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Se podía decir que el comandante Usher estaba de un humor de perros. Su misión ya le había parecido mal desde el comienzo y las cosas no habían hecho más que empeorar una vez que el Ala de Halcón y el Artemisa habían llegado a Nuevo Berlín.
Le hubiera gustado echarle la culpa a la capitana Fuchien; pero aquella mujer era una profesional consumada, de las que uno se esperaba encontrar comandando uno de los mejores cruceros civiles del Reino Estelar. Los capitanes de ese tipo de naves no crecían en los árboles y Fuchien conocía todos los trucos para pasarles la mano por el lomo a los irritados e irascibles oficiales navales destacados para escoltar su nave. Nadie podría haber sido más cortés y, además, había dejado claro que tenía intención de someterse al criterio de Usher, aunque fuera más joven y ostentara menor rango, en caso de que se produjera algún incidente. Una actitud que solo ponía a Usher de peor humor todavía ya que con eso evitaba que pudiera descargar su ira sobre ella.
El problema, pensó mientras se dirigía a su silla de mando, era que tampoco podía descargar su ira sobre la persona que se lo merecía. El hecho de que Klaus y Stacey Hauptman fueran lo bastante importantes como para apartar a una nave de la reina de sus obligaciones lo había puesto de los nervios desde el principio. Y lo que era peor, la ficción de que el Ala de Halcón se dirigía por casualidad a Silesia cuando el Almirantazgo se dio cuenta de que aquel era el destino del Artemisa había ido quedando clara como el cristal en el sistema Sligo.
Al igual que todos los billetes de pasajeros en tiempos de guerra, los billetes de los pasajeros del Artemisa incluían una cláusula específica que permitía hacer a la capitana, a su discreción, los cambios que considerase necesarios en el programa de vuelo de camino al destino para el que se había expedido el billete. Una condición con la que se pretendía permitir que una patrona protegiera su navío evitando los puntos de peligro, sin temer posibles acciones legales por parte de algún pasajero iracundo, pero no era para eso para lo que se estaba utilizando en esa ocasión.
Klaus Hauptman había decidido que necesitaba pasar tres días más con su agente principal andermano en Sligo. Era típico de la arrogancia de aquel hombre que le ordenara a Fuchien que mantuviera allí la nave mientras él se ocupaba de sus negocios. Usher dudaba que Hauptman llegara a plantearse siquiera hasta qué punto aquello podría incomodar a otros, si bien era cierto que se había tomado bastantes molestias para proporcionarles un servicio gratuito de lanzaderas a aquellos que quisieran trasladarse a las famosas estaciones de esquí del planeta Erin.
Tanta «generosidad» quizá hubiera apaciguado la frustración de los pasajeros del Artemisa, pero a Gene Usher no le decía nada en absoluto. Y tampoco le había ayudado tener que mantener la apariencia de que su nave solo estaba siguiendo el faldón del Artemisa por pura casualidad. Sligo era el segundo sistema más poblado del Imperio y por allí había navíos de la ala de sobra para cuidar del crucero civil. Con lo que Usher podría haber seguido su camino con la conciencia tranquila… si de veras le hubieran ordenado que se trasladara a un puesto de mando de Silesia. Por desgracia, su verdadera misión era escoltar al Artemisa, lo que significaba que no podían irse hasta que el navío de pasajeros lo hiciera, lo que, a su vez, significaba que había tenido que pasar esos mismos tres días en órbita con ellos.
Y por si perder el tiempo de ese modo no fuera suficiente, Hauptman no era ningún idiota. Había observado al Ala de Halcón allí aparcado, en la órbita, y con eso había confirmado lo que sin duda había sospechado desde el comienzo y había decidido aprovecharse de ello al llegar a Nuevo Berlín. No había prolongado la escala que tenían que hacer allí, había encontrado algo mucho peor.
Había tres cargueros de la naviera Hauptman en Nuevo Berlín cuando llegaron el Artemisa y el Ala de Halcón, todos aguardando para unirse al siguiente convoy que se programase. Pero las naves no hacían dinero paradas. A pesar de su inmenso tamaño, era más barato explotar una nave interestelar con cargamentos por toneladas que utilizar cualquier otra forma de transporte planetario. Un solo carguero podía transportar con toda facilidad cuatro o cinco millones de toneladas de carga y la antigravedad y los propulsores hacían que fuera muy fácil sacar la carga de un pozo de gravedad, con lo que hasta el transporte interestelar de alimentos se convertía en un negocio lucrativo. Pero el caso era que a sus propietarios les costaba lo mismo tenerla aparcada en órbita que generando ingresos entre estrellas y a ningún naviero le gusta ver sus naves paradas.
