Prólogo

Prólogo

—Tenemos un problema, patrón.

—¿Qué pasa, Chris? —El capitán Harold Sukowski, capitán del carguero Buenaventura de la naviera Hauptman, levantó la vista de inmediato al oír el tenso anuncio de su primera oficial, los «problemas» tenían la mala costumbre de convertirse en asuntos mortales casi sin previo aviso en la Confederación Silesiana. No era nada nuevo, pero la situación se había hecho incluso más peligrosa durante el último año y el capitán sintió que el resto del personal del puente del Buenaventura se quedaba inmóvil a su alrededor al tiempo que su propio corazón comenzaba a palpitar más rápido. Haberse acercado tanto a su destino final sin incidentes solo empeoraba aquella repentina tensión embargada de amarga adrenalina. El Buenaventura había completado su tránsito al espacio-n no hacía ni diez minutos y el G0 primario del Sistema Telmach se encontraba a solo veintidós minutos luz. Pero eso también significaba veintidós minutos para poder comunicarse y el destacamento de Telmach de la Armada silesiana era de chiste. En realidad, la armada entera de la Confederación era de chiste, e incluso si Sukowski pudiera ponerse en contacto con el comandante del destacamento a tiempo, era casi seguro que no habría nada que pudiera intervenir.

—Alguien se nos acerca a toda velocidad por popa, patrón. —La comandante Hurlman no apartó los ojos de la pantalla—. Parece bastante pequeño, unas setenta u ochenta kilotoneladas, pero quienquiera que sea tiene un compensador de nivel militar. Está a dieciocho punto tres segundos luz, pero tiene una aceleración de dos mil KPS con una fuerza de unas cinco-diez ges.

El capitán asintió con expresión sombría. Harold Sukowski se había sacado el título de capitán más de treinta años-T atrás. También era comandante en la reserva de la Real Armada Manticoriana así que no le hacía falta que Chris le hiciera ningún esquema. Con seis millones de toneladas, propulsores de nivel comercial y un compensador inercial, el Buenaventura era un blanco fácil para cualquier nave de guerra. Su aceleración máxima posible era de apenas doscientas una ges y su emisor comercial de partículas la mantenía a una velocidad máxima de solo 0,7 c. Si su perseguidor tenía escudos de partículas de nivel militar como correspondía al resto de su motor, no solo podía superar al Buenaventura en aceleración, sino que también podía mantener una velocidad sostenida de un ochenta por ciento de la velocidad de la luz.

Lo que significaba, por supuesto, que no había forma alguna de que Sukowski pudiera dejarlo atrás.

—¿Cuánto tiempo para que nos alcance? —preguntó.

—Calculo que unos veintidós minutos y medio para una interceptación de alcance cero aunque vayamos a una aceleración máxima —dijo Hurlman con tono neutro—. Alcanzaremos más o menos los doce mil setecientos KPS, pero ellos van a llegar casi a los diecinueve mil. No sé quién es, pero no vamos a quitárnoslo de encima.

Sukowski asintió con brusquedad. Doblaba en edad a Chris Hurlman, pero, al igual que él, la joven era una de las propietarias de quilla del Buenaventura. Había sido la cuarta oficial original del carguero y si bien él jamás lo habría admitido, Sukowski y su mujer la consideraban casi como la hija que nunca habían tenido. En el fondo, siempre había tenido la esperanza de que ella y su segundo hijo echaran raíces juntos algún día, pero por muy joven que fuera la chica para el rango que terna, hacia muy bien su trabajo y la evaluación que había hecho de la situación era idéntica a la suya.

Claro que el cálculo que había hecho Chris era el de una interceptación en el menor tiempo posible y eso no era lo que iban a hacer aquellos tipos. Era casi seguro que frenarían para amortiguar la velocidad de aceleración en cuanto estuvieran seguros de que tenían al Buenaventura bien pillado, pero eso no iba a significar nada en lo que al destino de la nave de Sukowski se refería. Lo único que iba a hacer era retrasar lo inevitable… un poco.

Intentó desesperadamente pensar en algo, lo que fuera, para salvar su nave. Pero no había nada. En vista de los acontecimientos, no debería haber existido la posibilidad de que la piratería fuese una ocupación rentable. Hasta el carguero más enorme era una simple mota de polvo en el espado interestelar, pero al igual que los antiguos buques que navegaban por los océanos de la Antigua Tierra, las naves que surcaban las estrellas seguían rutas predecibles. No les quedaba más remedio ya que las olas gravitacionales que se curvaban por el hiperespacio dictaban esas rutas del mismo modo que los vientos predominantes de la Antigua Tierra dictaban las de los veleros. Ningún pirata podía predecir con exactitud dónde haría su tránsito alfa una nave estelar dada para regresar al espacio-n, pero sí que sabía el volumen general en el que lo harían todas y cada una de las naves. Si acechaba por allí el tiempo suficiente, algún pobre desgraciado terminaría metiéndose directamente entre sus garras y, en ese caso, le había tocado a Sukowski.

