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Klaus Hauptman saludó con un gesto brusco a su conductora cuando esta le abrió la puerta de la aerolimusina. Lucía una expresión iracunda cuando salió del espléndido vehículo y el ambiente en la limusina había sido cualquier cosa salvo tranquilo durante el vuelo, pero Ludmilla Adams no se tomó ni la brusquedad del gesto ni la ira de forma personal. Cuando Klaus Hauptman estaba disgustado con un individuo, se lo hacía saber sin dejar lugar a dudas. Y puesto que a ella no le había arrancado la cabeza, debía de estar irritado con otra persona; Ludmilla ya hacía mucho tiempo que había aprendido a ver esos ataques ocasionales de cólera con la misma ecuanimidad con la que alguien que vive en la ladera de un volcán activo podría ver sus erupciones. Si ocurría, ocurría, y estaba preparada para capearlas como pudiese. Además, por muy arrogante y egocéntrico que fuese, por lo general, Hauptman hacía todo lo posible por compensarlo cuando se daba cuenta que había arremetido contra uno de sus empleados por algo que había hecho otra persona.

Por supuesto que no siempre funcionaba de esa forma y podía ser un viejo cabrón de lo más rencoroso, pero Adams llevaba con él más de veinte años. No solo era su chófer, sino también su jefa de seguridad y su guardaespaldas personal y, además, tenía otra cualidad que Klaus Hauptman valoraba por encima de todas: era una persona competente. La respetaba y los dos habían desarrollado una cómoda relación a lo largo de las dos últimas décadas. Era una relación entre jefe y empleada, por supuesto, no entre iguales, pero le proporcionaba a Adams cierta protección contra los enfados de su jefe.

En ese momento pasaba junto a ella y pisaba el cuidadísimo césped de la finca de los Hauptman. Aquella mansión baja y desgarbada parecía contar con solo dos pisos, pero las apariencias engañaban. Aunque los propios Hauptman y su pequeño ejército de criados vivían en los pisos superiores que todo el mundo podía ver, el noventa por dentó de la construcción estaba enterrado en los nueve niveles de sótanos que albergaban los garajes para sus vehículos, las zonas de mantenimiento, las secciones de gestión de datos y los cientos de funciones empresariales más que se requerían para dirigir el Cartel Hauptman.

Los arquitectos habían creado algo que parecía un cruce entre una villa romana de la Antigua Tierra y un pabellón rústico de caza. La fusión de estilos debería haber tenido un aspecto ridículo; sin embargo, habían conseguido fusionarse en una única unidad coherente que encajaba de forma extraña con el denso bosque que rodeaba la finca. Claro que todo aquello era una afectación ostentosa en una civilización contragravitatoria. Las torres eran mucho más baratas y más eficientes en términos de espacio (siempre era más fácil construir hacia arriba que excavar, y los sirvientes no tenían que andar medio kilómetro para ir de la cocina al comedor en una torre bien diseñada), pero el abuelo de Klaus Hauptman había decidido que quería una casa solariega y una casa solariega fue lo que construyó.

—¿Volveremos a necesitar el coche esta tarde, señor? —preguntó Adams con calma.

—No —soltó Hauptman y después se obligó a detenerse—. Lo siento, Milla. No pretendía arrancarle la cabeza.

—Es una de las cosas para las que estoy aquí, señor —respondió Ludmilla con ironía, y su jefe lanzó una risotada.

—De todos modos no debería hacerlo —admitió—, pero… —Se encogió de hombros y su chófer asintió—. En cualquier caso —continuó— hoy no voy a necesitar el coche otra vez. De hecho, puede que salga pronto del planeta.

—¿Salir del planeta? —repitió Adams—. ¿Debería alertar a nuestra gente para que haga los preparativos?

—No. —Hauptman negó con la cabeza—. Si es que me voy, no será ese tipo de viaje —Adams alzó las cejas y Hauptman esbozó una sonrisa sesgada—. No es mi intención ser críptico, Milla. Créame, la avisaré con tiempo de sobra antes de salir corriendo a cualquier sitio.

—Bien —dijo Adams, y apretó un botón del control remoto que llevaba en la muñeca izquierda. La limusina se elevó tras ellos y se alejó con un susurro hacia la entrada del aparcamiento mientras su conductora seguía a su jefe al interior del imponente edificio que con toda modestia él llamaba hogar.

