25
El murmullo de las cartas al barajarse flotó en el camarote cuando los gruesos dedos de Randy Steilman manipularon la baraja. Se había cambiado el uniforme de trabajo por unos pantalones cortos y una camiseta, y el denso vello que le cubría los musculosos brazos parecía un pelaje oscuro bajo las luces del camarote. Le ofreció la baraja a Ed Illyushin para que la cortara, pero el técnico medioambiental (con rango de primera clase, lo que lo convertía en la persona de mayo rango del compartimento) se limitó a darle un golpe seco con un nudillo, rehusando cortar; las monedas cayeron sobre la mesa cuando los jugadores apoquinaron para la siguiente mano.
—Descubierto de siete cartas —anunció Randy y la baraja susurró cuando repartió la cartas boca abajo y luego levantó la primera—. El rey de diamantes, no está mal —comentó—. ¿Qué vas a hacer, Jackson?
—Hm. —Jackson Coulter se rascó la mandíbula y luego tiró una moneda de cinco dólares en la mesa.
—¡Dios, qué derrochador! —La carcajada de Steilman le resonó en el vientre y después miró a Elizabeth Showforth—. ¿Y tú qué, pastelito?
—¿Qué tal si te doy una patada en el culo? —Showforth tenía delante una jota de picas y ella también lanzó otros cinco en la mesa. Illyushin, con el diez de diamantes, igualó la apuesta y Steilman sacudió la cabeza.
—Mierda, menuda panda de nenazas. —Él tenía delante un ocho de tréboles y lanzó diez dólares sin ni siquiera comprobar su mano, después miró a Al Stennis, el quinto y último jugador. Stennis tenía un humilde dos de corazones y miró con el ceño fruncido a Steilman.
—¿Por qué tienes que apostar tan alto, Randy? —le preguntó con tono quejumbroso, pero igualó la puesta del repartidor. Steilman miró a los otros tres con expresión desafiante y, uno por uno, cada uno de ellos fue tirando otros cinco dólares al fondo.
—¡Así me gusta! —los animó Steilman con otra carcajada. Repartió la siguiente carta y ladeó una ceja cuando la reina de corazones aterrizó delante de Coulter—. ¡Eso tiene buena pinta, Jackson! Veamos, una posible escalera real para Jackson, no mucho para el pastelito, una posible escalera para Ed, una mierda pinchada en un palo para Al, y… —dejó caer el nueve de tréboles en su mano y lanzó una sonrisa radiante—. ¡Vaya, vaya! —lanzó una risa satisfecha—. ¡Posible escalera de color para el repartidor!
Lanzó otros diez dólares y los demás gimieron. Pero de todos modos siguieron su ejemplo y Steilman empezó a repartir otra vez.
Las partidas de póquer del Compartimento 256 eran la segunda ocupación más seria de sus habitantes, un punto que a muchos de sus compañeros de tripulación, que especulaban con procacidad sobre quién le hacía qué a quién, les costaría bastante creer.
Por tradición, la asignación de camarotes a bordo de una nave de la reina estaba sometida a ajustes por consentimiento mutuo. Las asignaciones iniciales se hacían a medida que el personal subía a bordo, pero siempre que se mantuviera informados a los oficiales de división, los miembros de la Armada eran libres de intercambiar los camarotes, respetando la separación entre reclutas, suboficiales y oficiales. La Armada había llegado a aquel acuerdo mucho tiempo atrás, aunque los marines seguían siendo un cuerpo mucho más formal y requerían la aprobación de un oficial para hacer cambios.
