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Lady Honor Harrington, condesa y gobernadora Harrington, dio tres pasos y se balanceó sobre las puntas de sus pies. El trampolín se flexionó y ella se arqueó en el aire y se tiró de cabeza sin apenas salpicar. La piscina se transformó en un espejo ondulado, y el agua estaba cristalina. El mayordomo jefe James MacGuiness vio como buceaba por el fondo con la gracia de un delfín. Después emergió a la superficie, se giró y nadó estilo espalda los cincuenta metros de largo de la piscina, para terminar con la última vuelta de su ejercicio diario de natación matutino.

La cúpula de cristoplast de la Casa Harrington la protegía de la intensidad de la luz primaría de Grayson; el elegante ramafelino de seis patas abrió sus ojos verdes ante un brillante rayo de sol y MacGuiness se colocó una toalla sobre su hombro y se dirigió a las escaleras de la piscina. El gato se levantó y estiró los refinados sesenta centímetros de su cuerpo y, luego, se sentó apoyado en sus cuatro patas traseras. Después comenzó a peinarse su cola prensil con sus pies y manos auténticas, y soltó un perezoso bostezo, dejando a la vista sus afilados colmillos, que se transformó en una sonrisa al observar como Honor salía de la piscina. Ella se escurrió el pelo antes de aceptar agradecida la toalla de MacGuiness y el ramafelino sacudió la cabeza. A los ramafelinos no les gustaba nada el agua, pero Nimitz había adoptado a Honor Harrington hacía ya cuarenta años-T. Había tenido mucho tiempo para acostumbrarse a sus peculiares formas de entretenimiento.

Sin embargo, el comandante Andrew LaFollet, de la Guardia de la gobernadora Harrington no se había acostumbrado aún, e intentó como pudo no mostrarse incómodo mientras su gobernadora se envolvía en la toalla. A pesar de su corta edad, el comandante era el segundo oficial de rango en la GGH, y el mejor en su trabajo. Él era al mismo tiempo el guardaespaldas personal de lady Harrington además de ser el jefe de su equipo de seguridad. La ley de Grayson exigía que los gobernadores —o en el caso excepcional de Honor, gobernadora— fueran acompañados por sus guardaespaldas en todo momento. LaFollet sabía que Honor había aceptado ese requisito con mucha dificultad, pero en ocasiones como esta, era casi más incómodo para ellos que para ella.

El comandante se horrorizaba al ver como la gobernadora pretendía introducirse en una piscina de tres metros de profundidad de forma voluntaria. La natación era una tradición perdida en Grayson; LaFollet no conocía a nadie que tuviera esa afición, y pensaba que una persona en su sano juicio nunca lo haría. La concentración de metales pesados en Grayson significaba que incluso el agua más «pura» estaba seriamente contaminada. En sus treinta años-T antes de comenzar a trabajar para lady Harrington, Andrew LaFollet nunca había bebido agua que no estuviera destilada o purificada, y la idea de despilfarrar miles de litros de ese preciado líquido para llenar un agujero en el suelo y luego saltar en él, le parecía…bueno, «raro» era la palabra más suave que le venía a la mente cuando lady Harrington ordenó la construcción de su «piscina».

No hay duda de que cualquier gobernador —y especialmente ella— tenía sus excentricidades, pero LaFollet tenía una preocupación en relación a ese proyecto. De hecho, dos preocupaciones, pero solo una que consideró conveniente compartir con lady Harrington. Si ella y el jefe MacGuiness eran las únicas dos personas que sabían nadar, ¿qué se suponía que sus guardaespaldas iban a hacer si le ocurría algo en el agua?

