32
Tardaron horas en discutir la mecánica real del proceso, pero el formato básico fue el que Honor había propuesto. Era mortificante escuchar la burlona urbanidad de Warnecke mientras la obligaba a someterse a sus exigencias de libertad, pero a pesar de todas las complicadas negociaciones había una cosa de la que no parecía darse cuenta. Era un punto secundario, quizá, pero vital.
Honor no había dicho ni una sola vez que tuviera intención de dejarlo ir de verdad.
En cada una de las etapas, la capitana formulaba sus comentarios con condicionales. Si Warnecke aceptaba sus términos y si cada punto iba según lo acordado, entonces sería libre de irse. Pero ella ya había elegido el punto en el que se aseguraría de que lo acordado no se llevaba a cabo… y en ningún momento había dado su palabra de que no lo haría.
Subir a bordo de la nave de Warnecke un equipo de abordaje era el primer paso y todo transcurrió mejor de lo que Honor había anticipado. Las pinazas de Scotty Tremaine llevaron a Susan Hibson y a una compañía entera de marines con armaduras de combate a la nave de reparaciones mientras dos de las NAL de Jacquelyn Harmon rondaban alrededor en actitud vigilante. Era obvio que la tripulación de la nave de reparaciones estaba asustada con aquellos hoscos soldados, bien armados y mejor blindados, a bordo de sus naves pero no había nada que ellos pudieran hacer para evitar que los abordaran. Un examen superficial demostró que la nave era incluso más lenta de lo que Honor había anticipado, un taller de reparaciones móvil grande y pesado, capaz de alcanzar una aceleración máxima que no superaba los uno con treinta y siete kilómetros por segundo al cuadrado. Y tampoco disponía de ningún tipo de armamento. Ni siquiera contaba con una defensa puntual, lo que lo convertía en un objetivo a la espera de que lo mataran en cuanto uno de los patrones de Harmon decidiera apretar el botón de disparo, y la tripulación lo sabía.
Algunos de esos tripulantes estaban encantados de ver a los marines de Hibson, ya que casi una tercera parte del personal estaba compuesto por cosmonautas mercantes capturados, muchos de ellos ciudadanos manticorianos, procedentes de las presas que había capturado el escuadrón de Warnecke y a los que se les había dado a elegir entre trabajar para sus captores o morir. Muy pocas eran mujeres y los ojos verdes de Hibson adoptaron la luz del hielo salado cuando los esclavos liberados de Warnecke les contaron lo que les había ocurrido a sus compañeras de tripulación. Ansiaba lanzar a sus marines contra la tripulación veterana de la nave de reparaciones, pero contuvo su furia. Podía esperar porque ya conocía las intenciones de la capitana Harrington.
Una vez que Hibson aseguró la nave y trasladó a los esclavos liberados al Viajero, comenzó la destrucción de sus sistemas de comunicación. Grupos compuestos por el personal de Harold Tschu, guiados por los vigilantes soldados de Hibson y acompañados por técnicos corsarios con la boca seca, hicieron una limpieza absoluta de las secciones de comunicación, quitaron algunos componentes y otros los machacaron sin más. En lugar de una única radio, Warnecke había insistido en que sus tres compañeros de la lanzadera y él debían vestir trajes malla con intercomunicadores incorporados. Un sistema que era un tanto más potente de lo que Honor tenía en mente, pero el cambio era aceptable y los receptores de la nave se dejaron intactos, al igual que un transmisor de corto alcance para que Warnecke pudiera comunicarse con su tripulación desde la lanzadera. Pero todos y cada uno de los demás transmisores se redujeron a chatarra. La tripulación podría arreglar los daños con el tiempo, por supuesto, aquello era una nave de reparaciones, después de todo, pero les llevaría dos días por lo menos, con lo que había tiempo de sobra para lo que casi todos los implicados pensaban que iba a pasar.
