23
Aubrey pocas veces se había sentido tan fuera de lugar. Su mirada revoloteó por el gimnasio de los marines y tragó saliva con fuerza cuando vio a aquellos hombres y mujeres duros y sanos lanzándose unos a otros al suelo con una eficacia aleccionadora. No era como los cursos básicos de combate sin armas que la Armada les daba a sus reclutas. Eso era casi una forma estilizada de ejercicio, no la base para hacer auténticos estragos, se suponía que los tipos de la Armada no se iban a rebajar a meterse en un combate tan pedestre. Ellos se lanzaban cabezas nucleares con un alcance de megatoneladas y haces de luz coherente o radiaciones gamma y, al igual que la mayor parte de sus compañeros, Aubrey había considerado que aquella rudimentaria instrucción en el combate cuerpo a cuerpo no era más que una concesión a la tradición militar.
Los marines eran diferentes. Se esperaba de ellos que se metieran en el barro y la sangre, y se tomaban muy en serio la tarea de aprender a destrozar a otros seres humanos solo con las manos. Eran todos voluntarios y al igual que la mayor parte de los militares procedentes de sociedades con tratamientos de prolongación, el período por el que se habían alistado era largo (el mínimo eran diez años-T), con lo que tenían tiempo de sobra para estudiar el oficio que habían elegido. La mayor parte estaban trabajando el cuerpo a cuerpo con equipo protector muy ligero, y Aubrey hizo una mueca al oír el sonido seco, sólido y brusco con el que aterrizaban algunos de los golpes y patadas, mientras observaba el trabajo de la mayor Hibson.
La mayor era una cosa pequeñita, abultaba menos de la mitad que su oponente, pero estaba hecha para la velocidad y a pesar de su pequeño tamaño, parecían haberla montado con partes sobrantes de una armadura de batalla. Su contrincante no era ningún principiante, tenía una ventaja formidable en tamaño y alcance, y era obvio que los dos conocían todos los movimientos de ataque y contraataque. Esos movimientos estaban tan arraigados, les salían de un modo tan automático que, a simple vista, la mayor y él podrían estar tomando parte en alguna elaborada coreografía, no intentando arrancarse la cabeza el uno al otro. Pero iban muy en serio, y a pesar de ser la más pequeña de los dos, era Hibson la que marcaba el ritmo. Recorría el perímetro entero, esquivando y fintando con una rapidez cegadora. Hasta Aubrey comprendía lo que estaba intentando hacer y estaba seguro de que su oponente también, y sin embargo tenía que responder. La mayor estaba sufriendo un buen castigo, su compañero había conseguido colocarle varios golpes fuertes, pero la mujer parecía aceptarlos como el precio que había que pagar y, de algún modo, siempre conseguía alejarse de los mejores ataques. Los bloqueaba o los aprovechaba para robarles la fuerza, o se limitaba a absorberlos y seguir atacando con una ferocidad que Aubrey encontraba un tanto escalofriante; al final, uno de los duros golpes rápidos de su oponente se excedió apenas unos centímetros.
Hibson pareció ladearse y eludió el golpe en la cabeza y después se acercó, no se alejó. De repente, se encontraba al alcance de su oponente y la zapatilla de deportes almohadillada de la mayor se levantó como un rayo y ejecutó una patada imposible hacia atrás que conectó con la mandíbula del hombre cuando Hibson giró para darle la espalda. El hombre se tambaleó y las manos de Hibson bajaron disparadas, seguía equilibrada sobre la puntera de un solo pie. La mujer cogió el tobillo de su compañero y dio un tirón seco hacia arriba, y al tiempo que el hombre caía, ella se dejó caer también hacía atrás y aterrizó justo encima de él, que intentó envolverla en un abrazo de oso, pero estaba demasiado atontado y le faltó una fracción de segundo para reaccionar a tiempo. Hibson le clavó un martinete con el codo en el plexo solar, se retorció como un pez recién pescado y terminó arrodillada en el pecho de él antes de bajar la mano derecha en un destello dispuesto a lanzar un golpe mortal que se detuvo justo antes de estrellarse contra la laringe expuesta del hombre.
