10
—¡Dan la vuelta otra vez! —soltó la capitana de corbeta Hughes cuando una nueva andanada de misiles cayó sobre el Gudrid. ¡Recuperen gravitatónica ya! El técnico electrónico de primera clase Wanderman sentía las gotas de sudor que le corrían por la cara al agacharse sobre la sonda de diagnósticos y el duro flujo de la verborrea de combate lo invadió cuando los patrones de las NAL supervivientes maniobraron de repente para interceptar el último asalto de los atacantes. El ataque había sido una auténtica sorpresa y era obvio que se enfrentaban a todo un ataque de corsarios, no a unos piratas corrientes y molientes. El primer aviso que había recibido el equipo táctico de Hughes había sido la andanada de misiles que hizo trizas uno de los destructores de su escolta, y después, el enemigo había llegado a la carga en pos de los misiles.
—Sé que están ahí fuera —gruñó la teniente Wolcott, la oficial táctica agregada del Viajero, y Aubrey sintió una punzada de ineptitud. No sabía quiénes eran, pero tenían unos sistemas de guerra electrónica excelentes y esa GE estaba haciendo estragos con los sensores activos del Viajero. También tenían una plataforma pesada de misiles, por lo menos, que estaba entablando combate con la escolta del convoy desde algún punto más allá del espacio de detección activo de Wolcott. El alcance de los sensores siempre se degradaba en el hiperespacio y Wolcott necesitaba la gravitatónica de la nave para captar las signaturas de los propulsores de sus enemigos entre el picadillo de fondo de partículas cargadas, interferencias y el EMP de las detonaciones de las cabezas láser. Pero todo el sistema de detección gravitacional se había caído y Aubrey era incapaz de recuperarlo.
—¡Hemos perdido el Tomás! —anunció alguien, y esa vez Hughes lanzó una maldición en voz alta. Ya había tres atacantes muertos, pero esa era la cuarta NAL que se había cargado el enemigo y el Gudrid del capitán MacGuire también se había llevado una buena paliza.
—¡Cambio de objetivo! ¡Preparados a babor! —soltó la oficial táctica mientras aporreaba las teclas de su panel y las gigantescas baterías de energía del Viajero buscaban con avidez alguien que por fin entrase en su radio de acción.
—¡Avería en el gráser Cinco! —gritó alguien, y Aubrey oyó el traqueteo de las teclas de la terminal—. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Es un fallo del operador!
—¡Hostia puta! —Hughes se inclinó sobre su terminal. El personal del Viajero seguía estando demasiado verde y se notaba. Introdujo una consulta y escupió una maldición por lo bajo—. ¡Anulen Cinco! ¡Intenten supeditarlo a la central!
—¡Supeditando! —anunció la primera voz—. ¡Entrando… ahora! ¡Conectado de nuevo a control central!
—¡Rastreando! —dijo el alabardero jefe de Hughes—. Rastreando… rastrean, do… ¡objetivo localizado!
—¡Fuego!
Ocho gráseres, cada uno tan pesado como cualquiera de los que se pudieran montar en una nave de barrera, dispararon a la vez, atravesando como truenos las troneras del flanco del Viajero, y un atacante del tamaño de un crucero de batalla se desvaneció con el destello brillante de un tanque de fusión destruido.
—¡Ya tenemos uno! —gruñó alguien.
—Sí, pero ahora saben con qué vamos armados —dijo alguien más con tono serio.
—¿Permiso para desplegar lanzamisiles? —exclamó Wolcott, pero Hughes negó con la cabeza con violencia.
—Negativo. Todavía no hemos encontrado sus plataformas de misiles.
Wolcott asintió con tristeza. El Gudrid había perdido las puertas de las bodegas de carga de popa por culpa de un inesperado impacto recibido al comienzo del ataque que había inutilizado el sistema de lanzamisiles. Eso significaba que el Viajero tenía los únicos misiles pesados que le quedaban a Hughes, pero si revelaba su existencia contra los objetivos que podía ver, los que no podía ver concentrarían todo su fuego sobre ellos. Dada la fragilidad del Viajero, eso seria un desastre y Aubrey maldijo por lo bajo cuando vio parpadear el panel de diagnósticos. Los números y los gráficos comenzaron a caer en cascada a medida que el dispositivo interrogaba a los programas informáticos del sistema gravitatónico y los programas de prueba examinaban el equipo. Necesitaba a Ginger y su instinto para detectar problemas, pero Ginger era una de las bajas de Gravitatónica Uno y…
Destelló una luz roja y se le congeló la pantalla. Sus ojos examinaron los gráficos como una flecha y volvió a maldecir. El impacto que había destruido Gravitatónica Uno había perforado la matriz principal. El sistema de seguridad había protegido a la matriz en sí, pero la perforación había desangrado la cadena de transmisión de datos y había quemado el acoplamiento de datos primarios con Gravitatónica Dos. Para arreglar el problema iba a tener que sustituirlo todo ¡y eso llevaría horas!
—¡Allá va Linnet! —anunció un marinero de trazado cuando explotó el último escolta del convoy.