Una vez inutilizados los sistema de comunicaciones, Hibson retiró a todos sus pelotones de marines salvo a uno. El pelotón restante se instaló en la dársena de botes, donde servía como rehén contra cualquier intento por parte de Honor de destruir la nave y a la vez vigilaba cada lanzadera que llegaba de la superficie de Sidemore. La mayor se preguntaba cómo estaría reaccionando a todo aquello la guarnición que todavía permanecía en el planeta, pero lo más probable era que ni siquiera supieran qué estaba pasando. En realidad, pensó la soldado, era inevitable. Sí lo hubieran sabido, habría estallado al instante una batalla salvaje para conseguir un espacio en la nave de reparaciones.
Trasladar al propio Warnecke de Sidemore a la nave fue un asunto especialmente complicado. Para los láseres de las NAL habría sido lo más sencillo del mundo aniquilar su lanzadera durante el tránsito, y las armas funcionaban a la velocidad de la luz, lo que no le habría dado tiempo para apretar el botón antes de morir. Honor había temido que respondiera instalando un interruptor automático que hiciera detonar las cargas si su transmisor dejaba de emitir, pero también había previsto esa posibilidad. Después de todo, el único objeto de aquellas negociaciones era establecer una situación en la que hubiera un único transmisor que le quitarían a Warnecke justo antes de que saliera del hiperlímite de Marsh, y estaba dispuesta a sostener que esas consideraciones hacían que un interruptor automático fuese inaceptable.
Por fortuna, el punto en cuestión no se llegó a suscitar ya que Warnecke aceptó la propuesta de Honor para solucionar el problema de llevarlo sano y salvo a su nave. El traslado total requeriría quince vuelos en lanzadera, la capitana se ofreció a mover sus NAL fuera del radio de acción del láser y utilizar solo cúteres desarmados para retirar a sus marines una vez que el resto de los preparativos llegaran a su fin sin problemas. Dado que Honor no podía saber en qué lanzadera estaba Warnecke hasta que esta llegara y solo podría combatirlas con misiles cuyas velocidades eran inferiores a la de la luz, no podría atacarlas en ningún momento sin darle tiempo a Warnecke para apretar el botón.
Resultó que Warnecke llegó en la cuarta lanzadera, que de inmediato se acopló al casco exterior de la nave de reparaciones con los tractores del vientre, a noventa metros de la esclusa personal más cercana. Dada la carencia de tubo de amarre, no había forma de que la tripulación pirata se precipitara hacia la lanzadera, y tampoco podían llegar a la carga de demolición que los ingenieros de Tschu habían conectado al casco, al menos sin salir fuera del vehículo y los ojos de buey de la lanzadera le permitían a Honor vigilar directamente la carga.
Una vez más, el personal de la nave de reparaciones observó cómo colocaba la carga el equipo de Tschu y después llegó el momento.
* * *
—Está loca, milady. —La voz del comandante LaFollet era baja, pero intensa cuando el cúter se acercó a la lanzadera de Warnecke—. ¡Esta es la mayor locura que ha hecho jamás, y mire que eso es difícil!
—Consiéntame un poco, Andrew —respondió Honor mirando por un ojo de buey mientras su piloto maniobraba para acoplarse a la lanzadera. El jefe de sus hombres de armas cerró la boca de golpe con un rechinamiento de dientes casi audible y su jefa le dedicó una leve sonrisa a su reflejo en la ventanilla. Pobre Andrew. Odiaba aquella situación, pero era la única opción que ofrecía alguna posibilidad de éxito; después, Honor le dio la espalda al ojo de buey para inspeccionar a sus oficiales cuando las esclusas se unieron.
