37
Honor se recostó en el sofá de su camarote de día con las piernas encogidas debajo del cuerpo y un lector de libros en el regazo. Con la mano derecha sostenía una copa de tallo largo de su valioso Delancourt y una caja abierta de bombones permanecía a su lado. Sonrió al apretar el avance de página con el índice izquierdo.
Al igual que el vino, la novela que tenía en el regazo era un regalo de su padre. En los últimos y arduos meses no había tenido mucho tiempo para leer y había decidido reservarla como algo especial, un premio que, de todos modos, sabría que se había ganado cuando tuviera tiempo de leerla.
Era un libro muy, muy antiguo y a pesar del modo en que las grabaciones impresas y de audio habían congelado el lenguaje, el inglés de la era preespacial era difícil de seguir, sobre todo cuando los personajes utilizaban jerga de la época. También lo habían escrito utilizando el antiguo sistema inglés de medidas. Las matemáticas nunca habían sido el punto fuerte de Honor y todo lo que sabía sobre las medidas inglesas era que una yarda era un poco más corta que un metro y que una milla era algo menos de dos kilómetros. No tenía ni idea de cuántos gramos había en una libra, lo que tenía una importancia considerable en aquella novela concreta y la complicación se complicaba porque las libras (y también las guineas y los chelines) parecían ser también unidades monetarias. Recordaba las libras (y los francos) de cuando había estudiado las guerras napoleónicas, pero sus libros de texto habían pasado la mayor parte de las cantidades monetarias a dólares actuales, con lo que solo tenía una idea vaga de cuánto valía entonces una libra, y jamás había oído hablar en su vida de guineas ni chelines. Era todo muy confuso, aunque estaba bastante segura de que estaba entendiendo la mayor parte por el contexto y se planteó (otra vez) pedirle a su ordenador de mesa los equivalentes de las medidas inglesas y una tabla de monedas de la época preespacial.
Pero de momento se daba por satisfecha con quedarse sentada justo donde estaba. El regalo de su padre no solo estaba resultando ser una lectura extraordinaria a pesar de sus arcaísmos, sino que también era consciente de una sensación absoluta, y muy poco habitual, de satisfacción. El Viajero quizá no fuera una nave de barrera, pero avanzaba a buen paso y, después de casi seis meses, su tripulación se había integrado tan bien como cualquiera que Honor hubiera visto. Los novatos ya sabían por dónde pisaban, a los veteranos más expertos se les había dado tiempo para trasmitir sus habilidades; las manzanas podridas estaban en el calabozo, reformadas o comportándose con gran discreción, y los índices de eficacia de los departamentos se estaban acercando a un uniforme cuatro. Estaba bastante segura de que el resto del GE 1037 lo estaba haciendo igual de bien, aunque sería agradable que se lo confirmaran cuando pasaran por Sachsen al volver de Nuevo Berlín y, lo mejor de todo era que volvía a lucir el uniforme manticoriano. Y, pensó mientras volvía una página más, lo que hemos logrado hasta ahora debería reducir mucho el camino que me falta para completar mi «rehabilitación».
Hasta el hecho de que necesitara «rehabilitarse» había dejado de alterarla y tuvo que admitir que, de hecho, prefería el Viajero al escuadrón de batalla que había comandado al servicio de Grayson. Había nacido para ser capitana, pensó con cierta melancolía, comandante de una nave estelar, la señora absoluta de la nave después de Dios y su única responsable. Era, sin duda, el trabajo más solitario del universo, pero también era la tarea más adecuada, el reto más adecuado, para ella… un reto al que tendría que renunciar muy pronto.
Pensaba sobre esto con cierta frecuencia. Era una capitana superior con casi nueve años de antigüedad. Incluso si la oposición se las arreglaba para bloquear cualquier plan que pudiera tener el Almirantazgo de ascenderla y sacarla de allí, la antigüedad de rango la convertiría en comodoro en cuatro o cinco años más, quizá menos; las guerras daban oportunidades de sobra para pasar a ocupar el lugar de un muerto. Y por lo que el conde Ha ven Albo le había dicho en Grayson, era muy probable que tuviera que ocupar una plaza de comodoro interino mucho antes.