Claro que, dadas las pérdidas de naves que se producían en Silesia, solo un idiota querría que se dirigieran a su destino de forma independiente cuando, encima, tampoco tenían por qué hacerlo. Tener que pasarse el rato rodeando un planeta mientras esperaban al siguiente convoy quizá redujera los márgenes de beneficios, pero no tanto como perder la nave entera. Por desgracia, Hauptman no había visto razón para no utilizar el destructor que «por casualidad» iba en su misma dirección, y les había dado instrucciones a sus cargueros para que se uniesen al Artemisa en el viaje a Sachsen.
Lo cual, reflexionó Usher al tiempo que se recordaba que no debía hacer rechinarlos dientes de modo audible, no era más que lo que debería haberse esperado de aquel viejo cabrón. Si fueran solos, el Ala de Halcón y el Artemisa podrían haber hecho el tránsito sin problemas hasta las bandas zeta y haber mantenido unos constantes 0,7 c, con una velocidad aparente muy por encima de la velocidad de la luz multiplicada por dos mil quinientos, con lo que completarían el viaje entre Nuevo Berlín y Sachsen en tres semanas-T, o quince días subjetivos. Pero al tener que cargar con los mercantes de Hauptman, tenían que limitarse a las bandas delta y a una velocidad máxima de solo 0,5 c…, lo que significaba que el mismo viaje llevaría casi cuarenta y ocho días-T y esa dilación solo recortaba cinco días subjetivos del fatigoso total.
Esa triplicación del tiempo de tránsito ya era más que suficiente, pero lo que enfurecía de verdad a Usher era saber que Hauptman había manipulado a una nave de la reina, la nave de Usher.
Ese viejo cabrón debe de estar pasándolo en grande, pensó Usher, de mal humor, mientras observaba el gráfico del repetidor. El Ala de Halcón mantenía su posición a babor del improvisado convoy, la mejor posición para interceptar cualquier amenaza mientras se iban desplazando por la ola gravitacional que habían cogido. El Artemisa era la tercera nave de la columna, y justo a estribor de la nave de pasajeros se encontraba el mercante Markham, y todos con un aspecto enloquecedoramente confiado. Lleva décadas peleándose con el Almirantazgo por una cosa u otra, se dijo el comandante, y ha perdido más veces de las que ha ganado. Y ahora estará sentado en su camarote relamiéndose porque, por esta vez, ha conseguido «obligar» a la Flota a aumentarla escolta. Y lo mejor de todo es que ni siquiera ha tenido que decir ni una sola palabra. Ni lo pidió, ni rogó, ni tuvo que lanzar bravata alguna. Se limitó a abusar de la cláusula discrecional del billete estándar ¡y ni siquiera puedo protestar porque, en términos oficiales, no lo estoy escoltando!
Se quedó mirando el repetidor unos momentos más, pero después le cambió la expresión. El ceño fruncido se transformó en una sonrisa maliciosa e introdujo un código en el intercomunicador.
—Primer oficial —la voz de la capitana de corbeta Alicia Marcos respondió casi al instante y Usher echó el sillón hacia atrás para ofrecerle la maliciosa sonrisa a la oficial de cubierta.
»Perdone que la moleste cuando está fuera de servicio, Alicia, pero acaba de ocurrírseme algo.
—¿Algo, patrón? —Marcos había servido con él el tiempo suficiente para reconocer aquel tono y el suyo se hizo cauto de repente.
—Pues sí —dijo Usher dirigiéndole una sonrisa radiante a la oficial—. Dado que tenemos todo este tiempo con el que, bueno, no contábamos, ¿no cree que deberíamos darle mejor uso?
—¿De qué modo, capitán? —inquirió Marcos cada vez con más cautela.
—Me alegro de que me lo pregunte —dijo Usher con calor—. ¿Por qué no suben Ed y usted a mi sala de reuniones para que podamos comentarlo?
* * *
—¡Capitana, acuda al puente! ¡Capitana, acuda al puente!
La cabeza de Margaret Fuchien se levantó con una sacudida tan repentina que la segunda taza de café salpicó sus segundos mejores pantalones de uniforme. Aquella marea negra la abrasó, pero ella apenas se dio cuenta cuando saltó de la silla de la cabecera de la mesa del desayuno y corrió al ascensor.
—¡Capitana, acuda al puente! —repitió la voz urgente, y Fuchien maldijo por lo bajo cuando entró resbalando en el ascensor; las ordenanzas eran de una claridad meridiana. A menos que se produjera una auténtica emergencia, una emergencia en la que el tiempo fuese un factor esencial, no se debía aterrorizar a los pasajeros con mensajes emitidos por el sistema de altavoces y en el comedor había camareros de sobra disponibles para susurrárselo con discreción al oído.
Apretó con fuerza el botón de emergencia para cerrar de golpe las puertas del ascensor y giró en redondo para hablar por el intercomunicador.