Jamás había habido ninguna duda sobre quién iba a acompañarla, habría tenido que meter en el calabozo a sus hombres de armas para poder tener elección. Por eso LaFollet, James Candless y Simón Mattingly habían cambiado sus uniformes de la Guardia de Harrington por otros manticorianos; Honor se alegró de ver lo bien que los habían provisto los almacenes de la nave. Candless llevaba un uniforme de comandante, Mattingly el de teniente de rango superior y LaFollet el de un humilde teniente subalterno de los marines. Eso debería distraer la atención del verdadero comandante de su guardia personal, pero la razón principal para esa decisión era que, de todos sus hombres de armas, LaFollet era el que tenía un acento graysoniano más pronunciado. Candless había aprendido a imitar el seco acento esfingino de Honor casi a la perfección y Mattingly podía pasar por un nativo de Gryphon en caso de necesidad, pero LaFollet era incapaz de desprenderse del modo de hablar lento y suave de su mundo natal. No era probable que Warnecke estuviera lo bastante familiarizado con los dialectos manticorianos como para detectara un impostor, pero no tenía sentido arriesgarse y nadie esperaría que un oficial de tan bajo rango dijera mucho.
La luz verde parpadeó, la escotilla se abrió y Honor respiró hondo.
—Muy bien, chicos —les dijo a sus hombres de armas en voz baja—. Vamos allá.
LaFollet gruñó como un oso iracundo y luego salió delante de ella mientras Honor se ponía a Nimitz en el hombro. Se había planteado dejar al felino atrás y lo había pensado mucho, pero Nimitz había dejado su opinión sobre ese tema muy clara. De todos modos, eso no habría sido suficiente para impedir que lo dejara, pero Nimitz había demostrado ser demasiado útil en el pasado para dejarlo en el Viajero. Era tan pequeño que pocos extraños se daban cuenta de lo letal que podía ser y su habilidad para leer las emociones de Warnecke y sus guardaespaldas podría significar literalmente la diferencia entre la vida y la muerte. Honor sintió la predisposición de su felino; estaba tenso, listo para saltar como un muelle cuando lo colocó en posición y se tomó un momento para enviarle una última advertencia para que esperase. Percibió que el felino asentía, pero también sintió que era un acuerdo condicionado y, a pesar de sus propios nervios, se conformó con eso. En situaciones en las que surgía una amenaza repentina, los felinos tendían a revertir a las respuestas instintivas, pero Honor se había asegurado de que Nimitz comprendía lo que tenía intención de hacer, y confiaba en el criterio del ramafelino. Además, si las cosas salían muy mal, era mucho más probable que el felino lo advirtiera mucho antes que ella o sus hombres de armas, y pudiera reaccionar a tiempo.
Cuatro hombres con trajes malla aguardaban en la lanzadera cuando siguió a LaFollet por la escotilla. Warnecke estaba sentado en el extremo delantero del compartimento con un transmisor en el regazo. Este era más grande que el que terna en el planeta, con potencia más que suficiente para hacer estallar las cargas desde la órbita, pero Honor ya se lo esperaba porque se había discutido ese cambio. Todos los piratas llevaban armas de pulsos y los dos que flanqueaban a Warnecke también llevaban pistolas de dardos. El cuarto, cuyo traje malla lucía las estilizadas alas de plata de un comandante piloto, se encontraba justo al lado de la escotilla para registrarlos a todos en busca de armas. LaFollet ya se encontraba en un lado, con el rostro sonrojado y colérico por la humillación de tener que someterse a un registro; el piloto esbozó una sonrisa desagradable cuando estiró los brazos hacia Honor.
—No me ponga las manos encima a no ser que quiera que se las rompa —dijo la capitana. No alzó la voz, pero golpeó al hombre como un latigazo de hielo y Nimitz le enseñó los colmillos. El hombre se quedó inmóvil y Honor esbozó una mueca de desdén cuando volvió la cabeza para encontrarse con los ojos de Warnecke—. Accedí a que comprobaran que no llevaba armas, no a que me manoseara uno de sus animales.
—Tiene usted una boca muy grande, señora —gruñó uno de los guardaespaldas de Warnecke—. ¿Qué tal si salpico el mamparo entero con ese culo que tiene?
