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Honor se paró en seco cuando, de repente, Nimitz salió despedido de su hombro. Vio como desaparecía entre los arbustos del jardín como por arte de magia, entonces cerró los ojos y sonrió, mientras le seguía a través de su vínculo por los montones de azalea terrestre y de flores de espigas esfinginas.

Andrew LaFollet se paró al mismo tiempo que lo hizo su gobernadora, y alzó mirada al darse cuenta de la ausencia de Nimitz. Después asintió con la cabeza de forma irónica, comenzó a inspeccionar la zona como por costumbre y se cruzó de brazos, en silencio.

En la mayoría de los mundos, un jardín como este tendría al menos algo de flora de la zona, pero las plantas autóctonas, a pesar de ser espectaculares, no estaban permitidas en los terrenos de la Casa Harrington. La vegetación de Grayson era peligrosa para los humanos, especialmente para aquellos que habían crecido en terrenos más seguros. Además, ninguno de los tres mundos habitables de los sistemas binarios manticorianos tenía concentraciones tóxicas de metales pesados. Eso significaba que Honor no contaba con la misma tolerancia que los graysonianos nativos, ya que ellos se habían adaptado a dichas condiciones. Por ello los encargados de construir la Casa Harrington se negaron a exponer a ella o a Nimitz a aquellas condiciones. En su lugar, decidieron ir por el lado costoso (y clandestino) y averiguar cuáles eran las plantas de su mundo que más le gustaban para luego importarlas, pero la mayoría de las especies de su jardín eran de la Antigua Tierra.

Lo mismo ocurría con la fauna. Se trataba de un jardín botánico y zoológico de especies terrestres y esfinginas creadas específicamente para su disfrute, cosa que a ella le parecía muy generoso por su parte y, al mismo tiempo, costoso. Si hubiera sabido lo que este proyecto conllevaba, habría intentado hacer algo, pero cuando se enteró ya era demasiado tarde y el protector Benjamín en persona había ordenado su construcción. Dadas las circunstancias, se sentía halagada, pero no solo por ella. Nimitz demostraba ser en ocasiones más inteligente que la mayoría de los bípedos, y, a pesar de su incapacidad de articular palabra, entendía el idioma estándar mucho mejor que los adolescentes manticorianos, pero conceptos como «veneno por arsénico» o «cadmio» eran quizá más complicados de comprender. Le había convencido de que el peligro acechaba más allá de la cúpula de la Casa Harrington, el hecho de que entendiera la naturaleza de ese peligro era más problemático, y el jardín era más su lugar de recreo que el de ella.

Encontró un banco y se agachó. LaFollet se movió para estar a su lado, pero ella apenas se percató de su presencia y se sentó, con los ojos aun cerrados, y rastreó a Nimitz a través de la maleza. Los ramafelinos eran cazadores, se situaban en la cúspide de la cadena alimenticia arbórea de Esfinge, y pudo percibir como disfrutaba en su papel de depredador. No tenía necesidad de cazar para comer, pero le gustaba estar en forma, y ella parecía compartir su entusiasmo al verle moverse sigilosamente entre las sombras.

De repente, le vino a la mente la imagen de una ardilla rayada (la cual no se parecía en absoluto al animal de la Antigua Tierra con el mismo nombre). El ramafelino estaba proyectando esa imagen con claridad, de forma intencionada, y pudo ver a través de sus ojos como la ardilla estaba en su guarida, mordiendo una gran cáscara. Una suave brisa artificial removió el follaje, pero la ardilla estaba contra el viento, y Nimitz se deslizó silenciosamente. Fue hacia ella y la rodeó, un depredador de sesenta centímetros con colmillos afilados se abalanzó sobre el hombro de aquel pequeño animal, y Honor percibió cómo él saboreaba el éxito de su hazaña. Después estiró uno de sus miembros delanteros, extendió un dedo de una de sus manos verdaderas y pinchó a la ardilla con una de sus garras.

La cáscara salió volando por los aires y la pequeña criatura dio un brinco y se puso a girar del susto. Luego soltó un diminuto chillido y se quedó paralizada de miedo al encontrarse cara a cara con su mayor y más temido enemigo. La ardilla temblaba horrorizada y Nimitz hizo un «blik» de satisfacción y le dio la vuelta con su mano verdadera. Su soplido era más suave de lo que parecía, pero la ardilla gimió al despertar del estado de conmoción en que se encontraba. Rodó sobre sus patas y sus seis pezuñas desaparecieron bajo la guarida. Se esfumó al tiempo que soltaba otro gemido, y Nimitz se sentó sobre sus cuartos traseros con cara de satisfacción.

