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El técnico electrónico de primera clase Aubrey Wanderman era casi tan joven como el tratamiento de prolongación lo hacía parecer. Era moreno y delgado, con ese aspecto nervudo y a medio terminar de la juventud; estaba todavía en primero cuando había dejado el programa de física de la universidad Mannheim para alistarse. Su padre, que era ingeniero, se había opuesto a esa decisión, pero no había sido capaz de hacer cambiar de opinión a Aubrey. Y aunque James Wanderman todavía lamentaba el «exceso de fervor patriótico» de su hijo, Aubrey sabía que, aunque fuera en secreto, se sentía muy orgulloso de él. Y, pensó con ironía, ni siquiera su padre podría quejarse de la educación a la que lo había sometido la Armada. Cualquier universidad importante le concedería un mínimo de tres años de créditos por los cursos intensivos que había hecho, y el hecho de que los hubiera terminado con una nota de tres con noventa y tres sobre cinco explicaba el galón de primera clase que lucía en la manga.

Pero por muy gratificante que fuera su ascenso, le había llevado casi dos años enteros ganárselo. Sabía que una armada moderna necesitaba personal cualificado, no carne de cañón sin especialización, pero adquirir esas cualificaciones parecía haberle llevado una eternidad y él se había sentido un tanto culpable cuando comenzaron a filtrarse por Mantícora los informes de batalla de Nightingale y la Estrella de Trevor. Estaba deseando incorporarse a una nave, no sin miedo ya que no se consideraba una persona demasiado valiente, sino con una especie de impaciencia asustada y, de hecho, le habían dado destino en una nave de barrera. Y lo sabía porque el jefe Garner le había dejado echar un vistazo al papeleo inicial.

Solo que ya no era así. De hecho, no lo habían destinado a ninguna nave de guerra propiamente dicha, sino que lo habían sacado del canal habitual que seguía el personal y lo habían destinado a una nave mercante armada.

La decepción había sido aplastante. Todo el mundo sabía que los «cruceros» mercantes eran de chiste. Se pasaban la vida en largas, aburridas e inútiles patrullas tan carentes de importancia que no se desperdiciaban naves de guerra auténticas en ellas, o bien iban saltando de un sistema a otro jugando a las escolta, en sectores donde no hacían falta escoltas de verdad mientras los demás seguían librando la guerra. ¡Aubrey Wanderman no había dejado su vida civil en suspenso y se había alistado en la Armada de la Reina para que pudieran endosarle una misión en el olvido!

Pero si algo había aprendido Aubrey era que cuando la Armada daba una orden esperaba que la obedecieran. Sentía cierta envidia melancólica de los veteranos que llevaban el tiempo suficiente en el servicio como para saber cómo plegar el sistema con sutileza a su voluntad, pero él seguía estando demasiado verde para eso. El jefe Garner se había mostrado comprensivo, pero no había alentado en absoluto las tímidas insinuaciones de Aubrey de que debía de haber alguna forma de cambiar sus órdenes, y supo entonces que no le quedaba más remedio que aceptar la desilusión.

Se había pasado los dos días siguientes de interminable proceso burocrático en un estado de depresión resignada, y su sensación de traición había crecido con cada hora que pasaba. Se había partido el culo para graduarse con el número dos de su clase, tendrían que haber mostrado alguna consideración con eso, ¿no? Pero no había sido así, así que había organizado su taquilla con una pulcritud sombría y mecánica y se había unido al resto del destacamento de la escuela que compartía su destino.

Y había sido entonces cuando había comenzado a tener esperanzas de que, quizá, solo quizá, no era un destierro a la oscuridad absoluta, después de todo. Estaba sentado en la explanada de la escuela, pensando en su poco apetecible destino cuando Ginger Lewis se había dejado caer en el banco que tenía al lado.

Ginger era especialista en gravitatónica, como Aubrey. La esbelta pelirroja se había graduado con el número diecinueve en una clase de cien, no mucho comparado con el número dos de Aubrey, pero era doce años mayor que él y el joven siempre había sentido un cierto, y secreto, temor reverencial por ella. El fuerte de Ginger nunca había sido la teoría, como ocurría con Aubrey, pero tenía un misterioso instinto para detectar y solucionar problemas, como si, de hecho, pudiera «presentir» dónde estaba el problema. También contaba con la madurez añadida de su edad, y el hecho de que fuera extremadamente atractiva no había sido diseñado para tranquilizar más a Aubrey cuando estaba con ella. Como tampoco ayudaba el apodo que le había puesto («Niño Prodigio»), Aubrey pensaba que solo era un juego de palabras con su apellido (Wanderman y «Wonder Boy» en inglés), por culpa de sus notas altas, pero lo hacía sentirse incluso más imberbe a su lado.

