9

9

Honor Harrington se encontraba en su silla de mando. Con una mano acariciaba al ramafelino, al que sostenía en el regazo, mientras la Viajero perdía velocidad en su camino hacia la terminal central de la Confluencia del Agujero de Gusano de Mantícora a un ochenta por ciento de la potencia que permitía la Armada como máximo en condiciones normales. El Vulcano había desmantelado por completo el puente original del carguero y lo había equipado con lo que podría haber pasado por los puestos de mando de una nave de guerra normal, pero un solo vistazo a las cifras de potencia del teniente Kanehama echaba por tierra la ilusión pensó Honor con sequedad, ya que la «potencia máxima» del Viajero era de solo ciento cincuenta y tres con seis ges.

Los nodos de un navío con motor a propulsión generaban un par de olas gravitacionales inclinadas, parecidas a placas, que atrapaban un trozo de espacio normal en un margen con forma de cuña. La nave flotaba en ese espacio, como un surfista equilibrado en el rizo de una ola encrestada que, en teoría, podría haber acelerado al instante hasta alcanzar la velocidad de la luz, llevándose al navío con ella. Pero ciertas pequeñas consideraciones prácticas (por ejemplo, que eso habría convertido en pulpa a la tripulación de la nave) lo desaconsejaban, y el hecho de que la física del motor exigía que la proa y la popa de la cuña tuvieran los extremos abiertos también limitaba la velocidad máxima de cualquier nave espacial. Fuera cual fuera su posible aceleración, la garganta abierta de la cuña de una nave significaba que tenía que preocuparse por densidades de partículas y el poco corriente, pero no desconocido, micrometeorito. Los campos antipartículas y antirradiación de una nave de guerra le permitía alcanzar una velocidad máxima en el espacio normal de punto ocho velocidad de la luz en las condiciones que había dentro del sistema estelar medio (las velocidades máximas eran un veinticinco por ciento más bajas en el hiperespacio, donde las densidades de partículas eran más altas, y un tanto superiores en zonas de densidades especialmente bajas), pero los diseñadores de mercantes no pensaban aceptar los costes y los recargos de masa que implicaban unos generadores tan poderosos. Por tanto, las naves mercantes se limitaban a alcanzar una velocidad máxima en el espacio normal de unos 0,7g y una velocidad máxima en el hiperespacio de no más de 0,5g… y por su diseño el Viajero era un mercante.

El hecho de que la garganta de la cuña propulsora fuera casi tres veces más «profunda» que su popa también explicaba por qué el sueño de todo táctico era cruzar la «G» de un adversario, dado que la cuña no la podía perforar ningún arma conocida y sus costados estaban protegidos por unos flancos gravitatorios más débiles, pero, con todo, extremadamente poderosos. El fuego de las armas de energía podía atravesar un flanco si se acercaban lo suficiente, aunque un disparo inclinado que se metiera por la garganta de la cuña no solo te exponía a muchos menos disparos de defensa, sino que también te proporcionaba la posibilidad de hacer un disparo perfecto contra el objetivo. Pero la mayor preocupación de Honor era la parsimonia de sus naves, porque iban a ser más lentas en vuelo sostenido que cualquier nave de guerra que se encontrasen… y también iban a tardar más en acelerar.

El índice de aceleración máxima de una nave dependía de tres factores: la fuerza de sus propulsores, la eficiencia de su compensador inercial y la masa. En lo que a propulsores se refería, los compensadores de nivel militar eran más potentes que las instalaciones mucho más baratas que montaban los mercantes y la clase Caravana era del tamaño de muchos superacorazados. Dada una eficiencia de compensador equivalente, una nave más pequeña podía descargar una mayor proporción de las fuerzas inerciales de su aceleración en el «sumidero inercial» de su cuña, lo que explicaba por qué las naves de guerra más ligeras podían huir de las más pesadas, a pesar de que sus velocidades máximas fuesen iguales. No era que la nave más pequeña pudiera volar más rápido, era que podía alcanzar su velocidad máxima antes y, a menos que su oponente más pesado pudiera acortar antes la distancia, jamás podían obligarla a entrar en acción. La situación era incluso peor para el Viajero de lo que lo habría sido para una nave de barrera, sin embargo, ya que un SA de su tamaño podría alcanzar el doble de su aceleración.