—¡Ahora vienen a por nosotros, señora! —dijo Wolcott de repente—. Bogies Siete y Ocho se acercan por popa, vuelan bajo, dos-cuatro-cero por dos-tres-seis. —Su voz ya era tensa, pero se endureció todavía más al completar el informe—. Trece y Catorce vienen a por nosotros por estribor, y vuelan alto, señora. Uno-uno-nueve por cero-tres-tres. ¡Parece que están intentando adelantarnos y cruzar nuestra estela!
—¡Enséñemelo! —soltó Hughes, y Wolcott cargó todos los datos en el gráfico táctico principal. La capitana de corbeta estudió los iconos por un instante y después asintió—. ¡Todo a babor, rumbo tres-tres-cero, mismo plano!
—Todo a babor, rumbo tres-tres-cero, mismo plano, señora —asintió el jefe O’Halley, y el Viajero empezó a hacer un intenso viraje.
—Juan y Andrés acaban de cargarse a Bogey Nueve —informó el alabardero de Hughes, pero la oficial táctica no dijo nada. Tenía los ojos clavados en la pantalla mientras el torpe carguero reformado giraba a babor, presentándole el vientre a la amenaza que llegaba por estribor, después regresó por la trayectoria que había seguido el convoy. La maniobra colocó el lado de babor de cara a los dos atacantes con alcance crucero que se acercaban desde «abajo» y los dedos de Hughes volaron por el panel.
—Objetivo localizado por radar, Bogies Siete y Ocho —anunció su alabardero.
—Dispare al girar —respondió Hughes con tono grave.
—Allá va Gudrid —gimió alguien—. ¡Se está partiendo!
—¡Carol, encuéntreme esas naves de misiles! —dijo Hughes, y Aubrey cerró los ojos mientras su mente funcionaba a toda velocidad.
Los atacantes habían sorprendido al convoy en su momento más vulnerable, mientras hacía el tránsito entre olas gravitacionales en las profundidades del hiperespacio. Las dos olas estaban a algo más de medio día luz de distancia una de otra en ese momento, su momento de mayor aproximación. A la máxima velocidad en hiperespacio que podía alcanzar el convoy les llevaría treinta horas hacer la transición y al sorprender al convoy allí, los atacantes habían podido aproximarse con propulsores. No solo los habían interceptado cuando los mercantes eran más lentos y menos maniobrables, sino que lo habían hecho bajo condiciones que les permitían utilizar sus propios flancos protectores y misiles. Y lo que era peor, nadie había captado su presencia a causa de las malas condiciones sensoriales y de los sistemas de contramedidas electrónicas inesperadamente buenos que tenían los atacantes, hasta que las primeras salvas habían destrozado a ambos destructores e inutilizado los lanzamisiles del Gudrid. El hecho de que en ese momento no estuvieran en una ola gravitacional había permitido al menos que Hughes lanzara a sus NAL y esa aparición, que no habían anticipado, junto con su potencia, había hecho vacilar al enemigo, pero no lo había ahuyentado. Al parecer, habían decidido que algo tan bien defendido tenía que merecer la pena el esfuerzo de la captura y, a pesar de sus pérdidas, seguían presionando con fuerza. Sin el apoyo de los misiles, el Viajero y sus restantes NAL todavía podían cargárselos a todos, pero para hacer algo sobre las plataformas de misiles necesitaban al menos verlas, y con la conexión caída, cómo coño iba Aubrey…
¡Espera!
El joven abrió los ojos de repente y metió una consulta en la sonda, después esbozó una sonrisa fiera. Iba completamente contra las ordenanzas y seria de lo más incómodo, pero si desconectaba el radar seis y metía las entradas de gravedad-dos a través de los sistemas del seis para llegar al radar auxiliar de la confluencia tres-sesenta-uno, y luego sacaba un cableado del radar auxiliar…
—¡Batería de babor, fuego, ahora! —soltó el alabardero de Hughes, y una batería nueva aulló en los gráseres del Viajero cuando apuntaron. Explotaron dos atacantes más, pero uno de ellos duró lo suficiente para devolver el fuego. Sus láseres más débiles atravesaron el flanco desprotegido y el inexistente blindaje de la nave Q hasta desgarrar el gráser tres y el cinco y misiles siete y nueve, con bajas casi totales en ambos engastes de energía.
Los dedos de Aubrey volaban al introducir las órdenes requeridas. Trabajaba más por instinto que por preparación, ya que nadie había intentado nada parecido hasta entonces, que él supiera, pero no había tiempo para estudiarlo como Dios mandaba. Los archivos de ejecución fueron rápidos y no muy limpios, pero deberían servir, después dejó caer la caja de control y abrió el equipo de herramientas de un tirón.
—¡No le quiten ojo a esos mamones de estribor! —ordenó Hughes.
—Fuego de misil enemigo deja a Gudrid y se dirige a nosotros —informó el teniente Jansen, desde defensa de misiles.