Aubrey sacudió la cabeza. ¡Era una locura! Esa gente se pasaba años entrenándose, pero él era un técnico electrónico, no un marine. Suponía que debía de ser alentador ver que alguien del tamaño de Hibson derribaba a un oponente tan grande, pero también había visto lo mucho que le había costado a la mayor… y sabía reconocer el grado de habilidad que había requerido. Él no tenía capacidad suficiente para hacer eso, y pensar que podría adquirirla antes de la próxima vez que Steilman intentara aplastarle la cabeza era ridículo. Debería darse la vuelta y…
—Siento llegar tarde, chaval. —A Aubrey casi se le sale el corazón por la boca cuando una mano rolliza le dio una palmada en el hombro. Giró con un grito ahogado y se encontró a Horace Harkness sonriéndole—. Parece que eso no se mueve nada mal, Wanderman. La curación rápida debe de haber hecho efecto en esas costillas, ¿eh?
—Eh, sí, suboficial mayor —murmuró Aubrey.
—¡Bien! Ven conmigo, chaval.
Aubrey se planteó decirle a Harkness que había cambiado de opinión, pero no consiguió decir nada; le sorprendía un poco lo importante que le parecía conservar el respeto del suboficial mayor. El orgullo, pensó. ¿A cuántas personas a lo largo de los años les habían dado una paliza de muerte por culpa de un orgullo mal entendido?
Se interrumpió cuando Harkness le señaló con un gesto un gigante con un chándal desvaído. Aquel hombre de pelo negro y ojos oscuros medía por lo menos dos metros y las espesas cejas parecían encontrarse en el puente de la nariz. Tenía el rostro oscuro y curtido, unos hombros absurdamente anchos y las manos peludas parecían asas de carga, pero se movía con una especie de elegancia perezosa que parecía fuera de lugar en un hombre tan grande.
—Harkness. —Al igual que la contramaestre, el gigante tenía un nítido acento de Gryphon y su voz era incluso más profunda que la del suboficial mayor. Era también suave, casi dulce, como si su dueño casi nunca necesitara levantarla, Harkness lo saludó con un gesto de la cabeza.
—Artillero, este es Wanderman. Tiene un pequeño problema.
—Eso he oído. —El hombre moreno estudió a Aubrey con aire pensativo y el joven sintió que erguía los hombros cuando comprendió quién era el otro. Los Marines Reales Manticorianos ya no utilizaban el rango de sargento de artillería, pero todavía se referían al suboficial mayor a bordo de cualquier nave de la Reina con el antiguo título de «artillero» y eso significaba que ese gigante era el sargento mayor de batallón Lewis Hallowell; de hecho, el equivalente de la contramaestre entre los marines.
—Ah, tranquilo, Wanderman —bramó el sargento mayor. Aubrey parpadeó y Hallowell esbozó una gran sonrisa. Hizo que aquella cara oscura y curtida pareciera de repente la de un niño travieso y Aubrey sintió que se le crispaban los labios y luego se obligó a relajar la columna—. Mucho mejor —comentó Hallowell—. Estás entre amigos, aunque te presentara este miserable chupavacíos de mil años.
Aubrey volvió a parpadear, pero Harkness se limitó a devolverle la sonrisa al sargento mayor, que bufó antes de mirar otra vez a Aubrey. Señaló un montón de colchonetas de ejercicio, Aubrey se dejó caer con aire obediente y se sentó en ellas. Hallowell se plegó sin aparente esfuerzo sobre la cubierta y se sentó enfrente de él, con un puño en cada rodilla, antes de inclinarse hacia delante.
—Muy bien, Wanderman —dijo con más viveza—, la única pregunta que tengo para ti es hasta qué punto te tomas esto en serio. —Aubrey empezó a mirar a Harkness, pero Hallowell sacudió la cabeza con brusquedad—. No mires al subofidal mayor. Lo que quiero saber es si tú vas en serio.
—Yo… no estoy seguro de a qué se refiere, a-artillero —dijo Aubrey después de un momento.
—Pues no es tan difícil —dijo Hallowell con paciencia—. Aquí Harkness me ha informado de tu problema. Sé cómo son los tipos como Steilman y sé qué andas metido en un agujero muy profundo. Lo que quiero saber es si hablas en serio cuando dices que quieres salir del hoyo, porque hacerlo nos va a costar trabajo y no te lo voy a poner fácil. Te vas a pasar mucho tiempo sudando y mucho más tiempo todavía quejándote de los cardenales, y va a haber momentos en los que te preguntarás si Harkness y yo no somos unos enemigos peores que Steilman. Si nos vas a dejar tirados, quiero saberlo ahora y si me dices que no, será mejor que estés listo para respaldar esas palabras, chaval.