Sintió como se le subían los colores al plantearle esa cuestión espinosa, pero Honor simplemente pensó en ello con seriedad, y él se puso aun más rojo cuando observó que ella apenas se rió. La verdad es que tampoco se reía ya muy a menudo. Sus enormes ojos parecían oscuros y ensombrecidos, pero esta vez parecían contener algo de sentido del humor, y a pesar de la vergüenza que había pasado, estaba contento. Había visto en sus ojos cosas mucho más terribles, y aun así con esa broma se dio cuenta de por qué era tan duro su trabajo.

La gobernadora tenía problemas para comprender que su seguridad era la misión más importante en la vida de sus guardaespaldas, y aun así las cosas que hacia volvían loco a cualquier guardaespaldas que se precie. LaFollet había decidido aceptar su carrera naval, cuando la tenía. Aunque no le gustara, los riesgos asociados a manejar una nave de guerra eran mucho menos… frívolos que otros que insistía en conservar.

Con la natación ya era bastante, pero al menos la practicaba en su casa, protegida por las altas bóvedas, que siempre han sido muy seguras. La práctica del ala delta era una auténtica pasión planetaria traída de su tierra, y a LaFollet le aterrorizaba solo de pensarlo. Sabía que era una experta en la materia, incluso antes de que él empezara a caminar. Sin embargo, para el hombre que estaba contratado para mantenerla viva, era intolerable que ella se negara a llevar consigo una unidad anti-gravitatoria de emergencia.

Afortunadamente, el ala delta pasó a la historia en Grayson, al igual que bañarse en cueros. Durante más de sus mil años de historia, los graysonianos desarrollaron una mayor tolerancia a metales pesados que la mayoría de los humanos.

No era el caso de lady Harrington, y, gracias a Dios, su carrera como oficial de marina le enseñó el respeto a los peligros medioambientales. Aunque aquello no era de mucha ayuda cada vez que visitaba a sus padres. LaFollet y el cabo Mattingly pasaron una tarde horrorosa persiguiendo a Honor en su frágil ala delta sobre las montañas de Copper Wall, en Esfinge, y más allá del océano Tannerman en un coche aéreo equipado con un tractor. La posibilidad de que cualquier malintencionado con un rifle de pulsos podía haber atentado contra lady Harrington mantuvo a sus guardaespaldas despiertos durante días.

Su pasión por el montañismo era aún peor. Estaba dispuesto a aceptar que la gente practicara la escalada en rocas «reales», pero saltar con ella de arriba abajo por peligrosas pendientes y altos precipicios —y con una gravedad de 1.35— era mucho más que una aventura. No nos olvidemos de la balandra de diez metros que guardaba en el enorme varadero de sus padres. Incluso las chaquetas antigravedad parecían meros accesorios para aquellos que no sabían nadar, y ahí estaba ella cabalgando las olas, mientras ellos se agarraban como podían a la embarcación.

Lo había hecho a propósito, y LaFollet sabía por qué. Era su manera de decirles que no pensaba abandonar la vida que llevaba desde hacía cuarenta y siete años-T solo por haberse convertido en gobernadora. Estaba dispuesta a dejar que sus guardaespaldas la protegieran ya que así lo mencionaba el juramento, pero quería seguir siendo ella misma. Y su negativa a cambiar provocó más de una discusión con su guardaespalda jefe, pero este sabía que su personalidad era uno de los motivos por los que se había ganado a la gente, no solamente la obediencia a la que estaba supeditada una gobernadora. Y a pesar de todas las preocupaciones que le había causado, a él le alegraba saber que había cosas a las que no quería renunciar.

Sin embargo, había momentos en los que le hubiera gustado que fuera una mujer graysoniana tradicional. Sus modales habían mejorado como guardaespaldas, pero él seguía siendo graysoniano. Había afrontado el reto de aprender a nadar y había realizado un curso de salvamento por pura devoción a su profesión y, sorprendentemente, se había divertido mucho. Y era así en muchos momentos de su trabajo, aunque Jamie Candless tenía sus dudas al respecto. Incluso se habían planteado visitar la piscina de la gobernadora fuera de sus horas de servicio, pero el traje de baño de lady Harrington era un asalto a las normas morales de Grayson. Los estándares de LaFollet se volvieron cada vez menos «obsoletos» aquel año, lo cual debía admitir que, intelectualmente, era un aspecto positivo. Sin embargo, se culpaba en silencio de lo arraigados que estaban sus valores, cada vez que veía nadar a la gobernadora.