—¡Eh, Niño Prodigio! —dijo Ginger con tono alegre—. ¿También te han asignado al Destacamento Sesenta?

—Sí —asintió él con aire triste.

Ginger lo miró alzando las cejas rojizas.

—¡Oye, no dejes de ir a tu funeral por mí ni nada, eh! —Aubrey tuvo que reírse al oír el tono de su compañera, pero la burla no iba tan desencaminada.

—Perdón —murmuró el muchacho, y apartó la vista—. Tenía destino en el Bellerophon —suspiró—. El jefe Garner me enseñó el papeleo. ¡Y van y me meten en un crucero mercante!

Hizo una mueca de desprecio con las dos últimas palabras y no estaba en absoluto preparado para la reacción de Ginger. No se mostró muy comprensiva. Ni siquiera lo compadeció como habría hecho cualquier compañero de sufrimientos con un poco de sensibilidad. ¡La chica se echó a reír!

Aubrey giró la cabeza de golpe y su compañera lanzó otra carcajada más fuerte todavía al ver su expresión. Después sacudió la cabeza y le dio unas palmaditas en el hombro igual que había hecho su madre cuando un Aubrey de diez años había destrozado el patinete gravitatorío.

—Ay, Niño Prodigio, ya veo que todavía no te has enterado de la última. Pues claro que te están mandando a un crucero mercante, ¿pero no sientes un poquito de curiosidad por saber de quién es ese crucero mercante?

—¿Y por qué habría de sentirla? —bufó—. ¡Será de algún reservista medio chocho o de un imbécil total al que no se le puede confiar una auténtica nave de guerra!

—¡Ay, madre! Pues sí que estás tú bueno. Escucha, Niño Prodigio, tu «reservista medio chocho» es Honor Harrington.

—¿Harrington? —Ginger asintió, Aubrey se quedó mirándola con la boca abierta durante casi quince segundos antes de poder volver a pronunciar palabra—. ¿Te refieres a esa Harrington? ¿Lady Harrington?

—La única e incomparable.

—Pero… ¡pero si sigue en Yeltsin!

—Deberías leer los noticieros de vez en cuando, en serio —respondió Ginger—. Hace más de una semana que ha vuelto. Y cierto informador muy bien ubicado y que siempre ha sido una fuente fiable, por razones obvias —Ginger pestañeó con aire sexi—, me ha dicho que le han dado un toque para que sea la oficial al mando de nuestro pequeño escuadrón.

—Dios mío —murmuró Aubrey. Se advirtió que no había motivos para emocionarse demasiado. Después de todo, a lady Harrington prácticamente la habían desterrado a la fuerza después del escándalo de los duelos. Era muy posible que le hubieran endosado esa misión en el olvido que Aubrey había supuesto que era ese destino, pero no le parecía posible. La mujer que los reporteros habían bautizado con el apodo de «la Salamandra», por su costumbre de estar donde más caliente era la situación, era una comandante de combate demasiado buena para eso. Y tampoco se podía decir que la idea de dejarla a media paga hubiera partido de la Armada. Si la Flota le había pedido que volviera, ¡seguro que era para darle el mejor uso posible!

—Pensé que eso te animaría un poco, Niño Prodigio —dijo Ginger—. Tú siempre has aspirado a la gloria, ¿no? —Aubrey se puso como un tomate, pero su amiga se limitó a soltar una risita y darle otro golpecito en el hombro—. Estoy segura de que en cuanto lady Harrington se dé cuenta de todo lo que vales, te pondrá a trabajar en su propia cubierta de mando.

—¡Oh, venga ya, Ginger! —dijo el joven riéndose casi a regañadientes, y su compañera sonrió.

—¡Eso está mejor! Y… —Hizo una pausa y ladeó la cabeza— me parece que están anunciando nuestra lanzadera.