—Hagan lo que puedan —dijo Hughes con tono grave. Aubrey se metió bajo la pantalla del radar y se incrustó en el escaso espacio tan rápido que Jansen no tuvo tiempo de apartarse. El teniente lanzó un grito seco de sorpresa y luego apartó de un tirón los pies del camino de Aubrey; el técnico arrancó la cubierta del panel principal. Se obligó a tomarse un momento y asegurarse de que lo había identificado todo, después afianzó las pesadas pinzas caimán en los terminales de entrada. Rodó de espaldas, se sentó, sujetó el borde del panel y se lanzó por la cubierta deslizándose sobre el trasero de los pantalones, después rodó bajo el panel de Wolcott.
Al contrario que Jansen, la oficial táctica lo había visto llegar y se giró en la silla para darle espacio para trabajar mientras seguía manejando sus sensores.
—Pablo informa de pérdida de cuña y el Turista Galáctico ha recibido dos impactos en el anillo de propulsores de popa. Su aceleración está cayendo.
—¡Pónganos en tiempo mínimo para el Turista, timonel! —soltó Hughes—. Baterías de estribor, preparados. ¡Once y Trece están adelantándonos!
—¡Pájaros entrantes a nuestro alcance! —canturreó Jansen y después maldijo cuando Aubrey estiró la mano, sujetó el cable a las terminales situadas bajo el panel de Wolcott, y conectó los programas improvisados—. ¡Hemos perdido radar seis! ¡Vamos a anulación de emergencia de Baker Tres!
—¡Recuperada gravitatónica! —gritó Wolcott de repente, con tono triunfante—. ¡Plataformas de misiles enemigas en cero-uno-nueve por dos-cero-tres, alcance uno-punto-cinco millones de klicks! ¡Designadas Bogies Catorce y Quince! ¡Parecen un par de mercantes reformados, señora!
—¡Los tengo! —gritó Hughes—. ¡Preparados para hacer rodarlos lanzamisiles!
—Programando control de fuego —respondió Wolcott. Pasaron unos cuantos segundos y después—: ¡Solución aceptada y objetivo encontrado! ¡Lanzamisiles listos!
—¡Láncenlos! —bramó Hughes, y seis lanzamisiles cayeron por la popa del Viajero. Su repentina aparición cogió por sorpresa a los atacantes y ninguno intentó siquiera dispararles antes de que los propulsores de posición los hicieran girar a la derecha y lanzaran su carga. Sesenta misiles, mucho más pesados que cualquier cosa que tuvieran los atacantes, se dirigieron con un chillido hacia sus objetivos. Aubrey rodó de rodillas con un jadeo para observar sus trayectorias en el gráfico principal. Las cabezas láser alcanzaron el punto de ataque y detonaron, decenas de rayos láser desgarraron las naves de misiles. Sus defensas eran incluso más débiles que las del Viajero, no tuvieron ni una sola oportunidad y las dos estallaron bajo un bombardeo tremendo.
—¡Bien! —chilló alguien.
—¡Cuidado a estribor! —rugió Hughes. Los dos atacantes que seguían dibujando un arco por encima de la proa de estribor del Viajero todavía podrían haberlos matado, pero los corsarios ya habían perdido a la mitad de su escuadrón y la repentina revelación de la potencia de misiles del Viajero, junto con la pérdida de sus propias plataformas de misiles, los desanimó. Se detuvieron, aceleraron con fuerza y se fueron rodando para cubrirse con sus propias cuñas; Hughes separó los labios y enseñó los dientes.
—¡Siga lanzando lanzamisiles, Carol! ¡Quiero a esos cabrones!
—A sus órdenes, señora. Nueva solución programada. Lanzamos.
Un nuevo torrente de lanzamisiles salió por las puertas de la bodega de carga de popa del Viajero. Los atacantes que huían eran objetivos mucho más difíciles que las naves de misiles, pero no lo bastante fuertes como para resistirse a ese tipo de fuego. Hicieron falta solo cinco salvas más para matarlos a los dos y Hughes se recostó con un suspiro cuando los atacantes del otro lado de la trayectoria del convoy también giraron en redondo y huyeron como locos.
Aubrey se hundió y se sentó sobre los talones, después se pasó un antebrazo por la sudorosa frente cuando las pantallas quedaron en blanco de repente. Después volvieron a conectarse de nuevo, esa vez mostrando las naves intactas del convoy, que seguían avanzando con serenidad por la ola gravitacional MSY-002-91. Hughes se pasó una mano por el pelo antes de mirar a su personal táctico.
—No ha estado del todo mal —dijo, y en ese momento sonó el pitido que anunciaba el final del simulacro—. Tardamos en captarlos, pero una vez que empezó el tiroteo, lo habéis hecho muy bien.
—Desde luego que sí —dijo una voz de soprano, y Aubrey se levantó de golpe como pudo, sobresaltado. La capitana Harrington se encontraba en la escotilla abierta, entre los simuladores Alfa y Beta, donde el comandante Cardones había estado dirigiendo a los «atacantes». Mecía a su ramafelino en los brazos al tiempo que le frotaba las orejas. Aubrey no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí. Por la expresión de la cara de la capitana de corbeta Hughes, no era el único que se lo preguntaba.
Todo el mundo se levantó cuando la capitana entró en el compartimento, pero Honor sacudió la cabeza.