Dio golpecitos sobre el agujero y lo olfateó, pero no tenía intención de acosar aun más a su aterrorizada víctima, menos aún de matarla. El objetivo (esta vez) era asegurarse de que seguía siendo capaz, sin acabar con la fauna del jardín. Así que hizo un aspaviento con su cola prensil y se reunió de nuevo con su compañera.

—Eres terrible ¿sabes, Apestoso? —le dijo Honor al verle llegar.

—«Blik» —respondió sonriente y se posó de nuevo sobre su regazo.

LaFollet soltó un resoplido, pero el ramafelino fingió ignorar al guardaespaldas. Examinó sus garras y se lamió la tierra de sus dedos, luego se sentó y se acicaló los bigotes frente a Honor con aire presuntuoso.

—Esa ardilla no te había hecho nada —puntualizó ella, y se encogió de hombros.

Los ramafelinos tan solo mataban a sus presas si era necesario, pero en el fondo eran cazadores que disfrutaban con la persecución de su presa, y Honor muchas veces se preguntaba si ese era el motivo por el que congeniaba tan bien con los humanos. Fuera lo que fuera, Nimitz había catalogado a su desafortunada presa como «ardilla rayada comestible», y cualquier trauma que hubiera sufrido habría sido considerado con indiferencia por su parte.

Honor negó con la cabeza e hizo una mueca, y entonces se oyó el pitido de su crono. Lo miró con gesto de descontento antes de subir a Nimitz a su hombro. Él apoyó una mano verdadera sobre su cabeza para no perder el equilibrio y le susurró una pregunta; ella se encogió de hombros.

—Llegamos tarde, y Howard me mata si me pierdo esta reunión.

—No creo que el regente llegara a esos extremos, milady.

Honor se rió ante la respuesta de LaFollet, pero Nimitz resopló, expresando su desdeño por la importancia con que la humanidad en general (y sobre esta persona en particular) se ceñían a sus conceptos de tiempo y puntualidad. Se daba cuenta, no obstante, de lo inútil de su protesta y se relajó, hundiendo las garras de sus pies y manos verdaderos en su guerrera, mientras ella seguía caminando.

Honor llevaba el traje tradicional graysoniano, y su larga zancada hacia girar su falda mientras caminaba hacia el Pórtico Este. LaFollet, al igual que la mayoría de los graysonianos, era más bajo que ella, y terna que andar muy rápido para poder seguirla. Ella pensaba que aquello le podía resultar un poco humillante y se sintió obligada a disculparse por hacerle correr, pero no aminoró el paso. Llegaba tarde y todavía les quedaba un largo camino.

La Casa Harrington era demasiado grande y lujosa para su gusto, pero nadie le consultó cuando la construyeron. Los graysonianos se la ofrecieron como un regalo por salvar su planeta, lo que significaba que no podía quejarse, así que había llegado a aceptarla con toda su magnificencia. Además, a Howard Clinkscales le encantaba comentar a menudo que la habían construido especialmente para ella. Así era, la mayoría del espacio estaba dedicado a las instalaciones administrativas del Destacamento Harrington, y ella tenía que admitir que había espacio de sobra y que resultaba un desperdicio.

Salieron del jardín, y ella comenzó a caminar de manera más decorosa al ver como el centinela de guardia del Pórtico Este (la entrada principal de la Casa Harrington) hizo una reverencia y la saludó. Honor intentó evitar el reflejo de un oficial de marina de devolver el saludo y asintió con la cabeza, siguió los pasos de LaFollet al tiempo que un hombre de pelo blanco y aspecto furioso apareció por la puerta de seguridad mirando su crono, preocupado. Miró hacia arriba al escuchar los pasos de Honor sobre las escaleras de piedra autóctona y su rostro de desasosiego se convirtió en una sonrisa al encontrarse con ella.

—Perdona por el retraso, Howard —dijo ella arrepentida—. Estábamos de camino cuando Nimitz se encontró con una ardilla.

Howard Clinkscales tenía una sonrisa de oreja a oreja, y le extendió su dedo al ramafelino a modo de saludo. Nimitz levantó sus orejas, le miró insolente y el regente se rió entre dientes. Hace años Clinkscales habría estado muy incómodo con la presencia de una criatura alienígena (más aún con la idea que de una mujer llevara la llave de gobernadora), pero aquellos días habían quedado atrás, y sus ojos se iluminaron al mirar a Honor.