Un mayordomo humano abrió la anticuada puerta manual y Hauptman lo saludó con un gesto. El mayordomo le echó un vistazo a la cara de su jefe y se apartó. No dijo nada, pero miró con una ceja alzada a Adams y sacudió la cabeza con ironía cuando Hauptman lo rebasó con paso airado. Adams le devolvió la sonrisa y fue a la zaga del magnate por un largo y espacioso pasillo adornado con una fortuna en arte.

—¿Está Stacey en casa? —gruñó Hauptman, y Adams consultó el control remoto de su muñeca.

—Sí, señor, está fuera, junto a la piscina.

—Bien —Hauptman se detuvo un momento, se tiró del lóbulo de una oreja y después suspiró—. Puede continuar usted, Milla. Estoy seguro de que tiene cosas de las que ocuparse. Pero esta noche nos quedamos en casa. Si está libre, le agradecería que cenara con nosotros.

—Por supuesto, señor. —La jefa de seguridad asintió, después observó a Hauptman, que continuó por el pasillo sin ella y una sonrisita jugueteó sobre sus labios. Era un tipo extraño, su jefe. Seco, egocéntrico, capaz de las mayores groserías, arrogante, con mal genio y totalmente ignorante del supremo sentido de superioridad que le daba su riqueza; y, sin embargo, capaz de ser considerado, amable, incluso generoso (siempre que pudiera ser todas esas cosas en sus propios términos) e imbuido de un férreo sentido de la obligación para con aquellos que estaban a su servicio. Si no hubiera sido el hombre más rico del Reino Estelar, la única palabra que podría haberse aplicado sería «consentido», pensó. Pero dado que solo se le podía llamar «excéntrico», decidió olvidarlo.

* * *

Klaus Hauptman bajó con paso firme el pasillo, sin ser consciente de lo que pensaba su guardaespaldas. Tenía otras cosas en las que pensar y no le apetecía nada enfrentarse a ellas cuando salió al patio central de la finca.

Los cuidadísimos capullos de corona manticoriana y las rosas de la Antigua Tierra del jardín simétrico dibujaban caminos que salpicaban el patio de color y llevaban la mirada hasta la enorme piscina que había en el centro. La piscina tenía la mitad de tamaño de un campo de fútbol y dominaba su centro una fuente ornamentada. Unos enormes peces de bronce de media docena de planetas arrojaban agua a la piscina por las bocas abiertas mientras sirenas y tritones holgaban entre ellos y el murmullo constante del chapoteo del agua resultaba relajante de una forma subliminal.

Pero en ese momento la atención de Hauptman recaía en la joven de la piscina. Tenía el cabello tan oscuro como él, pero los ojos castaños eran de su madre. También tenía los pómulos altos de su madre y un rostro ovalado que hacía juego con esos ojos, y unos rasgos que tenían una fuerza propia. No era una mujer hermosa, pero, a su manera, eso ya era toda una declaración de poder pues podría haberse permitido contratar al mejor bioescultor de la galaxia y haberse convertido en una diosa. Stacey Hauptman había preferido no hacerlo y esa disposición a quedarse con la cara que le había dado la genética cuando no le hubiera hecho falta indicaba que aquella era una mujer que estaba cómoda con quién era y lo que era, y que no tenía que demostrarle nada a nadie.

La joven giró al final de una vuelta e hizo una pausa para flotar en el agua cuando vio a su padre. Este la saludó con la mano y su hija le devolvió el saludo.

—¡Hola, papá! No te esperaba en casa esta tarde.

—Ha surgido algo —respondió su padre—. ¿Tienes un minuto? Tenemos que hablar.

—Pues claro. —Dio un par de enérgicas brazadas hasta la escalerilla, salió de la piscina y fue a coger una toalla. Era esbelta y ágil, pero con suntuosas curvas, y Hauptman sintió un conocido brote de irritación al ver lo escaso del bikini. Se contuvo con una sensación igual de conocida de regocijo irónico. Su hija tenía veintinueve años-T y había demostrado de sobra su habilidad para cuidarse sola. Lo que hiciera y con quien lo hiciera era asunto suyo, pero suponía que todos los padres se sentían igual. Después de todo, los padres recordaban cómo habían sido ellos de jóvenes, ¿no?

