30
—Acaba de entrar un mensaje de Sidemore, patrona. —Honor levantó una mano y detuvo la conversación que sostenía con Rafe Cardones, después miré con una ceja alzada a Fred Cousins—. El mismo tipo que antes, pero esta vez estamos recibiendo imágenes —dijo el oficial de comunicaciones.
—¿En serio? —Honor esbozó una leve sonrisa—. Pásemelo. Su pequeña pantalla de comunicaciones cobró vida con el rostro de un hombre con el uniforme inmaculado de un comodoro de la armada silesiana. Era moreno con la barba bien recortada y sin el uniforme podría haber pasado con facilidad por un profesor de universidad o un banquero. Pero Honor lo reconoció de las imágenes del expediente de inteligencia a pesar de la barba.
—¡Dios mío, mujer! —jadeó el hombre con el rostro crispado por el horror—. ¿Pero qué se cree que está haciendo, en el nombre de Dios? ¡Acaba de matar a tres mil militares silesianos!
—No —respondió Honor con su voz fría de soprano—. Acabo de exterminar a tres mil alimañas.
Hirieron falta más de cuatro minutos para que su transmisión, que iba a la velocidad de la luz, alcanzara el planeta y entonces Warnecke entrecerró los ojos. La expresión de furia se desvaneció por completo y miró a su propia cámara durante varios segundos. Cuando volvió a hablar, en su voz solo se percibía calma.
—¿Quién es usted? —preguntó con tono inexpresivo.
—Capitana Honor Harrington, Real Armada Manticoriana, a su servicio. Ya he destruido cuatro de sus navíos en la Estrella de Sharon y en Schiller. —Se sintió culpable por llevarse el mérito de las presas de Caslet, pero no era el momento de la introducir elementos que pudieran distraer la atención—. Y ahora he derribado sus cuatro cruceros pesados. Se está quedando sin naves, señor Warnecke, pero tampoco importa mucho, ¿no? —La capitana sonrió, sus ojos almendrados lo miraban más fríos que el helio líquido—. Después de todo, también se acaba de quedar sin tiempo.
Se recostó en el sillón mientras esperaba que se salvara el inevitable retraso de la comunicación, pero Warnecke ni siquiera se inmutó cuando le llegó la transmisión de la capitana. Se limitó a recostarse él también en su sillón y le enseñó los dientes en una mueca desdeñosa.
—Es posible, capitana Harrington —dijo—. Por otro lado, puede que tenga más tiempo del que usted piensa. Después de todo, aquí abajo tengo una guarnición y la población de un planeta entero. Sacar a mi gente de aquí podría resultar… enrevesado, ¿no le parece? Y, por supuesto, también he tenido la precaución de plantar unas cuantas cargas nucleares por aquí y por allí, en varios pueblos y ciudades. No querríamos que le ocurriera nada a esas cargas, ¿verdad?
Las aletas de la nariz de Honor se dispararon. No es que fuera inesperado, pero tampoco facilitaba las cosas. Suponiendo que la amenaza fuese real. Y por desgracia, seguramente lo era. En lo que a Andre Warnecke se refería, el universo se terminaría cuando él muriese y sabía con exactitud lo que haría el gobierno de la Confederación si llegaba a ponerle las manos encima. Si tenía que morir de todos modos, no vacilaría en llevarse cientos de miles con él. De hecho, era muy probable que encima lo disfrutase.
—Déjeme explicarle algo, señor Warnecke —dijo Honor en voz baja—. La que controla ahora este sistema estelar soy yo. Nada va a entrar o salir de él sin mi permiso; cualquier cosa que lo intente será destruida. Estoy segura de que sus sensores cuentan con capacidad suficiente como para confirmar que tengo recursos suficientes para cumplir mis promesas.
»También tengo un batallón completo de marines manticorianos, con armadura de batalla y armas pesadas, y en breve controlaré los orbitales superiores de su planeta. Puedo lanzar ataques cinéticos de precisión donde quiera para apoyar a mi personal. Usted, por otro lado, tiene cuatro mil hombres que, como soldados de combate, ni siquiera valen los dardos de pulsos necesarios para mandarlos al infierno, y le puedo garantizar en persona que, según los estándares manticorianos, su equipo de combate es una basura obsoleta de segunda línea.