* * *

Eso había sido catorce horas antes y en ese momento Aubrey lanzaba un suspiro agradecido mientras tiraba de su taquilla rumbo al camarote temporal que le habían asignado en su cubierta contragravitatoria. Ya había visto camarotes comunales de sobra desde que se había alistado en la Armada, pero al menos no tendría que soportar ese durante mucho tiempo. El suboficial subalterno que había recogido a su destacamento en la explanada del Vulcano les había advertido que embarcarían en sus naves en menos de seis días, y a pesar de su desaliento anterior, Aubrey se dio cuenta de que en realidad estaba deseando que llegara el momento.

La asignación de camarotes se había hecho por orden alfabético y Aubrey había sido el único que sobraba de su destacamento. Estaba acostumbrado a encontrarse al final de cualquier lista de nombres de la Armada pero, aparte de él, el camarote estaba vacío en esos momentos y él echó de menos a sus compañeros mientras examinaba el compartimento. Fue a comprobar el plano del mamparo arrastrando con él la taquilla y al verlo se le iluminaron los ojos. Todavía quedaban dos literas de abajo libres, así que metió su chip de identificación en la ranura y marcó una para su propio uso. Oyó pasos a su espalda y un pequeño grupo de uniformes entró en el camarote, sacó el chip y se apartó para dejar libre el plano para los recién llegados. Arrastró su taquilla hasta la litera que se acababa de asignar y la metió en el espacio que quedaba debajo, después se sentó en el catre, con un suspiro de alivio por poder darles un descanso a sus agotados pies.

—¿Sabéis quién está al mando de este escuadrón de mierda? —preguntó alguien y Aubrey miró a los hombres apiñados alrededor del plano, sorprendido por el tono malhumorado de la pregunta.

—Pues sí —dijo alguien con tono de profundo asco—. Harrington.

—¡Oh, Dios! —gruñó la primera voz—. Vamos a morir todos —y después continuó con una especie de satisfacción mórbida—. ¿Habéis visto las listas de bajas que termina presentando siempre?

—Ya —asintió la segunda voz—. Nos van a meter en pleno cagadero y la tía se va a ganar otra medalla por tirar de la cadena con nosotros dentro.

—No si yo puedo evitarlo —murmuró una tercera voz—. Si quiere jugar a los héroes, me parece bien, pero yo tengo cosas mejores que hacer que…

La concentración de Aubrey en la malhumorada conversación se vio interrumpida de repente cuando alguien le dio una patada al marco de su litera.

—¡Eh, mocoso! —dijo una voz profunda—. Saca el culo de mi catre.

Aubrey levantó la cabeza, sorprendido, y el que había hablado lo miró furioso. Aquel hombre fornido y moreno era mucho mayor que Aubrey, con un rostro duro y cicatrices en los nudillos. Tenía cinco almohadillas doradas en el puño de la camisa, cada una de las cuales indicaba tres años manticorianos (casi cinco años-T) de servicio, pero solo era un técnico de motores de segunda clase. Lo que significaba que, en realidad, Aubrey era su superior, aunque se sintió cualquier cosa menos superior cuando aquellos gélidos ojos castaños lo miraron con desprecio.

—Creo que se ha equivocado —dijo Aubrey con toda la calma que pudo—. Esta litera es mía.

—Ah, no, de eso nada, mocoso —dijo el otro con tono desagradable.

—Compruebe el plano —dijo Aubrey con sequedad.

—Me importa una puta mierda lo que diga el plano. Y ahora saca el culo de mi catre mientras todavía puedas caminar, mocoso.

Aubrey parpadeó y luego se puso pálido cuando el otro cerró un puño grande de aspecto peligroso y se frotó los nudillos en la manga con una sonrisa inquietante. El más joven lanzó una mirada por el camarote, pero aparte del pequeño grupo de seis o siete que acompañaban a su atormentador, no había nadie más presente, y ninguno de los otros parecía muy decidido a ponerse de su lado. Eran todos mayores que él, comprendió, y ninguno parecía ostentar el rango que deberían tener hombres de su edad. La mitad, por lo menos, esbozaba sonrisas tan desagradables como el técnico de motores que tenía delante y, aparte de un fornido e inquieto paramédico cuyos ojos nerviosos no dejaban de evitar la confrontación, los que no sonreían parecían totalmente indiferentes a aquella escena.

Hasta ese momento, Aubrey se las había arreglado para evitar ese tipo de cosas a lo largo de su carrera en la Armada, pero no era tonto. Sabía que estaba metido en un lío, pero también sabía por instinto que si cedía en ese momento, las consecuencias lo perseguirían durante mucho tiempo después de que terminara ese episodio. Aunque el instinto estaba igualado por el miedo, nunca había tenido un enfrentamiento violento, y mucho menos una pelea, y aquel sonriente técnico de motores lo superaba en masa corporal por lo menos en un cincuenta por ciento.

