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El ciudadano comandante Warner Caslet y sus oficiales siguieron al marine manticoriano por el pasillo. Un hombre conocido, vestido con un uniforme verde les echó un rápido vistazo de arriba abajo y después llamó al marco de la puerta abierta que había al fondo.
—El ciudadano comandante Caslet y sus oficiales, milady —dijo Simón Mattingly, y una clara voz de soprano respondió desde la habitación.
—Hágalos pasar, por favor —dijo, y Mattingly sonrió y les hizo un gesto a los oficiales republicanos para que continuaran. Para cierta sorpresa de Caslet, el marine desapareció en la puerta y Mattingly la cerró sin ruido tras ellos, dejándolos a solas con Honor Harrington y Andrew LaFollet.
Bueno, no del todo a solas. Había dos ramafelinos sentados en el respaldo del sillón de la capitana; la hembra de pelaje plateado y más pequeña se apretaba contra la nuca de Honor mientras que su compañero se inclinaba sobre ella con ademán protector. Caslet sabía lo que le había pasado a la persona de Samantha y vio la pérdida sufrida por la felina en su lenguaje corporal, pero también percibió el cariño y el apoyo que le ofrecían Nimitz y la persona de este.
—Por favor, siéntense —los invitó Honor señalando unas sillas que tenía ante el escritorio. La media docena de repos se sentaron al ver su gesto y apareció MacGuiness para servirle una copa de vino a cada uno.
Honor se recostó en su sillón para mirarlos. Samantha se deslizó del respaldo del sillón y se acurrucó en su regazo. Honor cogió a la felina en brazos y la abrazó como habría abrazado a Nimitz, al tiempo que sentía que Nimitz también canalizaba su apoyo hacia Samantha. Pero aunque no dejaba de abrazar a la entristecida ramafelina, la mente de Honor regresaba sin parar a los agitados acontecimientos del último mes.
No había podido creérselo al ver aparecer a Sukowski. A pesar de la fachada de valentía que presentaba ante todos, en aquellos momentos, Honor pensaba (no pensaba, sabía con certeza) que iban a morir todos. Le había costado cambiar de opinión, incluso con la prueba que tenía delante de sus ojos y el alivio jubiloso había quedado sustituido por una cólera terrible y profunda; cómo se les había ocurrido a Sukowski, a Fuchien y a los patrones de las NAL que había destacado ella, correr semejante locura de riesgo después del precio que había pagado el Viajero para garantizar la huida del Artemisa.
Sabía también que su furia nacía de sus propias y agitadas emociones, pero eso no había evitado que la sintiera, y la prisa que se habían dado Sukowski y la capitana de corbeta Hunter para empezar a explicarle que en realidad no estaban corriendo ningún riesgo habría sido hilarante si ella hubiera estado uno o dos centímetros más cerca de un estado racional.
Y lo cierto era que habían tenido mucho cuidado. El Artemisa había dejado allí a las NAL y sus lanzaderas y después había hecho la transición con mucho cuidado a las bandas alfa inferiores sin utilizar en ningún momento los propulsores, algo posible en una transición tan lenta aunque solo el mejor timonel e ingeniero podrían haberlo conseguido. Después se habían ocultado en las bandas inferiores mientras Sukowski encabezaba la misión de búsqueda que partió rumbo a la última posición conocida del Viajero. Los sensores de las NAL eran inferiores a los de un crucero de batalla, pero sus signaturas propulsoras eran también mucho más débiles; habrían visto a cualquier repo mucho antes de que el repo los viera su vez y todos ellos estaban preparados para desactivar sus cuñas al instante. Había sido Sukowski el que había elaborado el plan de búsqueda y había hecho un gran trabajo. Pero era muy probable que no hubieran captado el casco inerte del Viajero si Scotty Tremaine y Horace Harkness no hubieran captado su presencia en los sistemas pasivos y los hubieran guiado. Honor todavía se despertaba temblando al pensar en todas las probabilidades que habían tenido en contra. Pero lo habían conseguido. Habían llegado de algún modo y las cuatro NAL y las tres lanzaderas de largo alcance habían sacado a todos los tripulantes supervivientes (manticorianos y repos por igual) del Viajero.