»Es más, le he notificado al comodoro Blohm, de la Armada andermana, su ubicación y en breve estarán aquí unas unidades pesadas de la AIA y del Ejército imperial. En pocas palabras, señor Warnecke, podemos arrebatarle ese planeta cuando queramos, y lo haremos. Y, como estoy segura de que ya sabe, si no lo hacemos nosotros lo hará la Confederación. —Hizo una pausa para dejar que el otro procesara esa información y después continuó.
»Es muy posible, de hecho, que haya colocado las cargas nucleares que acaba de amenazar con hacer detonar. Pero si las hace detonar, usted muere. Si enviamos las tropas, usted también muere, ya sea durante los combates o al extremo de una soga silesiana, a mí me da igual. Pero, señor Warnecke, si se rinde usted, y rinde sus hombres y el planeta, le puedo garantizar que lo entregaremos a los andermanos y no a los silesianos. En estos momentos el imperio no ha acusado a nadie de ningún crimen capital y el comodoro Blohm me ha autorizado a prometerle que el Imperio no los ejecutará, como es evidente que se merecen. Prisión, sí; ejecuciones, no. Yo lo lamento, pero estoy dispuesta a ofrecerle la vida a cambio de una rendición pacífica del planeta.
Sonrió de nuevo con más frialdad incluso que antes y cruzó las piernas.
»Usted elige, señor Warnecke. Volveremos a hablar cuando mis naves estén en órbita alrededor de Sidemore. Harrington, corto.
La cara de Warnecke desapareció de la pantalla y Honor miró a Cousins.
—Haga caso omiso de cualquier otra llamada hasta que yo le diga lo contrario Fred.
—Sí, señora.
—Lo ha presionado mucho, capitana —dijo Caslet en voz baja, Harrington giró la silla para mirarlo. El repo se había recuperado de la conmoción que le había supuesto ver lo que el Viajero le había hecho a los cruceros de Warnecke y sus ojos castaños estaban absortos en ella.
Honor se levantó acunando a Nimitz y cruzó el espacio que la separaba del gráfico principal. Las NAL de la comandante Harmon lo estaban cruzando, tres de ellas se habían adelantado a toda velocidad hasta la órbita planetaria mientras las otras nueve recogían los lanzamisiles del Viajero y los remolcaban para reutilizarlos, también vio cómo se acercaba Sidemore. Permaneció mirando el planeta y dándole vueltas a la situación durante unos segundos, en silencio, con Caslet a su lado, después se encogió de hombros.
—No tengo alternativa, Warner. —Era la primera vez que utilizaba otro nombre que no fuera el de «ciudadano comandante» pero, en realidad, ninguno de los dos se dio cuenta—. Tengo que suponer que es cierto que tiene el sitio minado y también tengo que suponer que está dispuesto de verdad a apretar el botón. Pero si nosotros, o los andis, no lo eliminamos, lo harán los confederados sin duda. No les queda más remedio y, con franqueza, yo tampoco creo que pudiera soportar verlo escapar. Lo que significa que a menos que alguien le convenza para que se rinda, van a apretar ese botón y va a morir muchísima gente. —Honor levantó la cabeza y lo miró y Caslet asintió con gesto sombrío—. Ese hombre es un psicópata ególatra —dijo Honor con tono rotundo—. La única esperanza que veo es restregarle por la cara que está indefenso y que la Confederación va a venir a por él, sean cuales sean sus amenazas. Tengo que presionarlo lo suficiente como para atravesar esa egolatría y después ofrecerle una salida que le permita seguir con vida. Es el único modo de evitar unas bajas civiles enormes, pero tiene que tener esa salida. Si cree que no la tiene… —Se encogió de hombros y Caslet volvió a asentir.
—Entiendo su razonamiento —dijo después de un momento—. ¿Pero de veras cree que va a funcionar?