Todo lo cual significaba que el Viajero maniobraba como una tortuga octogenaria y que obligar a un enemigo a entablar combate requeriría astucia e ingenio.

Honor sonrió con ironía al pensarlo. Iban a necesitar práctica, pero sus capitanes y ella se habían pasado horas discutiendo posibles tácticas y poniéndolas luego a prueba en simulaciones y en las maniobras que le había permitido hacer el limitado periodo de tiempo que les había dejado su apresurado despliegue. No cabía duda de que algunas de sus ideas no resultarían muy prácticas en combate, pero Honor había sido consciente de la creciente seguridad que comenzaba a reinar entre ellos mientras exploraban las capacidades de sus naves, y lo que era cierto era que tenían una ventaja muy importante: si los malos pensaban que eran naves mercantes, casi podían contar con que el enemigo acortara las distancias por ellos, que era donde entraba la astucia y el ingenio, porque era a ella a la que le tocaba convencer al enemigo de que el Viajero era una auténtica presa: gorda, jugosa e indefensa, hasta que ya fuera demasiado tarde para que la evitaran.

Honor paseó la mirada por las pantallas desplegadas alrededor de su silla de mando con una sensación de satisfacción. El Parnaso y el Scheherazade flotaban con habilidad a babor y estribor del Viajero, manteniéndose apartados de su cuña de cien kilómetros de anchura, mientras que el Gudrid cerraba la marcha de la formación con forma de diamante. Los intervalos eran profesionalmente ajusta dos y dadas las limitaciones de tiempo, Honor estaba contenta con lo bien que había ido la puesta en marcha. No era que no hubiera preferido tener un poco de tiempo más. El Viajero había salido airoso de sus pruebas de aceptación tres semanas antes, seguido de cerca por el Parnaso y el Scheherazade, pero el Gudrid había tenido menos de dos semanas entre las pruebas y el despliegue. El capitán MacGuire había hecho maravillas y él y la comandante Stillman proyectaban una actitud llena de confianza, pero Honor sabía que los dos estaban preocupados por los posibles puntos débiles (humanos y materiales), que quizá no hubieran tenido tiempo de encontrar. En lo que a eso se refería. Honor compartía esa preocupación. Había hecho que se asignara a los veteranos con peor historial al Viajero al Parnaso, y lo había hecho de forma deliberada; Alice y ella podrían manejarlos sin problemas, pero era muy consciente de lo potencialmente debilitante que era aquella mezcla de novatos y desechos amargados. Casi todos sus departamentos seguían adaptándose y habría dado dos dedos de la mano izquierda por tener aunque fuera una semana más para seguir con la instrucción y preparar a su gente Pero el Almirantazgo había insistido en la necesidad de poner al GE 1037 en el espacio de Breslau y, dados los informes de inteligencia que había recibido ella no podía discutirlo.

Y lo que era peor, otros sectores también estaban empezando a informar de unos índices de pérdidas alarmantes y la última valoración de las condiciones silesianas hecha por la Oficina de Inteligencia Naval de la segunda lord del espacio Givens era tajante: el fracaso de la RAM a la hora de responder a las crecientes pérdidas del Reino Estelar había envalentonado incluso a atacantes que antes se alejaban de los navíos manticorianos. Dadas las circunstancias, el Almirantazgo había decidido que era casi tan importante que las alimañas espaciales de la Confederación supieran de la presencia del escuadrón como que Honor empezara de verdad a matar piratas. No habían ordenado ningún cambio en el perfil de su misión, pero el almirante Caparelli había dejado bastante claro que necesitaba a Honor y sus naves en Breslau lo antes posible.