Y cuando eso pasara, sus días como capitana habrían terminado. Una parte de ella lo estaba deseando, como siempre deseaba que se presentara el siguiente reto, con una sensación de anticipación e impaciencia por ponerse a trabajar, y por una vez en su vida no sentía esa incertidumbre molesta que la hacía preguntarse si estaría a la altura. En Yeltsin había demostrado que podía comandar un escuadrón de naves de barrera o, si a eso iban, una fuerza especial pesada entera. Y lo que era más, sabía que lo había hecho bien. Su talento como estratega todavía no se había puesto a prueba, pero sabía que podría arreglárselas con el lado táctico del trabajo.
Pero a pesar de toda la satisfacción que eso le proporcionaba y aunque era consciente de que sin el rango de oficial superior jamás podría asumir ningún papel importante en el gran escenario de la guerra y, por tanto, jamás podría dar forma a la dirección de la misma, odiaba pensar que tendría que renunciar a la boina blanca de comandante de una nave. Sabía que tenía suerte de haber podido comandar tantas naves como había capitaneado ella y que dos de ellas hubieran salido directamente de los astilleros para ponerse a sus órdenes, pero también sabía que siempre ansiaría una más.
Sonrió con ironía y tomó otro sorbo de vino mientras se preguntaba por qué aquel pensamiento no le dolía más. Por qué era una especie de pesar agridulce mezclado con placer en lugar de una sensación absoluta de infelicidad. ¿Quizá sea un poco más ambiciosa de lo que me gustaría admitir?
Sonrió algo más y después le echó un vistazo a la bola de ramafelino que roncaba con suavidad en el sofá, a su lado. Al menos Nimitz no tenía que pensárselo dos veces. Comprendía el amor que sentía su persona adoptada por el mando de una nave estelar, pero también confiaba con cierto aire de suficiencia en la capacidad de Honor para enfrentarse a cualquier tarea que le pusieran por delante… y no tenía ningún reparo en dejar claro que, en su opinión, Honor se merecía el mando de la Armada entera de la reina.
Bueno, eso era para el futuro, que tenía el pronunciado don de resolverse solo en su momento, por mucho que los humanos se angustiaran en el proceso. Entretanto, ella tenía una excelente copa de vino y una novela que era francamente divertida. ¡Este tal Forester escribe muy bien!
Acababa de volver otra página cuando el timbre de la escotilla sonó con suavidad. Empezó a dejar la novela a un lado, pero MacGuiness entró sin ruido en el compartimento, así que ella se volvió a recostar mientras su ayudante se acercaba a su escritorio y apretaba el botón del intercomunicados
—¿Sí? —dijo.
—El ingeniero jefe desea ver a la gobernadora —anunció Eddy Howard; MacGuiness miró a su capitana con una ceja alzada.
—¿Harry? —Honor le echó un vistazo al crono. El día del Viajero ya estaba muy avanzado así que se preguntó por qué Tschu no se había limitado a llamarla. Supuso que tendría sus razones así que le hizo un gesto a MacGuiness, que apretó el botón de la escotilla.
Tschu entró en el compartimento con Samantha al hombro. La felina lucía una expresión satisfecha insoportable (Honor parpadeó un momento y se preguntó por qué se le había ocurrido ese adjetivo en concreto). Nimitz lanzó un suave bufido y se despertó al instante. Se incorporó y después se estiró con un largo y perezoso bostezo que se detuvo de repente. Ladeó la cabeza y miró con gran atención a Samantha; Honor volvió a parpadear cuando sintió la profunda y compleja oleada de emociones que envolvió al felino. No lo entendió del todo, pero el componente más fuerte solo podía describirse como felicidad.
—Siento molestarla, patrona —dijo Tschu con ironía—, pero hay algo que debería saber.
—¿Ah, sí? —Honor dejó a un lado la novela mientras Samantha saltaba del hombro del ingeniero. La felina se escabulló por el escritorio y después saltó al sofá, al lado de Nimitz y los dos se sentaron tan juntos que sus cuerpos se tocaban. Mientras Honor observaba divertida, Nimitz enroscó la cola prensil alrededor de la pequeña felina con un extraño gesto protector y le frotó la parte superior de la cabeza con la mejilla mientras emitía un ronroneo profundo y suave.
—Sí, señora —dijo Tschu con la misma sonrisa irónica—. Me temo que voy a tener que solicitar una baja por maternidad.
Honor parpadeó por tercera vez y después entrecerró los ojos.