—¿Con Wamecke? —Honor sacudió la cabeza—. Es posible que no. Tengo que intentarlo, pero no puedo contar con nada en lo que a él se refiere. Pero tampoco está solo ahí abajo. Tiene cuatro mil tropas en el planeta. Puede que sean escoria, pero también puede que estén un poco más cuerdos que él. Si lo hago seguir hablando el tiempo suficiente, antes o después se filtrará el rumor de las opciones que le he dado. Y cuando eso ocurra, quizá acabe con Warnecke alguien que no quiera morir y nos ahorre el trabajo.
Caslet la miró en silencio e intentó ocultar un escalofrío mental cuando la capitana le devolvió la mirada. La expresión de Honor era serena y tranquila, pero sus ojos… Caslet vio la duda en ellos, la angustia… el miedo. Parecía tan imparcial, tan razonable, proyectaba ese aura de certeza que era una de las armas esenciales de un oficial naval, pero en lo más hondo, aquella mujer sabía lo que se estaba jugando y estaba aterrorizada.
Pero era algo que había visto venir desde el principio, comprendió Caslet. Ya hacía mucho tiempo que se había planteado las opciones que le acababa de ofrecer a Warnecke porque siempre había sabido que iba a tener que enfrentarse a esa decisión, que iba a necesitar esas opciones. Por eso las había discutido con el comodoro Blohm por adelantado. Y aun sabiéndolo, había decidido atacar ella en lugar de dejarle la responsabilidad a otra persona. Los silesianos o los andermanos habrían entrado si no lo hubiera hecho ella y Honor tenía que saberlo tan bien como Caslet, pero se había negado a eludir ese trabajo. El repo había llegado a conocerla durante el tiempo que había pasado a bordo del Viajero, no muy bien pero sí lo suficiente para darse cuenta de cómo la perseguirían las muertes de Sidemore si Warnecke apretaba el botón. Y, pensó Caslet, lo bastante bien para saber que ella también se daba cuenta, que se lo había planteado del mismo modo que se había planteado todos y cada uno de los aspectos de la operación. Si ocurría, en la galaxia todos estarían listos para enmendarle la plana, para culparla por el desastre, para argüir que había actuado con torpeza, que seguro que habría habido un modo de evitar tantas muertes. Y ella también lo pensaría. Siempre creería que podría haberlo evitado si hubiera sido más astuta, más lista, más rápida, sabía que sería así y sin embargo había ido allí a jugársela por un planeta lleno de personas que no había visto en su vida.
¿Cómo lo hacía? ¿Cómo se obligaba a asumir una responsabilidad tan aplastante cuando podría habérsela dejado a otro con toda facilidad? Warner Caslet también era un oficial naval, también estaba acostumbrado a la carga del mando, pero no sabía la respuesta a esa pregunta. Solo sabía que aquella mujer lo había hecho… y que él no hubiera podido.
Honor Harrington era su enemiga y él lo era de ella. El reino de aquella mujer estaba luchando por su vida contra la República y los hombres y mujeres que dirigían la República estaban luchando por sus vidas contra el reino de Harrington. No podía haber ningún otro resultado. O bien conquistaban al Reino Estelar o el Comité de Seguridad Pública terminaba destruido por la muchedumbre cuyas promesas había movilizado para apoyar la guerra. Caslet no apreciaba demasiado al Comité ni a sus miembros, pero si estos caían, solo Dios sabía adonde llevarían a su nación estelar los paroxismos resultantes de tanto derramamiento de sangre. Y porque los dos eran oficiales navales y porque para cualquiera de los dos era demasiado difícil contemplar las consecuencias de una derrota, solo podían ser enemigos. Pero en ese mismo instante, Caslet pensó que ojalá pudiera ser de otro modo. Sintió el magnetismo que hacía que su tripulación la idolatrara, que hacía que estuvieran dispuestos a meterse en el mismísimo fuego tras ella, y al fin lo entendió.