La posibilidad de que alguien se tropezara con la nave antes de que esta se metiera en una ola gravitacional y se hiciera pedazos era ínfima, pero Honor se aseguró de todos modos de que no pudiera ocurrir. Programó ella misma la carga de demolición con una demora de doce horas antes de subir a bordo del Andrés, con Sukowski y Hunter.
El espacio había escaseado lo suficiente como para que Honor ordenara que se abandonara todo el equipaje, pero MacGuiness y sus hombres de armas supervivientes se las habían arreglado de alguna forma para meter a escondidas en el Andrés la Espada y la Llave Harrington, su pistola del calibre 45 y la placa dorada que conmemoraba el récord de vuelo en planeador que había conseguido en la Academia. Ella había recogido el holocubo de Paul en persona, pero eso era lo único que le quedaba de todo lo que se había llevado a bordo, eso y su vida, y Nimitz… y Samantha.
El vuelo de regreso al Artemisa había sido angustioso para todo el mundo. Volver a enlazar con algo tan pequeño como un convoy de NAL y lanzaderas después de hacer dos transiciones por dos series diferentes de hiperbandas era la clase de logro de navegación del que se hacían las leyendas, pero Margaret Fuchien lo había conseguido. El Artemisa había ido resurgiendo poco a poco a las bandas delta como un submarino que sube a la superficie desde las profundes, y había aparecido a menos de doscientos mil kilómetros de la posición que había calculado Fuchien. Después de eso, el proceso había sido sencillo aunque inquietante, habían regresado al espacio normal y se habían pasado diez días haciendo reparaciones antes de subir con todo sigilo a las bandas gamma y poner rumbo a Nuevo Berlín. Había habido mucho que hacer y Honor se había metido de lleno en la tarea de ayudar a Fuchien de cualquier forma posible. La capitana del Artemisa se lo había agradecido, pero Honor sabía cuál era la razón real de tanta laboriosidad. Por milagroso que hubiese sido el rescate de Sukowski, una actividad agotadora era el único refugio que le quedaba para consolarse de los muertos.
La tarde del decimocuarto día, Klaus Hauptman había pedido sin ruido que le permitieran entrar en el camarote que Fuchien le había asignado a Honor. Cinco de sus doce hombres de armas habían muerto con el resto de la tripulación pero Jamie Candless era su centinela cuando llegó Hauptman. Honor todavía podía escuchar el desdén frío de la voz de Jamie cuando le anunció a su visitante y había visto el desdén equivalente que irradiaban los ojos de Andrew LaFollet cuando el magnate cruzó la puerta. Pero ninguno de los dos hombres de armas estaba preparado para la razón que había tras aquella visita.
—Lady Harrington —había dicho el potentado—. He venido a disculparme. —Las palabras habían sido pronunciadas en voz baja y con lentitud, pero el tono era firme y Honor percibió la sinceridad del hombre a través de Nimitz.
—¿A disculparse, señor Hauptman? —había respondido con la voz más neutral que pudo encontrar.
—Sí. —El otro se había aclarado la garganta y la había mirado directamente a los ojos—. No me cae usted bien, milady. Y eso me hace sentir más pequeño de lo que me gustaría, pero ya me caiga bien o no, sé que la he tratado… mal. No voy a entrar en todo eso. Solo le diré que lo lamento mucho y que se ha acabado. Le debo mi vida. Y lo que es más importante, le debo la vida de mi hija, y siempre he creído en pagar todas mis cuentas, para bien o para mal; quizá eso forme parte de lo que me convierte en un hijo de puta tan grande de vez en cuando. Pero la deuda que tengo con usted no se puede pagar, y lo sé. Solo puedo darle las gracias y disculparme por el modo en que le he hablado a usted, y de usted, a lo largo de los años. También me equivoqué en Basilisco y quiero que sepa que también soy consciente de ello.
Honor lo miró sin perder la calma, sintió su tensión y reconoció lo difícil que había tenido que ser para aquel hombre decir lo que acababa de decir. A ella tampoco le caía bien Hauptman, y dudaba que alguna vez llegara a gustarle, pero en aquel momento estaba mucho más cerca de respetarlo de lo que nunca habría creído posible, así que asintió poco a poco.