—Adelante —dijo Honor con frialdad—. Su líder ya sabe lo que ocurrirá si lo hace.
—Tranquilo, Alien. Tranquilo —dijo Warnecke—. La capitana Harrington es nuestra invitada. —Sonrió y ladeó la cabeza—. No obstante, capitana, el caso es que tiene que convencerme de que no va armada.
—Pero es que no lo estoy. —La sonrisa con la que respondió Honor era débil y Warnecke entrecerró los ojos, alarmado de repente cuando la mujer levantó la caja rectangular que le colgaba de la muñeca izquierda. Tenía veintidós centímetros de largo, quince de ancho y diez de profundidad y su superficie superior contaba con tres interruptores, un pequeño teclado numérico y dos luces apagadas.
—¿Y qué podría ser eso, si puede saberse? —Intentó suavizar la voz, pero un matiz de tensión crujió en ella y las armas de sus guardaespaldas se alzaron al instante.
—Algo mucho más potente que una pistola de dardos, señor Warnecke —dijo Honor con frialdad—. Esto es un detonador por control remoto. Cuando se activa, la carga de ahí fuera se arma. Estallará si yo no introduzco el código correcto en el teclado numérico al menos una vez cada cinco minutos.
—¡Usted no dijo nada de eso! —Esa vez su voz era casi un gruñido y Nimitz siseó mientras Honor se echaba a reír. Era un sonido escalofriante, como el crujido de la hoja de una espada congelada y sus ojos castaños eran más fríos todavía.
—No, no lo hice. Pero no le queda más remedio que aceptarlo, ¿no? Ahora está aquí arriba, señor Warnecke. Puede matarme a mí y a mis tres oficiales. Puede incluso volar el planeta. Pero esa carga seguirá ahí fuera, donde mi nave puede hacerla estallar, y usted estará muerto diez segundos después que nosotros. —La boca del pirata se crispó y Honor esbozó una sonrisa burlona—. ¡Oh, vamos, señor Warnecke! Usted tiene sus pistolas de dardos y, como acordamos, mi equipo ni siquiera lleva trajes malla. Puede dispararnos o despresurizar la lanzadera cuando quiera. Todo lo que yo puedo hacer es matarnos y, por supuesto, llevarme a usted con nosotros. A mi me parece un equilibrio de fuerzas bastante razonable.
Los ojos de Warnecke resplandecieron pero después se obligó a suavizar la expresión.
—Es usted más lista de lo que pensaba, capitana —comentó en algo que se parecía a su tono suave y normal.
—No pensaría en serio que me había olvidado del límite de la velocidad de la luz cuando monté esto, ¿verdad? —replicó Honor—. Acordamos separarla lanzadera a diez minutos de vuelo del hiperlímite… que resulta que colocaría la carga de demolición a doce minutos luz de los transmisores de mis naves. Pero eso no importa si el transmisor está justo aquí, en la lanzadera, ¿no?
—¿Pero cómo puedo tener la certeza de que no hay un arma oculta en el interior? —inquirió Warnecke con ligereza—. Ahí dentro hay sitio de sobra para un arma pequeña de pulsos, me parece.
—Estoy segura de que tiene por ahí un sensor de potencia. Haga una comprobación.
—Una sugerencia excelente. ¿Harrison?
El piloto miró furioso a Honor, después abrió una taquilla del compartimento. Sacó un escáner de mano y lo pasó por la caja que le tendió Honor.
—¿Y bien? —preguntó Warnecke.
—Nada —gruñó el piloto—. Recibo una única fuente de electricidad de diez voltios. Es de sobra para un transmisor de corto alcance, pero muy poca corriente para un arma de pulsos.
—Por favor, disculpe mi naturaleza suspicaz, capitana —murmuró Warnecke al tiempo que aceptaba la información con un gesto—. Confío, sin embargo, en que esa sea la única arma que ha subido a bordo.