—Mire —dijo, intentando todavía no perder la calma—. Lo lamento, pero yo llegué aquí primero.

—Tienes razón, lo vas a lamentar —se burló el técnico de motores—. De hecho, eres el pedazo de mierda más lamentable que he visto en meses, mocoso. Y vas a tener un aspecto mucho más lamentable si te tengo que decir otra vez que muevas ese culito de rosa.

—No pienso moverme —dijo Aubrey con tono rotundo—. Coge otra litera.

Algo muy desagradable destelló en aquellos ojos castaños. Era casi una luz de alegría despiadada, y el técnico de motores se lamió los labios como si anticipara el sabor de un caramelito especial.

—Acabas de cometer un gran error, mocoso —susurró, y la mano izquierda del matón salió disparada. Se cerró alrededor del cuello del mono de uniforme de Aubrey y el joven sintió una punzada de terror puro cuando aquel puño lo sacó de la litera de un tirón. Cogió la muñeca del otro con las dos manos e intentó soltarse el cuello, pero era como intentar hacerle una llave de lucha libre a un árbol—. Da las buenas noches, mocoso —canturreó el técnico de motores y el puño derecho le pasó con limpieza junto al oído.

—¡Quieto! —Aquella única palabra restalló como un disparo y la cabeza técnico de motores giró en redondo. Estiró los labios en una mueca de desdén, pero también había algo más en sus ojos. Aubrey también giró la cabeza mientra luchaba por respirar, la mano que le retorcía el mono lo estaba asfixiando.

Había una mujer en la escotilla del camarote, con las manos en las caderas unos ojos penetrantes que eran tan fríos o más que los del técnico de motores Pero eso era en lo único que se parecían, ya que la mujer daba la sensación dé haberse escapado de un póster de reclutamiento. Lucía siete almohadillas doradas en el puño de la camisa y en el hombro llevaba tres galones y bandas centradas sobre la antigua ancla dorada de un primer contramaestre en lugar de la estrella que utilizaban otros rangos para destacar a un suboficial mayor de clase superior; los ojos femeninos barrieron el inmóvil camarote como si fuera un viento gélido.

—Quítele las manos de encima, Steilman —dijo con tono tajante y un pronunciado acento de Gryphon. El técnico de motores la miró un momento más y luego abrió la mano con un papirotazo burlón. Aubrey se desplomó a medias en la litera, después se puso en pie como pudo, con un rosetón rojo en las pálidas mejillas. Agradecía la intervención de la suboficial mayor y sabía que lo acababa de salvar de una paliza brutal, pero también era lo bastante joven para que le diera vergüenza que tuvieran que salvarlo.

—¿Alguien quiere decirme lo que está pasando aquí? —preguntó la oficial con una calma letal. Nadie dijo nada y los labios femeninos esbozaron una mueca de desdén—. Cuéntemelo, Steilman —dijo sin alzar la voz.

—Solo ha sido un malentendido —dijo el técnico de motores con el tono de alguien al que no le importaba demasiado que su público supiera que estaba mintiendo—. Este mocoso se ha quedado con mi litera.

—¿Ah, sí? —La mujer entró en el camarote y los espectadores se apartaron de su camino como por arte de magia. Le echó un vistazo al plano y luego miró a Aubrey—. ¿Se llama Wanderman? —preguntó con un tono mucho menos amenazante, y el joven asintió.

—S-sí, suboficial mayor —consiguió decir y se puso más colorado todavía cuando se le quebró la voz.

—Con «contramaestre» servirá, Wanderman —respiró, y Aubrey contuvo el aliento, sorprendido. La tripulación de una nave de la reina solo llamaba «contramaestre» a una persona. Esa persona era el suboficial superior de su dotación, y el contramaestre, como sus instructores le habían dejado muy claro, se sentaba directamente a la diestra de Dios.

—Sí, contramaestre —consiguió decir, la suboficial asintió y después volvió a mirar a Steilman.

—Según esto —y señaló el plano con una sacudida de la cabeza—, esa litera es suya. Y por si usted no se había dado cuenta, Wanderman es un primera clase. A menos que me traicione la memoria, eso lo pone por encima de una cagada de carrera como la suya, ¿no es así, Steilman?

