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MacGuiness apiló los platos del postre en la bandeja y les sirvió más café a los invitados de Honor, después le rellenó a ella su taza de cacao.

—¿Necesita algo más, milady? —preguntó y Honor negó con la cabeza.

—Podemos arreglárnoslas, Mac. Solo deje la cafetera donde puedan encontrarla estos bárbaros.

—Sí, milady. —La voz del mayordomo era tan respetuosa como siempre, pero le lanzó a la capitana una mirada un tanto reprobadora antes de desaparecer en la despensa.

—El término «bárbaros» quizá sea un poco excesivo, señora —protestó Rafe Cardones con una amplia sonrisa.

—Bobadas —respondió Honor con viveza—. Cualquier paladar cultivado de verdad se da cuenta de hasta qué punto el cacao aventaja al café como bebida selecta. Cualquiera, salvo un bárbaro, lo sabe.

—Ya veo. —Cardones miró a los demás comensales y después sonrió con dulzura—. Dígame, señora, ¿ha visto ese artículo en el Times de Aterrizaje que habla de la mezcla de café favorita de su majestad?

Honor se atragantó con su cacao y un suave coro de carcajadas recorrió la mesa, la capitana dejó la taza, se secó los labios con la servilleta y después miró a su primer oficial con las cejas levantadas.

—Los oficiales que se exceden con sus oficiales al mando tienen unas carreras muy cortas y desagradables, señor Cardones —le informó.

—No se preocupe, señora. Al menos beber cacao no es tan repugnante como mascar chicle.

—Está decidido a comprar todas las papeletas, ¿eh? —comentó Susan Hibson. El primer oficial sonrió y su compañera metió una mano en el bolsillo de la guerrera para sacar un paquete de chicles. Desenvolvió con cuidado uno de ellos, se lo metió en la boca y comenzó a mascar con lentitud, con un desafío en sus resplandecientes ojos verdemar. Cardones se estremeció, pero se abstuvo de aceptar el desafío, y otra carcajada recorrió la mesa.

Honor se recostó en la silla y cruzó las piernas. La cena de esa noche era una forma de celebrar su primera victoria y se alegró de ver el ambiente relajado que reinaba en la sala. Con la excepción de Harold Tschu y John Kanehama, todos sus oficiales superiores se habían reunido en el cómodo comedor que los diseñadores civiles del Viajero le habían proporcionado a su capitana. A Kanehama le tocaba nacer guardia en el puente, pero Tschu había tenido intención de acudir hasta que un problema de último momento en Fusión Uno le había impedido estar presente. No parecía nada serio, pero Tschu, como la propia Honor, creía en solucionar los problemas antes de que se complicaran.

—¿Cómo le fue por tierra firme, señora? —preguntó Jennifer Hughes, y Honor frunció el ceño.

—Bastante bien… en apariencia, por lo menos.

—¿«En apariencia», señora? —repitió Hughes, y Honor se encogió de hombros.

—El gobernador Hagen los arrestó a todos y nos dio las gracias, pero parecía un poco impaciente por vernos marchar. —Honor jugueteó con su taza de cacao y le echó un vistazo a la mayor Hibson. La marine y ella le habían entregado a los prisioneros, encadenados, al gobernador, y sabía que Hibson compartía sus sospechas. Claro que Susan no tenía la ventaja de contar con un ramafelino. No podía haber percibido el enorme alivio del capitán al ver al gobernador…, que tampoco era lo que se esperaría de un hombre que anticipara un castigo.

—No cabe duda de que lo estaba, señora —asentía Hibson en ese momento. Después hizo una mueca—. Y también pareció decepcionarle un poco su decisión de volar la nave. ¿No lo notó?

—Desde luego —respondió Honor. El gobernador Hagen había protestado un poco, quería convertir el navío pirata en una patrullera de aduanas y el término «decepcionado» no hacía justicia a la reacción del gobernador ante la negativa de Honor a entregar la nave. La capitana contempló su taza un momento más y después se encogió de hombros—. Bueno, tampoco es la primera vez, ¿no? Me temo que tendré que vivir con el disgusto del bueno del gobernador. Al menos estamos seguros de que esa nave no la vamos a volver a ver.