Aubrey tragó saliva. Se dio cuenta de que había llegado el momento de la verdad. Seguía muerto de miedo y más que convencido de que todo aquel proyecto era un ejercicio fútil, pero había llegado hasta allí. Y si le decía al artillero Hallowell que estaba preparado para aguantar lo que fuera, se pondría en juego el mismo orgullo que lo había hecho cruzar el gimnasio en pos de Harkness. Si lo intentaba y fracasaba, su ya bastante magullada autoestima sufriría un daño irreparable, y lo sabía. Pero al tiempo que esos pensamientos cruzaban como rayos por su mente, comprendió también otra cosa, quería hacerlo. Quería hacerlo de verdad, y una ira lenta, como la lava, comenzó a atravesar al fin su miedo como un incendio.
Cogió una profunda bocanada de aire y miró a Hallowell a los ojos, después asintió.
—Sí, artillero —dijo, y la firmeza de su voz lo sorprendió—. Hablo en serio.
—¡Bien! —Hallowell se inclinó hacia él y le dio una palmada en el hombro tan fuerte que el muchacho estuvo a punto de caer, después sonrió—. Va a haber momentos en los que te arrepientas de haber dicho eso, Wanderman, pero cuando este viejo y gastado chupavacíos y yo terminemos contigo, jamás tendrás que volver a preocuparte por los Steilmans del universo.
Aubrey le devolvió la sonrisa, nervioso pero con sentimiento, y Hallowell se puso más cómodo todavía en el suelo.
—Bueno, lo primero que tienes que entender —empezó— es que aquí Harkness y yo tenemos estilos diferentes. A mí me gusta la sutileza y la habilidad, a él le va la fuerza bruta y la mezquindad. —Harkness emitió un sonido indignado y Hallowell sonrió, pero su voz profunda y suave hablaba muy en serio cuando continuó—. El caso es, chaval, que los dos estilos funcionan y eso es porque no hay armas peligrosas y no hay arte marcial peligrosa. Solo hay personas peligrosas y si no eres peligroso, da igual lo que lleves o lo bien entrenado que estés. Métete eso en la cabeza ahora mismo, porque es lo único que no te puede enseñar nadie. Podemos decírtelo y podemos demostrártelo, podemos sermonearte hasta hartarnos, pero hasta que lo entiendas con las tripas, no son más que palabras, ¿estamos?
Aubrey se lamió los labios y asintió, y Hallowell asintió a su vez.
—Bien —continuó—. Sé lo que te enseñaron en el básico y el curso básico no está del todo mal. Por lo menos te enseña a moverte y pone unos cimientos decentes. Tal y como yo lo veo, no tenemos tiempo de enseñarte muchos movimientos nuevos y es probable que ya haga tiempo que no trabajas como Dios manda en los que ya conoces, así que lo primero que vamos a hacer es someterte a mi propio curso de actualización. Después de eso, te vas a pasar por lo menos tres horas en el gimnasio todos los días, ejercitándote conmigo o con Harkness, o quizá con los dos. Después de una semana o así, puede que metamos también a la cabo Slattery, que se acerca más a tu tamaño y peso. Nos ceñiremos más bien a lo que ya sabes y nos limitaremos a enseñarte cómo se hace de verdad. Velocidad, violencia y determinación, Wanderman, esas son las claves de momento. Por supuesto, si al final terminas disfrutándolo, hay muchas cosas que podemos enseñarte, pero de momento vamos a concentrarnos en mantenerte de una pieza y que puedas arrancarle el culo a ese despreciable de Steilman, ¿de acuerdo?
Aubrey asintió de nuevo, estaba un poco mareado y sin embargo, de repente era consciente de que una parte de él creía de verdad que quizá llegara a conseguirlo. Al menos el suboficial mayor Harkness y el sargento mayor Hallowell parecían pensar que podía hacerlo y esa misma parte de él le dijo casi con calma que aquellos dos seguro que eran mejores jueces de su capacidad que él. Por sorprendente que fuera, aquella idea lo consoló y se las arregló para devolverle la sonrisa a Hallowell.
—¡Bien! En ese caso, Wanderman, ¿por qué no empezamos desentumeciendo un poco los músculos? Confía en mí —la sonrisa del sargento mayor se convirtió en una alegre y maliciosa mueca—, vas a necesitarlo.