Era extraño, pensó mientras el icono que marcaba el portal invisible de la Confluencia iba creciendo en la pantalla de maniobras. Jamás había estado involucrada en un proyecto con tanta urgencia, ni siquiera cuando había ayudado a organizar el Quinto Escuadrón de Cruceros de Batalla poco antes de comenzar la guerra. La continua presión del tiempo la había empujado a tomar atajos que nunca había tomado y jamás había estado tan nerviosa por la calidad de su tripulación. Había estado tan ocupada organizando al escuadrón en sí que casi no había tenido oportunidad de llegar a conocer al personal que no estaba en el puente, y ellos tampoco habían tenido la oportunidad de llegar a conocerla a ella. Con todo, la actuación del personal había sido bastante loable durante las limitadas maniobras que había podido llevar a cabo. Seguía habiendo demasiadas esquinas sin pulir y no se hacía ilusiones, sabía que Cardones y ella se encontrarían alguna más de la que todavía no sabían nada, pero a pesar de las preocupaciones del almirante Cortez y la inquietud que le inspiraban a ella uno o dos expedientes personales concretos, la materia prima de su tripulación parecía, en esencia, sólida.

—Cruzaremos el perímetro de la fortaleza en dieciocho minutos, milady —anunció el teniente Kanehama, de Astronavegación, y Honor asintió.

—Muy bien, señor Kanehama. Señor Cousins, póngase en contacto con la Central de la Confluencia y solicite permiso de tránsito y prioridad.

—A sus órdenes, señora. —El oficial de comunicaciones negro habló un instante por el micrófono y después volvió a mirar a Honor—. Tenemos permiso para hacer el tránsito, señora. El Viajero y tiene el número doce en la cola de Gregor. La prioridad para el resto del escuadrón queda a su discreción.

—Gracias. Informe al escuadrón que realizaremos el tránsito por orden decreciente de antigüedad, por favor.

—Sí, señora. —El teniente regresó a su panel y Honor miró a su timonel.

—Métanos en la cola, jefe O’Halley.

—A sus órdenes, señora. Entrando en la pista de aproximación.

Honor asintió. Un tránsito por la Confluencia no era una maniobra de batalla, pero tampoco era tan sencillo como un observador no experimentado podría creer, y el personal de su puente de mando solo había tenido unas cuantas semanas para hacer la instrucción, aunque fuera en simulacros. Pero se movían con una eficiencia callada que resultaba muy tranquilizadora, así que Honor se recostó en la silla, acariciando a Nimitz mientras observaba los puntos verdes de su escuadrón atravesar con ritmo seguro las fortalezas protectoras de la Confluencia.

El más pequeño de aquellos gigantescos fuertes concentraba una masa de más de dieciséis millones de toneladas; el espacio entre ellos estaba completamente poblado de minas y una cuarta parte de ellos tenía el cuartel general siempre en estado de alerta. Se turnaban cada cinco horas y media, y cada uno entraba en estado de alerta una vez por día manticoriano; el coste de desgaste de su equipo era impresionante.

Por desgracia, también era necesario…, al menos hasta que se tomara la Estrella de Trevor, lo que subrayaba la prioridad absoluta de las operaciones de la Sexta Flota.

Esas fortalezas eran, individualmente, más potentes que cualquier superacorazado, pero ni siquiera los controladores de tráfico del departamento de Astrocontrol manticoriano podían saber que una nave estaba a punto de utilizar la Confluencia hasta que llegaba. Eso significaba que el tránsito de una masa hostil siempre cogería por sorpresa a los fuertes y las pérdidas entre ellos serían importantes. Las pérdidas de los atacantes serían con toda probabilidad absolutas, pero el nuevo régimen repo ya había demostrado de sobra su crueldad y nadie podía permitirse el lujo de hacer caso omiso de la posibilidad de que lanzaran lo que equivaldría a un ataque suicida.