—¿De verdad me va a dejar fusilarlos si los volvemos a coger, señora? —Honor asintió y su expresión se ensombreció por un instante—. Bien —dijo la mayor sin alzar la voz.

Con menos de ciento sesenta centímetros de altura, Susan Hibson era una mujer menuda, pero no había nada blando en sus ojos ni en sus rasgos finamente cincelados. Era una marine hasta la médula y a los marines no les gustaban los piratas. Honor sospechaba que tenía algo que ver con el hecho de que los grupos de abordaje de los marines eran los primeros en presenciar las carnicerías que dejaban los piratas a su paso.

—Yo preferiría no fusilar a nadie, Susan —dijo después de un momento—. Pero si es el único modo de sacarlos de la circulación, no veo qué otra alternativa tenemos. Al menos podemos asegurarnos de que tengan un juicio justo antes de ejecutarlos y desde una perspectiva más práctica, puede que convenza a la próxima hornada que pillemos de que hablamos muy en serio.

—Como una vacuna, milady —interpuso la cirujana Angela Ryder, capitana de corbeta, desde la silla que ocupaba a los pies de la mesa. Ryder era tan morena como Hibson, con un rostro delgado y atento. Era también un poco distraída y por lo general prefería ponerse una bata blanca que el uniforme propiamente dicho, pero era una médica de primera—. A mí tampoco me gusta matar a la gente —continuo—, pero si así aprenden la lección, es posible que, a la larga, tengamos que matar a menos.

—Esa es la idea, Angie —respondió Honor—, pero me temo, por experiencia personal, que el tipo de persona que ya, para empezar, se convierte en pirata cree que eso no puede pasarle a él. Están convencidos de que son demasiado buenos, o demasiado listos, o tienen demasiada suerte para terminar muertos. Y siento decir que muchos tienen razón en lo que a la suerte se refiere. La Confederación mide unos ciento cinco años luz de anchura y tiene un volumen de algo más, como seiscientos mil años luz cúbicos. Sin un gobierno eficaz y honesto que los eche, los piratas siempre pueden encontraran sitio en el que atrincherarse, y además, la mayor parte de ellos no son más que salariados.

—Eso es algo que nunca he entendido, señora —dijo Ryder

—Históricamente la piratería siempre ha contado con la subvención de «comerciantes honestos» —explicó Honor—. Incluso en la Antigua Tierra de la época preespacial, los hombres de negocios «respetables» les servían de tapadera a piratas, traficantes de esclavos, traficantes de droga, lo que quiera. Hay mucho dinero en ese tipo de operaciones y siempre es más difícil llegar a los testaferros que a los soldaditos de a pie. Se toman muchísimas molestias para convertirse en pilares de la comunidad, una gran parte de ellos han sido importantes filántropos porque ese es su primer escudo protector. Los coloca por encima de toda sospecha y les permite fingir que eran simples víctimas si es que una operación ilegal les estalla en la cara. Además, ellos nunca se manchan las manos de sangre y los tribunales suelen ser más indulgentes con ellos si terminan pillándolos. —Honor se encogió de hombros—. Es repugnante, pero así son las cosas. Y cuando la situaciones tan confusa y caótica como suele serlo en Silesia, las oportunidades son demasiado tentadoras. De hecho, a los ojos de mucha gente, la piratería tiene ese encanto propio de los forajidos, así que, ¿por qué no iba a coger el dinero alguien como el gobernador Hagen siempre que sea otro el que se ocupe de los asesinatos?

—Tiene razón, señora; es repugnante —dijo la médica, después de un momento.

—Pero el hecho de que sea repugnante no invalida la tesis —interpuso Hughes—, y no va a cambiar a menos que alguien lo haga cambiar. Casi te hace pensar que ojalá pudiéramos soltarles a los andis, ¿no les parece?

—A corto plazo, al menos. —Honor tomó un sorbo de cacao y después dejó la tiza en la mesa con una sonrisa irónica—. Claro que, a más largo plazo, un imperio que controlara a la Confederación entera podría ser un vecino incluso peor que los piratas. O por lo menos me da la sensación de que eso sería lo que pensaría el duque Cromarty.