—Descansen, amigos. Se han ganado la posibilidad de sentarse.
Unas sonrisas de placer agradecieron el cumplido. La capitana se acercó al panel de Hughes e introdujo una orden. El momento en el que las plataforma de misiles habían aparecido de repente volvió a repetirse y la imagen se congeló y Honor asintió.
—Creí que Rafe ya los tenía con ese impacto en gravedad uno, artillera —comentó.
—Sí, señora. Yo también —asintió Hughes con emoción, y lady Harrington lanzó una risita.
—Bueno, si él no pudo pillarlos, supongo que los malos también van a tener unos cuantos problemas, ¿no? —dijo, y su felino emitió un suave y alegre «blik» de asentimiento.
—Nos habría pillado sin Carol —respondió Hughes, pero Wolcott negó con la cabeza.
—Yo no, patrona —le dijo a la capitana—. Fue Wanderman. —Señaló con un gesto de su cabeza castaña a Aubrey y esbozó una amplia sonrisa—. ¡No sé lo que hizo, pero funcionó!
—Eso he notado —murmuró lady Harrington y miró también a Aubrey. El técnico electrónico sintió que se ponía como un tomate, pero se puso firme y sostuvo la mirada de la capitana con toda la firmeza que pudo—. ¿Qué hizo? —preguntó la dama con curiosidad.
—Yo, esto, desvié los datos, señora… quiero decir, milady —dijo Aubrey, poniéndose más rojo que nunca al corregirse, pero la capitana se limitó a sacudir la cabeza con suavidad.
—Con «señora» es suficiente. ¿Adonde los desvió?
—Um, bueno, la matriz en sí seguía funcionando, señora. Solo eran las conexiones. Pero los datos de todas las matrices van por la confluencia tres-sesenta-uno. Es un nodo de preprocesamiento, y el sector que habían volado estaba más abajo. —El joven tragó saliva—. Así que, bueno, anulé los ordenadores principales para reprogramar los buses de datos y lo cargué a través del radar seis.
—Así que eso fue lo que pasó —dijo el teniente Jansen—. ¿Sabe que sacó del circuito la mitad de mi radar de defensa puntual de estribor cuando lo hizo?
—Yo… —Aubrey miró al oficial de Defensa de Misiles y después volvió a tragar, más angustiado—. No pensé en eso, señor. Es que era, bueno, lo único que se me ocurrió y…
—Y no había tiempo de discutirlo —lady Harrington terminó la frase por él—. Bien hecho, Wanderman. Muy bien hecho. Pensó rápido y además mostró iniciativa. —La capitana estudió a Aubrey muy pensativa y su felino giró la cabeza para posar los ojos verdes sobre el técnico electrónico—. Creo que nunca he visto hacer ese truco concreto hasta ahora.
—Eso es porque no debería funcionar —señaló Hughes. Tecleó algo en su terminal y lo estudió durante un momento, después silbó—. Pues sí que hay un cruce en tres-sesenta-uno, pero sigo sin ver cómo forzó la compatibilidad de datos. De hecho, tuvo que convencer al ordenador de batalla para que metiera tres buses independientes.
Sacudió la cabeza con expresión incrédula y todos los ojos se volvieron hacia Aubrey, que deseó que el suelo de la cubierta se lo tragara. Pero la capitana se limitó a sonreír y mirarlo con una ceja alzada.
—¿Dónde consiguió el software para hacerlo? —preguntó y Aubrey se encogió de hombros, incómodo.
—Yo, esto, lo fui improvisando sobre la marcha… señora —admitió, y Honor se echó a reír.
—¿Lo fue improvisando sobre la marcha? —Giró la cabeza y miró a Hughes con malicia—. Todavía tenemos unos cuantos problemas en las cubiertas de armas, pero parece haber reunido aquí todo un equipo, señora Hughes. Les felicito a todos.
Aubrey fue consciente del placer que inundó todo el simulador, la capitana se puso el felino en el hombro derecho y se dirigió a la escotilla central, después se detuvo y miró hacia atrás.
—Me gustaría revisar los chips con usted y el primer oficial, señora Hughes. ¿Pueden venir a cenar usted y la señora Wolcott esta noche?
—Por supuesto, milady:
—Bien. Y asegúrese de traer una copia de la improvisación de Wanderman. Veamos si podemos limpiarla un poco y almacenarla de forma permanente por si la volvemos a necesitar.
—Sí, señora.
—La improvisó sobre la marcha —repitió lady Harrington en voz baja mientras le sonreía a Aubrey, después sacudió la cabeza, lanzó una risita y salió del simulador.