Honor había participado en una ocasión en una maniobra de la Flota desarrollada alrededor de un supuesto concreto: que la AP podría emplear una parte del gran número de naves de batalla que había construido para que la defensa de zona hiciese justamente eso. Todo el mundo sabía que las naves de batalla eran demasiado débiles para enfrentarse a los superacorazados o a los acorazados (como Honor había demostrado una vez más en la Cuarta Batalla de Yeltsin), que era por lo que Mantícora no tenía ninguna. La RAM solo podía permitirse construir y tripular naves que pudieran soportar la batalla, pero si una armada las tenía, las naves de batalla eran ideales para cubrir la retaguardia y defenderla de los escuadrones atacantes de cruceros o cruceros de batalla. También eran herramientas muy poderosas para evitar que los sistemas inquietos se independizaran, una de las razones por las que el viejo régimen las construyó y una tarea en la que el nuevo estaba utilizando como dos tercios de ellas.

Pero los autores de las maniobras habían supuesto que, dado que las naves de batalla eran inútiles en las acciones de la flota, la AP quizá las utilizara para lanzarlas contra la Confluencia desde la Estrella de Trevor con el único propósito de reducir el número de fortalezas. Los árbitros habían calculado que los repos podrían meter unas cincuenta en la Confluencia en un solo tránsito, poco más de un trece por ciento de su número total de naves de batalla, lo que significaba, en teoría, que podían hacer lo mismo más de una vez si funcionaba… Y con ese sacrificio el «oficial al mando» de los juegos de guerra «destruía» treinta y una fortalezas o una cuarta parte de toda la Fuerza de Defensa de la Confluencia. En términos puramente materiales, era un sacrificio de unos doscientos millones de toneladas de material y, suponiendo que no hubiera supervivientes en ninguna de las naves, ciento cincuenta mil hombres y mujeres, y solo a cambio de destruir cuatrocientos ochenta millones de toneladas de fortalezas y matar a más de doscientos setenta mil manticorianos. Si uno se limitaba a mirar los números y hacía caso omiso del coste humano, era una ganga, sin duda, sobre todo para una flota que, para empezar, ya era más grande; aunque Honor nunca había sido capaz de creer que una armada en su sano juicio fuera a aceptar los estragos que semejante operación suicida provocaría en la moral de la flota.

Por desgracia, uno no podía fiarse de la racionalidad de un enemigo cuando existía el riesgo de inutilizar las defensas de tu sistema capital. Sobre todo cuando, al contrario que la República Popular, ese sistema era también el único que tenías. La necesidad de contar con los fuertes de la Confluencia había consumido buena parte del presupuesto de la RAM durante décadas, hasta el punto de que el Reino Estelar había empezado la guerra con una marcada inferioridad de naves de barrera; y sus constantes exigencias en términos de costes y mano de obra seguían consumiendo recursos que podrían haberse destinado al frente. La retirada de aunque fuera la mitad de los fuertes de la Confluencia habría liberado personal cualificado suficiente para tripular veinticuatro escuadrones de SA y habría añadido más de un cincuenta por ciento a los efectivos de la RAM en esa clase, una posibilidad que, dada la experiencia que tenía con los problemas de personal que sufría DepPers, era más que suficiente para marear a Honor.

Pero no se podría hacer nada de eso hasta que el almirante Haven Albo tomase la Estrella de Trevor, lo que significaba que los repos iban a luchar con desesperación para impedirlo…, y explicaba por qué sus naves eran las únicas de las que el Almirantazgo podía prescindir para Breslau.

El punto luminoso del Viajero se detuvo con suavidad y se quedó inmóvil con respecto a la Confluencia, un número doce rojo resplandecía bajo él, en la pantalla.

El número no tardó en transformarse en once cuando la primera nave de esa cola hizo el tránsito; Honor apretó un taco del brazo de su silla de mando.