—Y no es de extrañar —comentó Fred Cousins—. Ya tenemos problemas suficientes con los repos.

Honor asintió y empezó a decir algo, pero se detuvo cuando Nimitz se levantó de su trona y se estiró con ademanes suntuosos. Un bostezo perezoso puso al descubierto los afilados colmillos del felino, después miró a su persona a los ojos y esta le devolvió la mirada. Seguían siendo incapaces de intercambiar pensamientos reales, pero poco a poco habían ido mejorando y podían enviarse imágenes; Honor sonrió cuando su felino le envió una vista de la sección de hidroponía y a continuación otra de Samantha. La ramafelina se encontraba sentada con gran remilgo bajo una de las tomateras que se utilizaban para proporcionarle a la tripulación alimentos frescos, pero Honor sonrió cuando percibió la invitación en los ojos brillantes de Samantha.

—Está bien, Apestoso —dijo, pero también levantó un dedo para advertirle—. Pero no os pongáis por el medio, ¡y no os perdáis tampoco!

Nimitz lanzó un alegre «blik» y bajó al suelo de un salto. Aunque por lo general no se alejaba nunca de Honor, había aprendido a abrir puertas electrónicas cuando Honor todavía era una niña y a manejar los ascensores cuando su persona y él estaban en la Academia. No podía utilizar el intercomunicador del ascensor para pedirle al procesador central una dirección, pero era más que capaz de marcar los códigos de destino ya memorizados. En ese instante le lanzaba a su persona otra sonriente mirada, le dedicaba un gesto coqueto con la cola y salía con soltura del camarote; cuando Honor levantó la cabeza, se encontró con que Cardones la miraba con expresión curiosa.

—Quiere estirar las piernas un poco.

—Ya. —La expresión de Cardones era de una seriedad admirable, pero a Honor no le hacía falta Nimitz para percibir la risa que se ocultaba debajo.

—En cualquier caso —dijo con más viveza—, ahora que ya nos hemos cargado a unos piratas, me gustaría revisar lo que Susan y Jenny consiguieron sacar de sus ordenadores. No tenemos mucho sobre con quién pudieran haber estado coordinando sus operaciones ni sobre dónde se encuentra su base, pero sabemos dónde han estado… y dónde planeaban ir a continuación, que resulta ser nuestra próxima parada. La pregunta es si deberíamos pasar unos cuantos días más aquí o irnos directamente a Schiller. ¿Comentarios?

* * *

Aubrey Wanderman salió del ascensor y comprobó el indicador de pasaje que había en el mamparo de enfrente.

Los diseñadores civiles del Viajero habían dejado poquísimo espacio para la descomunal tripulación militar que albergaba en esos momentos y los operarios habían repartido un trozo enorme de la Bodega Dos y la habían convertido en una conejera de camarotes comunales que todavía lo desorientaba. La necesidad de meter como fuera suficiente soporte vital para tres mil personas tampoco había ayudado mucho y los pasillos que parecía que tenían que ir a un sitio tenían la enloquecedora costumbre de terminar en otro. Para la mayor parte de la tripulación del Viajero, eso no pasaba de irritante, pero Aubrey disfrutaba explorando el laberinto, con lo que se ganó bastantes tomaduras de pelo por parte de los veteranos. Pero a pesar de todas sus bromas, él por fin estaba empezando a orientarse gracias a los pianos del casco interior que se había descargado en su memobloc. Claro que el único modo de asegurarse de que había anotado bien una nueva ruta era probarla, que era el objetivo del ejercicio de esa noche.

Introdujo el código del indicador en su memobloc y estudió la pantalla durante un instante. Sin problemas hasta ese momento. Si seguía ese pasillo hasta el siguiente cruce, podría atajar desde Ingeniería hasta la Bodega Dos de las NAL y coger el ascensor transversal hasta el gimnasio, suponiendo, claro está, que hubiera programado bien la ruta.