A aquella mujer le importaba todo. Era así de sencillo. Le importaba y a su equipo no podía ofrecerles menos de lo mejor que podía darles, ni conformarse con menos del cumplimiento absoluto de las responsabilidades que su obligación le exigiese, por duras que fuesen. Acababa de ver la pavorosa eficacia con la que había aniquilado a cuatro cruceros pesados y reconoció el lobo que había en ella. Pero era un lobo que había dedicado su vida a enfrentarse a otros lobos para proteger a aquellos que no podían defenderse, y Caslet lo entendió por que un eco de lo que era Honor también vivía en él. En ese momento la conoció reconoció lo que era Honor Harrington en realidad y supo que lo que era la convertía en un peligro terrible para la República, para su Armada (y en ultimo extremo para el propio Warner Caslet), pero en aquel instante concreto, nada de eso importaba.
La miró un momento más y después la sorprendió, y se sorprendió él poniéndole una mano con suavidad en el brazo.
—Espero que funcione, capitana —dijo en voz baja y después volvió a mirar el gráfico que tenían delante.
* * *
—Entrando en la órbita, señora —dijo John Kanehama. Nimitz estaba echado de espaldas en el regazo de Honor, se peleaba con ella con las manos verdaderas y manos-patas, pero su persona levantó la cabeza al oír el anuncio del astronavegador y asintió. Le hizo a Nimitz una última caricia, saboreó la oleada de amor y seguridad que le envió el felino y después se levantó, lo dejó en el respaldo del sillón y se llevó las manos a la espalda.
—Llame a Warnecke, Fred.
—A sus órdenes, señora. —Cousins introdujo una orden en su panel y después le hizo un gesto con la cabeza. Honor miró a la cámara con los ojos fríos cuando apareció el rostro de Warnecke en la pantalla principal. Parecía casi tan tranquilo como antes, pero no del todo, y Honor pensó que ojalá estuvieran lo bastante cerca como para que Nimitz le ofreciera una lectura de sus emociones. Tampoco era que tuviera la certeza de que eso hubiera funcionado. Estaba convencida de que aquel hombre estaba loco y las emociones de un loco podían ser la guía más peligrosa de todas si se fiaba de ellas.
—Ya le dije que hablaríamos otra vez, señor Warnecke —dijo.
—Así es —respondió el hombre, el retraso en las comunicaciones apenas era perceptible ya—. Parece tener un carguero inusualmente competente ahí arriba, capitana. La felicito. —Honor inclinó la cabeza para agradecérselo con gesto frío y el hombre esbozó una ligera sonrisa—. No obstante, yo sigo aquí abajo con mi botón y le aseguro que lo apretaré si me obliga. En cuyo caso, por supuesto, las muertes de todos esos civiles inocentes serán solo culpa suya.
—No creo que vayamos a jugar a ese juego —respondió Honor—. Tiene una alternativa. Si hace detonar sus cargas, lo hará porque ha sido usted el que ha decidido hacerlo, en lugar de aceptar la generosísima oferta que ya le he hecho.
—¡Vaya, vaya! ¡Y yo que pensaba que el malo de la película era yo! —Warnecke levantó la mano y colocó un pequeño transmisor manual ante la cámara, después hizo una mueca de desdén y enseñó los dientes—. ¿De veras le trae sin cuidado la posibilidad de que yo apriete este botón? Tengo muy poco que perder, ¿sabe? He oído hablar de las prisiones andermanas. No estoy muy seguro de preferir vivir en una de ellas a, bueno…
Le dio un papirotazo a la muñeca para resaltar el transmisor que sostenía y brillaron los ojos con una luz peligrosa. Honor sintió un escalofrío gélido por la columna, pero a su rostro no asomó ni un rastro de inseguridad.
—Quizá no, señor Warnecke, pero la muerte es algo tan permanente, ¿no cree?
—¿Quiere decir que mientras hay vida, hay esperanza? —El hombre de la pantalla se echó a reír y se recostó en su sillón—. Me intriga usted, capitana Harrington. De veras. ¿Es de verdad tan santurrona que preferiría ver cómo mueren cientos de miles de personas antes que permitir que un único pirata se largue con sus guardaespaldas en su nave de reparaciones desarmada?