La pequeña pantalla que tenía junto a la rodilla izquierda se encendió con un parpadeo y apareció la cara de un hombre pelirrojo de ojos verdes. La comisura derecha de la boca de Honor se crispó, divertida, cuando Nimitz se sentó más erguido en su regazo y levantó las orejas. La figura esbelta de seis patas que se sentaba en el hombro del otro humano también se irguió y, una vez más, Honor percibió solo un matiz del profundo y complejo intercambio que se produjo cuando se encontraron los ojos de los dos ramafelinos.

—Ingeniería, comandante Tschu —dijo la voz profunda del hombre, y Honor sonrió.

—Preparado para configurar e izar la vela Warshawski, señor Tschu.

—A sus órdenes, señora. Preparado —respondió Tschu. Al igual que el almirante Georgides, Tschu también era nativo de Esfinge, pero su acompañante era una visión incluso más inusual que Nimitz u Odiseo, ya que era una hembra. La mayor parte de los felinos que adoptaban a humanos eran machos. A Honor, que conocía a más adoptados que la mayor parte de los humanos, solo se le ocurrían media docena de hembras que hubiesen establecido el vínculo y todas ellas habían adoptado a guardabosques del Servicio Forestal que nunca salían de Esfinge. Pero la compañera de Tschu no solo era hembra, sino que lo había adoptado cuando el muchacho solo tenía diez años más que Honor cuando la habían adoptado a ella. De hecho, Tschu estaba haciendo el tercer curso de la Academia cuando fue a casa de permiso y conoció a Samantha. Honor se estremeció al pensar cómo debía de haber complicado el equilibrio de su época en la isla Saganami el tener que acostumbrarse a eso también. Sin duda, al joven le habría venido mucho mejor que su compañera hubiera esperado un poco, pero como ya había descubierto antes que él un largo linaje de esfíngidos, los ramafelinos hacían lo que les daba la gana.

Físicamente hablando, Samantha era un poco más pequeña que Nimitz, con el pelomoteado de color castaño y blanco, un tono que habría sido incluso más difícil de ver en su entorno nativo que el pelaje liso de color crema y gris de Nimitz. Era también más joven que el felino de Honor y, desde un punto de vista ramafelino, era una jovencita muy, pero que muy atractiva. Algo, pensó Honor con ironía, que no le había pasado inadvertido a Nimitz. Los felinos se emparejaban en primavera, que era a lo que los esfinginos se referían cuando hablaban de «época de celo» de los ramafelinos, pero, al igual que los humanos, eran sexualmente activos todo el año… y habían pasado unos tres años-T desde la última vez que Nimitz había visto a una hembra de su especie. Honor no estaba muy segura de querer saber a dónde podría llevar aquello, pero dada la desproporción que había entre las adopciones de machos y hembras, era muy probable que no fuera la primera vez que Tschu se encontraba en aquella situación. O al menos eso esperaba, en cualquier caso.

Nimitz giró la cabeza, apartó la vista de la pantalla y la miró con los ojos verdes brillantes, Honor sonrió y le tiró de una oreja. Podía complicarle la vida que Nimitz decidiese coquetear con la compañera de uno de sus subordinados, pero no había nada en las ordenanzas que lo prohibiese. Además, a ella jamás se le ocurriría intentar interponerse en cualquier tipo de acuerdo que creyesen conveniente Nimitz y Samantha, y su felino lo sabía.

—Acercándonos al tránsito, milady —anunció Kanehama, y Honor salió de su ensimismamiento para descubrir que el número que había debajo del Viajero había ido bajando hasta el tres.

—Gracias, señor Kanehama. Pónganos en la pista de tránsito, jefe O’Halley

—A sus órdenes, señora. Entrando en la pista de tránsito.