Sonrió al pensarlo y comenzó a subir el desierto pasillo silbando. No habría cambiado por nada del mundo su categoría de suboficial interino por el cargo superior de Ginger; su simple ascenso interino lo había puesto en el puente de mando cuando la capitana había capturado a su primer pirata y Aubrey no se había entusiasmado tanto en toda su vida. Suponía que, en realidad, se había entusiasmado más de lo que la ocasión merecía, dado que el pirata concentraba menos del uno por ciento de los siete millones y pico de toneladas del Viajero, pero a él le daba igual. Estaban allí para capturar piratas y lady Harrington había dirigido la primera interceptación de un modo perfecto. Y lo que era más, él, Aubrey Wanderman, estaba allí cuando lo hizo. Quizá él no fuera más que una pieza diminuta de una maquinaria gigantesca, pero había formado parte de aquello y atesoraba aquella sensación de triunfo. El Viajero quizá no fuera el Bellerophon, pero él no tenía nada de lo que avergonzarse en su destino y…

La cubierta se alzó y lo golpeó en la cara con una fuerza que lo dejó aturdido. Aquel impacto tan inesperado le quitó el aliento de golpe con un jadeo y un alarido de dolor, y después, algo le provocó un crujido brutal en las costillas.

El impacto lo hizo rebotar en el mamparo y por instinto intentó enroscar el cuerpo en una bola protectora, pero no tuvo la oportunidad. Le clavaron una rodilla en la espalda y una mano poderosa le agarró el pelo, Aubrey chilló cuando le aplastaron la cara contra la cubierta. Levantó los brazos con desesperación, luchando por sujetar la muñeca de aquella mano y una carcajada fría, horrenda, irrumpió en su cerebro medio aturdido.

—¡Vaya, vaya, mocoso! —se recreó una voz—. Parece que al final has tenido un accidente.

¡Steilman! Aubrey consiguió al fin sujetar la muñeca del técnico de motores, pero la mano libre de Steilman se la apartó de un tirón y volvió a clavar la cara del joven otra vez en el suelo.

Tienes que tener cuidado al correr por los pasillos, mocoso. Nunca se sabe cuando va a tropezar uno solo y hacerse daño.

Aubrey se defendió sin fuerzas y el técnico volvió a golpearle la cara contra la cubierta. El joven notó el sabor de la sangre y le pareció que tenía el pómulo derecho roto, pero aplicó todas sus aterrorizadas fuerzas a una única arremetida y consiguió liberarse de las garras de Steilman. Se apartó tambaleándose y se apoyó en el mamparo, cubriéndose la cara con los brazos cruzados, la bota del técnico de motores le dio un empujón brutal en el hombro. El muchacho volvió a caer de lado, pero empezó a sacudir los pies con frenesí y oyó que Steilman maldecía de dolor cuando un talón entró en contacto con una espinilla.

—¡Hijoputa! —siseó el técnico—. Te voy a…

—¡Eh, tío, tranqui! —dijo otra voz con tono urgente y Aubrey se irguió como pudo y se puso de rodillas. Parpadeó para intentar centrar la visión borrosa y reconoció al bajo y fornido paramédico de aquella primera tarde en el camarote comunal del Vulcano. Tatsumi. Así se llamaba. Yoshiro Tatsumi.

—¡Eh, tú, cabrón, no te metas en esto. Cabeza Polvo! —gruñó Steilman.

—¡Eh, eh! ¡Tranquilo, tío! —dijo Tatsumi con la misma urgencia callada—. ¡Lo que hagas es asunto tuyo, pero el comandante Tschu acaba de salir de Fusión Uno y viene para acá, tío!

—¡Mierda! —Steilman giró en redondo para mirar por el pasillo por el que acababa de aparecer Tatsumi, después se limpió la boca con el dorso de la muñeca y miró furioso a Aubrey—. Esto no ha terminao, mocoso —le prometió—. Ya terminaré de «accidentarte» más tarde. —Aubrey se lo quedó mirando aterrorizado, con la boca llena de sangre, mientras el técnico de motores esbozaba una sonrisa brutal y luego se volvía para mirar furioso a Tatsumi—. En cuanto a ti, Cabeza Polvo, tengo tres tíos dispuestos a jurar que estoy en mi catre ahora mismo, y tú no has visto na ni oído na. Este puto mocoso tropezó él solito, el muy torpe, ¿a que sí?