La Armada también había llegado a la conclusión de que intentar imponer el celibato entre sus tripulaciones mixtas no solo era una mala idea, sino que también estaba condenada al fracaso, así que DepPers había adoptado una política bastante más práctica más de quinientos años-T antes. Las únicas relaciones que estaban absolutamente prohibidas eran las que cubrían el Artículo 119: aquellas entre oficiales o suboficiales y cualquiera de sus subordinados. Aparte de eso, el personal era libre de organizarse como quisiera y todo el personal femenino recibía unos implantes anticonceptivos de cinco años que se podían desactivar mediante una solicitud. En tiempos de paz, esas solicitudes se concedían de forma automática; en tiempos de guerra, se concedían solo si había personal disponible para sustituir a la mujer que realizaba la solicitud. Además, la mujer que decidía quedarse embarazada era relevada de inmediato de su destino en una nave y enviada a una de las estaciones espaciales o a una base terrestre, donde podían sustituirla con rapidez y transferirla a un destino donde no corriera peligro de radiaciones si se quedaba embarazada. No era justo (la procreación de la mujer era más limitada, aunque las mujeres también podían utilizar la decisión de tener hijos para evitar un destino en una nave estelar), pero la biología tampoco era justa y la práctica de tener niños probeta le restaba bastante fuerza a la injusticia. De hecho, DepPers proporcionaba gratis la posibilidad de conservar el esperma y los óvulos de su personal, y cubría el setenta y cinco por ciento del coste de tener descendencia probeta en un esfuerzo por igualar todavía más las posibilidades. A pesar de algunas quejas periódicas, la política se entendía (y por lo general se aceptaba) como el mejor compromiso que podía ofrecer una institución militar.
Una política que también significaba que un capitán inteligente y su primer oficial por lo general no metían las narices en quién se estaba acostando con quién siempre que nadie violara el Artículo 119. No era, sin embargo, muy habitual que un solo miembro de un sexo durmiera con cuatro miembros del sexo opuesto, que era justamente lo que hacía Elizabeth Showforth. Una decisión que era mucho más singular dado que los intereses sexuales de Showforth no incluían a los hombres… claro que no compartía camarote con Steilman, Coulter, Illyushin v Stennis por esa forma concreta de relación social. Por otro lado, la tradición de no interferir en esos temas le proporcionaba una tapadera muy útil para ocultar Ja razón que la había llevado a dormir allí.
—Coño, tío, ojalá frenaras un poco, Randy —gruñó Stennis cuando Steilman repartió.
—¿Qué pasa, mucho bote pa ti?
—No estaba hablando del póquer —dijo Stennis en voz mucho más baja y los ojos se alzaron de las cartas para encontrarse con otros ojos alrededor de la mesa
—¿Entonces de qué cojones estabas hablando, Al? —preguntó Steilman con tono inquietante.
Stennis tragó saliva, pero no apartó los ojos.
—Ya sabes de qué estoy hablando. —Fue entonces cuando apartó la vista y barrió con la mirada a los demás en una muda súplica de apoyo—. Sé que Lewis te cabreó, pero nos vas a joder a todos el asunto si sigues con tanta mierda.
Randy Steilman dejó la baraja en la mesa y apartó la silla unos centímetros antes de darse la vuelta para mirar a Stennis de frente con una expresión desagradable en los ojos.
—Escucha, pequeño cabrón —dijo sin alzar la voz—. Ese «asunto» del que hablas fue idea mía. Fui yo el que lo montó y soy yo el que va a decir cuándo lo hacemos. Y lo que yo haga entretanto no es ningún puto asunto tuyo, ¿estamos?
El repentino silencio que se hizo en el compartimento era profundo, el sudor salpicaba la frente de Stennis. Miró con aire nervioso la escotilla cerrada antes de inclinarse un poco más hacia Steilman y escogió sus palabras con mucho cuidado, pero había un matiz obstinado en su tono.
—Y yo no intento decir otra cosa. Se te ocurrió a ti y lo montaste tú, y en lo que a mí se refiere, eres tú el que está al mando. ¡Pero por Dios, Randy! Si no dejas de ir a por Wanderman o de buscar pelea con suboficiales, vas a terminar metiéndonos a todos en el trullo. ¿Y qué pasa luego con todo el asunto? Lo único que digo es que estamos todos metidos en esto y si alguien averigua lo que estamos planeando, nos van a encerrar durante mucho, mucho tiempo. Si tenemos suerte.
La boca de Steilman se crispó y le ardieron los ojos, pero percibió que había cierto acuerdo entre los demás. Se podía decir que todos le tenían miedo (una situación que le proporcionaba un placer considerable), pero los necesitaba a todos y cada uno para que su plan funcionase. Y admitió que si alguno se asustaba lo suficiente, el tipo (o la tipa) podría delatarlos a todos los demás para conseguir un poco de clemencia del tribunal militar.