—Todo lo que he traído es lo que ve —dijo Honor con una honestidad absoluta—. En cuanto a otras armas… —Le dio la caja a LaFollet, puso a Nimitz en uno de los sillones, se abrió la guerrera, se la quitó con un movimiento de hombros y se dio una vuelta con la blusa blanca de cuello vuelto—. ¿Ve? No me he guardado nada en las mangas.
—¿Le importaría quitarse también las botas? —preguntó Warnecke con cortesía—. A lo largo de los años he visto unas cuantas sorpresas desagradables ocultas en unas botas.
—Si insiste. —Honor se quitó las botas con los pies y se las dio al piloto, que las examinó con una eficacia hosca y después se las tiró a Honor con una mirada furiosa.
—Limpias —gruñó el hombre, Honor respondió a la mirada colérica con una sonrisa burlona mientras se sentaba al lado de Nimitz y se las volvía a calzar. Volvió a ponerse la guerrera y la selló, después cogió de nuevo al felino y recuperó la caja de las manos de su hombre de armas antes de irse al extremo posterior del compartimento de pasajeros. Se acomodó en uno de los agradables sillones, se colocó la caja en el regazo y después apretó el botón superior. Una de las luces eléctricas cobró vida con un parpadeo y brilló con un fulgor constante de color naranja; los dos guardaespaldas la miraron con inquietud.
Esperó mientras Candless y Mattingly la seguían al interior de la lanzadera y se sometían al registro del piloto, después se aclaró la garganta.
—Una cosa más, señor Warnecke. Antes de que mi cúter se desacople y mis marines dejen su dársena de botes, el comandante Candless le echará un vistazo a la cubierta de vuelo. No querríamos que hubiera nadie más escondido ahí arriba, ¿verdad?
—Pues claro que no —dijo Warnecke—. Alien, vete con el comandante y asegúrate de que no toca nada.
El guardaespaldas respondió con una sacudida de la cabeza y los dos hombres desaparecieron en el morro de la lanzadera mientras Honor y Warnecke se miraban separados por los diez metros de longitud del compartimento de pasajeros. Volvieron en pocos segundos y Candless asintió.
—Despejado, capitana —dijo con su mejor acento esfingino y Honor asintió.
—Y ahora, creo que deberíamos sentarnos todos aquí, donde pueda tenerlo vigilado —dijo la capitana con tono afable—. Soy consciente de que su pequeño transmisor tiene potencia de sobra para enviar la orden de detonación desde aquí, pero una vez que nos encontremos fuera de su radio de acción, no me gustaría que nadie tuviera un accidente con su intercomunicador cuando yo no pudiera verlo.
—Como desee. —Warnecke les hizo un gesto a sus esbirros y estos se sentaron junto a él. Todos ellos estaban entre Honor, sus hombres de armas y la cubierta de vuelo, y todos giraron los sillones para mirarla justo cuando la caja pitó y la segunda luz se puso roja y comenzó a destellar. Los cuatro piratas se pusieron tensos y Honor sonrió.
—Disculpen —murmuró e introdujo un código de nueve dígitos en el teclado numérico. La luz roja se apagó al instante y ella se puso cómoda en el sillón.
—¿Tenemos luz verde, capitana? —exclamó el ingeniero de vuelo del cúter a través de las escotillas abiertas.
—Afirmativo, jefe. Dé instrucciones al comandante Cardones y a la mayor Hibson para que procedan.
—A sus órdenes, señora.
Las escotillas se cerraron y el cúter se desacopló. Después se alejó con un empujón de los propulsores y puso rumbo al Viajero. Cinco minutos y otro pitido de la caja de Honor más tarde, otro trío de cúteres dejó la dársena de botes con Susan Hibson y sus marines.
—Compruébalo y asegúrate de que han salido todos, Harrison —ordenó Warnecke. El piloto activó el intercomunicador de su traje malla y murmuró algo por él, después escuchó por el auricular durante varios segundos.
—Confirmado. Están todos fuera y estamos saliendo de la órbita.