—Lo que tú digas, tío —asintió Tatsumi, levantando las manos con ademán apaciguador.

—Pues que no se te olvide —gruñó Steilman mientras bajaba por el pasillo al trote. Segundos después, una de las escotillas de mantenimiento se cerró con un estruendo cuando el técnico desapareció por el laberinto de pasarelas que daba servicio a los sistemas internos de la nave; Tatsumi se inclinó sobre Aubrey con expresión preocupada.

—Esto no tiene buena pinta —murmuró el paramédico. Se agachó junto al joven y Aubrey hizo una mueca angustiada cuando unos dedos suaves le palparon la nariz de la que no dejaba de brotar sangre—. Mierda. Creo que el muy cabrón te la ha roto —siseó Tatsumi. Después miró a ambos lados del pasillo y le deslizó un brazo alrededor de los hombros—. Vamos, chaval. Hay que bajarte a la enfermería.

—¿Qu-qué hay del… comandante Tschu? —consiguió decir Aubrey. Tenía que respirar por la boca y su voz tenía un tono pastoso y pegajoso, pero de algún modo consiguió ponerse en pie con un tambaleo y la ayuda de Tatsumi.

—¿Qué pasa con él? ¡Joder, pero si el tío sigue metido hasta los codos en Fusión Uno!

—¿Es decir…? —consiguió decir Aubrey y Tatsumi se encogió de hombros.

—Algo tenía que decirle, Wanderman. Ese tío iba a darte una paliza de muerte.

—Ya. —Aubrey intentó limpiarse la sangre de la barbilla, pero una película fresca y pegajosa la sustituyó al instante—. Sí, supongo que sí. Gracias.

—No me las des —dijo Tatsumi—. No me gusta ver a nadie herido, pero con Steilman estás solo, tío. Ese hijo de puta es diabólico y yo no quiero tener nada que ver con él.

Aubrey miró de soslayo al maduro recluta cuando Tatsumi lo ayudó a meterse en el ascensor. Reconoció el miedo en la cara del paramédico y tampoco le extrañó.

—Quieres decir que no has visto nada —dijo el joven después de un momento.

—Eso es. Pasaba por aquí y te encontré ahí tirado. No vi nada ni oí nada. —Tatsumi desvío la vista por un instante y después sacudió la cabeza con gesto de disculpa—. Oye, lo siento, ¿vale? Pero yo ya tengo bastante con lo mío y si Steilman decide ponerme a mí también en la puta lista negra… —Se encogió de hombros y Aubrey asintió.

—Lo entiendo. —Tatsumi lo metió en el ascensor e introdujo el código de destino de la enfermería; Aubrey le dio unos débiles golpecitos en el brazo—. No te culpo —dijo un poco atontado—. Es solo que ojalá supiera por qué me odia tanto.

—Lo dejaste mal —le explico Tatsumi—. No creo que ande muy bien de la cabeza pero tal y como él lo ve, te pusiste por delante en el camarote comunal y después la contramaestre lo hizo echarse atrás. No fue culpa tuya pero se cree que te la debe por eso. Supongo que el hecho de que el primer oficial decidiera trasladarte al puente es la única razón para que no haya ido a por ti antes. Si fuera tú, no me acercaría a Ingeniería, Wanderman. Nunca.

—No puedo esconderme de él para siempre. —Aubrey se encorvó contra la figura de Tatsumi—. La nave no es lo bastante grande. Si quiere encontrarme, sabe dónde buscarme. —Sacudió la cabeza y después hizo una mueca cuando el movimiento le lanzó nuevas punzadas de dolor por todo el cráneo—. Tengo que hablar con alguien. Intentar averiguar qué puedo hacer.

—Ojalá pudiera ayudarte, pero conmigo no cuentes —dijo el paramédico en voz baja—. ¿Oíste lo que me llamó?

—¿«Cabeza Polvo»?