—¿Ah, sí? —Honor alzó una ceja—. ¿Tiene intención de meter a cuatro mil personas más en el sistema de soporte vital de su nave de reparaciones? —La militar sacudió la cabeza—. Me temo que se encontraría con que el aire se enrarecería bastante antes de que consiguieran llegar a otro planeta.
—Bueno, hay que hacer sacrificios, por supuesto —admitió Warnecke— y supongo que sería una cortesía por mi parte dejarle unos cuantos prisioneros como trofeo. De hecho, estaba pensando en mí y unos cien de mis compañeros más cercanos. —Se inclinó hacia la cámara—. Piénselo, capitana. Estoy seguro de que mis corsarios han tomado unas cuantas naves manticorianas; hay tantas, después de todo. Pero la Confederación no es su reino. ¿Qué le importan a usted sus rebeldes y revolucionarios? Puede quedarse con Sidemore, rescatar Marsh, echar con cajas destempladas a toda esa chusma de líderes pirata en una sola nave y recoger a miles de prisioneros; y todo sin arriesgar ni un solo pueblo o ciudad. Todo un logro, ¿no le parece?
—La lealtad que siente hacia los suyos me abruma —comentó Honor, y el otro se echó a reír otra vez.
—¿Lealtad, capitana? ¿Con estos imbéciles? Ya me han fallado dos veces, ellos y los incompetentes de sus homólogos de las naves. Me han costado una nación, mi lugar en la historia. ¿Por qué tendría que sentir lealtad hacia ellos? —Warnecke sacudió la cabeza—. Malditos sean todos ellos, capitana Harrington. Puede quedarse con ellos, invita la casa.
—¿Mientras usted se escabulle para volver a empezar? Creo que no, señor Warnecke.
—¡Vamos, capitana! Sabe que no va conseguir nada mejor. La muerte o la gloría, la victoria o una destrucción espléndida, esas son las alternativas del oficial naval, ¿no? ¿Qué le hace pensar que las mías son diferentes?
Honor lo miró durante un largo y silencioso momento mientras su mente iba dejando pasar los minutos. La voz melosa del hombre era tan refinada, tan poderosa, que hacía que cualquier cosa que dijera pareciera racional y razonada. Debía de haber sido un arma muy poderosa al comenzar su carrera en el Cáliz. Incluso en esos momentos exudaba un encanto retorcido, como la seducción de un íncubo. Era ese hueco que había en su interior, pensó Honor. El vacío donde una persona normal guardaba el alma. La sangre que le manchaba las manos no significaba nada (menos que nada) para él, y esa era su armadura. Puesto que no tenía sensación de culpa, tampoco la proyectaba.
—¿De verdad cree —dijo al fin—, que puedo dejar que se valla? ¿Cree que es así de simple?
—¿Y por qué no? ¿Quién fue en la Antigua Tierra el que dijo «Mata a un hombre y eres un asesino, mata a un millón y eres un hombre de estado»? Puede que no sea del todo exacto, pero estoy seguro de que me he acercado bastante. Y las armadas, los ejércitos y hasta los monarcas negocian con hombres de estado todo el tiempo, capitana. ¡Vamos! Negocie conmigo… o puede que apriete el botón de todos modos, para demostrarle hasta qué punto debería tomarme en serio. Por ejemplo…
La otra mano de Warnecke apareció en la imagen de la cámara y el dedo índice apretó un botón del teclado numérico del transmisor.
—¡Ya está! —dijo con una sonrisa brillante y Honor oyó que alguien contenía el aliento a su espalda. Giró la cabeza y vio que Jennifer Hughes se había quedado mirando su pantalla, horrorizada. La cabeza de la oficial táctica se levantó con una sacudida y la mano izquierda de Honor hizo un movimiento brusco, como un corte, fuera de cámara. Cousins la observaba con atención y desconectó el sonido un instante antes de que Hughes abriera la boca.
—¡Dios mío, señora! —jadeó la oficial táctica—. ¡Tenemos una detonación nuclear en el planeta! Según Rastros es de unas quinientas kilotoneladas… ¡justo en medio de un pueblo!