* * *
Honor se recostó en su sillón de mando mientras el Viajero y el resto del convoy perdía velocidad a un ritmo constante de cuatrocientas gravedades, surcaban la ola gravitacional MSY-002-91 hacia la barrera beta y el regreso al espacio normal. Una deceleración que habría matado a su tripulación entera si la hicieran con los propulsores, pero hasta las más débiles de las olas gravitacionales del hiperespacio eran muchísimo más poderosas que cualquier cosa que pudiera generar el hombre, y sus «sumideros inerciales» eran proporcionalmente más profundos. Tampoco era que fuera necesario perder velocidad, al menos de forma estricta. Una nave perdía más del noventa por ciento de su velocidad al irrumpir en cada barrera del hiperespacio en una transición descendente, cosa que podía ser una maniobra muy práctica. Pero las transiciones de emergencia resultaban duras tanto para el personal como para los sistemas, y los patrones mercantes preferían la tensión más suave y segura de una transición a baja velocidad. No solo permitía que sus tripulaciones se ahorraran las violentas náuseas que provocaban las transiciones de emergencia, sino que también reducía el desgaste del nodo alfa en un porcentaje considerable, cosa que también hacía felices a los contables de sus jefes.
El convoy se estaba acercando al sistema de Nuevo Berlín, capital del Imperio andermano, a unos cuarenta y nueve años luz de Gregor. A la izquierda del Viajero, los destructores de la escolta de la comandante Elliot podrían haber hecho el viaje en siete días según los relojes del universo (o en poco más de cinco, por los suyos, dado el efecto de dilación del tiempo), pero habrían tenido que meterse en plenas bandas eta para hacerlo. Dada la antigüedad de algunas de las naves a su cargo, Elliot había mantenido el convoy en las bandas delta inferiores, donde su velocidad máxima aparente era de poco más de 912g, así que el viaje había llevado casi veinte días objetivos, o diecisiete subjetivos. La comandante había consultado la decisión con Honor que, aunque quizá nadie más lo supiese, era la auténtica oficial superior del convoy, pero Honor ni siquiera se había planteado invalidarla Podría haber parecido sospechoso que Elliot exagerara con la velocidad. Además le había dado a Honor más tiempo para realizar simulacros, como ese en el que Jennifer Hughes había dejado mal a Rafe.
Sonrió al pensarlo y miró al otro lado del puente, donde su primer oficial examinaba el mensaje de un alabardero y garabateaba una firma en la placa del escáner. A pesar de toda su habilidad como oficial táctico, Rafe se había emocionado un poco al darse cuenta que el Viajero se había quedado sin sistema gravitatónico y el Gudrid había perdido las puertas de salida de misiles. Las reglas del simulacro le impedían actuar según lo que sabía del armamento de las naves Q; no podía hacer nada hasta que se lo revelaran y él había hecho todo lo posible por obedecer, pero sabía que algo tenía que haberle pasado al sistema de control de disparo de Hughes cuando esta no había eliminado sus plataformas de misiles. Había seguido agobiándola, decidido a rematar la faena a toda prisa, pero la improvisación del TE Wanderman le había costado el combate.
Algunos oficiales quizá se hubieran molestado con el técnico electrónico pero Cardones se había mostrado encantado. Con la aprobación de Honor había sacado al joven de su puesto original y, a pesar de su falta de rango, lo había destinado al equipo de Carolyn Wolcott y lo había nombrado jefe permanente de gravitatónica, como suboficial interino de tercera clase. Wanderman parecía incapaz de creer su buena suerte y a Honor no le había hecho falta Nimitz para saber que el joven sufría un caso grave de idolatría en lo que a ella se refería; al parecer se había convertido en su heroína. Lo encontraba hasta cierto punto divertido, pero Wanderman parecía tenerlo bajo control, así que Honor no le había dicho nada. Después de todo, se dijo, solo será así de joven y solo estará en su primer destino una vez. No tiene sentido avergonzarlo, que lo disfrute.
Paseó la mirada entre Cardones y Wolcott con una leve sonrisa. Carolyn Wolcott había recorrido un largo trecho desde su primer destino a bordo del crucero pesado Intrépido. Siempre había sido una mujer con un gran aplomo, pero como teniente mayor irradiaba un aura inconfundible de confianza. No era mucho mayor que Wanderman, solo había nueve años-T de diferencia entre ellos, que no era mucho en una sociedad con tratamientos de prolongación, pero era obvio que el suboficial interino sentía un temor reverencial por ella.
El convoy cruzó la barrera alfa, irrumpió en el espacio normal a unos conservadores veinticinco minutos luz del G4 primario de Nuevo Berlín y los torbellinos del hiperespacio se desvanecieron de la pantalla. El sol de la capital del imperio era diminuto a esa distancia, pero el gráfico del repetidor de Honor quedó moteado de repente por decenas de signaturas de propulsores. La más cercana estaba a apenas un par de minutos luz de distancia y una de ellas se dirigía hacia el convoy a menos de unas tranquilas doscientas gravedades cuando captó las hiperhuellas FTL de los cargueros.
Pasaron unos segundos y el teniente Cousins se aclaró la garganta.
—A la comandante Elliot le está dando el alto un destructor andi, milady.
—Comprendido. —Honor apretó un mando para meter su chivato en el circuito y escuchó las transmisiones rutinarias entre la nave andermana y el Linnet de Elliot. La nave de guardia siguió acercándose hasta que sus sensores confirmaron la descripción que había hecho Elliot de sus pupilos y después se retiró a su posición inicial con una cortés bienvenida. A Honor le pareció todo terriblemente ingenuo pero sin duda era porque su reino ya llevaba tiempo en guerra.