—Capitana, acu…
—¡Al habla la capitana! ¡Apague ese maldito mensaje! —gruñó, y el mensaje grabado terminó a media frase—. ¡Eso está mejor! ¿Y ahora qué demonios es tan urgente, puñeta?
—¡Nos están atacando, señora! —respondió su segundo oficial con un matiz de pánico en la voz.
—¿Que nos están ata…? —Fuchien se quedó mirando el intercomunicador y después se sacudió un poco—. ¿Quién, y cuántos son? —preguntó.
—No lo sabemos todavía. —El teniente Donevski parecía un poco más tranquilo, Fuchien se lo imaginó respirando hondo e intentando no perder los nervios—. Todo lo que sabemos es que el Ala de Halcón emitió una alerta de ataque, nos ordenó que pusiésemos un rumbo nuevo y salió disparado a estribor.
—Maldita sea… —La mente de Fuchien se disparó. ¡Habría sido un detalle por parte de Usher que le contara cuál era el problema! Después de todo, el Artemisa contaba con el mismo armamento de misiles que un crucero pesado, y personal cualificado para utilizarlo. Y esos misiles habrían sido muchísimo más útiles si Fuchien tuviera alguna idea de los parámetros de la amenaza.
Pero Usher pertenecía a la Armada y la ley era clara. En caso de ataque, las decisiones del oficial de la Armada de más alto rango presente tenían prioridad absoluta.
—Ponga el rumbo ordenado. Estaré en el puente en dos minutos.
—¡A sus órdenes, señora!
Fuchien soltó el botón de «Enviar», se echó hacia atrás con una expresión amarga e intentó decirse que no tenía miedo.
El ascensor se detuvo casi dos minutos exactos después y Fuchien irrumpió en su puente de mando. El alivio que asomó al rostro de Donevski fue dolorosamente obvio, la capitana lo apartó con un gesto de la mano cuando se acercó con paso vivo al gráfico.
El puente de mando del Artemisa era un híbrido extraño. Los navíos civiles requerían menos oficiales de guardia, pero los puentes de mando civiles solían ser más grandes que los de las naves de guerra, donde el espacio interno siempre estaba muy solicitado. En circunstancias normales eso hacía que el puente de mando de una nave mercante le pareciera casi ostentosa a un oficial naval, pero la cubierta de mando del Artemisa estaba más atestada que la mayoría. Un gráfico táctico de estilo naval, manejado por la teniente Annabelle Ward y su personal táctico, estaba colocado justo al lado.
Fuchien se detuvo junto a Ward y miró furiosa el gráfico. Todo lo que se veía eran los cargueros y su propia nave, todos acelerando lo más posible (casi a dos mil gravedades gracias a la ola gravitacional) en ángulo recto con respecto a su rumbo anterior. El Ala de Halcón también era visible, con un rumbo exactamente recíproco a más de cinco mil doscientas gravedades. La distancia entre ellos estaba aumentando a más de cincuenta y un kilómetro por segundo al cuadrado y el destructor ya estaba a tres con setenta y cinco segundos luz (más de un millón de kilómetros) a estribor de los mercantes.
—¿Pero a por qué coño va? —se preguntó Fuchien en voz alta.
—No tengo ni puñetera idea, patrona —respondió Ward con un fuerte acento esfingino—. Salieron disparados como un ramafelino mojado y nos ordenaron que nos largáramos corriendo. Y yo no veo nada en ese rumbo, maldita sea.
Fuchien estudió el insulso y poco informativo gráfico durante otro puñado de segundos y después se permitió una mirada fulminante a la pantalla visual: Las densidades de partículas eran más altas de lo normal, incluso para el hiperespacio, en esa ola concreta y la gloriosa iluminación gélida del hiperespacio era más hermosa de lo habitual, pero esa misma belleza recortaba el alcance de sus sensores de forma considerable y a Margaret Fuchien no le hacía gracia pensar en lo que podría dirigirse hacia ellos justo por encima del horizonte de sus sensores. Pero maldito fuera el infierno, ¿qué podía haber ahí fuera? Sus sensores eran tan buenos como los del Ala de Halcón, ¿así que como podía haber captado algo que ella no podía ver?
—¿Alguna otra noticia del Ala de Halcón? —inquirió girándose hacia Donevski.
—No, señora.
—Vuelva a poner el mensaje original —le ordenó. Donevski le hizo una seña al oficial de comunicaciones y cinco segundos más tarde, la voz del comandante Usher crujió por los altavoces del puente:
—«¡A todas las naves, les habla el Ala de Halcón! ¡Código rojo! ¡Diríjanse a dos-siete-cero de inmediato, máxima aceleración del convoy! ¡Mantengan rumbo hasta nuevo aviso! ¡Ala de Halcón, corto!»
—¿Y eso es todo? —quiso saber Fuchien con tono de incredulidad.