—Si, señora —dijo de nuevo el ingeniero—. Me temo que Sam está embarazada.
Honor se sentó muy tiesa, con la boca abierta, después se giró en redondo para quedarse mirando a los felinos. Nimitz le devolvió la mirada con una expresión absurda de autosuficiencia y orgullo, y la sensación de felicidad del gato aumentó de un modo vertiginoso. El felino le sostuvo la mirada durante varios segundos antes de que Honor sacudiera la cabeza sonriendo también. ¿Nimitz? ¿Padre? Por alguna razón jamás había terminado de creer que eso pudiera ocurrir, a pesar de todo el tiempo que el felino había pasado con Samantha. Honor había considerado la posibilidad a un nivel intelectual, pero llevaban solos los dos tanto tiempo (aparte de los breves y felices meses que había pasado con Paul Tankersley) que sus emociones habían asumido que siempre estarían los dos solos.
—Bueno —dijo al fin—, es toda una sorpresa, Harry. ¿Supongo que están seguros?
—Sam sí —se medio rio Tschu—, y para mí con eso basta. Las felinas no suelen cometer errores con cosas como esa.
—No, no, claro que no. —Honor miró a MacGuiness, cuya sorpresa parecía tan grande como la suya, pero que también permanecía allí con una enorme sonrisa en la cara—. Creo que necesitamos otra copa, Mac —le dijo con sequedad—. De hecho, que sean dos, está a punto de convertirse en tío. Y, dadas las circunstancias unos cuantos tallos de apio seguramente tampoco vendrían mal.
—¡Sí, señora! —MacGuiness le lanzó otra sonrisa y después salió a toda prisa del camarote y Honor volvió a mirar a Tschu.
—Esto me va a dejar con un pequeño problema. Voy a necesitar un sustituto muy bueno para usted, Harry. Ha hecho un trabajo ejemplar.
—Lo siento, patrona. Siento dejarla colgada, pero… —El ingeniero se encogió de hombros y Honor asintió. Quizá no hubiera pasado más de dos veces en toda la historia de la Armada Real, pero los precedentes estaban claros. Al Almirantazgo no le haría mucha gracia pero siete de los últimos nueve monarcas manticorianos, incluida la actual reina Isabel, habían sido adoptados por ramafelinos y se había mostrado muy firmes con la Armada. Los felinos eran personas y serían tratados como a cualquier otra persona de la compañía de una nave de la reina y eso significaba que las hembras embarazadas no podían estar de servicio a bordo de una nave ni en cualquier otro lugar donde existiese peligro de radiación. Y tampoco se les podría separar de los humanos que habían adoptado, aunque eso supusiese algún problema para el DepPers, lo que significaba que Harold Tschu hablaba muy en serio cuando decía que debía solicitar una baja por maternidad. Habría que devolverlo a él y a Samantha a Esfinge en el primer transporte que estuviese disponible y era muy probable que el ingeniero tuviera que quedarse allí durante al menos tres años, el tiempo necesario para que los retoños de Samantha y Nimitz, de los que con toda probabilidad habría al menos tres, tuvieran la edad suficiente para que su madre se los confiase a otra ramafelina.
Lo que sacaba a colación otro tema y Honor se volvió para mirar a los dos felinos que se habían instalado en su sofá.
—Vosotros dos os dais cuenta de lo que significa esto, ¿verdad? —preguntó con suavidad. Nimitz ladeó la cabeza para mirarla mientras Samantha apoyaba la mejilla en el hombro de su compañero—. Las ordenanzas son iguales para vosotros que para nosotros los bípedos —le dijo Honor a su felino—. Vamos a tener que enviar a Sam de vuelta a Esfinge en cuanto podamos para que ella y sus bebés estén a salvo.
Nimitz emitió un sonido suave y rodeó a Samantha con un brazo fuerte y nervudo. Bajó la cabeza para mirarla y los ojos de ambos se fundieron y unieron. Una vez más. Honor sintió aquel flujo profundo y sutil de comunicación, y su infelicidad ante la perspectiva de la separación. Estaban unidos de verdad, pensó la capitana mientras se preguntaba dónde iba a terminar aquello, y la idea de separarse les dolía a ambos. Pero incluso si no tuvieran que separarse por eso, pensó Honor, antes o después a Tschu y a ella los iban a destinar a naves diferentes. ¿Nimitz y Samantha se habían planteado eso en algún momento?