El convoy continuó adentrándose en el sistema, rumbo a los almacenes orbitales y plataformas de carga que rodeaban el planeta principal de Potsdam. Allí fuera había decenas de naves de guerra, incluyendo lo que parecían tres escuadrones completos de batalla haciendo algún tipo de maniobras, y Honor sintió una punzada de tristeza. La AIA era más pequeña que la RAM pero su equipamiento se acercaba más que la mayoría al nivel del de Mantícora y pensó que ojalá el duque de Cromarty hubiera conseguido meter a los andis en la guerra. Después de todo, si Mantícora caía, el imperio iba a ser el siguiente en la lista de los repos y el apoyo de aquellas disciplinadas naves de guerra habría sido de una utilidad inconmensurable.
Pero la Casa de Anderman no pensaba lo mismo. O, más bien, era su emperador, Gustav XI, el que no tenía ninguna intención de meterse en la guerra hasta que no pudiese sacar partido, cosa que parecía genética entre los Anderman. Generaciones de emperadores habían ido extendiendo sus fronteras en un proceso de expansión lento pero constante que seguía una tradición consagrada: «a río revuelto, ganancia de pescadores». Era obvio que Gustav XI pensaba hacer lo mismo. Hasta ese momento Mantícora se las había arreglado sola, pero estaba claro que Gustav esperaba el momento en el que el Reino Estelar necesitara tanto un aliado que estaría dispuesto a hacer concesiones en Silesia para comprar los servicios de la armada andermana. A Honor le pareció una visión un poco miope, pero no habría sido muy realista esperar otra cosa de un andermano. Y una vez que el Imperio se ponía del lado de alguien, se quedaba hasta el final, al menos según su historial.
Quizá tampoco fuera tan extraño, caviló. Después de todo, Gustav Anderman había sido mercenario (y uno de los mejores del negocio) antes de tomar la decisión de «retirarse» a su propio imperio, y sus descendientes parecían haber heredado su misma disposición. Lo sorprendente era lo mucho que había aguantado el Imperio. Docenas de señores de la guerra habían construido reinos de bolsillo a lo largo de los seis o siete siglos anteriores, pero la única que había conseguido seguir adelante había sido la dinastía Anderman, porque por muchos defectos que tuviera, al parecer producía unos gobernantes fuera de serie. Claro que algunos habían tenido sus rarezas, empezando por su fundador.
Gustav Anderman estaba convencido de que era la reencarnación de Federico el Grande de Prusia. De hecho, estaba tan convencido que andaba por ahí vestido con un traje de época del siglo v ante diáspora. Nadie se había reído (cuando eras un comandante militar tan bueno como él, te podías permitir el lujo de hacer ese tipo de cosas), pero tampoco era lo que se podía llamar un comportamiento normal. Y luego había estado Gustav VI. Sus súbditos habían estado dispuestos a aguantar sus excentricidades, incluso cuando empezó a hablar con su rosal premiado, pero la situación se le fue un poco de las manos cuando intentó convertirlo en canciller. Eso ya había sido demasiado hasta para los andermanos, que lo depusieron sin estridencias. Pero la destitución creó más problemas ya que el Fuero Imperial especificaba que la Corona se heredaba por vía paterna y solo la heredaban los varones. Gustav VI era el único hijo varón y no tenía hijos propios, solo media docena de primos; empezaba a fraguarse una desagradable guerra dinástica cuando la mayor de sus tres hermanas puso fin a la locura abrazando una ficción legal. Hizo que el Consejo Imperial la declarara hombre, asumió la corona (y el control de la Flota Territorial de la AIA) con el nombre de Gustav VII e invitó a atacarla a cualquiera de sus parientes varones que sintiera la inclinación de hacerlo. Ninguno de ellos aceptó el reto y la dama conservó el trono como «su majestad imperial, Gustav VII» durante treinta y ocho años-T. Y resultó ser uno de los mejores gobernantes que había tenido jamás el Imperio, lo que ya era decir mucho.
El Imperio no era, pensó Honor con ironía, la típica monarquía corriente y moliente, pero, a pesar de algún que otro bache en el camino, la Casa de Anderman, por lo general, había hecho mucho por su pueblo. Para empezar, sus miembros eran lo bastante sabios como para conceder un gran nivel de autonomía a sus varias conquistas y habían demostrado tener auténtico talento para elegir sistemas que ya tenían problemas por una razón u otra. Como la República gregoriana, en Gregor-B. El sistema entero se había derrumbado en una guerra civil especialmente sucia antes de que entrara la AIA y declarara la paz, y al igual que tantas otras cosas del Imperio, esa tendencia a «rescatar» a sus conquistas se remontaba a Gustav I y la propia Potsdam.
Antes de que Gustav Anderman y su flota la ocuparan, Potsdam se llamaba Kuan Yi, como la diosa china de la misericordia. Que era uno de los nombres más irónicos que se le han dado jamás a un planeta, ya que la etnia china que lo había colonizado se había encontrado metida en una trampa tan letal como la que había estado a punto de matar a los ancestros de los graysonianos.