Pero eso no significaba que fuese a tolerar que nadie le dijera lo que podía o no podía hacer, y ese gilipollas enano de Wanderman y su amiguita iban a recibir lo que se estaban buscando. Randy Steilman estaba acostumbrado a los expedientes disciplinarios y a que lo degradaran. Tampoco era la primera vez que pasaba un tiempo en el calabozo, y, por lo general, lo aceptaba como parte de su estilo de vida.
Pero a él nadie le plantaba cara y se iba de rositas. Esa era la única regla inflexible de su vida, el pilar de su existencia. Era un hombre que se crecía con su propia brutalidad y el miedo que provocaba que provocaba en otros. Era ese miedo lo que le daba aquella sensación de poder y sin él se veía obligado a verse como era en realidad. No era algo que hubiera razonado jamás, pero eso no lo hacía menos cierto y del mismo modo que no podía volar sin un arnés antigravitatorio tampoco podía permitir que Wanderman y Lewis no le tuvieran miedo.
Una parte de él sabía que había llevado las cosas demasiado lejos con el asunto del Propulsor Uno. Había aprendido años antes (cortesía de la paliza que la entonces suboficial mayor MacBride le había dado una noche) que había límites, incluso para él. Pero el caso era que se aburría y la eficiencia que Maxwell había estado consiguiendo con su equipo lo había irritado, por no hablar ya de que lo había hecho trabajar más duro. Además, se había enterado de que Lewis estaba presionando a Wanderman… y aparte de cualquier otra consecuencia que hubiera producido el incidente, sabía que le debía una muy especial a aquella zorra por la bronca que la noble y poderosa lady Harrington le había echado.
En algún lugar de lo más profundo de su alma, Steilman sintió un escalofrío de miedo al recordar la voz gélida de la capitana y sus ojos, más fríos todavía. No le había gritado, no había despotricado como algunos oficiales a los que Randy había cabreado a lo largo de los años. Ni siquiera lo había maldecido. Se había limitado a mirarlo con un odio frío y desdeñoso y su lengua había sido un instrumento de precisión cuando lo desolló con su desdén. El escalofrío de miedo creció y el técnico se apresuró a contenerlo e intentar negar su existencia, pero allí estaba, y lo odiaba. La única otra persona que le había metido el miedo en el cuerpo era Sally MacBride, que había sido un factor en la decisión que lo había empujado al fin a dar el paso; había pasado de pensar en el plan a ponerlo en marcha. Quería alejarse tanto de ella como fuese posible y ya sabía que MacBride tenía razón. Harrington era más peligrosa que cualquier contramaestre. Había un límite a la mierda que pensaba tolerar y Steilman estaba inquietantemente seguro de que si llegaba a cierta altura, aquella mujer quizá decidiera olvidarse de procedimientos y pruebas. Y si lo hacía, Randy quería estar incluso más lejos de ella que de MacBride cuando se hicieran sentir las consecuencias.
Pero Randy Steilman también estaba convencido de que podía salir impune de lo que le diese la gana. Quizá no debería estarlo, dado el número de veces que lo habían degradado o metido en el calabozo, pero lo estaba. Y en realidad, la razón era bastante sencilla. Ninguno de los castigos que había recibido se había acercado jamás, ni por lo más remoto, a lo que a él le gustaba hacerles a otros, así que una parte elemental de sí mismo suponía que nunca lo harían. No era una suposición intelectual. Era algo más profundo que eso, algo que nunca se cuestionaba porque nunca se consideraba siquiera y eso era lo que lo hacía tan peligroso. Todavía no había matado a nadie, pero estaba convencido de que podía hacerlo…, y esta vez pretendía hacerlo.