Lanzó una risita al pensarlo y se acercó a cogerle el albornoz. Se lo sostuvo mientras la joven se deslizaba en su interior para defenderse de la temperatura de la tarde, que comenzaba a caer, y después señaló con un gesto las sillas que rodeaban una de las mesas que había junto a la piscina. Stacey se ató el cinturón, se sentó, se apoyó en el respaldo, cruzó las piernas y lo miró con curiosidad; la alegría de su padre se desvaneció cuando recordó la noticia del día.

—Hemos perdido otra nave —dijo de repente.

Los ojos de Stacey se oscurecieron al comprender las implicaciones y no solo a nivel personal. Su padre había dicho «hemos» y el término era preciso ya que Hauptman había aprendido de los errores de su padre. Eric Hauptman había pertenecido a la última generación pretratamientos de prolongación y había insistido en controlar de forma directa y personal su imperio hasta el día de su muerte. A Klaus le había dado cierta autoridad, pero solo había sido uno de los muchos gestores y la muerte de su padre lo había dejado con una falta de preparación lamentable para las responsabilidades que lo aguardaban. Y lo que era peor, él pensaba que estaba preparado, así que sus primeros años en el despacho del director general habían supuesto una montaña rusa para el cartel.

Klaus Hauptman no estaba dispuesto a repetir ese error, sobre todo porque, contrario que su padre, él podía anticipar al menos otros dos siglos-T de actividad vigorosa. Se había casado bastante tarde, pero para entonces ya tenía muchas horas de vuelo y no tenía intención de permitir que Stacey se convirtiera en una zángana improductiva, por un lado, ni permitir que se sintiera excluida y apartada (y mal preparada), por el otro. Ya era la directora de operaciones del cartel para Mantícora-B, incluyendo la inmensa actividad minera de aquellos asteroides, y había llegado a ese puesto porque se lo había ganado, no solo por ser la hija del jefe. También era, desde la muerte de su madre, la única persona del universo a la que Klaus Hauptman amaba de una forma absoluta e inequívoca.

—¿Qué nave es? —preguntaba en ese momento y su padre cerró los ojos por un momento.

—El Buenaventura —suspiró y oyó a su hija contener el aliento con una exclamación de dolor.

—¿La tripulación? ¿El capitán Harry? —preguntó a toda prisa y Hauptman negó con la cabeza.

—Consiguió sacar a la mayor parte de su gente, pero él se quedó allí —dijo en voz baja—. Al igual que su primer oficial.

—Oh, papá —susurró Stacey mientras su padre apretaba un puño en el regazo. Harold Sukowski había sido el capitán del yate espacial de la familia cuando Stacey era pequeña. La niña estaba loca por él y había sido Harold el que le había enseñado astronavegación básica y la había preparado cuando se sacó la licencia de piloto para volar fuera de la atmósfera. Tanto él como su familia se habían convertido en personas muy importantes para Stacey, sobre todo después de la muerte de su madre. Por mucho que él la amara, Hauptman sabía que no siempre conseguía demostrarlo, y la fortuna y la posición de su hija habían dado como resultado una niñez solitaria. Había aprendido pronto a desconfiar de las personas que querían ser sus «amigas» y buena parte de aquellas con las que había entrado en contacto habían sido empleados de su padre. Cosa que también era Sukowski, por supuesto, pero además era un respetado capitán de naves espaciales, con todo el glamur que ello conllevaba y un hombre que la trataba no como a una princesa, ni como a la heredera de la mayor fortuna del reino, ni siquiera como a su futura jefa, sino como a una niña pequeña y solitaria.

Su hija lo adoraba. De hecho, Hauptman había experimentado unos celos profundos e inesperados al darse cuenta de cómo veía su hija a Sukowski. En su favor hay que decir que se había contenido y, si miraba atrás, se alegraba de haberlo hecho. No había sido el padre más fácil que podía tener una hija sin madre y la familia Sukowski había ayudado a llenar el vacío que había dejado la muerte de su mujer en la vida de Stacey. Esta había echado muchísimo de menos a Sukowski cuando le había entregado el yate a otra persona, pero también se había mostrado encantada cuando la antigüedad en la naviera Hauptman le hizo acreedor del Buenaventura, recién salido de los astilleros. Había arrastrado a su padre hasta la fiesta de nombramiento y le había regalado a Sukowski un sextante antiguo por el nombramiento; el capitán había respondido apuntándola como miembro supernumerario de la tripulación para convertirla en propietaria de quilla de su nueva nave.