—No se lo voy a discutir, señor —había dicho Honor sin alzar la voz y si bien los ojos del magnate habían llameado, también se lo había tomado sin protestar—. En lo que a deudas se refiere, mi tripulación y yo solo estábamos cumpliendo con nuestra obligación, y no es necesario que nos paguen nada. Pero si que aceptaré sus disculpas, señor Hauptman.
—Gracias —respondió él, y luego la sorprendió con una sonrisa pequeña e irónica—, ya lo ve a usted así o no, sé que sigo debiéndole más de lo que podré pagarle jamás. Si mi cartel o yo podemos servirla en lo que sea en algún momento, lady Harrington, estamos a su servicio. —Honor se limitó a asentir y la sonrisa de Hauptman se ensanchó un poco más.
»Y ahora, milady, tengo que pedirle algo y es que usted y su ramafelino, o «felinos» —añadió mirando a Samantha—, cenen conmigo esta noche.
—¿Cenar? —Honor había empezado a rechazar la invitación con cortesía, pero el magnate había levantado una mano casi como si quisiera suplicarle.
—Por favor, milady —había dicho, un hombre orgulloso y arrogante que pedía un favor que sabía que no tenía ningún derecho a pedir—. Se lo agradecería muchísimo. Es… importante para mí.
—¿Me permite preguntar por qué, señor?
—Porque si no cena usted conmigo, mi hija jamás creerá que me he disculpado de verdad con usted —había admitido Hauptman—. Y en ese caso, es posible que nunca vuelva a hablarme en su vida.
La había mirado con una expresión de súplica tan pura e intensa que Honor no había podido negarse, así que asintió.
—Muy bien, señor Hauptman. Estaremos allí —había dicho la capitana y, para gran sorpresa suya, lo cierto fue que había disfrutado de la cena. Resultó que Stacey Hauptman y ella tenían muchas cosas en común, cosa que la había asombrado… y la había hecho sospechar que debía de haber mucho más en el hombre que había criado una hija así de lo que ella había creído jamás que Klaus Hauptman pudiera tener en su interior.
Pero en ese momento sacudió la cabeza, dejó a un lado los recuerdos y miró a los prisioneros de guerra que había invitado a la habitación que Herzog Rabenstrange le había asignado en la base naval principal de la AIA de Postdam. A los andermanos no les había hecho gracia saber que los repos estaban llevando a cabo ataques en las inmediaciones de su Imperio y estaban mostrando su desagrado a través de los canales diplomáticos. La decisión de ofrecerle a la tripulación de Honor y a sus prisioneros la hospitalidad de la AIA hasta que la RAM pudiera recogerlos era otro modo de expresar lo mismo y no le había pasado inadvertido al embajador havenita cuando había intentado, sin mucho éxito, exigir que liberaran a los prisioneros y se los entregaran a él.
—Gracias por venir —les decía en ese momento a esos mismos prisioneros.
—No hay de qué, por supuesto —respondió Caslet con una sonrisa irónica—. Y por supuesto también hay que decir que nos habría resultado un tanto difícil declinar la invitación.
—Cierto. —Honor sonrió y después se encogió de hombros—. Herzog Rabenstrange está esperando para reunirse con nosotros para cenar. Le gustaría conocerlos a todos, pero si les he pedido que se detuvieran aquí antes ha sido para decirles algo de lo que ya se ha informado al ciudadano capitán Holtz. Con mi recomendación, y con la aprobación de los andermanos y de nuestro embajador en el Imperio, a ustedes y a todos los supervivientes del Achmed se les liberará y entregará a su embajador dentro de tres días. No estamos imponiendo condición alguna para su liberación.
A Caslet se le congeló la sonrisa y Honor percibió la sensación de alarma del oficial repo y la de sus compañeros. Se detuvo un momento, sabía que no debería, pero fue incapaz de resistir la tentación; después carraspeó y continuó con calma.
