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Margaret Fuchien no era una mujer muy feliz mientras esperaba en la galería de la dársena de botes número dos del Artemisa a que atracara la lanzadera VIP. Por lo general, las personas que trabajaban a bordo del Artemisa se tomaban bastantes molestias para evitar que Fuchien no fuera feliz; después de todo, en los puños lucía cuatro bandas doradas y tenía esa actitud dura y sensata que se podía esperar de la patrona de uno de los mejores cruceros de pasajeros del Reino Estelar. Se había ganado cada uno de los ascensos que le habían dado y estaba acostumbrada a hacer las cosas a su manera. Era un privilegio que se había ganado junto con el rango. Pero el hombre y la mujer que viajaban a bordo de aquella lanzadera no eran dos pasajeros más, eran los que firmaban, o por lo menos autorizaban, sus nóminas. Y lo que era peor, eran los dueños de su nave.
No estaba en absoluto contenta de verlos, llevaba más de cinco años haciendo el trayecto de Silesia y no necesitaba que ningún asesor del Almirantazgo le dijera que la situación en la Confederación se estaba yendo al infierno de forma lenta pero segura. Y sobre todo, no le hacía ninguna falta tener que hacerse responsable de aquellos dos miembros del clan Hauptman en esos momentos… aunque no era que lo que ella necesitara tuviera demasiada importancia para sus jefes.
El tubo de amarre cumplió el ciclo y Margaret se pegó una sonrisa a la cara cuando Klaus Hauptman bajó por él. El Artemisa era una nave de pasajeros y, al contrario que una nave de guerra o un mercante, sus descomunales tubos de atraque generaban su propia gravedad interna para que el almuerzo de los terrícolas permaneciera en su sitio, así que el magnate cruzó sin dificultad el interfaz y penetró en la gravedad de la nave. Se detuvo allí y esperó a que su hija se reuniera con él, después cruzó el espacio que lo separaba de Fuchien.
—Capitana —le tendió la mano y Fuchien se la estrechó.
—Señor Hauptman, señorita Hauptman. Bienvenidos a bordo del Artemisa —lo dijo sin que ni siquiera le rechinaran los dientes.
—Gracias —respondió el magnate y esperó a que saliera la otra mujer del tubo. Fuchien y Ludmilla Adams se habían conocido en uno de los viajes anteriores del trillonario e intercambiaron asentimientos y breves sonrisas. El rostro de Adams estaba demasiado bien entrenado como para mostrar nada que su dueña no quisiera mostrar, pero a Fuchien le consoló de algún modo la expresión que había en los ojos de la otra mujer. Era obvio que a Adams aquel viaje le hacía tan poca gracia como a la capitana.
—He hecho que le preparen la suite del propietario para usted y la señorita Hauptman, señor —dijo Fuchien—. Al menos tenemos sitio de sobra a bordo.
Hauptman le lanzó una breve y tensa sonrisa al oír aquella advertencia indirecta. Las objeciones de la capitana habían sido más explícitas cuando le había informado en un principio de sus planes y a pesar de las órdenes igual de explícitas del magnate de poner fin a esa discusión, la capitana no iba a rendirse sin intentarlo por última vez. Y tampoco era que no le faltara razón, admitió Hauptman. El número de pasajeros que viajaban a Silesia había caído de forma radical en los últimos cinco o seis meses, hasta el punto que el Artemisa o el Atenea apenas estaban cubriendo gastos. Claro que nunca había sido barato mantener en funcionamiento aquellas naves, dadas sus enormes tripulaciones y el armamento que llevaban. Con casi un millón de toneladas, el Artemisa no era mucho más grande que la mayor parte de los cruceros de batalla, pero llevaba el triple de tripulación que un carguero de varios millones de toneladas, como el Buenaventura, donde la mayor parte estaba compuesta por antiguo personal de la Armada que se ocupaba de sus sistemas armamentísticos. Tenía que viajar casi al completo para conseguir beneficios, cosa que por lo general no representaba ningún problema, dada la seguridad que le proporcionaban su velocidad y esos mismos sistemas armamentísticos. Pero la situación había empeorado de tal modo que hasta el Artemisa carecía de suficientes reservas de billetes y la referencia de la capitana a la situación era lo más cerca que iba a estar de sugerirle a su jefe, otra vez, que se quedara en casa de una puñetera vez, que allí estaba a salvo.
No era que él tuviera intención alguna de hacerlo… y tampoco Stacey se había mostrado muy inclinada a escuchar los argumentos de su padre para que no fuera. El magnate suspiró, sacudió la cabeza mentalmente y se preguntó si la capitana Fuchien tenía alguna idea de lo bien que la comprendía.
