gusto. Sus joyas eran muy vistosas, sus chalecos recargados con brocados y bordados, sus vestidos eran como un merengue lleno de capas, pliegues y lazos. A Honor no le iban esas cosas, y no era casualidad. Esa forma de vestir no estaba pensada para personas tan altas como ella, pensó, y no necesitaba el gusto de Miranda para saber que no tenía la gracia de las graysonianas para poder llevar con elegancia aquellos atuendos. Ella lo intentaba, pero era más difícil de lo que pensaba, especialmente para alguien que se había pasado la vida llevando uniforme, así que recordó que una buena estratega debía superar las desventajas y maximizar sus ventajas. Sí no era capaz de ir a la moda, era el momento de crear la suya propia y Miranda se había embarcado en su proyecto con entusiasmo.
La belleza de las formas de Honor mejoraba con su madurez, y el tratamiento de prolongación había extendido ese proceso de maduración más de veinte años-T. Como consecuencia de ello, entendía por qué siempre se había sentido como un patito feo, y sospechaba que por ese motivo siempre había disfrutado con el atletismo; era como un premio de compensación para su rostro, que no solo la mantenía en muy buena forma, sino que potenciaba sus puntos fuertes. Y a pesar de lo que le dictaba el subconsciente, sabía que era una persona activa, en forma y con garbo, y que su atuendo resaltaba las curvas de su figura de una manera que habría horrorizado a la sociedad graysoniana de hace años.
Le dirigió al espejo la reverencia que llevaba tiempo practicando y se rió al ver reflejada su imagen de mujer aristocrática frente al espejo. Ese reflejo estaba muy lejos de su niñez como la hija de un granjero de Esfinge, y la imagen de capitana Honor Harrington, de la Real Armada Manticoriana, era ya imposible de imaginar.
Probablemente era lo mejor, se dijo a sí misma con algo de rencor, porque ya no era la capitana Harrington. Bueno, todavía podía llevar el uniforme militar que vistió durante tres décadas, pero se negó. No era culpa de la Armada el que le quitaran su título de comandante, sin poder ejercer y con la mitad de su sueldo. Si alguien tenía la culpa, era ella, ya que sabía que los políticos castigarían a la Armada cuando uno de sus miembros disparara a un compañero en un duelo. Pero de todas formas, Honor Harrington no quería aferrarse a lo que representaba el uniforme cuyas responsabilidades se le habían negado. Cuando llegara el momento de asumirlas de nuevo, si es que llegaba, entonces…
De repente, escuchó un «blik» increpante y se giró para abrazar a Nimitz que saltó a sus brazos y se colocó en sus hombros. Tuvo cuidado de no estropear su pamela y apoyó las pezuñas de sus manos en su chaleco justo encima de su clavícula derecha, y ella sintió el peso amable de su compañero sobre su hombro, al tiempo que las pezuñas de sus pies verdaderos se apoyaron también para sentarse. Aquellas garras amenazantes medían más de medio centímetro, y lo que parecía ante natural no lo era y ella se preguntaba quien se alegraba más por ello ¿Nimitz o Andrew LaFollet? Aquel chaleco a modo de tabardo estaba hecho con el mismo material de las túnicas de los uniformes para protegerlo de las garras de Nimitz, el hecho de que a su vez parara dardos de pulso de calibre ligero era simplemente una ventaja más desde el punto de vista de su guardaespaldas.
Le daba la risa al pensarlo y alcanzó la barbilla de Nimitz para acariciarlo, luego se ajustó por última vez las únicas dos piezas de joyería que llevaba. La Estrella Dorada de Grayson brillaba en su lazo carmesí a la altura de su garganta, y debajo de ella colgaba la llave dorada patriarcal del gobernador, en su pesada y ostentosa cadena. Era indispensable llevar ambas joyas en una ocasión especial, y hoy lo era. Además, pensó con sentido del humor, no le importaba admitir que no le quedaban nada mal.
—¿Qué opinas? —le dijo a Miranda, y su sirvienta la miró de arriba abajo asintió con la cabeza.
—Está preciosa, milady —dijo ella, y Honor sonrió.
—Me lo tomo como un halago, pero no es necesario que le mientas a tu gobernadora, Miranda.
—Por supuesto que no, milady. Por eso no lo hago.
Los ojos grises de Miranda, al igual que los de su hermano, brillaban traviesos y Honor sacudió la cabeza.
—¿Has pensado en ser diplomática? —preguntó—. Se te daría muy bien.
Miranda sonrió, y Nimitz le susurró un gracioso «blik» en su oído. Honor cogió aire, asintió con la cabeza frente al espejo y se dirigió a la puerta, donde la esperaban sus guardaespaldas.