El capitán maldijo en silencio y con auténtico veneno. Si la Armada Silesiana fuera digna de algo más que un pedo en un traje de vacío, no importaría. Dos o tres cruceros (¡coño, un simple destructor!) que se desplegaran para cubrir ese mismo volumen harían que cualquier pirata se largara a buscar pastos más seguros. Pero la Confederación silesiana más que una nación estelar era un cataclismo perpetuo. El débil gobierno central (el que había) sufría una plaga de continuos movimientos secesionistas. Las pocas naves que tenía siempre se necesitaban con desesperación en alguna parte y los asaltantes que infestaban su espacio siempre sabían dónde, así que ponían rumbo a algún otro lugar. Siempre había sido así, lo que había cambiado era que las unidades de la Real Armada Manticoriana que se habían dedicado por tradición a proteger el comercio del Reino Estelar en Silesia se habían retirado a causa de la guerra de Mantícora contra la República Popular de Haven, y no había nadie en absoluto a quien Harold Sukowski pudiera acudir en busca de ayuda.

—Dale el alto, Jack —dijo—. Pregúntale su identidad e intenciones.

—Sí, señor. —Su oficial de comunicaciones conectó el micrófono y habló con claridad—. Nave desconocida, al habla el navío mercante manticoriano Buenaventura. Establezca su identidad e intenciones. —Pasaron cuarenta segundos interminables mientras el punto rojo de la pantalla de Hurlman se iba acercando cada vez más rápido. El oficial de comunicaciones se encogió de hombros—. No hay respuesta, capitán.

—Tampoco me esperaba ninguna. —Sukowski suspiró. Se sentó y se quedó mirando durante un segundo la estrella a la que casi habían llegado, después se encogió de hombros—. Muy bien, chicos. Ya sabéis lo que hay que hacer. Genda —miró a su ingeniero jefe—, supedita tu sección a mi panel antes de largarte. Chris, te quedas al cargo del desembarco. Quiero que los cuentes a todos y quiero el número confirmado antes de que te desacoples.

—Pero, capi… —empezó a decir Hurlman, Sukowski sacudió la cabeza con fiereza.

—¡He dicho que ya sabéis lo que hay que hacer! ¡Y ahora salid todos de aquí, coño, mientras todavía estamos fuera del alcance de sus misiles!

Hurlman dudó, con el rostro demudado por la indecisión. Había servido con Sukowski más de ocho años-T, casi una cuarta parte de su vida. El Buenaventura era el único hogar de verdad que había conocido durante todos esos años y le resultaba muy duro abandonar a su capitán y su nave. Sukowski lo sabía, y porque lo sabía, le lanzó una mirada fría, salvaje.

—Ahora tu trabajo son las personas, no la nave, ¡así que mueve el culo, maldita sea!

Con todo, Hurlman dudó un instante, después asintió con brusquedad y giró en redondo rumbo al ascensor del puente.

—¡Ya habéis oído al capitán! —dijo con voz dura, torturada por el dolor y la culpa—. ¡Moveos, maldita sea!

Sukowski los vio irse, después se volvió de nuevo hacia su panel. El teniente Kuriko ya había supeditado la sección de Ingeniería a su panel, así que Sukowski tecleó unas cuantas órdenes más y asumió también el control del timón. Sentía un vacío enfermizo y hueco en el vientre, ansiaba con desesperación seguir a Chris y los demás, pero el Buenaventura era su nave, su responsabilidad, al igual que el cargamento que transportaba. La posibilidad de que pudiera hacer algo para proteger ese cargamento era cada vez más pequeña, pero existía, sobre todo si el asaltante era un corsario y no un auténtico pirata. Y si había alguna posibilidad por pequeña que fuera, era Harold Sukowski el que tenía que hacer lo que pudiese para aprovecharla. Esa era una de las obligaciones que venían con el cargo Se oyó un pitido y el capitán apretó el intercomunicado.

—Dime —dijo con sequedad.

—Número de los presentes confirmado, patrón —respondió la voz de Hurlman—. Los tengo a todos en la dársena siete.

—Entonces sácalos de aquí, Chris… y buena suerte. —La voz de Sukowski era mucho más suave.

—Si patrón. —El capitán oyó la vacilación en la voz de la joven, saboreó la necesidad de Chris de decir algo más, pero no había nada que pudiera decir, y se escuchó un chasquido en el circuito cuando Hurlman interrumpió la comunicación.