Y entonces Nimitz volvió a mirarla con expresión grave y oscura, carente de su habitual malicia, y Honor supo la respuesta. Lo habían considerado, y como otros, miembros de la Armada que decidían casarse, habían aceptado que tendrían que estar separados con frecuencia y durante largos períodos de tiempo. Honor sabía lo que representaba aquella perspectiva, ella había tenido que enfrentarse a lo mismo antes de la muerte de Paul y se daba cuenta de que a los felinos les hacia tan, poca gracia como le había hecho a ella. Pero ninguno de los dos podría haber puesto fin a sus relaciones con sus personas adoptadas solo para estar juntos más de lo que podrían haber renunciado a sus sentimientos por el otro, y así eran las cosas, sin más.
Honor sintió la infelicidad de los amantes y su amor, no solo el del uno por el otro sino el que sentían por ella y por Harold Tschu, como una extensión de su propia psique, y aquello la golpeó como un impacto físico. Había tanta alegría mezclada con el dolor, un placer tan intenso ante la idea de los hijos que estaban por llegar y tal pesar al darse cuenta de que Nimitz no estaría allí cuando nacieran, que sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Las apartó con un parpadeo y después se secó los ojos con la mano antes de levantar la cabeza y mirar a Tschu.
Él joven carecía del vínculo que la unía a ella con Nimitz, pero las emociones que se estaban generando en el camarote de Honor eran demasiado intensas para que el ingeniero no las notara y su capitana vio que se reflejaban en su rostro.
—Siéntese, Harry —dijo en voz baja mientras daba unos golpecitos en el sofá, al otro lado de los felinos. El ingeniero lo dudó un instante, después asintió y se hundió, con los felinos entre los dos, y el suave y triste regocijo del ronroneo armonizado de los gatos los envolvió a los dos.
—Jamás pensé que esta picaruela terminaría por sentar la cabeza. —La voz profunda de Tschu era sospechosamente ronca y su mano estaba llena de dulzura mientras acariciaba a Samantha.
—Y yo no me esperaba que esto le fuera a pasar a Nimitz —asintió Honor con una sonrisa—. Al parecer nos vamos a ver bastante durante los próximos años. Tendremos que compaginar nuestros permisos para que puedan pasar algún tiempo juntos.
—Lo que para mí no será un gran problema durante unos cuantos años, patraña —señaló Tschu con una gran sonrisa—. Yo estaré metido en Esfinge hasta que los pequeños tengan edad suficiente para que los puedan adoptar así que debería saber dónde encontrarnos en todo momento.
—Es verdad. Y menos mal que los clanes felinos son unas familias extendidísimas o podría verse metido allí al menos diez años. ¡Imagínese lo que le haría eso a su carrera!
—Bueno, todo el mundo tiene que hacer ajustes por la familia, ¿no? Ojalá nos hubieran avisado con más tiempo, pero…
Tschu se encogió de hombros y Honor asintió. Sin duda si hubiera más felinas que hubieran adoptado a personal de la Armada, el Almirantazgo también les hubiera ofrecido a ellas el programa anticonceptivo. Pero no lo habían hecho y Nimitz y Samantha tenían derecho a tomar sus propias decisiones. Cosa que sin duda habían hecho, reflexionó Honor al recordar lo poco habituales que eran lo embarazos entre las felinas sin pareja estable.
—¿Podrá localizar al clan de Sam? —preguntó la capitana después de un momento.
Sus propias visitas al clan de Nimitz eran muy inusuales; en realidad los únicos adoptados que solían saber tanto la identidad como la ubicación de los clanes natales de sus compañeros eran los guardabosques del Servicio Forestal
—La verdad es que no estoy muy seguro —admitió Tschu—. Estaba de vacaciones en Djebel Hassa, en Tierra Jefferies, cuando me adoptó. Sé que es de algún sitio de las montañas Al Hijaz, pero en cuanto al lugar exacto…
—Hmm. —Honor se frotó una ceja y luego le echó un vistazo a los felinos antes de volver a mirar al ingeniero—. Resulta que yo sé por dónde se mueve el clan de Nimitz, en la Muralla de Cobre.
—¿Sí? —Tschu lo pensó un momento y después se volvió hacia Samantha—. ¿Qué te parece, Sam? ¿Quieres que te presenten a la familia de Nimitz? Estoy seguro de que a ellos les encantaría verte.