—Sí, señora —dijo Donevski—. Recibimos este mensaje, pero antes de que pudiéramos responder, salió disparado como un murciélago del infierno y Anna captó que se alzaban los flancos protectores y se conectaba el control de fuego.
Fuchien se volvió con una ceja alzada para mirar a la teniente Ward, que asintió.
—No sé lo que captó Usher, patrona, pero no se anda con bromas —dijo la oficial táctica—. Sus sistemas de combate se conectaron en menos de doce segundos a partir del momento en que empezó a transmitir y ya había salido hacia el nuevo rumbo antes de terminar de hablar.
Fuchien asintió y volvió a mirar el gráfico de Ward. El destructor se encontraba a estribor, a treinta segundos luz completos, con una velocidad relativa de más de treinta mil KPS y ya estaba desplegando los señuelos para los misiles. Eso era mala señal y Fuchien se tragó un repentino nudo de miedo. ¿Por qué hacia eso Usher? Los misiles eran inútiles en una ola gravitacional ¡y no era posible que hubiera nadie dentro del radio de acción de las armas de energía sin que apareciera en los escáneres del Artemisa!
—¿Por qué despliega los señuelos tan pronto? —le preguntó a Ward con voz crispada.
—No lo sé, patrona. —La oficial táctica no perdía los nervios, pero cierto matiz de incertidumbre ardía en su nítida respuesta.
—¿Podría haber alguien ahí fuera a cubierto?
—Es posible, pero ya están al alcance de los misiles, a estas alturas ya deberíamos haberlos olisqueado al menos con la gravitatónica, por muy buenos que sean sus sistemas. —Ward introdujo una secuencia de órdenes en su panel, después se recostó con un lamento y sacudió la cabeza—. Nada, patrona. No veo ni un puñetero rastro ahí fuera…
Se interrumpió de repente cuando Usher lanzó al Ala de Halcón en un violento giro a babor. El destructor dio la vuelta chillando y al tiempo que giraba, todas las afinas láser del flanco de estribor abrieron fuego de un modo concentrado y continuo. Una energía letal cayó como cellisca sobre lo que fuera a lo que le estaba disparando, Ward se puso pálida. Por el amor de Dios, ¿qué había ahí fuera para provocar un tiroteo así? ¡¿Y dónde coño estaba?!
—Patrona, el señor Hauptman por el intercomunicador —anunció Donevski. Fuchien empezó a gruñir la orden de que no la molestaran, pero después respiró hondo e hizo un gesto brusco.
—¿Sí, señor Hauptman? —Era incapaz de contener del todo la ira que le provocaba la inoportunidad de su jefe—. ¡Ahora mismo estoy un poco ocupada aquí arriba, señor!
—¿Qué está pasando, capitana? —quiso saber Hauptman.
—Al parecer nos están atacando, señor —dijo Fuchien con tanta calma como pudo reunir.
—¿Nos atacan? ¡¿Qué nos ataca?!
—Todavía no tengo una respuesta para esa pregunta, señor. Pero sea lo que sea, Ala de Halcón se está enfrentando a él en este momento, así que debe de estar cerca.
—¡Dios mío! —Unas palabras pronunciadas en voz baja que parecieron salir de la boca del magnate casi contra su voluntad, el hombre cerró los ojos al otro lado del intercomunicador—. Manténgame informado, por favor —dijo e interrumpió la comunicación. Lo cual, pensó Fuchien, mostró más sentido común del que ella hubiera esperado de él.
—¿A que diablos le está disparando? —Ward echaba pestes—. ¡Sigo sin ver un carajo!
—No lo sé —dijo Fuchien en voz baja—, pero sea lo que sea, es…
Los láseres del Ala de Halcón mantuvieron el fuego convergente, mortal machacando algo que nadie del puente de mando el Artemisa podía ver siquiera Según los sensores allí no había nada en absoluto, pero el destructor siguió arrojando un fuego continuo contra lo que fuera durante al menos cinco minutos enteros.
Y después, de repente, dejó de disparar, hizo otro giro de noventa grados a babor y se fue corriendo en pos de las naves mercantes.
Fuchien se quedó mirando el gráfico, completamente confundida, después se volvió para encontrarse con la mirada de Ward. La oficial táctica parecía igual de confusa que Fuchien y levantó las manos en un gesto de ignorancia perpleja.
—A mí que me registren, patrona. Jamás he visto nada parecido en toda mi vida.
—Yo…
—Ráfaga de transmisión del Ala de Halcón, capitana —anunció el oficial de comunicaciones.
—Al altavoz —dijo Fuchien con tono tenso.
—A todas las naves, regresen al rumbo original —dijo con tono amable la voz de Gene Usher—. Gracias por su cooperación, excelente tiempo de respuesta, pero con esto concluye nuestro ejercicio no programado.