—Bien. —Warnecke se recostó en su sillón—. Y ahora, capitana, le sugiero que nos pongamos todos cómodos. Después de todo, todavía tenemos que pasar varias horas haciéndonos compañía.
* * *
Las siguientes tres horas pasaron con una lentitud glacial. Los segundos fueron convirtiéndose en una renqueante eternidad y la tensión flotaba en la lanzadera como el humo. Cada cinco minutos la audible alarma de la caja que continuaba en el regazo de Honor pitaba y destellaba la luz roja, y cada cinco minutos Harrington introducía el código para detener las dos. Tanto Mattingly como LaFollet se habían sentado junto a un ojo de buey, Mattingly para vigilar la carga de demolición mientras LaFollet se aseguraba de que ningún tripulante con traje malla se intentaba colar por la escotilla de la lanzadera. Warnecke había dejado su pesado y pequeño transmisor en el sillón, a su lado, pero sus guardaespaldas vigilaban a Honor y a sus hombres de armas con tanta atención como Mattingly y LaFollet vigilaban la carga y la escotilla. Uno de ellos mantenía el arma lista en todo momento pero las pistolas de dardos eran pesadas, así que se intercambiaban cada quince minutos para que uno de ellos pudiera bajar la suya y dejar descansar los brazos. Aunque con una sola pistola de dardos ya era suficiente. Era evidente que nadie podría llegar vivo hasta Warnecke o sus guardaespaldas.
Nadie conversó. Warnecke se conformó con permanecer sentado, en silencio, con una ligera sonrisa, mientras que Honor no sentía deseo alguno de hablar con él o sus hombres. Podía sentir la tensión de sus enemigos a través de Nimitz pero también percibió la creciente sensación de triunfo a medida que la nave de reparaciones comenzó a dejar a estribor las naves de guerra de Honor. Iban a quedar impunes, y libres, y el júbilo satisfecho que exudaban era difícil de soportar para el felino. Nimitz se acurrucó en el sillón junto a Honor, metiendo y sacando las garras de la tapicería mientras la mano de Honor le acariciaba el lomo con un movimiento lento y tranquilizador a medida que iban pasando los minutos.
La caja pitó una vez más, Honor apartó la mano sin prisas del felino e introdujo los números en el teclado numérico una vez más. Pero en esa ocasión fue un código ligeramente diferente. La luz roja se apagó y la capitana miró con aire despreocupado el cronómetro del mamparo.
Tres horas y quince minutos. Fred Cousins y ella habían pensado con mucho cuidado cuál era el radio de acción máximo del transmisor de mano de Warnecke antes de permitir que el pirata lo cambiara por el original. Había una posibilidad remota, suponiendo que existiera una matriz de recepción lo bastante sensible, de que una unidad tan pequeña llegara a tener un radio de acción de hasta dos minutos luz. Con eso en mente, Honor había decidido que Warnecke tenía que estar a por lo menos cinco minutos luz del planeta antes de atreverse a tomar alguna medida contra él, y ese momento había llegado al fin.
Espero unos cuantos segundos más y después apretó el tercer botón de la caja, el que había armado el nuevo código numérico, y entonces ocurrieron dos cosas. En primer lugar, la pequeña pero eficiente cápsula de bloqueo de la carga de demolición del exterior de la lanzadera cobró vida y emitió un campo lo bastante fuerte como para destrozar cualquier señal de radio. Los láseres de comunicación de la lanzadera todavía podían enviar la orden de detonación, pero, al tiempo que el bloqueador entraba en acción, se abrió el extremo de la caja y el peso conocido de un arma de calibre 45 automática amartillada y con el seguro puesto se deslizó en la mano de Honor.