Él sabía que ella tenía ciertos privilegios. El bañador resultaba poco elegante según los estándares manticorianos, pero en el fondo, dejando atrás los elementos básicos de socialización, no le hubiera importado que se bañara desnuda. Aun así, ella había recibido el tratamiento de prolongación más efectivo y novedoso durante su niñez. Por ello tenía un aspecto increíblemente joven, y su exotismo, sus ojos almendrados, su belleza y su atlética figura amenazaban con provocar una respuesta muy poco apropiada en un comandante. Ella era trece años-T mayor que él, y parecía su hermana pequeña. No tenía derecho a pensar que la gobernadora era la mujer más atractiva que había conocido nunca, especialmente si veía como el bañador empapado le marcaba la figura.

Ahora se encontraba de espaldas a ella mientras terminaba de secarse, y suspiró aliviado cuando ella aceptó a ponerse el albornoz y ceñírselo a la cintura. Ella se sentó en la silla junto a la piscina, y él se giró y se puso a su lado como correspondía y sintió un tic en sus labios cuando ella le miró con una de sus pequeñas sonrisas. Más que una sonrisa, parecía un movimiento de la esquina izquierda de su boca, obedeciendo a los nervios artificiales y centrando el gesto. Pero le mostraba que sabía lo que él estaba pensando, y era difícil tomárselo a mala idea. No había nada de burlón o condescendiente en aquel gesto. Tan solo se trataba de un entendimiento mutuo sobre las diferencias de los distintos lugares de los que provenían, nada más, y el mero hecho de compartir aquello le ablandaba el corazón. La oscuridad en sus ojos no era tan palpable, pero él sabía que en cualquier momento podía venirse abajo, aunque el dolor y la pérdida que tanto tiempo pesaban sobre ella estaban empezando a sanar. Era un proceso muy lento y doloroso, pero se alegraba de que por fin hubiera comenzado. Merecía la pena pasar un momento bochornoso si conseguía que lady Harrington sonriera, y se encogió de hombros, dando a entender que ambos eran muy conscientes de su cultura provinciana.

Honor Harrington sonrió abiertamente al observar el sentido del ridículo de su guardaespaldas, y luego apartó la mirada al ver que MacGuiness destapaba una bandeja y la colocaba sobre la mesa. Nimitz dio un brinco en su silla, soltó un «blik» de alegría y Honor sonrió de oreja a oreja. Ella prefería una comida ligera así que MacGuiness le había preparado una ensalada y algo de queso, pero Nimitz comenzó a relamerse al ver que tenía frente a él un suculento plato de conejo asado.

—Nos estás malacostumbrando, Mac —dijo ella, y MacGuiness ladeó su cabeza en señal de afecto.

Le sirvió una cerveza fuerte y oscura, y ella escogió un trozo de queso y comenzó a mordisquearlo con gusto. Tenía que ser cuidadosa con los alimentos en Grayson; los dos milenios de diáspora habían expuesto muchos vegetales terrestres a entornos muy diferentes y cualquier cambio sutil entre especies idénticas podía traer unas consecuencias muy desafortunadas. Sin embargo, los quesos autóctonos eran una delicia.

¡Mmmmmmm! —dijo, y tomó el vaso de cerveza. Tomó un buen sorbo y miró a LaFollet—. ¿Cómo llevamos la entrega, Andrew?

—Bien, milady. El coronel Hill y yo revisaremos los detalles esta tarde. Le entregaré el programa final esta noche.