Sukowski contempló su pantalla y dejó que un largo suspiro de alivio rezumara de sus pulmones cuando apareció en ella un punto pequeño y verde. La lanzadera era uno de los grandes transportes de carga primarios del Buenaventura, con un motor tan poderoso como el de la mayor parte de las naves de ataque ligeras. Al contrario que cualquier NAL, esta carecía de armamento, pero salió disparada a mas de cuatrocientas gravedades; era más lenta que su perseguidor, pero podía alcanzar una velocidad dos veces superior a la de su nave nodriza. A los piratas debía de haberlos cabreado bastante ver que se escapaba la tripulación con la que contaban para gobernar su presa, pero el Buenaventura y su lanzadera estaban todavía fuera del alcance de sus misiles electrónicos y de ninguna de las maneras iban a salir detrás de una simple lanzadera cuando podían llevarse un carguero de seis millones de toneladas. Además, pensó Sukowski con amargura, sin duda ya habían hecho planes para esa contingencia. Tendrían a bordo a sus propios ingenieros para manejar los sistemas del Buenaventura.

Se permitió recostarse en el cómodo sillón de mando que continuaría siendo suyo durante otra media hora, más o menos; esperaba que aquella gente estuviera dispuesta a creer la oferta de rescate del señor Hauptman, su jefe tenía la intención de pagar por la liberación de cualquiera de sus hombres que cayera en manos de piratas. No era mucho y Sukowski sabía que a Hauptman no le había hecho ninguna gracia hacerla, pero era todo lo que podía hacer una vez retirada la Armada del espacio silesiano. Y por muy arrogante y duro que fuera aquel viejo cabrón, Sukowski sabía mejor que la mayoría que Klaus Hauptman siempre apoyaba a sus empleados. Era una tradición Hauptman…

El hilo de los pensamientos de Sukowski se interrumpió de repente cuando las puertas del ascensor se abrieron con un siseo. Giró el sillón de mando en redondo, sorprendido, y después se le iluminaron los ojos de rabia cuando Chris Hurlman entró en el puente.

—¿Pero qué coño estás haciendo tú aquí? —ladró—. ¡Te di una orden, Hurlman!

—¡Oh, que te follen a ti y a tus órdenes! —La joven le devolvió mirada por mirada, tan furiosa como él, y después cruzó el puente con pasos firmes hasta su propio puesto—. ¡Esto no es la puñetera Armada y tú no eres Edward Saganami!

—¡Sigo siendo el capitán de esta nave, maldita sea, y quiero que salgas cagando leches de aquí ahora mismo!

—Pues qué pena porque no va a poder ser —dijo Hurlman con mucha más suavidad mientras se hundía en su propio sillón y se ajustaba el intercomunicador sobre el cabello negro—. El único problema con todo eso, patrón, es que yo no me ando con chiquitas a la hora de pelear. Intenta echarme de mi nave y puede que se dé la casualidad de que seas tú el que termine de patitas en el espacio.

—¿Y qué pasa con nuestra gente? —contraatacó Sukowski—. Estabas a cargo de ellos, eran tu responsabilidad.

—Genda y yo lo echamos a cara o cruz y perdió él. —Hurlman se encogió de hombros—. No te preocupes. Seguro que los lleva a Telchman sanos y salvos.

—Maldita sea, Chris, no te quiero aquí. —La voz de Sukowski era mucho más dulce—. No hace falta que te arriesgues a que te maten… o algo peor.

Hurlman bajó los ojos para mirar su panel durante un momento, después se volvió y lo miró directamente a los ojos.

—Hace falta que me arriesgue yo tanto como tú, patrón —dijo sin alzar la voz—. Y antes me aso en el infierno que permitir que te enfrentes a esos cabrones tú solo. Además —sonrió con auténtico cariño—, un viejo pelmazo como tú necesita a alguien más joven y borde para que lo cuide. Jane seria capaz de matarme si me largara y te dejara aquí solo.

Sukowski abrió la boca y luego la cerró. Tenía la sensación de que un puño de angustia le estaba apretando el corazón, pero reconoció la intransigencia que ocultaba aquella sonrisa. No se iba a ir y además tenía razón, en una pelea aquella chica jugaba mucho más sucio que él. Una parte de él estaba encantado de verla, de saber que no iba a tener que enfrentarse solo a lo que fuera a pasar, pero era una parte egoísta que el capitán odiaba. Quiso discutir, rogar (suplicar, si era necesario) pero sabía que la chica no se iría sin él y él no podía darle la espalda a toda una vida de responsabilidades y obligaciones.

—Está bien, maldita sea —murmuró en su lugar—. Eres idiota y encima te amotinas. Si salimos vivos de esta, me ocuparé de que nunca más vuelvas a trabajar en esto. Pero si estás decidida a desafiar a tu superior, no veo cómo voy a impedirlo.

—Ahora sí que eres razonable —dijo Hurlman casi con alegría. Estudió su pantalla un momento más, después se levantó y cruzó el espacio que la separaba del dispensador de café que había apoyado contra el mamparo de popa. Se sirvió una taza, dejó caer los dos azucarillos habituales en ella y, tras levantar una ceja, miró al hombre a quien acababa de hacer caso omiso.

—¿Una taza, patrón? —le preguntó con suavidad.