—A pesar de los esfuerzos de la ciudadana comandante Foraker por sonsacarle información técnica a mi personal —dijo mientras observaba a Foraker, que se había sonrojado bajo su mirada directa— ninguno de ustedes ha observado nada que no esté ya en manos de su Armada, o no lo vaya a estar muy pronto a través de otras fuentes. Por ejemplo, son conscientes de que nuestras naves Q cuentan con armas pesadas de energía y son capaces de desplegar potentes salvas de lanzamisiles, pero a estas alturas no cabe duda de que otras fuentes de la Confederación ya le habrán vendido esa información a uno de los muchos espías que tienen ustedes aquí. Por tanto, podemos devolverlos a la República sin comprometer nuestra seguridad y dados los servicios que les han prestado al capitán Sukowski y a la comandante Hurlman, por no mencionar los esfuerzos del personal del capitán Holtz a bordo del Viajero, sería una grosería no liberarlos.
Y, pensó, si les permitimos que se vayan a casa para que le cuenten a su Almirantazgo que nuestras simples naves Q destruyeron a dos de sus cruceros pesados y a un par de cruceros de batalla, por no hablar ya de la base entera de Warnecke, a cambio de la pérdida de solo una de nuestras naves, quizá les haga replantearse la validez de los ataques a naves comerciales en general.
—Gracias. —Caslet no pudo evitar que la tensión se colara en su voz al visualizar lo que le haría por perder su nave al intentar salvar una nave insignia manticoriana; Honor le sonrió.
—No se merecen, ciudadano comandante —dijo la capitana con tono grave—. Pero tengo que pedirle un pequeño favor antes de que se vaya.
—¿Un favor?
—Sí. Verá, voy a regresar a Mantícora en breve para que me asignen un nuevo destino y he estado intentando ordenar mis papeles. Por desgracia, perdimos muchos de nuestros archivos cuando quedó destruido el Viajero y me está costando un poco reconstruir los informes que escribí después de cada combate. —Caslet la miró con un parpadeo, preguntándose a dónde querría ir a parar aquella mujer que, por su parte, frunció el ceño—. En concreto —continuó sin alterarse— soy incapaz de recordar el nombre de la nave andermana cuyo código de traspondedor estaba utilizando yo cuando usted acudió en nuestra ayuda en Schiller.
Durante solo un momento no llegó a procesar la información, pero después Caslet se puso rígido. Lo sabe pensó. ¡Sabe las órdenes que teníamos de ayudar a los mercantes andis! ¿Pero cómo es posible…?
Dejó la pregunta a un lado con una sacudida de la cabeza. No importaba. Lo que importaba era que lo sabía… y que los hombres y mujeres que había en aquella tranquila habitación eran las únicas personas que estaban a bordo del puente de mando del Vaubon. Eran los únicos que sabían que habían ido de forma deliberada ayuda de una nave manti, y todos y cada uno de ellos sabían lo que ocurriría sus superiores lo averiguaban.
Caslet miró a su alrededor y en la cara de todos vio la misma confusión, y que todos comenzaban a caer en la cuenta. Miró a Allison MacMurtree, que asintió con una sonrisa sesgada, y luego a Denis Jourdain. El comisario popular estaba sentado muy quieto, sin expresión alguna en el rostro, mientras los segundos iban pasando, y después sus hombros sufrieron un pequeño espasmo y se le curvaron los labios con la sombra de una sonrisa.
—Ah, creo que era la nave andermana Sternenlicht, milady —dijo dirigiéndose a ella con un titulo no militar por primera vez en su vida. Honor le devolvió la sonrisa.
—Eso me parecía —murmuró—. Gracias. Me ocuparé de que mi informe y los de los demás oficiales reflejen esa información.
—Me alegro de haber podido ayudarla, milady. —La voz de Jourdain decía mucho más que sus palabras; Honor y él asintieron cuando se encontraron sus ojos. Después, la capitana se levantó con Nimitz en un hombro y Samantha en los brazos y Andrew LaFollet se colocó tras ella cuando llevó a los oficiales repo hacia la puerta.
—Les echaré de menos a todos —dijo Honor con una risita maliciosa—, pero estoy segura de que se alegrarán de volver a casa. De momento, el almirante Rabenstrange y el ciudadano capitán Holtz y el ciudadano comandante Wicklow, por supuesto, nos están esperando.