—De acuerdo. —Bebió un poco más de cerveza, pero estaba pensativa, levantó una ceja y apoyó el vaso—. ¿Por qué tengo la sensación de que me ocultas algo?

—¿Ocultarle algo, milady? —LaFollet frunció el ceño y negó con la cabeza—. No lo creo. —Ella levantó la otra ceja y sus miradas se encontraron—. Imagino que aun estoy algo molesto por el plan de control de masas, milady —confesó y frunció el ceño.

—Andrew, ya hemos hablado de ello. Ya sé que te preocupa, pero no podemos ir por ahí arrestando a gente solo por ejercer su derecho a reunirse.

—No, milady —respondió LaFollet con obstinación, intentando no decirle que eso sería precisamente lo que algunos gobernadores harían—. Pero lo que sí podemos hacer es excluir a aquel que consideremos un riesgo para su seguridad.

Ahora le tocaba suspirar a Honor, se recostó e hizo una pequeña mueca. La empatía con Nimitz era mucho más fuerte que la relación habitual entre humano y ramafelino. Ella sabía que hasta ahora, ningún humano había sido capaz de entender a los ramafelinos, y menos aún entender a otros humanos a través de ellos, y, al principio, ella intentaba evitar que Nimitz compartiera con ella los sentimientos que él podía captar. Pero era como intentar no respirar, y tenía que admitir que se había aferrado tanto a Nimitz a lo largo del último año-T que era casi imposible no saber lo que sentía la gente a su alrededor. Se dijo a sí misma —o al menos lo intentaba— que era como tener una habilidad extraordinaria para leer las expresiones de la cara, pero en el fondo sabía que Nimitz nunca le hubiera permitido no usar sus nuevas habilidades.

Como en esta ocasión. A Nimitz le gustaba LaFollet, y no veía motivo alguno para no transmitirle sus emociones, o para esconder su propia opinión sobre él. Ambos sabían el aprecio que LaFollet sentía por ella, y sabía perfectamente que el verdadero motivo por el que él quería tomar medidas contra los manifestantes no era tan solo el riesgo de seguridad. Bueno, algo de eso había, pero sus motivos eran mucho más simples: indignación, y determinación para protegerla de nuevas lesiones.

Su sonrisa se fue apagando, y sus largos dedos jugaban con el vaso de cerveza. Ella era la primera gobernadora de la historia, un símbolo, se podría decir, la fuerza de agitación que estaba desmontando los cimientos de la sociedad graysoniana. Peor aún, no solo era una mujer, sino que además era una extranjera que ¡ni siquiera comulgaba con la Iglesia de la Humanidad Libre! Es posible que la Iglesia la hubiera aceptado como su sierva, al igual que el cónclave de los gobernadores había aceptado su admisión, pero no todo el mundo apoyaba sus decisiones.

No podía culpar a los disidentes, pero en ocasiones no lo podía evitar. Sus ataques le dolían profundamente, pero una parte de ella les daba la bienvenida. No porque le gustara escuchar infamias, sino porque ella trataba de defender a Grayson de los fanáticos de Masada, y ello la situaba al mismo nivel que la mayoría de los graysonianos, donde aún no acababa de encajar. La habían colmado de honores, incluyendo el cargo de gobernadora, y a veces se sentía confusa, como si estuviera actuando, y la prueba de que no todos los graysonianos la ponían en un pedestal era tranquilizadora.

Era muy desagradable, por no decir otra cosa, cuando la llamaban «la sirvienta de Satán», pero al menos las malas palabras de los predicadores callejeros compensaban la veneración que otros le profesaban. Recordaba haber leído algo parecido sobre uno de los imperios de la Antigua Tierra —no se acordaba si había sido en el Imperio romano o en el francés— donde habían colocado a un esclavo en el carruaje de un general victorioso mientras desfilaba por las calles. Mientras la muchedumbre lo vitoreaba, la función del esclavo era la de recordarle, una y otra vez, que era una persona de carne y hueso. Cuando lo leyó le pareció una costumbre muy curiosa; ahora comprendía el sentido de aquella tradición, ya que ella sabía muy bien lo peligroso que era el dejarse llevar por los elogios interminables de la multitud. Después de todo, ¿a quién no le hacía ilusión ser un héroe?