Ninguno de los hombres de Warnecke se dio cuenta de lo que estaba pasando ya que el sillón que tenía Honor delante ocultaba la caja. Además, tenían la certeza deque estaba desarmada, habían comprobado la caja sin encontrar la reveladora fuente de energía que emitía un arma de pulsos o cualquier otra arma moderna de mano. Jamás se les había ocurrido la posibilidad de que hubiera algo tan primitivo que utilizaba explosivos químicos.
La expresión de Honor ni siquiera se inmutó cuando levantó la pistola con un ágil movimiento y su repentino y ensordecedor rugido llenó el compartimento de pasajeros como el martillo de Dios. El guardaespaldas llamado Alien tenía la pistola de dardos lista, pero ni siquiera se enteró de que estaba muerto cuando quince gramos de plomo de casquillo hueco le explotaron en la frente y aquella conmoción aplastante y totalmente inesperada sumió a todos y cada uno de los corsarios en una letal fracción de segundo de total inmovilidad. El segundo guardaespaldas estaba tan conmocionado como todos los demás y ni siquiera había empezado a moverse cuando el arma rugió de nuevo en la misma fracción de tiempo.
El impacto arrojó al guardaespaldas hacia atrás y lo derribó de su sillón al tiempo que salpicaba el mamparo, y a Andre Warnecke, con un chorro de color rojo moteado de gris. Honor se había levantado y sujetaba la pistola con las dos manos.
—Se acabó la fiesta, señor Warnecke —dijo, y sus ojos estaban tallados en pedernal castaño y frío. Tuvo que hablar en voz muy alta para oírse por encima del zumbido de sus propios oídos y sonrió cuando el pirata se la quedó mirando sin poder creérselo—. Levántese y aléjese del transmisor.
Warnecke tragó saliva y abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que al fin se había encontrado con una asesina más letal incluso que él, entonces asintió tembloroso y empezó a levantarse. Fue entonces cuando el piloto se lanzó a por una pistola de dardos caída, y la terrible y ensordecedora conmoción de la calibre 45 golpeó el compartimento dos veces más. El doble disparo no fue a la cabeza en esa ocasión y el piloto tuvo más de quince segundos para chillar y retorcerse en la cubierta mientras la sangre aspirada le brotaba por la boca antes de morir. Honor ni siquiera parpadeó y la pistola apuntó una vez más a la cabeza de Warnecke antes de que este pudiera pensar siquiera en intentar coger el arma que llevaba en el cinturón.
—Levántese —repitió Honor, y el otro obedeció. Se alejó del transmisor y Honor le hizo un gesto a LaFollet.
El jefe de sus hombres de armas no fue demasiado amable. Subió por el pasillo de estribor, apartándose todo lo posible del radio de acción de su gobernadora hasta que llegó a Warnecke, después tiró con brutalidad al pirata a la cubierta. Le clavó una rodilla en la espalda a su cautivo y después le retorció los dos brazos con tal dureza que Warnecke gritó de dolor.
Mattingly se presentó allí al momento y recogió las dos pistolas de dardos manchadas de sangre y sesos, después se las tiró a Candless antes de levantar otra vez de un tirón a Warnecke entre él y LaFollet. Una mano sacó el arma de pulsos de la pistolera de Warnecke y la metió en la guerrera de Mattingly, y después los dos hombres de armas lo llevaron por la fuerza a la parte posterior del compartimento y lo sentaron de un empujón. Mattingly se sentó tres sillones más allá y apuntó al pecho de Warnecke con el arma de pulsos liberada; mientras, Honor bajaba con cuidado el percusor de la calibre 45 y se metía la pesada arma en el bolsillo de la guerrera.
—Le hice una oferta que le habría permitido seguir con vida —le dijo a su prisionero—. Habría cumplido esa oferta. Gracias a usted, ya no tengo que hacerlo. —Su sonrisa podría haber congelado el corazón de una estrella—. Gradas, señor Warnecke. Se lo agradezco mucho.