—En absoluto, milady, tratándose de algo tan «importante» no necesita disculparse. Por otro lado, se supone que debemos de tener todo el papeleo listo cuando el canciller Prestwick nos confirme la aprobación del Consejo.

—También se supone que es un «comunicado sorpresa».

—¿No significa eso que debes ponérmelo fácil?

—Es una sorpresa para tu gente y para los otros gobernadores, milady, pero no para ti. Así que no intentes escabullirte porque no se te da muy bien.

—Pero no paras de decirme que debo aprender a comprometerme. ¿Cómo voy a hacerlo si no te comprometes conmigo?

—¡Ja! —resopló Clinkscales, y aun así ambos sabían que su actitud caprichosa tenía su lado serio. Se encontraba incómoda con el poder autocrático que ejercía como gobernadora, sin embargo muchas veces pensaba que se sentía muy afortunada por cómo marchaban las cosas. Es posible que fuera extraño frente a la educación que había recibido, y sin embargo, no habría encajado tampoco en el gobierno del Reino Estelar, ni siquiera sin los malos momentos ni las disputas guerrilleras que los manticorianos habían infligido en ella.

Era algo que nunca había considerado hasta que fue seleccionada para ello, pero una vez se enfrentó cara a cara a su puesto como una de las figuras autocráticas de Grayson, se dio cuenta del motivo por el que odiaba la política. A lo largo de toda su vida le habían enseñado a tomar decisiones, identificar objetivos y a hacer todo aquello que estuviera en sus manos para conseguirlo, sabiendo que finalmente la indecisión le pasaría factura. La necesidad constante de los políticos de reconsiderar posiciones y buscar compromisos era algo extraño, tanto para ella como para la mayoría de los oficiales militares. Los políticos habían sido entrenados para pensar en esos términos, para cultivar consensos no del todo perfectos y para aceptar victorias relativas, y era más que puro pragmatismo. De esa forma se descartaba el despotismo, pero aquellos que luchaban preferían soluciones directas y decisivas, y un oficial de la reina no se conformaba solo con la victoria. Las medias tintas incomodaban a los guerreros, y las victorias a medias solían significar que habían sacrificado vidas en vano, lo que explicaba su gusto por los sistemas autocráticos donde la gente hacia lo que se les ordenaba sin rechistar.

Además, pensó irónicamente, también explicaba el por qué los militares, a pesar de sus nobles intenciones, hacían un trabajo tan pésimo cuando ejercían poderes políticos en una sociedad de tradiciones no autocráticas. No sabían cómo hacer funcionar el sistema, lo que significaba, en la mayoría de las ocasiones, que terminaban desquiciados por la frustración.

Intentó despejarse después de aquella reflexión y miró a Clinkscales con una sonrisa.

—De acuerdo, como tú digas. ¡Pero ten cuidado, Howard! «Alguien» tiene que dar la charla en el Gremio de Jardinería Femenino la semana que viene.

Clinkscales palideció y su expresión era tan impactante que Honor dejó escapar una risilla. Incluso LaFollet se rió, pero solo hasta que Clinkscales le lanzó una mirada.

—Eh… lo… eh… tendré en cuenta, milady —dijo el regente después de un rato—. Mientras tanto, sin embargo…

El señaló las escaleras, y Honor asintió. Subieron juntos los últimos metros al pórtico, seguidos por LaFollet, y comenzó a hablar sobre otros temas con Clinkscales cuando, de repente, se paró. Sus ojos se empequeñecieron y se tornaron más oscuros que nunca, después Nimitz lanzó un fuerte silbido. El regente abrió los ojos asombrado y gruñó enfurecido mientras seguía la mirada de Honor.

—Lo siento mucho, milady. Ordenaré que se los lleven de aquí inmediatamente —dijo con dureza, pero Honor negó con la cabeza. Tenía un gesto decidido, enfadado y exaltado, pero sus manos estaban relajadas. Acarició a Nimitz, su mirada se apartó de las más de cincuenta personas que se encontraban frente a la Puerta Este, y su voz de soprano sonó neutra cuando se pronunció.

—No, Howard. Déjalos.

—Pero, ¡milady! —exclamó Clinkscales.

—No —repitió de manera más natural. Miró a los manifestantes por un momento, luego sacudió la cabeza y sonrió—, al menos sus pancartas han mejorado —observó con atención.