Ese pensamiento le sorprendió de repente, y sus ojos se oscurecieron con un frío y un dolor que ella conocía bien. Bajo su mirada, apretó los labios con fuerza y trató de luchar contra la oscuridad, pero era duro. Muy duro. Llegaba sin avisar, siempre intentando tenderle una emboscada. Era como una debilidad interior que la había empequeñecido, y la complejidad de sus componentes hacía aun más difícil anticiparse a ellos. No sabía qué era lo que los provocaba, pero tenía tantas heridas abiertas, demasiadas para ser arrancadas con tan solo una palabra o un pensamiento.

Ninguno de sus súbditos sabía nada acerca de sus pesadillas. Solo Nimitz lo sabía, y ella lo agradecía. El ramafelino entendía su dolor, el punzante sentido de culpabilidad de aquellas pesadillas, que afortunadamente eran cada vez menos frecuentes, cuando recordaba cómo se había convertido en la heroína de Grayson… y las novecientas personas que murieron a bordo de la nave de su escuadrón. La gente sabía que un héroe siempre se mantiene con vida. Al igual que las muertes que tuvo que soportar. Ella sabía muy bien que dirigir una nave de guerra suponía ser responsable de las vidas de muchas personas. En historietas sin sentido escritas por un idiota, los buenos triunfan y los malos son derrotados. Sabía que eso era pura ficción, pero ¿por qué era siempre su gente la que acababa pagando por la victoria?

Su mano se aferró al vaso de cerveza, y sus ojos ardían ante la cruel realidad del universo. Ya se había enfrentado antes a su propia muerte, pero esta vez era diferente. Esta vez el dolor la arrastraba como una fuerte ola de Esfinge, porque esta vez había perdido la seguridad en sí misma. «Deber». «Honor». Palabras importantes, pero amargas, que la habían marcado eternamente, y se preguntaba por qué había dedicado toda su vida a conceptos tan desagradecidos. Siempre los había tenido tan daros y bien definidos, pero con cada muerte se le antojaban cada vez más confusos. Con cada medalla y cada título, aumentaba el coste de vidas humanas. Y por debajo de todo el dolor, tenía que admitir que parte de su ser se había aferrado a aquellos honores, no por las medallas en sí, sino porque guardaba la esperanza de que en el fondo tenían un significado. Que aquello que hacía mejor que nadie, tenía un sentido más allá de la desaparición de simples seres humanos que habían seguido sus órdenes hasta la muerte.

Cogió aire con fuerza, y supo con toda seguridad que las muertes de aquellas personas sí habían significado algo, y que nadie la culpaba por no haber corrido su misma suerte. Lo sabía gracias a Nimitz y a su habilidad de compartir con ella los pensamientos de otros. Y ella conocía muy bien lo que era la «culpabilidad del superviviente». Ella sabía que no había originado la situación y que había hecho todo lo que estaba en su mano. Hubo un momento durante la guerra de Masada e incluso después de la batalla de Hancock en el que fue capaz de aceptarlo. No fue fácil, pero, al menos, no había sufrido las terribles pesadillas reviviendo lo ocurrido. Por aquel entonces tuvo las mismas dudas y pudo superarlo y continuar con su vida, pero esta vez no era capaz, algo en su interior había cambiado.

Ella sabía, en la oscuridad de aquellas noches donde se enfrentaba a sus pesadillas, lo que era ese «algo», y eso le hacía sentirse pequeña y despreciable, porque la pérdida que no podía soportar, el dolor que había acabado con ella, era muy personal. Paul Tankersley no era más que un hombre; solo por el hecho de que le había amado más que a nadie, no era más terrible que todos aquellos que murieron bajo sus órdenes. Pero lo era. ¡Dios mío, sí que lo eral Habían pasado juntos tan solo un año-T, e incluso después de diez meses de haberle perdido, aún se despertaba por las noches, sin nada más a su lado que el peso de su soledad.