Recogió la caja una vez más e introdujo una tercera combinación en el teclado numérico. La cápsula bloqueadora se desconectó como le habían ordenado y las almohadillas que sujetaban la carga de demolición a la lanzadera se soltaron. El mecanismo que Warnecke había supuesto tan alegremente que solo era una carga de demolición se pegó con un estrépito al casco de la nave de reparaciones y la reveladora luz de color ámbar lo confirmó con un destello cuando un segundo grupo de almohadillas terminaron de inmovilizarla.
Honor recogió a Nimitz y sintió el júbilo fiero del felino cuando lo apretó contra sí y pasó por encima de los cuerpos de los hombres a los que había matado para entrar en la cubierta de vuelo. Los controles eran estándar, pero ella dejó al felino en el asiento del copiloto y se tomó dos minutos enteros para familiarizarse con ellos antes de colocarse los cascos del piloto y levantar el escudo de plástico que protegía el interruptor eléctrico de los panzudos arrastres. Separarse de un navío en marcha cuando el motor de propulsores está conectado es complicado, pero al menos la nave de reparaciones no tenía flancos protectores, así que encendió la luz de advertencia de aceleración de la cabina de pasajeros y tecleó en el intercomunicador.
—Aceleración en treinta segundos —anunció—. Abróchense los cinturones, esto va a moverse mucho.
Esperó, vigilando los segundos que pasaban en el crono, después desconectó los arrastres que sujetaban la lanzadera al casco de la nave de reparaciones, y empujó las palancas de los propulsores principales y los del vientre hasta el límite.
Eran propulsores convencionales, aunque también eran potentes y algo más de cien gravedades de aceleración apartaron a la lanzadera de la nave. La gravedad artificial de la pequeña nave hizo lo que pudo, pero su compensador inercial no tenía cuña propulsora con la que trabajar. Veinte gravedades consiguieron pasar y Honor gruñó cuando un puño gigante la clavó al asiento. Pero la lanzadera salió disparada hacía el perímetro de la cuña de la nave de reparaciones a una aceleración de un kilómetro por segundo justo. Era más que suficiente para alejarse de la cuña antes de que su popa, más estrecha, pudiera destruir la diminuta nave, después jadeó de alivio cuando quedó libre con una sacudida y desconectó los propulsores del vientre. Quemó los propulsores principales durante otros treinta segundos y utilizó los propulsores de postura para ir virando y alejarse de la nave de reparaciones a cincuenta gravedades, bastante más tolerables, después conectó el transmisor de la lanzadera.
—Navío pirata, le habla la capitana Honor Harrington —dijo con tono frío—. Su líder es mi prisionero. Las cargas del planeta son ya inoperantes pero ustedes tienen una carga de doscientas kilotoneladas en contacto directo con su casco y yo tengo el transmisor que la controla. Inviertan el rumbo de inmediato o la haré detonar. Tienen un minuto para obedecer.
La lanzadera ya estaba lo bastante lejos como para activar sus propios propulsores y Honor conectó la cuña y salió disparada a cuatrocientas gravedades. Observó que el gran navío se alejaba de ella con un ojo y el cronómetro con el otro, después conectó el micro una vez más.
—Tienen treinta segundos —dijo con tono neutro mientras volvía a dar la vuelta para mantener la observación visual de la nave de reparaciones. Esta continuaba huyendo hacía el hiperlímite, Honor se preguntó si la tripulación creía que iba de farol o sencillamente pensaban que ya no tenían nada que perder.
»Quince segundos —dijo sin emoción, con la mano flotando sobre la caja—. Diez segundos.
Con todo, la nave mantenía su rumbo y Honor viró el morro de la lanzadera para apartarlo y sacarlo de la línea de visión de su cabina al tiempo que polarizaba los ojos de buey del compartimento de pasajeros.
—Cinco segundos —le dijo a la nave, era la voz de un verdugo mientras la observaba en el radar—. Cuatro… tres… dos… uno.
Apretó el segundo botón de la caja una vez y la nave de reparaciones, y toda su tripulación, desaparecieron con un terrible destello.