—Lo sé. —Hauptman abrió los ojos, miró la piscina y apretó la mandíbula. ¡Maldito sea el Almirantazgo! ¡Sino la hubiera cagado allí, eso no habría pasado! Hauptman odiaba perder a cualquiera de los suyos, pero hubiera preferido cortarse una mano para ahorrarle aquello a Stacey. Y tuvo que admitir que él también sentía la pérdida de una forma profunda y personal. No había muchas personas de las que se hubiera sentido jamás cerca de verdad y jamás había mostrado ningún tipo de favoritismo con Sukowski porque era su política no hacerlo, pero la pérdida del capitán le dolía.

—¿Sabemos algo ya? —preguntó Stacey después de un momento.

—Todavía no. El agente que tenemos en Telmach envió una carta en cuanto el personal del Buenaventura informó de su pérdida, pero no ha habido tiempo para que llegara nada más. Por supuesto, Sukowski tenía la documentación de nuestra oferta de rescate en su caja fuerte.

—¿De verdad crees que eso va a significar algo? —preguntó Stacey con dureza. Su voz estaba llena de cólera, no contra su padre, sino contra la impotencia de ambos. Hauptman lo sabía, pero oír el enfado de su hija solo avivó el suyo y apretó la mandíbula todavía más.

—No lo sé —dijo al fin—. Es todo lo que tenemos.

—¿Dónde estaba la Armada? —quiso saber Stacey—. ¿Por qué no hicieron algo?

—Ya sabes la respuesta a eso —respondió Hauptman—. Ya van demasiado justos de personal para satisfacer otros compromisos. ¡Pero coño, si lo único que pude arrancarles fueron cuatro naves Q!

—¡Excusas! ¡Eso son solo excusas, papá!

—Quizá. —Hauptman volvió a mirarse las manos y suspiró una vez más—. No, seamos honestos, Stacey. Seguramente no pudieron hacer más.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué pusieron a Harrington al mando? Si querían acabar con este tipo de cosas, ¿por qué no enviaron a un oficial competente a Silesia?

Hauptman se estremeció por dentro. Stacey no conocía a Honor Harrington. Todo lo que sabía de ella era lo que había leído en los noticieros y visto en los HD… o lo que su padre le había contado. Y Hauptman era consciente, aunque no se sintiera muy cómodo con ello, que no era que se hubiera molestado mucho en hacerle a su hija un relato imparcial de lo ocurrido en Basilisco. De hecho, sabía que la humillación había pintado las acciones de Harrington durante su enfrentamiento con tonos incluso más oscuros cuando se las había descrito a Stacey después. No estaba demasiado orgulloso de eso, pero tampoco iba a volver atrás para corregir la historia a aquellas alturas. ¡Sobre todo, se dijo con fiereza, porque Harrington era una auténtica bomba de relojería!, pero eso también significaba que no podía decirle que había sido él el que había presionado para que nombraran a Harrington. No sin dar unas explicaciones que tampoco le apetecía mucho dar, en cualquier caso.

—Puede que sea una lunática —dijo en su lugar—, pero es una comandante de combate de primera clase. No me gusta esa mujer, ya lo sabes, pero a la hora de pelear es de las mejores. Me imagino que por eso la eligieron. Y hayan hecho lo que hayan hecho o no, o las razones que tuvieran para hacerlo —continuó con más fuerza—, el hecho es que hemos perdido el Buenaventura.

—¿Nos va a hacer mucho daño? —preguntó Stacey, echando mano de un tema menos personal y doloroso.

—En sí mismo, no mucho. Estaba asegurado y confío en cobrar bastante de la aseguradora. Pero nos van a subir las primas otra vez, y a menos que Harrington consiga hacer algo, quizá tengamos que plantearnos de verdad la posibilidad de suspender las operaciones en la Confederación.

—Si salimos nosotros, va a salir todo el mundo —le advirtió Stacey.

—Lo sé. —Hauptman se levantó y se metió las manos en los bolsillos mientras se quedaba mirando la piscina—. No quiero hacerlo, Stacey, y no solo porque no quiero perder nuestros ingresos. No me gusta lo que una salida general de Silesia le va a hacer a la balanza comercial. El Reino necesita los ingresos de las exportaciones y de esos mercados, sobre todo ahora. Y eso sin considerar siquiera lo que podría significar para la opinión pública. Si unos piratas desgreñados nos sacan de la Confederación, el pueblo puede verlo como una señal de que ya no podemos defendernos de los repos.