Y esa soledad, la suya propia, le había robado la seguridad en sí misma. Era su orgulloso dolor el que la había debilitado, haciendo que las otras muertes parecieran aún más terribles, y una parte de ella se odiaba por ello. No por su inseguridad, sino porque no era justo que la pena por aquellos otros fuera realmente el eco de su angustia por la muerte de Paul.

Algunas veces se preguntaba que habría sido de ella sin Nimitz. Nadie más que él sabía cuánto deseaba desaparecer, cuánto le tentaba acabar con todo. Terminar. Se propuso hacerlo una vez, de forma lógica y calculadora, en cuanto acabara con los hombres que mataron a Paul. Había sacrificado su carrera en la Armada para acabar con ellos, y en el fondo sabía que quería poner en peligro su vocación; y así poder utilizarlo como una razón más para acabar con su abrumadora existencia. Por entonces, su plan tenía sentido, pero ahora se compadecía de nuevo de sí misma, de su debilidad, de su intención de rendirse frente a su dolor, cuando nunca antes se había rendido ante nadie.

De repente, sintió como un peso suave y caluroso se posaba en su regazo. Unas manos auténticas se apoyaron en sus hombros, una nariz húmeda le rozó su mejilla, su alma dolorida sintió un beso mental, ligero como una pluma, y abrazó con cariño al ramafelino. Lo apretó contra sí, aferrándose a él en cuerpo y alma, y su dulce ronroneo le produjo un escalofrío. Le ofreció su cariño y su fuerza sin condición, para luchar contra las telarañas de su pasado y le prometió que pasara lo que pasara nunca estaría sola, y Nimitz estaba seguro de ello. Se negaba a ver cómo se atacaba a sí misma, y la conocía más que ninguna criatura viviente Quizá el cariño que sentía por ella no le hacía imparcial, pero sabía cuánto había sufrido y en el fondo la reprendía por ser más dura con ella misma que con otras personas que sí lo merecían. Honor respiró profundamente y reabrió los ojos aceptando su apoyo una vez más y dejando el dolor a un lado.

Miró hacia arriba y lanzó una lánguida sonrisa ante la preocupación de MacGuiness y LaFollet. Percibieron su preocupación a través del vínculo de Nimitz, y se merecían algo más que una mujer que estaba luchando por no venirse abajo. Su mirada era genuina y ambos se sintieron aliviados.

—Lo siento —su voz de soprano sonó entrecortada, y carraspeó—. Estaba en las nubes —dijo con una voz más viva—. Pero de todas maneras, Andrew, no cambia las cosas. Mientras no estén actuando en contra de la ley, la gente tiene derecho a decir lo que les apetezca.

—¡Pero ni siquiera son del asentamiento, milady! —insistió LaFollet— y…

Ella se rió educadamente y le interrumpió con un suave codazo en el costado.

—¡No te preocupes tanto! Puedo soportar opiniones expresadas honestamente, incluso de gente de fuera, aunque me importan bien poco. Y si me decidiera a utilizar a mi personal de seguridad para romper cabezas o aplastar a los traidores, tan solo probaría que soy exactamente como ellos me imaginan, ¿no es así?

El comandante la miró testarudo, pero cerró la boca, no podía rebatir su argumento. Era tan injusto. Él no debía saber que el ramafelino de la gobernadora le permitía percibir las emociones de los que estaban a su alrededor. Y no sabía por qué insistía tanto en esconderlo, aunque en el fondo coincidía con ella. Incluso en Grayson, donde se suponía que había gente inteligente, los humanos desestimaban constantemente la inteligencia de Nimitz. Pensaban en él como un animal de compañía muy despierto y no como una persona, y su habilidad para avisara la gobernadora de cualquier intento hostil le había convertido en un arma de salvamento.