* * *
Honor cruzó el espacio que la separaba del gráfico principal y se quedó mirando la pantalla. Consideró sus opciones durante varios segundos y después bufó mentalmente porque tampoco tenía tantas. Además, había descubierto lo que necesitaba y había dejado las cosas claras, ya era hora de irse.
Su nave había pasado diez días orbitando alrededor del único planeta habitado de Walther y el modo en el que Hagen, el gobernador del sistema, había ido alargando el papeleo de los piratas había confirmado sus sospechas. Pretendía retrasar su juicio hasta que el Viajero desapareciera por el hiperlímite, y Honor sabía por qué. Con ella fuera de allí, el gobernador podía orquestar las vistas de tal modo que los piratas salieran libres (o como mucho recibieran un palmetazo en las muñecas) argumentando algún tecnicismo apropiado o ambigüedades en las pruebas. Pero no tenía ninguna intención de intentarlo mientras Honor y su personal estuviesen disponibles para ofrecer su testimonio y aclarar cualquier ambigüedad…, y sabía que tenía el tiempo de su parte. Cada día que Honor se pasara en Walther era un día que no estaba persiguiendo a otros piratas. Y a la capitana aquella máscara de devota preocupación por el proceso adecuado y la protección de la soberanía de la Confederación silesiana le parecía más irritante con cada conversación.
Bueno, ella ya había sabido lo que iba a pasar desde el momento en que había entregado a los piratas… y se lo había advertido a aquellos tipos, pensó con aire lúgubre. Claro que lo que no había mencionado era que los despachos que había dejado con el agregado manticoriano de la zona le proporcionarían a cada nave del escuadrón identificaciones positivas de sus antiguos prisioneros en cuanto llegaran. Si el gobernador y sus desagradables aliados pensaban que la suya era la única nave Q del sector (o que ella era la única capitana de la kam dispuesta a cumplir las promesas que les había hecho), quizá descubrieran por las malas que habían cometido un error.
Pero de momento, sin embargo, era hora de irse. Tampoco es que hubiera perdido el tiempo que había pasado allí. Por un lado se había tomado el tiempo necesario para dejar claro que estaba vigilando a Hagen y por el otro le había dado bastante cuerda al gobernador para que se colgara él solo. A esas alturas Hagen sabía que hablaba muy en serio. Quizá se estuviera riendo de su incapacidad para obligarlo a cumplir su parte, quizá incluso la considerara una idiota demasiado oficiosa, pero también sabía que no habría quemado diez días enteros a menos que se tomara aquello en serio. Lo que quizá ayudase cuando apareciese el siguiente miembro del escuadrón y, como mínimo, debería hacerle un poco más cauto en lo que a ella se refería.
Y lo que era más importante, cada conversación que había tenido con él estaba grabada, junto con sus promesas de que castigarían a los piratas con severidad cuando al final se viera, como Honor estaba segura de que ocurriría, que no había ocurrido nada semejante, el gobierno de su majestad la reina enviaría esas grabaciones a los superiores del gobernador. El Reino Estelar pocas veces se implicaba de forma directa en los asuntos internos de la Confederación, pero lo había hecho en alguna ocasión y ese era un punto que ella había discutido con cierto detalle con sus superiores antes de dejar Mantícora. El obstruccionismo por parte de los funcionarios silesianos era la historia de siempre y Honor no albergaba ninguna falsa esperanza de que se pudiera eliminar, pero el Reino Estelar lo reducía de forma periódica identificando a gobernadores concretos que tenían las manos sucias y yendo a por ellos con todas las armas que tenían a su disposición. Incluso con la reducción del nivel de fuerzas que sufrían, Mantícora conservaba más que suficiente influencia no militar como para aplastar a un gobernador dado. Si acaso, la Junta de Comercio siempre podía poner a Walther en la lista negra y evitar cualquier intercambio comercial con Mantícora, con consecuencias devastadoras para la economía del sistema. Y eso, junto con la solicitud oficial de que se sustituyera y procesara a Hagen por complicidad con los piratas, era suficiente para garantizar que la carrera del gobernador se detuviera en seco. Y sin su cargo como gobernador, no tenía ningún valor para los delincuentes de sus socios… muchos de los cuales tenían la costumbre de eliminar a los aliados caídos, para evitar que entregaran pruebas al Estado.