—Sí verás, me enganché a la esfinge verde hace unos años. Me jodió entero. Ahora estoy limpio, pero tengo suficientes puntos negros en mi expediente como para mantenerme en segunda clase durante los próximos cincuenta años. Y ya oíste a la contramaestre el primer día y tampoco es que tenga muchos amigos entre los oficiales. Si encima se me echan encima Steilman y compañía, no me extrañaría que desapareciera por una esclusa de desechos cualquier día.

—¿Cómo es que no te largaron? —preguntó Aubrey después de un momento y Tatsumi se encogió de hombros.

—Porque puedo ser muchas cosas, pero soy muy bueno en lo mío, supongo. La cirujana dio la cara por mí cuando me pillaron esnifando. No me ahorró el trullo, seis meses allí metido, ni me salvó de la terapia obligatoria, pero pude conservar el uniforme.

Aubrey asintió. Entendía lo que le decía Tatsumi y no le culpaba por no querer meterse en sus problemas. ¿Cómo iba a culparlo cuando Tatsumi le acababa de salvarla vida? Pero si Tatsumi no respaldaba su versión de lo que había pasado, solo sería su palabra contra la de Steilman. Lo que quizá fuera suficiente, dada la diferencia que había entre sus expedientes… o quizá no. Además, si Tatsumi tenía razón y Steilman tenía una «compañía» que lo respaldaba, y el hecho de que Steilman hubiera sabido dónde tenderle la emboscada a Aubrey sugería que así era, quizá ni siquiera bastara con meter al técnico de motores en el calabozo. Todos toque estaban en el turno de Aubrey sabían lo de sus exploraciones y no había hecho ningún esfuerzo especial para ocultar los planes que tenía para esa tarde, pero Steilman no estaba en su turno. El único modo que tenía de saberlo era si alguien se lo decía. Aubrey no podía imaginarse por qué iba a querer alguien asociarse de forma voluntaria con un animal como Steilman, pero eso tampoco importaba en realidad. Lo que importaba era que, al parecer, alguien se había asociado… y que Aubrey no tenía ni idea de quién era ese alguien.

Se llevó las manos dobladas a la cara magullada para intentar detener la hemorragia, sentía punzadas de pánico en lo más hondo. Tenía que encontrar una respuesta, ¿pero cómo? Podía hablar en privado con la contramaestre, pero Sally MacBride no era de las que aceptaba las cosas a medias. Así que si lo creía, tomaría medidas, pero sin algún tipo de prueba, todo lo que podía hacer en ese momento era advertir a Steilman, y eso ya lo había hecho. Era obvio que el técnico de motores pensaba que podía «vengarse» impunemente de Aubrey a pesar de esa advertencia y Aubrey no veía razón para esperar que Steilman cambiara de opinión a aquellas alturas. Era muy probable que Steilman se equivocara al pensar que podía hacer lo que le diera la gana, pero fuera lo que fuera lo que la contramaestre pudiera hacerle al técnico de motores después, a Aubrey no le serviría de consuelo si Steilman terminaba metiéndolo en la enfermería, o algo peor, antes.

—Ya llegamos —suspiró Tatsumi aliviado cuando se detuvo el ascensor y las puertas se abrieron con un siseo. Ayudó a Aubrey a bajar por el corto pasillo y el joven cerró los ojos. Necesitaba ayuda. Necesitaba hablar con alguien que tuviera la suficiente experiencia para decirle lo que hacer, ¡pero él no conocía a nadie con esa clase de antecedentes!

—¡Dios mío! —dijo alguien—. ¿Pero qué le ha pasado?

—Pues no lo sé muy bien —dijo Tatsumi—. Lo encontré en el pasillo.

—¿Quién es? —preguntó la voz.

—Se llama Wanderman —respondió Tatsumi—. Creo que solo es la cara.

—Déjeme verlo. —Unas manos apartaron al paramédico y acunaron la cara de Aubrey con suavidad, el joven parpadeó cuando un teniente cirujano lo miró a los ojos—. ¿Qué le ha ocurrido, Wanderman? —preguntó el hombre.

¡Díselo!, le gritó una voz interior. ¡Díselo ya! Pero si Aubrey se lo decía al oficial…

—Me caí —dijo con voz pastosa.