—Bueno —dijo—, al menos eso significa que el comedor de primera clase no estará muy concurrido.
—Sí, señor —respondió Fuchien y señaló los ascensores con un gesto—. Si tienen la bondad de seguirme, les acompañaré a su alojamiento antes de regresar al puente.
* * *
—No está hablando en serio —dijo sir Thomas Caparelli.
—Me temo que sí —respondió Patricia Givens—. Acabo de saberlo esta mañana.
—¡Jesús! —Caparelli se pasó las dos manos por el pelo con un gesto agobiado que habría permitido ver a muy pocas personas. La última información de la OIN sobre las pérdidas en Silesia habían llegado solo dos días antes y esas pérdidas eran bastante más altas que al despacharse el Grupo Especial 1037. Lo último que le faltaba al primer lord del espacio era que el hombre más rico del Reino Estelar y su única hija se metieran a lo loco en medio de semejante desastre.
—No hay forma de detenerlos —dijo Givens en voz baja, como si le hubiera leído el pensamiento. Cosa que, reflexionó el lord, tampoco era tan difícil—. Si unos ciudadanos privados quieren atravesar lo que a todos los efectos es una zona de guerra, allá ellos. A menos, por supuesto, que queramos dar orden de retener al Artemisa.
—No podemos —suspiró Caparelli—. Si empezamos a retener naves de pasajeros, la gente va a empezar a preguntar por qué no retenemos cargueros también. O, lo que es peor, los cargueros van a empezar a retenerse solos. Y tampoco podemos admitir que solo estamos preocupados por dos de los pasajeros, ¿no?
—No, señor.
—Maldita sea. —Caparelli se quedó mirando el secante durante un buen rato, después introdujo un código en su terminal. Menos de un minuto después, se iluminó su pantalla con el rostro de un teniente de la RAM.
—Central de Mando de Sistemas, teniente Vale.
—Almirante Caparelli. Teniente —gruñó el primer lord del espacio—, póngame con el capitán Helpern, por favor.
—Sí, señor. —El teniente se desvaneció y lo sustituyó un hombre con cuatro galones, fornido y corpulento—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó con cortesía.
—La Artemisa sale rumbo a Silesia dentro de once horas —dijo Caparelli, yendo directamente al grano—, y Klaus y Stacey Hauptman van a bordo. —Helpern abrió mucho los ojos y Caparelli asintió con gesto lúgubre—. Exacto. No podemos impedírselo, pero no hará falta que le diga hasta dónde nos llegará la mierda si les pasa algo. —Helpern sacudió la cabeza y Caparelli suspiró—. Dado que no podemos detenerlos, será mejor que enviemos un guardaespaldas. ¿Puede prescindir de un destructor o de un crucero ligero?
—Un momento, señor. —Helpern bajó la cabeza y Caparelli lo oyó introducir una consulta en su terminal de datos. Pasaron unos treinta segundos y los ojos de Helpern se encontraron con los del primer lord espacial una vez más.
»No tengo ningún crucero disponible en ese marco de tiempo, señor. Pero si puede retenerlos otras catorce horas más o menos, podría poner en servicio al Amaterasu.
—Hm. —Caparelli se frotó la mandíbula y después sacudió la cabeza—. No. Necesitamos que esto parezca algo casual. Si montamos un pollo con esto, la gente va a preguntar por qué de repente podemos ponerle una escolta especial a esta nave concreta y no a todas las demás, y si hay algo que no quiero hacer es explicar que algunos de los súbditos de su majestad son más importantes que otros.
—Comprendido, señor. Pero en ese caso, lo mejor que puedo hacer es darle un bote. El Ala de Halcón está en el Hefestos en estos momentos recogiendo suministros. Tiene que abandonar el amarradero dentro de trece horas para partir rumbo a Basilisco. Si le doy instrucciones al comandante Usher para que acelere las cosas, pueden salir dentro del marco de la partida programada del Artemisa.
—Hágalo —decidió Caparelli—. Y luego que algún miembro de su personal alguien con poco rango, se ponga en contacto con la capitana Fuchien. Que le informe de que el Ala de Halcón debe hacer un despliegue rutinario en Silesia y que resulta que está listo para partir. Que le pregunte si al Artemisa le gustaría contar con un poco de compañía.
—Sí, señor. Ahora mismo me encargo de todo.