Honor detestaba esa clase de rodeos, pero sus opciones eran bastante limitadas, y el hecho de que fuera un proceso lento no significaba que fuera menos eficaz. Incluso si Hagen conseguía sobrevivir a la experiencia, otros gobernadores corruptos tomarían nota de lo que le había pasado a él. Seguramente no haría que ninguno se reformara, pero los haría mucho más prudentes, y cualquier cosa que impidiera las operaciones de los piratas tenía que merecer la pena.
Pero ya había reunido toda la información que necesitaba para esa parte de la operación y había navíos piratas de sobra por ahí. Había llegado el momento de ocuparse de ellos, pensó mientras estiraba el brazo para frotar el pecho de Nimitz, y después miró al teniente Kanehama.
—Trace un rumbo a Schiller, John —dijo—, quiero salir en menos de dos horas.
* * *
Ginger Lewis observaba al equipo del oficial electrónico de segunda clase Wilson repasar la instrucción. Todavía le parecía un poco extraño estar supervisando, aunque nadie lo hubiera dicho por su expresión. Apenas unas semanas antes era ella la que estaba en la sección de Wilson y en esos momentos, como jefe de turno, era la jefa del suboficial de segunda clase. Pero al menos no tenía que vérselas con la peña que tenía Bruce allá abajo, en Propulsor Uno.
Enseñó los dientes al pensarlo. El personal que tenía Ginger allí, en la CCD, era por lo menos civilizado, y el hecho de que ella conociera su trabajo del derecho y del revés parecía bastarles a la mayoría. El modo que había tenido Wilson de dejar claro sin aspavientos que él no tenía problemas para aceptar órdenes de ella también ayudaba enormemente y la eficiencia de su turno iba subiendo sin parar.
Lo que debería haber sido una fuente de gran satisfacción. Después de todo, su rango había dado algo así como un salto de quince años-T en menos de tres meses y el hecho de que el capitán de corbeta Tschu y sus oficiales supieran que estaba cumpliendo con su trabajo en su nueva plaza significaba que era muy probable que pudiera conservar su nuevo rango. Y en ese aspecto estaba satisfecha. Pero la preocupación por Aubrey la reconcomía y su propia experiencia con Steilman solo la dejaba con la certeza de que alguien tenía que darle un buen tirón de riendas a aquel hijo de puta.
Claro que también era posible que la experiencia la estuviera poniendo paranoica, se dijo mientras el personal de Wilson completaba la instrucción dentro de los parámetros y con margen de sobra. Wilson levantó la cabeza y la joven asintió con gesto de aprobación, después se dirigió al puesto central para pedir el diario del servicio. Su turno terminaba en veinte minutos y se afanó en anotar las entradas del diario para aliviar la angustia, pero, incluso mientras trabajaba, su cerebro no dejaba de preocuparse por el problema.
A esas alturas ya era un secreto a voces que había sido Steilman el que le había dado la paliza a Aubrey y el modo en el que el técnico de motores parecía haber salido impune no hacía más que contribuir a su estatus. La capitana había caído sobre él como un martillo por el incidente en la sala de motores, lo había degradado a tercera clase y lo había metido cinco días en el calabozo, poco más o menos el castigo máximo por el delito oficial que había cometido, y la gélida charla que había acompañado a la condena habría aterrorizado a cualquier alma razonable y la habría convencido para que cogiera el buen camino. Pero Steilman no era razonable. Cuanto más sabía Ginger de él, más se convencía de que aquel hombre apenas estaba cuerdo siquiera. Se había tomado la degradación y la condena en el calabozo no como una advertencia, sino como prueba de que había quedado impune tras organizar el «accidente» de Kirk Dempsey. Y lo que era peor, su aparente inmunidad no solo le granjeaba el respeto envidioso de las otras manzanas podridas, sino que también hacía que a los que le tenían miedo los pusiera más nerviosos todavía hacerlo enfadar. Ginger sabía que el capitán de corbeta Tschu le había soltado su propia charla, corta, gélida e intencionada, pero la falta de seguimiento oficial por los actos que deberían haberle reportado un aterrizaje forzoso en cualquier prisión había debilitado la advertencia del ingeniero jefe, al igual que la de la capitana. Steilman se había declarado inocente de todos los cargos (salvo del de insolencia, del que incluso se había disculpado con Ginger) y había jurado que era más puro que la nieve recién caída, pero Ginger sabía que no había dejado de reírse en ningún momento de lo que había hecho. Sus amigotes y él se mostraban prudentes de momentos pero la suboficial tenía U lúgubre certeza de que solo estaban esperando el momento oportuno para montar otra.