Stacey asintió tras él. La larga y tormentosa historia de su padre con la RAM era en gran parte producto de su papel como uno de los mayores constructores de naves del Reino Estelar, lo que lo ponía en constante conflicto con los contables de la RAM; pero ella sabía que otra parte surgía de la negativa de la Armada a doblegarse a su voluntad. Además, al igual que su padre, Stacey también era una astuta analista política y comprendía que esa misma inestable relación, junto con su riqueza, lo convertía en una persona muy atractiva para la oposición. Era uno de los contribuyentes financieros más importantes de los partidos de la oposición y como tal procuraba limitar en público su apoyo al esfuerzo bélico, hacía solo las declaraciones «apropiadas» para conservar su apoyo con sus propios fines, pero también era muy consciente de las implicaciones de la lucha contra la República Popular… y de lo que podía perder si el Reino Estelar era derrotado.

—¿A cuántos empleados hemos perdido hasta ahora? —preguntó Stacey.

—Contando a Sukowski y su primer oficial, tenemos casi trescientos desaparecidos —dijo Hauptman con amargura, y la joven se estremeció. Su esfera de autoridad no la ponía en contacto directo con los intereses exportadores del cartel con frecuencia y no se había dado cuenta de que el número fuera tan alto.

—¿Hay algo más que podamos hacer? —Hablaba en voz muy baja, sin presionar pero cargada de responsabilidad, la misma que había heredado de su padre, que se encogió de hombros.

—No lo sé. —Se quedó mirando la piscina durante un momento más y después se volvió para mirarla—. No lo sé —repitió—, pero estoy pensando en ir hasta allí en persona.

—¿Por qué? —preguntó Stacey a toda prisa, el tono agudizado por una alarma repentina—. ¿Qué puedes hacer desde allí que no puedas hacer desde aquí?

—Para empezar, puedo reducir en unos tres meses el intervalo de tiempo entre comunicación y comunicación —dijo con sequedad—. Y, además, sabes tan bien como yo que nada puede sustituir a la observación directa, de primera mano, de un problema.

—Pero si te pones a fisgonear por ahí fuera, podrían capturarte, ¡o matarte! —protestó su hija.

—Oh, lo dudo. Si fuera, iría en el Artemisa o en el Atenea —le aseguró y la joven se lo pensó un momento. El Artemisa y el Atenea eran dos de los cruceros de pasajeros de clase Atlas de la naviera Hauptman. Los Atlas tenían una capacidad de carga mínima, pero iban equipados con propulsores y compensadores de nivel militar y eran excelentes para trasladar deprisa a la gente de un sitio a otro. Dado que al Artemisa y al Atenea los habían construido de forma expresa para el trayecto de Silesia, también les habían instalado armamento de misiles ligeros; su alta velocidad y su capacidad de defenderse contra los piratas normales los convertía en vehículos muy populares entre los viajeros de la Confederación.

—De acuerdo —dijo Stacey después de un momento—. Supongo que estarás a salvo. Pero si tú vas, entonces yo me voy contigo.

—¿Qué? —Hauptman la miró con un parpadeo y después sacudió la cabeza con gesto rotundo—. ¡De ninguna manera, Stacey! Uno de los dos tiene que quedarse en casa para defender el fuerte, y no te quiero yendo de acá para allá por Silesia.

—En primer lugar —le espetó su hija sin ceder ni un centímetro—, tenemos personas muy bien pagadas y muy capacitadas cuyo cometido expreso es «defender el fuerte», papá. En segundo, si es lo bastante seguro para ti, también lo es para mí. Y en tercero, estamos hablando del capitán Harry.

—Mira —le dijo su padre con tono persuasivo—, sé lo que sientes por el capitán Sukowski, pero no puedes hacer nada que yo no pueda. Quédate en casa, Stacey. Por favor. Déjame encargarme a mí.

—Papá —unos ojos castaños acerados se encontraron con los azules de Klaus Hauptman, que tuvo la sensación de que se hundía—, voy a ir. Podemos discutirlo si quieres, pero al final, voy a ir.