De hecho, lo estaba deseando. Sería la prueba definitiva de su poder y sería también su discurso de despedida, su último «regalo» para una Armada a la que había llegado a odiar. Solo llevaba cuatro años de alistamiento en esa ocasión y jamás se habría reenganchado si hubiera pensado que iba a estallar una guerra dé verdad. En realidad, tampoco estaba muy seguro de por qué había vuelto a alistarse, salvo que era la única vida que conocía; tampoco se había parado a preguntarse por qué la Armada le había permitido siquiera regresar. Su historial disciplinario había empeorado, no mejorado, durante los diez años precedentes y en condiciones normales la Armada habría declinado sus servicios con presteza Pero Steilman no pensaba en cosas como esa así que nunca se le había ocurrido que la única razón que le había permitido colarse era que, al contrarío que él, la Armada sí que había sabido que se aproximaba una guerra y había bajado mucho los estándares en lo que al personal con experiencia se refería, porque sabía lo mucho que los iba a necesitar muy pronto.
Lo que sí se le había ocurrido a Steilman fue que quizá terminara muerto. Las listas de bajas de la RAM eran mucho más cortas que las de los repos, pero iban aumentando poco a poco y Randy Steilman no veía razón para que le metieran un disparo en el culo por reina y reino.
En vista de todo lo cual, la decisión de desertar no había planteado dificultades, pero había un gran inconveniente. La pena por deserción en tiempos de paz no bajaba de los treinta años en la cárcel; en tiempos de guerra era el pelotón de fusilamiento, y no le apetecía demasiado enfrentarse a eso tampoco. Y lo que era peor, las pautas de despliegue en tiempos de guerra hacían que saltar de la nave fuese más difícil. Steilman no era la clase de tipos que un capitán querría a bordo de un destructor o de un crucero ligero, donde la tripulación era más pequeña, lo que significaba que todos y cada uno de sus miembros tenía que cumplir con su trabajo, pero a las naves más pesadas también las habían sacado de las rutas que harían en tiempos de paz y las habían concentrado en flotas y fuerzas especiales. Solo se podía prescindir de los combatientes ligeros para que sirvieran de escoltas de convoyes o para que realizaran operaciones antipiratería, lo que significaba que eran los únicos que tenían posibilidades de tocar puertos extranjeros donde un hombre podría llegar a desaparecer entre la población local.
Hasta ese momento. Se había quedado horrorizado al enterarse de que lo habían destinado a la nave de Honor Harrington. El resto de sus estúpidos compañeros quizá besaran la cubierta que pisaba «la Salamandra» y parlotearan sobre lo gran comandante de combate que era. A Randy Steilman lo único que le importaba era la lista de bajas que había reunido a lo largo de los años, empezando por la de la estación de Basilisco. Los demás podían decir todo lo que quisieran, afirmar que nadie podría haberlo hecho mejor y que la lista de bajas podría haber sido mucho peor sin ella. Podían incluso señalar el dinero que había amasado su tripulación (o sus herederos) con la parte de las presas que les correspondían. A Steilman le gustaba el dinero incluso más que a la mayoría, pero un muerto no podía gastarlo y el hecho de enterarse de que MacBride era la contramaestre del Viajero solo había empeorado una situación ya de por sí mala… hasta que se había enterado de dónde iban a desplegar el Grupo Especial 1037.
De todos los lugares de la galaxia, Silesia era el mejor para un hombre que quería desaparecer. Sobre todo para un cosmonauta cualificado carente de cualquier cosa que se pareciera a un escrúpulo. Randy Steilman estaba en el bando equivocado de la guerra contra los piratas y estaba deseando unirse al bando al que pertenecía; antes o después, el Viajero tendría que tocar un puerto silesiano.
Steilman había hecho sus planes con todo cuidado para ese momento. Había mantenido los ojos y los oídos bien abiertos para reunir toda la información posible sobre las naves de Harrington y sus pautas operativas. Sabía mucho más sobre sus puntos fuertes y débiles de lo que ni siquiera sospechaban los tipos que rodeaban aquella mesa. También había hecho copias piratas de tantos manuales técnicos como había podido, algo que iba estrictamente contra las reglas, pero no tan difícil para alguien con su preparación, y el hecho de tener a Showforth en mantenimiento informático no había dejado de ayudar. Se preguntó cuánto le pagaría un agregado naval repo por parte de ese material. Tenía los chips en su taquilla y llevárselos a tierra cuando llegara el momento no debería plantear ningún problema. O por lo menos no si lo comparaba con el problema de bajar él a tierra.