Exhaló un suspiro mental mientras las formalidades del cambio de turno seguían su curso a su alrededor. Antes o después, Steilman y su banda iban a meter la pata y el universo entero se les iba caer encima. Era tan inevitable como la entropía y Ginger lo sabía. Pero eso no iba a hacer que el daño que consiguieran hacer antes fuera menos desagradable. No, pensó. Había que aplastarlos con fuerza y cuanto antes mejor, pero sin una acusación oficial por parte de Aubrey…
Esperó a que el teniente Silvetti le cediera el turno a la teniente Klontz y saludó con un gesto al suboficial mayor Jordán, su relevo, y después bajó por el pasillo hacia su alojamiento. Tenía que conseguir de algún modo que Aubrey se abriera, pero el chico se había convertido en una almeja y ya no vagaba por la nave explorando sus pasajes y vías de acceso. A Ginger la aliviaba y entristecía por igual aquella obvia cautela, el empeño que ponía en no encontrarse solo en ningún sitio donde pudiera estar acechando alguna otra persona. Pero ni siquiera quería hablar con ella y Ginger había sorprendido uno o dos ecos del deleite satisfecho de Steilman ante las precauciones de Aubrey. Eso la ponía enferma, pero no había nada que pudiera hacer.
Al menos el chico volvía a estar en pie, aunque había desarrollado un talento especial para desaparecer siempre que tenía tiempo libre. Ginger había intentando averiguar por dónde se desvanecía pero sin mucho éxito… lo que tampoco tenía mucho sentido. El Viajero era una nave grande, pero la inmensa tripulación atestaba los espacios con soporte vital. No debería ser posible que Aubrey se hiciera invisible de ese modo, y pensar que quizá estuviera tan asustado que había encontrado algún escondite aislado y se escabullía para meterse en él en cuanto terminaba su turno le rompía el corazón.
Pero si ella no podía encontrarlo, lo más probable era que Steilman tampoco pudiese, se dijo. Y eso ya era algo.
* * *
Aubrey Wanderman gruñó de angustia cuando la colchoneta de entrenamiento volvió a golpearlo en la cara. Se quedó allí tirado un segundo, intentando recuperar el aliento y después se incorporó, se puso a cuatro patas y sacudió la cabeza. Parecía seguir teniendo todo pegado a su sitio, más o menos, así que se incorporó de un tirón, se quedó de rodillas y miró al artillero Hallowell.
—Eso ya va mejor, Wanderman —dijo Hallowell con tono alegre mientras Aubrey se pasaba la manga del chándal por la frente empapada de sudor. Le dolía cada hueso y cada músculo del cuerpo y tenía magulladuras en lugares que ni siquiera se había dado cuenta de que existían, pero sabía que Hallowell tenía razón. Lo estaba haciendo mejor. La combinación que acababa de intentar casi había atravesado la guardia del sargento mayor y sospechaba que había aterrizado con tanta dureza porque Hallowell se había visto obligado a precipitar su propio contraataque y lo había lanzado con bastante más energía de lo que había pretendido en un principio.
Aubrey volvió a ponerse en guardia, jadeando aún, pero Hallowell sacudió la cabeza.
—Tómate un respiro, chaval —dijo, y Aubrey se derrumbó con un suspiro de alivio en la colchoneta. El marine sonrió y se dejó caer con las piernas cruzadas a su lado; Aubrey contuvo una conocida punzada de envidia cuando se dio cuenta de que a Hallowell ni siquiera le costaba respirar.
Aubrey rodó de espaldas y se quedó mirando el techo mientras los marines del Viajero que estaban fuera de servicio continuaban practicando a su alrededor. Hasta que había empezado a entrenarse allí no se había dado cuenta de hasta qué punto los marines formaban una comunidad separada dentro de la tripulación de la nave. Oh, claro que conocía la rivalidad tradicional entre los «cabezas de tarro» y los «chupavacíos» pero había estado tan absorto en el unido mundo de su propia sección que no se había dado cuenta de que la tripulación del Viajero en realidad consistía en una serie entera de mundos únicos. Un hombre conocía a los que trabajaban con él en su sección de la estructura de turnos de la nave y si bien quizá tuviera unos cuantos amigos repartidos por otros departamentos, esos amigos tenían sus propias preocupaciones. Por lo general, y a la hora de la verdad, tenía menos en común con ellos que con las personas de su propio rincón organizativo, incluso con las que no le caían bien.