El timonel hizo avanzar al Viajero una vez más, milímetro a milímetro siguiendo con calma a las dos naves que todavía tenían delante. Honor sintió que se ponía en tensión, aunque fuera de forma mínima. Aunque los cosmonautas y el público en general lo llamaban «agujero de gusano», los astrofísicos criticaban el mal uso del término. No era que fuera del todo inapropiado, pero en realidad la Confluencia era una grieta en el universo donde una ola gravitacional incluso más potente que las «Profundas Rugientes» había roto la barrera que separaba el hiperespacio del espacio normal. De hecho, era un embudo congelado de hiperespacio, y no de los tranquilos, ya que la ola gravitacional que lo atravesaba sin parar era muy potente. No se podían utilizar propulsores para el tránsito en sí y el alineamiento exigía una astronavegación exquisita, muy precisa. Uno de los instructores de la Academia de Honor lo había descrito diciendo que era como «entrar disparado en un tsunami con un kayak», y ella nunca había encontrado una analogía mejor.

Pero el apoyo adecuado podía facilitar el ejercicio y el teniente Kanehama permanecía relajado y tranquilo en su butaca, ante la consola, mientras los ordenadores de control de tráfico de la Confluencia proyectaban el camino exacto que penetraba en el corazón de la Confluencia. El timonel jefe O’Halley llevó al Viajero por esa trayectoria con la competencia y la elegancia que dan quince años de servicio naval, y Honor volvió a mirar a Tschu.

—Reconfigure ahora el trinquete.

—A sus órdenes señora. Reconfigurando el trinquete. Hipergenerador preparado para el tránsito.

—Muy bien —respondió Honor, y miró los repetidores del departamento de Ingeniería.

En Ingeniería todavía había muchas cosas que pulir, pero Tschu había puesto a su mejor personal en el turno del tránsito y la cuña propulsora del Viajero bajó a media fuerza mientras los nodos delanteros se reconfiguraban sin contratiempos. Ya no producían su parte de la fuerza total de la cuña; en su lugar, los nodos beta estaban por completo fuera del circuito mientras que los nodos alfa generaban el disco casi invisible de trescientos kilómetros de anchura de una vela Warshawski; Honor observó los números rojos que bailaban mientras la nave continuaba avanzando milímetro a milímetro solo con la potencia de los nodos de popa y la vela se adentraba cada vez más en la Confluencia.

—Preparados para vela trasera —le murmuró a Tschu sin apartar los ojos de los repetidores.

—Preparados —replicó el ingeniero.

A esa velocidad había un margen de seguridad de casi quince segundos a ambos lados antes de que la interferencia de las olas gravitacionales hiciese explotar los nodos de popa del Viajero, pero un tránsito mal ejecutado podía provocar náuseas y graves mareos en una tripulación. Además, ningún capitán quería quedar mal. Honor observó que los números del trinquete iban subiendo a una velocidad constante hasta que, de repente, cruzaron el umbral. La vela estaba obteniendo energía suficiente para proporcionar movimiento sin utilizar la cuña y Honor asintió con gesto brusco.

—¡Aparejen vela posterior!

—Aparejando vela posterior —respondió Tschu al instante, el Viajero se estremeció un poco cuando su cuña desapareció por completo. Avanzó más rápido y empezó a moverse solo con la vela Warshawski aunque, técnicamente hablando, seguía en el espacio normal; un icono que informaba del tiempo restante para el tránsito comenzó a destellar con fuerza, descontando los segundos en la esquina de la pantalla de Honor.

—¡Preparados para híper! —dijo la capitana y luego—: ¡Híper ya!

—A sus órdenes, señora.

Tschu le dio potencia al generador justo en el instante preciso y el Viajero se desvaneció. Durante un instante fugaz que ningún cronómetro ni sentido humano podía medir, dejó de existir, sin más, y luego, de repente, ya no estaban en Mantícora, sino a setecientos minutos luz del calorífero F9 conocido como Gregor A, a ciento ochenta años luz de Mantícora en el espacio einsteníano. Los discos de las velas eran espejos de color azul ardiente que liberaban la energía del tránsito y el hipergenerador volvió a conectarse de repente al final de su estallido programado de potencia. La nave volvió a deslizarse un poco más, en esa ocasión para salir de la terminal en lugar de para entrar. Honor asintió, complacida por la suavidad con la que había transcurrido todo el proceso.