Pero eso también lo había solucionado y ahí era donde entraban Stennis e Illyushin. Estaban en Medioambiente, y en Medioambiente eran los responsables de mantener las cápsulas salvavidas del Viajero. El número de personas que podían esperar salir con vida de una nave perdida por daños en combate era bajo, pero casi siempre sobrevivía alguien (a menos que la nave condenada estallara en mil pedazos, por supuesto) y las naves podían perderse por otras causas. Para eso eran las cápsulas. En el espacio profundo eran poco más que burbujas de soporte vital con traspondedores que ambos bandos estaban obligados a recoger después de cualquier combate, pero también estaban diseñadas para poder realizar una entrada independiente en la atmósfera si resultaba que había un planeta habitado a mano cuando llegara el desastre.
Siguiendo las instrucciones de Steilman, Showforth había construido y Stennis e Illyushin habían instalado una cajita muy discreta en los circuitos que monitorizaban la cápsula 184. Cuando llegara el momento, se conectaría la caja y esta seguiría informando que la cápsula con capacidad para diez personas estaba justo donde se suponía que debía estar, con todos los sistemas listos, cuando, de hecho, iba a estar en un sitio completamente diferente. El truco estaba en crear unas condiciones que produjeran la suficiente confusión como para mantener a todo el mundo demasiado preocupado y que no notaran cualquier rastro saliente en el radar, y Steilman también había encontrado la solución a eso. Coulter y él ya habían construido la bomba para el Propulsor Uno. No era un trasto enorme, pero bastaría para inutilizar por completo dos de los generadores de nodos alfa. La energía liberada cuando volaran los capacitadores del generador provocaría más estragos todavía tanto en la nave, como en cualquiera con la poca fortuna de encontrarse en Propulsor Uno en ese momento; y entre la consiguiente confusión y pánico, cinco personas que por casualidad estarían todas fuera de servicio, descenderían sin ruido a la cápsula 184 y pondrían rumbo a pastos más verdes.
A Steilman le había llevado semanas identificar a las personas que necesitaba para hacer que todo funcionara y el número era más alto de lo que hubiera preferido. Después de todo, cuantas más personas hubiera implicadas, más probabilidades había de que algo saliera mal. Y tampoco había tenido tiempo de tenerlo todo listo para poner su plan en marcha en Walther. Pero ya estaba listo Todo lo que necesitaban era entrar en órbita alrededor del planeta adecuado y serían todos libres (Schiller no serviría, sus colonos originales procedían todos del continente africano de la Antigua Tierra y ellos cinco destacarían como un grano cuando Harrington les exigiera a las autoridades locales que los ayudaran a rastrearlos).
Pero antes de irse iba a ajustar las cuentas con Wanderman y Lewis. No solo sería un regalo de despedida para la Armada, sino también para aquella zorra santurrona de MacBride. ¡Sí, y para la capitana Honor Harrington, maldita fuera!
—Está bien —dijo al fin—, estoy dispuesto a cortarme un poco durante un tiempo. Que la Veja Zorra crea que me ha metido el miedo en el cuerpo, coño, ¡a mí qué más me da! Pero que a ninguno se le ocurra decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. —Vio el miedo en los ojos de todos y la fealdad de lo más hondo de su alma se bañó en ese reflejo—. Pienso encargarme de Lewis y voy a matar a ese mamón de Wanderman con mis propias manos y no me lo va a impedir nadie, y mucho menos vosotros. —Enseñó los dientes y clavó un rollizo puño en la mesa para recalcarlo—. Y no quiero oír ni una mierda más sobre el tema, y si decido que necesito a alguno de vosotros para que me ayude, entonces por Dios será mejor que creáis que me vais a prestar esa ayuda. Porque si no lo hacéis, va a haber menos gente en esa cápsula cuando aterrice, ¿me oís?
Stennis tragó saliva y bajó los ojos. Después asintió con una sacudida de la cabeza, el miedo irradiaba de su cuerpo en oleadas casi visibles. Steilman dejó que sus ojos barrieran a todos los demás y, uno por uno, todos asintieron. Todos salvo Coulter, que se limitó a devolverle la mirada con una débil sonrisa fría de conformidad.
—Bien. —Una única palabra que cayó en el silencio de fondo como una piedra, y después Randy Steilman cogió la baraja y empezó a repartir una vez más.