Y si eso era cierto en lo que se refería al resto del personal de la Armada, era mucho más cierto en el caso de los marines. Los marines quizá manejaran las armas cuando saltaba la alarma general, pero tenían su propio comedor, sus propios camarotes, sus propias zonas de ejercicios, sus propios oficiales y suboficiales. Tenían diferentes tradiciones y rituales que no tenían mucho sentido para un marinero, y no parecían tener ningún problema en mantener las cosas así.
Todo lo cual le hacía preguntarse por qué el artillero Hallowell había accedido a ayudar a un tal Aubrey Wanderman, que no tenía en absoluto ambición alguna de convertirse en marine.
Se quedó allí echado un momento más, después hizo acopio de valor y se apoyó en un codo.
—¿Sargento mayor?
—¿Sí?
—Yo, esto, bueno, le agradezco las molestias que se está tomando, pero… verá…
—Escúpelo, Wanderman —bramó Hallowell—. Ahora no estamos practicando así que no creo que te hagas daño ni aunque digas una auténtica estupidez —añadió con una gran sonrisa cuando el joven vaciló un momento, casi removiéndose de pura vergüenza. Aubrey se ruborizó y después sonrió a su vez.
—Solo me preguntaba por qué lo hace, artillero.
—Podría decir que porque alguien tiene que hacerlo —respondió Hallowell después de un momento—. O podría decir que porque no me gustan los cabrones como Steilman, o incluso que no quiero que un chaval que casi ni se afeita todavía recaiga sobre mi conciencia. Y supongo que, pensándolo bien, cualquiera de esas razones serviría. Pero si he de ser franco, la verdadera razón es que Harkness me lo pidió.
—Pero yo pensaba… —Aubrey hizo una pausa y después se encogió de hombros—. Se lo agradezco, sargento mayor, pero, yo, eh, yo pensaba que el suboficial mayor no te llevaba demasiado bien con los marines, y, en fin…
—¿Y viceversa? —terminó Hallowell por él con una risita gutural, después se encogió de hombros—. En otro tiempo no te habrías equivocado mucho, chaval, pero eso fue antes de que viera la luz y se casara con una marine. —Aubrey abrió mucho los ojos al oír eso y el sargento mayor lanzó una carcajada—. ¿Quieres decir que no te ha hablado de eso?
—No —dijo Aubrey con un temblor en la voz.
—Bueno, pues así es, y su mujer es una vieja amiga mía, hicimos el campamento juntos. Pero dudo que la mayor parte de los cabezas de tarro le tuviéramos en cuenta de verdad sus malas costumbres. Verás, Wanderman, para Harkness nunca era una cuestión personal. Le gustaba pelear, y buscar pleito con los marines era una forma de que todo quedara en casa, pero sin llegar hasta la cocina.
—¿Quiere decir que todas esas peleas, todas esas veces que lo degradaron, fueron solo para divertirse?
—Nunca he dicho que fuera muy listo, Wanderman —respondió Hallowell con otra gran sonrisa—, y que yo sepa, más de la mitad de las veces que lo degradaron tuvieron más que ver con el mercado negro que con peleas. Pero, sí, más o menos eso lo resume todo. —Aubrey se lo quedó mirando y el sargento mayor sacudió la cabeza—. Mira, chaval, a estas alturas ya deberías haber pillado cómo se las gastan los míos cuando van en serio y has practicado casi tanto con Harkness como conmigo. Y por mucho que me duela admitirlo, a él también se le da bastante bien, para ser un chupavacíos, claro. Lo de él no es muy científico, pero en una pelea callejera es la leche. ¿Crees que alguien como él podría pasarse veinte años buscando pelea sin conseguir que lo mataran (o sin matar él a alguien) si no lo hiciera por diversión? A ver, piénsalo. Si lo hubiera hecho en serio, a alguien lo habrían tenido que evacuar con un helicóptero, y aparte de alguna contusión ocasional o unos cuantos puntos…
Hallowell se encogió de hombros y Aubrey parpadeó. La idea de buscar pelea con extraños grandes, duros y bien entrenados solo por diversión no era que le resultara extraña, es que le resultaba incomprensible. Pero sabía que el sargento mayor había puesto el dedo en la llaga. Al suboficial mayor Harkness sencillamente le gustaba pelear (o le había gustado, antes de reformarse). Y al parecer los marines lo sabían. De hecho, de alguna forma críptica, a Hallowell parecía complacerle que Harkness hubiera elegido pelear contra marines en lugar de contra compañeros de la armada, como si fuera una especie de cumplido.