—Tránsito completo —anunció el jefe O’Halley y Honor volvió a asentir.

—Gracias, jefe, y a usted también, señor Kanehama. Muy bien ejecutado. —La capitana notó el placer del astronavegador al oír el cumplido y volvió a mirar a Tschu.

—Reconfigure para conectar propulsor, señor Tschu.

—A sus órdenes. Reconfigurando para conectar propulsor. El Viajero plegó las alas mientras salía deslizándose de la ola gravitacional y el jefe O’Halley no necesitó instrucciones para recuperar la cuña a toda prisa. La nave aceleró y salió del umbral de tránsito, despejando el camino para el Parnaso; que la seguía mientras ellos bajaban por el carril de llegadas de Gregor y Honor comprobaba el gráfico una vez más.

La terminal de Gregor tenía sus propias fortalezas, aunque mucho más pequeñas y menos numerosas que las de Mantícora. El teniente Cousins carraspeó.

—El Mando de Defensa de Gregor nos da el alto, milady.

—Envíele nuestro número —respondió Honor. Todas las naves eran sometidas al mismo procedimiento aunque era más que nada una simple formalidad. Las naves podían entrar o salir de Mantícora a través de cualquiera de las terminales de la Confluencia, pero era imposible moverse directamente de una terminal secundaria a otra, así que cualquier llegada contaba con toda segundad con el permiso de la Central de la Confluencia. Pero la Defensa de Gregor tenía sus propias responsabilidades y Honor aprobaba que les hubieran dado el alto tan pronto.

—Permiso concedido, milady —informó Cousins—. El contraalmirante Freisner le da la bienvenida a Gregor y lamenta que no vaya a poder cenar con él —añadió. Honor sonrió.

—Salude al contraalmirante y dele las gracias por la intención. Dígale que estaré encantada de cenar con él en el viaje de regreso.

—Sí, milady.

Honor observó su gráfico cuando el Parnaso apareció tras ellos con un parpadeo y aceleró en pos del Viajero; ojalá hubiera podido aceptar la hospitalidad de Freisner, pensó. Por desgracia, para cualquiera que no perteneciera al Mando de Defensa de Gregor, el escuadrón no era más que un pequeño convoy de cuatro naves y no encajaba en absoluto con el perfil que el oficial al mando de Gregor invitara a la patrona de un mercante de paso a cenar con él. Además, el resto del convoy que debía unirse al GE 3017 para el viaje a Sachsen, el sistema nodal más cercano de la Confederación, estaba esperándola. La oficial superior de la escolta del convoy, compuesta por dos destructores, sabía lo que eran en realidad las naves de Honor, pero era la única, y Honor esperaba que la comandante Elliot se acordara de tratarla con esa cortesía brusca e impaciente que mostraría con cualquier otro mercante.

—¿Tiene la baliza del convoy, señora Hughes?

—Sí, milady —respondió la capitana de corbeta Jennifer Hughes, la oficial táctica del Viajero—. La baliza se encuentra en cero-uno-tres por uno-cero-uno. Alcance dos-punto-tres millones de klicks.

—Gracias. Llévenos a reunimos con los vecinos, señor Kanehama.

—A sus órdenes, señora. Timonel, vamos a cero-uno-tres por uno-cero-uno a cincuenta gravedades.

—Avanzamos hacia cero-uno-tres por uno-cero-uno a cincuenta gravedades —respondió el jefe O’Halley, y Honor Harrington cruzó las piernas mientras la anticipación le zumbaba en el fondo del cerebro. A pesar de las prisas, de los miles de detalles, de todas las preguntas sin respuesta sobre la calidad de su tripulación o la naturaleza exacta de las amenazas a las que debía enfrentarse y superar, allí estaba, luciendo de nuevo el uniforme de la reina; así que se permitió el lujo de disfrutar de aquella sensación: había vuelto a casa y su nave avanzaba para enfrentarse a lo que fuera que les esperaba.