Al igual que los colonos manticorianos originales, los colonos de Kuan Yi partieron de la Antigua Tierra antes de que las velas Warshawski hicieran del hiperespacio un lugar seguro para los navíos de los colonos. Habían hecho el viaje de varios siglos de duración a velocidades inferiores a la luz y criogenizados, y solo para descubrir que al estudio original del planeta se le había escapado un pequeño detalle sobre el ecosistema de su nuevo hogar. En concreto, sobre su microbiología. El suelo de Kuan Yi era rico en todos los minerales necesarios y contenía la mayor parte de los nutrientes que requerían las plantas terrestres, pero sus microorganismos locales habían mostrado un apetito voraz por la clorofila terráquea y habían hecho estragos en todos los cultivos que habían plantado los colonos. Ninguno había molestado a los colonos ni a los animales terrestres que habían introducido, pero ningún tipo de vida terrestre podía vivir solo de la vegetación nativa. Era casi imposible cultivar alimentos y la cantidad que rendían era bajísima. Los colonos consiguieron (de algún modo) sobrevivir gracias a una labor matadora en los campos, pero algunos de los cultivos básicos quedaron asolados y las deficiencias dietéticas eran abismales; además, sabían que, a pesar de todos sus desesperados esfuerzos, la guerra que libraban contra la microbiología de su propio planeta era en el fondo una causa perdida. Con el tiempo iban a perder terreno suficiente como para quedar al borde de la extinción y no había nada que ellos pudieran hacer. Lo que explicaba por qué habían recibido la «conquista» de Anderman de su mundo natal casi como si fuera una expedición de auxilio.
Ninguna de las peculiaridades de Gustav Anderman le había impedido ser un administrador muy competente, además de poseer una capacidad excepcional para conceptualizar los problemas y sus soluciones. También tenía un gran talento, que la mayor parte de sus descendientes razonablemente cuerdos parecía compartir, para reconocer los talentos de otros individuos y darles el mejor uso posible. Durante los siguientes veinte años-T había llevado al planeta microbiólogos modernos e ingenieros genéticos para darle la vuelta a la tortilla creando variedades terrestres que se reían de los bichos nativos. Potsdam jamás se convertiría en un planeta ajardinado como el Chiste de Darwin o la Doncella Howe, con excedentes de alimentos para exportar, pero al menos sus habitantes pudieron alimentarse, ellos y sus hijos.
Lo que lo convirtió en una persona bastante aceptable para los nativos de Kuan Yi cuando decidió convertirse en su nuevo emperador. Sus manías no representaban un problema para ellos, habrían estado dispuestos a perdonar hasta la auténtica locura, y se convirtieron en súbditos muy leales. Gustav había empezado produciendo y exportando el único producto que entendía de verdad, mercenarios competentes y dirigidos con destreza, y después se había metido en el negocio de las conquistas por su cuenta. Para cuando murió. Nuevo Berlín era la capital de un imperio de seis sistemas y el imperio no había hecho más que crecer desde entonces, a veces de forma no muy espectacular, pero siempre constante.
—Nos están dando el alto, señora —dijo de repente el teniente Cousins, y Honor parpadeó cuando su voz irrumpió en su ensueño. Lo miró con las cejas alzadas y el teniente se encogió de hombros—. Es un haz hermético dirigido expresamente al «Oficial al mando, Viajero» —dijo, y Honor frunció el ceño.
—¿Quién es?
—No estoy seguro, señora. No hay identificador, pero viene más o menos de cero-dos-dos.
—¿Jennifer? —Honor miró a Hughes y la oficial táctica introdujo una consulta en su panel.
—Si el rumbo que da Fred está bien, viene de ese escuadrón de superacorazados andis —dijo después de un momento, y el ceño de Honor se intensificó, no había ninguna razón lógica para que una nave de barrera de la AIA le diera el alto a una única nave mercante manticoriana. Tamborileó con los dedos en el brazo de la silla de mando por un momento y después se encogió de hombros.
—Pásemelo, Fred, pero enfóqueme solo la cara.
—Sí, señora —respondió Cousins. Los primeros planos no eran habituales pero tampoco inauditos y por lo menos debería mantener el delator uniforme manticoriano de Honor fuera de la imagen. Sonrió cuando la luz de indicación de la cámara que tenía junto a la rodilla derecha se encendió un momento después y un hombre se asomó a la pequeña pantalla que había debajo.
Al igual que la mayor parte de los ciudadanos de Nuevo Berlín era de ascendencia predominantemente china y la piel que le rodeaba los ojos se arrugó con una sonrisa cuando asimiló la aparición de Honor. Vestía el uniforme blanco de almirante de la flota de la AIA, pero un pequeño sol rayado de oro trabajado resplandecía en el lado derecho del cuello alto y redondo; a Honor le costó bastante mantener una expresión impávida cuando lo vio ya que aquel sol lo utilizaban solo los individuos que estaban en la línea de sucesión directa a la corona imperial.
—Gutten Morgen, Kapitain. —El idioma oficial del Imperio era el alemán—. Soy Chien-lu Anderman, Herzog von Rabenstrange —continuó en inglés estándar con un acento un poco gutural—, en nombre de mi primo el emperador, le doy la bienvenida a Nuevo Berlín.