Y cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta Aubrey de que la idea era más lógica de lo que había pensado en un primer momento. No era como en el caso de Steilman. Al técnico de motores no le gustaba luchar, le gustaba hacer daño a la gente. Y no elegía a personas que fueran a enfrentarse a él, elegía víctimas. Mientras que a Harkness le encantaban los retos. A él lo que le importaba era la competición, el deseo de enfrentarse a alguien tan duro como él. Aubrey sospechaba que el suboficial mayor negaría semejante ambición, seguramente con vehemencia y abundancia de expresiones pintorescas, pero eso no lo hacia menos cierto.
Y lo que quizá era más sorprendente, Aubrey estaba empezando a comprender por qué. A él siempre se le habían dado bastante bien los deportes de equipo, pero jamás se había planteado probar nada parecido a las artes marciales. Y tampoco lo habría hecho, admitió, si Steilman no lo hubiera… motivado. Pero había empezado a entender cómo funcionaba aquello y se encontró más que sorprendido al ver lo mucho que lo disfrutaba. Para empezar, seguramente estaba más en forma de lo que lo había estado en toda su vida, pero era mucho más que eso. Estaba la sensación de disciplina, de la importante, de la que sale de dentro, y de competencia. Todo lo que había aprendido hasta ese momento no hacía más que demostrarle todo lo que le quedaba todavía por aprender, y era más duro de lo que había hecho jamás, pero eso solo hacía que los avances fueran incluso más satisfactorios. Y una cosa que el artillero Hallowell y el suboficial mayor Harkness habían conseguido, pensó con ironía, había sido enseñarle que una magulladura o una torcedura no era el final del mundo. Mientras Hallowell trabajaba con él la técnica y la actitud, Harkness tenía un estilo de enseñanza mucho más simple, lo que quizá tuviera que ver con el hecho de que, al contrario que el sargento mayor, el marinero era un hombre autodidacta. Su metodología era enseñarle a Aubrey cómo machacar a Steilman machacándolo a él con todos los trucos que había aprendido durante su pintoresca carrera, hasta que Aubrey se hizo lo bastante rápido y duro como para devolverle los golpes, y funcionaba.
—Lo que tienes que recordar —dijo Hallowell después de un momento, en un tono diferente, casi como si le hubiera estado leyendo el pensamiento a Aubrey— es que lo que tú y yo estamos haciendo, o incluso lo que Harkness y tú estáis haciendo, no es lo que vas a tener que hacer cuando se trate de Steilman y tú.
Aubrey se sentó y asintió, con los ojos oscuros y serios, y el sargento mayor esbozó una leve sonrisa.
—Eres más rápido que él, pero él es más grande y más fuerte. Por el historial que tiene, lo suyo son las peleas callejeras, no una pelea formal. Es probable que intente sorprenderte y arrastrarte hacia él, así que lo primero que tienes que hacer es estar alerta, sobre todo siempre que creas que estás solo. Si te pone las manos encima, estás metido en un lío, así que si eso ocurre, suéltate, aléjate y vuelve a por él. Hagas lo que hagas, no luches a su manera porque puede soportar mucho más castigo que tú. Lo que tienes que hacer es derribarlo deprisa, por muy sucio que tengas que jugar. No vayas buscándolo y no empieces tú (no quieres que nadie presente cargos contra ti) pero en cuanto él lance el primer golpe, machácalo y no te preocupes demasiado por cómo lo haces. Siempre que no lo mates allí mismo, la doctora Ryder debería poder arreglarlo, y dada la diferencia de tamaños y el hecho de que fue él el que empezó, no creo que te caiga una muy grande por acabar con él. Pero para hacerlo tienes que recordar que es un tipo duro. Si intentas devolverle golpe por golpe o le dejas a él marcar los limites, gana él. Vete a por él con fuerza, rápido y no te andes con pamplinas, y cuando caiga, no te largues. Sigue dándole hasta que estés seguro de que no se va a levantar, ¿me oyes?
—Sí, artillero —dijo Aubrey muy en serio y si bien la idea de que pudiera llegar a hacer lo que Hallowell le acababa de describir quizá le seguía pareciendo bastante improbable, al menos ya no le parecía absurda.
—¡Bien! Entonces de pie otra vez, chaval, y esta vez intenta no venir a por mí como mi tía la pacifista.