Honor sintió un puñetazo en el estómago y empalideció. No podía controlarlo, pero su expresión ni siquiera cambió cuando el horror comenzó a atravesarla entera.
—¿Cálculo de bajas? —preguntó con tono inexpresivo.
—N-no estoy segura, señora. —La oficial táctica era dura como una piedra pero estaba visiblemente conmocionada—. Por el tamaño del pueblo, quizá diez o quince mil.
—Ya veo. —Honor respiró hondo y después volvió a mirar al intercomunicador antes de hacerle una señal con la mano a Cousins. El sonido volvió a conectarse y la sonrisa de Warnecke había desaparecido.
—¿No le había mencionado que puedo hacer detonar cualquiera de las cargas de forma independiente? —ronroneó—. ¡Oh, vaya, qué descuido por mi parte! Y ahí estaba usted, pensando que lo que le proponía era todo o nada. Claro que tampoco sabe cuántas cargas hay, ¿verdad que no? Me pregunto cuántos pueblos más puedo borrar de la faz del planeta, solo para regatear, ya me entiende, antes de hacer estallar la gran bomba.
—Impresionante —se oyó decir Honor—. ¿Y qué clase de negociaciones tenía usted en mente?
—Creí que era muy sencillo, capitana. Mis amigos y yo nos subimos a bordo de nuestra nave de reparaciones y nos vamos. Sus naves se quedan en la órbita alrededor de Sidemore hasta que mí nave alcance el hiperlímite y luego ustedes bajan y se llevan a la chusma que les habré dejado por allí.
—¿Y qué garantías tengo de que no va a enviar la orden de detonación desde la nave, de todos modos?
—¿Pero por qué iba yo a querer hacer eso? —preguntó Warnecke con una sonrisa perezosa—. Con todo, es una idea, ¿no? Supongo que podría considerarlo la manera más adecuada de, bueno, castigarla por inutilizar las operaciones que tengo aquí…, pero eso sería muy vengativo por mi parte, ¿no?
—No creo que vayamos a correr ese riesgo —dijo Honor con tono rotundo— Si, y fíjese que digo «si» señor Warnecke, accediera a dejado marchar, necesitaría pruebas de que sería imposible que usted detonara esas cargas.
—Y en cuanto supiera que es imposible, me haría estallar en pedazos en pleno espacio. ¡Vamos, capitana! Esperaba algo mejor de usted. ¡¿Es obvio que tengo que mantener mi espada de Damocles hasta que esté a salvo y fuera de su alcance?!
—Espere. —Honor se frotó una ceja durante un momento y después dejó que los hombros se le hundieran un poco—. Usted ha dejado las cosas claras pero yo también. Usted puede matar a los habitantes de Sidemore y yo puedo matarlo a usted. La sola idea de dejarlo marchar me revuelve el estómago, pero… —Respiró hondo—. No hay necesidad de hacer nada irreversible en estos momentos. Usted no puede dejar el sistema sin mí permiso y yo no puedo desembarcar marines sin que usted lo vea y apriete el botón. Déjeme considerarlo durante un tiempo. Quizá se me ocurra alguna solución que podamos aceptar los dos.
—¿Tan pronto se rinde, capitana? —Warnecke la estudió con suspicacia—. Por alguna razón no me parece del todo sincera. No se le ocurriría intentar ningún truco sucio, ¿verdad?
—¿Por ejemplo? —preguntó Honor con tono sombrío—. No he dicho que fuera a dejarle ir. Todo lo que he dicho es que no tiene sentido que actuemos de forma precipitada. En este momento estamos los dos en posición de estropearle la jugada al otro, señor Warnecke. Dejémoslo así mientras me planteo mis opciones, ¿de acuerdo?
—Bueno, desde luego, capitana. Siempre estoy dispuesto a complacer a una dama. Aquí estaré cuando decida ponerse en contacto de nuevo. Que pase un buen día.
La imagen desapareció y Honor Harrington sintió que se le curvaba la boca con un gruñido de odio cuando se apagó la luz roja de la cámara.