El comandante Gene Usher, oficial al mando de la Ala de Halcón, maldijo por lo bajo cuando leyó el mensaje. El Ala de Halcón no era el destructor más nuevo de la RAM, pero era un destino de lo más satisfactorio para un comandante recién nombrado y Usher estaba orgulloso de él. No era que estuviera deseando «disfrutar» de un destino de seis meses en la estación Basilisco, aunque Basilisco ya no fuera el puesto de castigo que había sido en otros tiempos, pero ya se había hecho a la idea… y odiaba los cambios de órdenes de última hora.
Volvió a leer el despacho y maldijo un poco más alto. El Artemisa. Por lo menos hacer de niñera de una única nave era más fácil que pastorear a todo un convoy y los cruceros de pasajeros de la clase Atlas eran lo bastante rápidos como para hacer que el viaje fuera corto, gracias a Dios, pero Usher no era ningún novato. Sabía leer entre líneas y solo había una razón para que MandSis adjuntara una copia del manifiesto de pasajeros. Hubo dos nombres que prácticamente le saltaron a la cara desde la pantalla y el hecho de que un viejo cabrón vengativo como Klaus Hauptman tuviera la cara de pedir un destructor que se necesitaba con desesperación para vigilarle el pellejo a él era suficiente para poner de mala leche a cualquiera.
Suspiró, le devolvió la carpeta al oficial de comunicaciones y miró a su astronavegador.
—Cambio de órdenes, Jimmy. Nos vamos a Silesia.
—¿A Silesia, señor? —El teniente James Sargent frunció el ceño, sorprendido—. Patrón, ni siquiera tengo las últimas actualizaciones de envíos a Silesia y en mi cartografía solo está cargado Basilisco y la República.
—Entonces póngase en contacto con la Central del Hefestos. Descárguese las actualizaciones lo antes posible y luego llame a la Artemisa. Comunicaciones sabe dónde está. Hable con su astronavegadora y póngase de acuerdo con ellos. Nos vamos a hacer de niñeras.
—¿Hasta Silesia?
—Hasta donde leches se les ocurra ir, a menos que podamos encontrar a alguien en el sector al que entregársela —suspiró Usher—, pero eso no se lo diga a la astronavegadora. En lo que al Artemisa se refiere, resulta que nosotros también vamos hacia allí.
—Maravilloso —dijo Sargent con tono seco—. De acuerdo, patrón, ya estoy en ello.
Usher asintió y salvó el espacio que lo separaba de su sillón de mando. Se sentó y miró de mal humor el gráfico vacío durante un momento, mientras su cerebro iba descontando las cosas que tenía que hacer. Reescribir las órdenes de movimiento de una nave estelar en menos de doce horas nunca era fácil, pero dejaría que fuera MandSis el que le notificara al comandante de la estación de Basilisco su inminente no llegada. Él tenía sus propios problemas, por ejemplo acelerar la carga de los suministros de la nave. Asintió para sí y apretó el botón del intercomunicador interno.
—Póngame con el contramaestre… —dijo.
—… Así que si quiere un poco de compañía, para el Ala de Halcón será un placer acompañarlos hasta Sachsen.
—Vaya, gracias, teniente —le dijo la capitana Fuchien al rostro que aparecía en su pantalla de comunicaciones. Intentó con todas sus fuerzas ocultar una sonrisa que sabía que pondría furioso al teniente, pero no era nada fácil. La idea de tener que cargar con Hauptman hasta Silesia seguía sin atraerla en absoluto, pero que los acompañase un destructor no podía hacerles ningún daño. Y ella sabía lo escasa de recursos que estaba la Armada… lo que también significaba que sabía cuáles de sus pasajeros habían provocado tan «casual» generosidad.
—Claro que —añadió el teniente—, deberá dejarse guiar por el comandante Usher si ocurriera algo por el camino.
—Naturalmente —asintió Fuchien. Era justo, después de todo. La Armada quizá no quisiera llamarlo convoy de una sola nave, pero es que no era otra cosa. La velocidad que alcanzaba el Artemisa significaba que Fuchien no estaba acostumbrada a navegar con escolta. De hecho, por lo general, la capitana tendía a tomarse la sugerencia de que su nave pudiera requerir una escolta como una especie de insulto, pero por una vez podría soportarlo.
—Muy bien entonces, capitana. Estoy seguro de que el comandante Usher se pondrá en contacto con usted en breve.
—Gracias de nuevo, teniente. Se lo agradecemos —dijo Fuchien con toda sinceridad, después se recostó en su sillón de mando y le dedicó una amplia sonrisa a la pantalla vacía.