Según Andrew LaFollet, ese era un motivo más que suficiente para mantenerlo en secreto, y todo aquel que trabajara para ella día a día podría darse cuenta de la verdad. Pero él se dio cuenta que ella tan solo podía percibir emociones…y pensaba que nadie hasta ahora sabía todo el daño que sentía. Que ninguno de sus guardaespaldas (ni siquiera MacGuiness) sabía nada acerca de sus noches de desesperación. Pero todos los sistemas de seguridad en la Casa Harrington eran reportados a Andrew LaFollet, y él lo sabía. Había jurado protegerla, morir por ella si era necesario; sin embargo, había obstáculos de los que nadie la podía salvar, a excepción de Nimitz. Le llenaba de rabia el pensar que todos aquellos machistas intolerantes habían venido hasta el asentamiento Harrington para acosarla, insultarla y acusarla, después de todo lo que había hecho y lo que había perdido.

Sin embargo, ella no era tan solo su gobernadora, tenía razón. Incluso si todo lo que dijeran no fuera cierto, se negó a crear más disputas entre sus guardaespaldas. Ella ya tenía suficientes problemas, así que cerró la boca y asintió.

Ella le dio las gracias con una sonrisa, y él se la devolvió, alegrándose una vez más de que Nimitz no tuviera telepatía. Después de todo, su gobernadora no podía enfadarse por algo que desconocía, y la red de inteligencia del coronel Hill había averiguado que los manifestantes la censuraban por «injuria» ante su relación de soltera con Paul Tankersley. Aquel grupo era verdaderamente peligroso, pensó, ya que la santidad del matrimonio (y el pecado del sexo antes del matrimonio) era el pilar más importante de la religión de Grayson. La mayoría de los graysonianos (no todos) mostraban su desprecio hacia el hombre, cuando ocurrían cosas como esta, ya que nacía un niño por cada tres niñas, y Grayson era un mundo muy estricto, donde la supervivencia al igual que la religión se habían transformado en un código férreo de responsabilidad. Todo hombre que se viera envuelto en un flirteo casual violaba su obligación primordial para con la mujer que le había ofrecido su amor y le había dado hijos. Sin embargo, incluso los graysonianos que respetaban a la gobernadora se sentían incómodos frente a su relación con Tankersley. La gran mayoría comprendía que los manticorianos tuvieran diferentes valores, y según esos valores, ninguno de los dos había hecho nada malo, pero LaFollet sospechaba que muchos de ellos preferían no pensar en ello. Sabía con certeza que aquellos fanáticos la odiaban por el simple hecho de lo que representaba. Tarde o temprano, uno de ellos la insultaría de verdad, y el comandante sabía muy bien el daño que eso suponía. No solo político, sino como persona, ya que la pérdida del hombre al que amaba le había destrozado el alma.

Así que decidió no discutir con ella. Recordó que debía comprobar de nuevo los expedientes de los manifestantes con Hill y seleccionar los nombres de aquellos canallas. Lady Harrington se habría puesto furiosa si él intentaba… razonar con aquellos individuos, pero estaba dispuesto a correr el riesgo, para conseguir cerrarles el pico de una vez por todas.

Honor bajó la mirada al encontrarse con los ojos de su guardaespaldas jefe. Había algo detrás de esos inocentes ojos grises, pero no podía adivinar el qué. Se propuso vigilarle de cerca, luego dejó a un lado ese pensamiento y sentó a Nimitz en su silla para continuar con su almuerzo.

Su agenda para la tarde estaba muy apretada, y ya había perdido suficiente tiempo compadeciéndose de sí misma. Cuanto antes terminara de comer, antes podría empezar, se dijo con firmeza, y levantó el tenedor.