Los dos gatos se miraron a los ojos un momento y luego cada uno se volvió hacia su persona y agitaron las orejas para asentir, Tschu se echó a reír.
—Pues me alegro de que eso esté decidido —dijo con ironía—. Ya me veía pasándome todos mis ratos libres vagando por Djebel Hassa hasta que Sam dijese, «¡eh, estamos en casa!» —Miró a Honor y su expresión se tornó mucho más seria—. Debe de ser agradable poder comunicarse con tanta claridad como usted y Nimitz, patrona.
Honor lo miró con una ceja alzada y el ingeniero lanzó una carcajada.
—Patrona, las personas que no han sido adoptadas quizá no lo noten, pero cualquiera que lo haya sido sabría al momento que ustedes han encontrado una longitud de onda que nosotros no conocemos. ¿Es algo que podrían enseñarnos a Sam y a mí? Sé que ella me entiende a mí, pero yo daría lo que fuera por poder oírla a ella.
—No creo que sea algo que se pueda enseñar —dijo Honor con auténtico pesar—. Es como si hubiera ocurrido, sin más. Y creo que ninguno de los dos sabemos con exactitud por qué ni cómo, y nos ha llevado años llegar a un punto en el que podemos intercambiar emociones en ambos sentidos con claridad.
—Creo que son algo más que emociones, patrona —dijo Tschu en voz baja—. Usted quizá no se dé cuenta, pero ustedes dos están mucho más en sintonía que cualquier otra pareja que yo haya visto. Cuando usted le hace una pregunta, recibe una respuesta mucho más clara (o menos ambigua, por lo menos) que cualquier otro par que yo conozca. Es como si supieran lo que el otro está pensando.
—¿En serio? —Honor lo pensó un momento y después asintió poco a poco—. Puede que tenga razón. —Nunca había llegado a hablar de aquel vínculo especializado con ningún otro ser humano, pero si no podía comentarlo con el otro «abuelo», ¿entonces con quién lo iba a hablar?—. No es que pueda oír lo que está pensando, no es como la telepatía en sí, pero sí es como si recibiera… bueno, una impresión más completa de la dirección de sus pensamientos además de las emociones. Y podemos enviarnos imágenes visuales, la mayor parte del tiempo, por lo menos. Es mucho más difícil, pero nos ha venido muy bien en una ocasión o dos.
—Me lo imagino —dijo Tschu con melancolía, después acarició a Samantha otra vez y le irradió su amor como si quisiera tranquilizarla y decirle que su propia incapacidad para sentir las emociones de la felina no la convertía en algo menos preciado para él.
—Pero le agradecería mucho que no le mencionara esto a nadie —dijo Honor después de un momento. Tschu la miró con expresión inquisitiva y la capitana se encogió de hombros—. También puedo sentir las emociones humanas a través de Nimitz. Cosa que puede ser muy útil; me salvó el trasero cuando los macabeos intentaron asesinar a la familia del protector, en Grayson, y preferiría mantenerlo en la reserva, es mi arma secreta.
—Tiene sentido —respondió Tschu, muy serio, después de pensarlo un instante—. Y me alegro de que pueda. Si he de serle sincero, por nada del universo querría estar en sus zapatos, patrona. Ya tengo suficientes problemas siendo un simple capitán de corbeta.
Honor sonrió, pero MacGuiness regresó con las otras copas y un pequeño cuenco de apio antes de que ella pudiera responder. El mayordomo puso el cuenco delante de los felinos y estiró el brazo para coger la botella de vino, pero Honor se lo impidió con un gesto y señaló una silla.
—Acerque eso y siéntese, «tío Mac» —le dijo, mientras cogía ella misma la botella, después sirvió a todos—. Un brindis, caballeros —dijo entonces y alzó su propia copa hacia Samantha, que permanecía sentada en el sofá, envuelta por la cola protectora de Nimitz y mordisqueando con delicadeza un tallo de apio. La felina lo bajó y miró a Honor con expresión grave, Honor sonrió—. Por Samantha —dijo—, que tus hijos sean sanos y felices, y que Nimitz y tú paséis años y años juntos.
—¡Eso, eso! —dijo Tschu alzando su copa y MacGuiness los imitó a los dos.