—Es muy amable por su parte, señor —dijo Honor con cautela mientras intentaba imaginar alguna razón concebible para que un duque andermano saludara en persona a la capitana de una nave mercante. No la encontró, pero era obvio que Rabenstrange la tenía, y el hecho de que ella estuviera cruzando territorio imperial con un navío armado que nadie se había molestado en mencionar al Imperio sugería que tenía que tener mucho, pero que mucho cuidado con todo lo que dijera.
—¿Y cree que puede extender el enfoque de su cámara, lady Harrington? —murmuró el almirante, y Honor entrecerró los ojos—. No puede ser muy cómodo tener que estarse tan quieta solo para evitar que yo le vea el uniforme, milady —añadió casi como pidiendo disculpas; Honor sintió que torcía la boca con una sonrisa irónica.
—Supongo que no —dijo y le hizo un gesto a Cousins, después se recostó en el sillón.
—Gracias —dijo Rabenstrange.
—No hay de qué, Herr Herzog —respondió Honor, decidida a corresponder a tanta urbanidad, el andermano sonrió—. Debo confesar —continuó la capitana— que me ha sorprendido en una situación yo diría que inferior, señor.
—Por favor, milady. También tenemos servicios de inteligencia, sabe. ¿Qué clase de malvados militaristas seríamos si no les siguiéramos la pista a todos los cruzan nuestro espacio? Me temo que algunos de los suyos tuvieron la lengua un poco suelta sobre ese escuadrón y su propósito. Quizá quiera comentárselo a la almirante Givens.
—Oh, lo haré, señor. Desde luego que lo haré —le aseguró Honor, y su interlocutor volvió a sonreír.
—De hecho —continuó Herzog—, mi primo me ha pedido que me ponga en contacto con usted para asegurarle que el Imperio andermano no pone ninguna objeción a su presencia en nuestro espacio y comprendemos la situación que les preocupa en Silesia. Pero su majestad lo consideraría un favor personal si el almirante Caparelli nos informara antes del próximo despliegue de naves Q. Entendemos que prefieran ocultarle su despliegue a la Confederación, pero es un poco grosero por su parte no decirnos nada a nosotros.
—Comprendido, mi señor. Por favor, envíele mis disculpas a su majestad por nuestro, bueno, descuido.
—No es necesario, milady. Se da cuenta de que cualquier descuido ha sido de sus superiores, no suyo. —Era obvio que el almirante se lo estaba pasando en grande, pero lo que decía iba en serio y Honor asintió—. Entretanto, sin embargo, me sentiría muy honrado si tuviera la amabilidad de cenar conmigo a bordo de mi nave insignia. Me temo que su reputación la precede y a mis oficiales y a mi personal les encantaría conocerla. Además, el emperador me ha ordenado que le ofrezca el apoyo logístico de la AIA en sus operaciones, y a mi oficial de inteligencia le gustaría compartir con usted los últimos informes y valoraciones sobre las condiciones en la Confederación.
—Vaya, gracias, mi señor, tanto en mi nombre como en nombre de mi reina. —Honor intentó ocultar su asombro, pero sabía que había fracasado; Rabenstrange sacudió la cabeza con suavidad.
—Mi señora —su voz era más profunda y mucho más seria— el imperio y el Reino Estelar están en paz, y comprendemos bien la gravedad de sus pérdidas. Los piratas son los enemigos de todas las naciones estelares civilizadas y será un placer ofrecer cualquier ayuda que podamos contra ellos.
—Gracias —repitió Honor, y su interlocutor se encogió de hombros.
—¿Las ocho treinta hora local le parece bien? —preguntó. Honor le echó un vistazo al crono calibrado según la hora local y asintió.
—Sí, señor. Me parece bien. Pero hay una cosa, milord.
—¿Sí?
—Ya veo que nuestro filtro de seguridad tiene más agujeros que un colador en lo que al servicio de información del Imperio se refiere, pero le agradecería mucho que evitáramos revelar nada más.
—Por supuesto, milady. Su convoy tiene programada una escala de tres días. Si coge una pinaza a la Estación Alfa, una de mis pinazas la recogerá allí para llevarla al Derfflinger. Me he tomado la libertad de concederle un permiso previo para que se aproxime a la dársena civil VIP de Alfa Siete-Diez, la seguridad de la estación se ocupará de que la galería no esté ocupada cuando atraque.
—Gracias otra vez, milord. Es muy amable por su parte. —El tono irónico de Honor reconocía la derrota. Rabenstrange no solo sabía que Honor estaba a puntó de llegar, sino que también había anticipado que le iba a pedir discreción. Pues menos mal que no estamos en guerra con esta gente, pensó. ¡Que Dios nos ayude silos repos llegan a pillarnos por aquí! Pero al menos se lo estaba planteando como un caballero.
—No hay de qué, milady. En todo caso, estoy deseando verla a las ocho treinta —dijo el almirante con otra sonrisa encantadora más, antes de interrumpir la comunicación.