Andrew LaFollet caminaba con rabia al ver a los manifestantes caminar adelante y atrás frente a la puerta. La mayoría de sus pancartas contenían citas o pasajes bíblicos de El Libro del Nuevo Método, un libro educativo de Austin Grayson, fundador de la Iglesia de la Humanidad Libre, que condujo a la Iglesia de la Antigua Tierra al mundo que llevaba su nombre. Aquellas pancartas eran terribles, se las habían apañado para colocar todas las citas que pudieron encontrar para denunciar la noción de igualdad entre hombre y mujer. La otra mitad de las pancartas eran caricaturas políticas muy duras que convertían a lady Harrington en un muñecote con mirada lasciva llevando a la sociedad a la ruina. La menos ofensiva de todas era una, la cual habría destrozado a cualquier mujer graysoniana, en la que se leía «Prostituta infiel».

—¡Por favor, milady! —Su voz sonaba más acalorada que la de Clinkscales—. No puede dejar que…

—No hay nada que pueda hacer —dijo Honor. Estaba furioso, y ella le dio un golpecito en el hombro—. Lo sabes muy bien. No están en mi propiedad y no están violando ninguna ley. No podemos hacer nada contra manifestantes que siguen la ley sin actuar en contra de la ley nosotros mismos.

—Querrá decir escoria que sigue la ley, milady. —El tono frío de Clinkscales era aterrador, pero se encogió de hombros cuando ella le miró—. Ya, tienes razón. No podemos hacer nada.

—¡Pero ni siquiera son de aquí! ¡Son todos de fuera! —protestó LaFollet, y Honor supo que tenía razón. Aquellos hombres habían venido hasta Harrington (les habían mandado), y los gastos de viaje y manutención había sido pagados por contribuciones de otros que pensaban igual que ellos. Era un esfuerzo enorme a pesar de lo que pudieran opinar los manticorianos, y aun así, ellos mismos estaban limitados por su sinceridad.

—Ya sé quiénes son, Andrew —dijo ella—, y también sé que representan una opinión minoritaria. Desafortunadamente, no puedo hacer nada sin caer en su trampa. —Les miró de nuevo, luego les dio la espalda—. ¿Me habías comentado algo sobre unos papeles que teníamos que ver, no es así Howard?

—Si, milady. Clinkscales sonaba mucho menos calmado que ella, pero aceptó con la cabeza y se giró para dirigir sus pasos hacia el interior del edificio.

LaFollet les siguió a lo largo del pasillo hasta la oficina de Honor sin decir una sola palabra, pero gracias a Nimitz, ella podía percibir su confusión. La indignación del ramafelino también era palpable en su vínculo, que se fundía con las reacciones de LaFollet y todo ello se enmarañaba en la cabeza de Honor. Ella se paró ante la puerta para agarrar de nuevo el hombro del comandante. No le dijo nada. Tan solo le miró a los ojos con una triste sonrisa y luego le soltó; después, la puerta se cerró tras ella y Clinkscales.

LaFollet se quedó mirando al panel durante un buen rato. Después tomó aire, asintió con la cabeza y activó su comunicador.

—¿Simón?

—Sí, ¿señor? —la voz del cabo Mattingly se oyó al instante, y el comandante sonrió.

—Hay… gente aquí con pancartas en la Puerta Este —dijo él.

—¿Ah sí, señor? —dijo Mattingly despacio.

—Sí. Pero, la gobernadora quiere que les dejemos tranquilos, así que… —LaFollet no terminó la frase y pudo percibir a través de la expresión del cabo que no necesitaba hacerlo.

—Entiendo, señor. Avisaré a los chicos para que les dejen en paz antes de que termine mi turno.

—Buena idea, Simón. No nos gustaría que se vieran involucrados si les ocurre algo. Ah, por cierto, podrías decirles dónde encontrarte en caso de que te necesite antes de que termine tu descanso.

—Por supuesto, señor. Había pensado en acercarme a ver las obras de la Gran Cúpula y ver cómo van. Finalizan esta semana, y sabe lo que me gusta verles trabajar. Además, adoran a la gobernadora, así que siempre intento ponerles al día de cómo le van las cosas por aquí.

—Es todo un detalle por tu parte, Simón. Estoy seguro de que te están muy agradecidos —dijo LaFollet y cortó la conexión. Con una breve sonrisa, se apoyó contra la pared, para vigilar la privacidad de su gobernadora.