El técnico de motores apretó los labios y le destellaron los ojos, pero no dijo nada y la contramaestre sonrió.

—Le he hecho una pregunta, Steilman —dijo, y el otro apretó los dientes.

—Sí, supongo —dijo con tono desagradable. La mujer ladeó la cabeza y el técnico añadió un hosco «contramaestre» a la respuesta.

—Sí, así es —le confirmó la suboficial. Después volvió a mirar el plano, dio unos golpecitos en una de las literas de arriba que no había reclamado nadie, la que más lejos estaba tanto de la escotilla como de la proa—. Creo que este sería el lugar ideal para usted, Steilman. Acceda al sistema.

Los hombros del técnico estaban tensos, pero desvió la mirada de los ojos fríos y serenos que lo contemplaban y se acercó con pasos coléricos al plano. Metió su chip y pintó la litera indicada; la contramaestre asintió.

—Ya está, ¿lo ve? Un poco de orientación y hasta usted es capaz de encontrar su litera. —Aubrey observó el procedimiento entero con un nudo congelado en el estómago. Estaba encantado de ver que Steilman se llevaba su merecido, pero temía lo que le haría el técnico de motores cuando se fuera la contramaestre.

»De acuerdo, todos, a formar —dijo, mientras señalaba la franja verde que cruzaba la cubierta. Aubrey se puso en pie. Los otros arrastraron los pies con aire resentido y se pusieron en fila mientras el joven iba a reunirse con ellos; la contramaestre cruzó las manos a la espalda y los examinó sin inmutarse

—Me llamo MacBride —dijo con tono tajante—. Algunos de ustedes, como Steilman, ya me conocen, y yo lo sé todo sobre ustedes. Usted, por ejemplo, Coulter. —Señaló a otro técnico de motores, un hombre alto de constitución nervuda con las mejillas picadas de viruelas y unos ojos que se negaban a encontrarse con los de la contramaestre—. Estoy segura de que su capitán estuvo encantado de ver desaparecer ese culo de rata de su nave. Y en cuanto a usted Tatsumi —le lanzó una mirada severa al nervioso auxiliar médico—, si le pilló esnifando esfinge verde en mi nave, va a desear que me hubiera limitado a sacarle de una patada por una esclusa.

MacBride hizo una pausa, como si quisiera que alguien comentara algo. No habló nadie, pero Aubrey sintió que el resentimiento y el odio brotaban a su alrededor como veneno, y los nervios se le pusieron de punta. Jamás se había imaginado nada parecido en una armada moderna, pero sabía que debería habérselo imaginado. Cualquier fuerza del tamaño de la RAM tenía que tener su parte de ladrones, matones y solo Dios sabía qué más, y se le cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de que los demás hombres de aquel camarote estaban entre lo peor que tenía que ofrecer la Armada. En el nombre de Dios, ¿qué estaba haciendo él allí?

—De los que están aquí no hay ni uno solo, salvo Wanderman, que no sea porque su último patrón estaba deseando deshacerse de ustedes —continuó MacBride—. Es un placer decirles que la mayor parte del resto de sus compañeros de tripulación son como él, no como ustedes, pero pensé que podríamos tener una pequeña charla de bienvenida. Verán, caballeros, si cualquiera de ustedes se pasa aunque sea un milímetro en mi nave, va a pensar que se le ha caído encima un planeta. Será mejor que recen para que me ocupe yo en persona de ustedes porque si en algún momento terminan delante de lady Harrington, se van a encontrar en el talego tan rápido que sus despreciables culos no los alcanzarán hasta que aterricen en la prisión militar. Y permanecerán en el trullo tanto tiempo que serán viejos y estarán llenos de canas, incluso con el tratamiento de prolongación, para cuando vuelvan a ver la luz del día. Confíen en mí. No es la primera vez que sirvo con ella y esa vieja es capaz de comerse crudos para desayunar a todos esos supuestos tipos duros que hay entre ustedes, y sin sal.

MacBride hablaba con calma, sin pasión y por alguna razón eso le daba incluso más peso a sus palabras. No estaba amenazando a nadie, solo estaba dejando claras las cosas, y Aubrey sintió una especie de miedo animal que se sobreponía al resentimiento y la hostilidad de los demás.

—¿Recuerda la última vez que usted y yo nos enfrentamos, Steilman? —preguntó MacBride sin alzar la voz, y las aletas de la nariz del técnico se dispararon. No dijo nada y la oficial esbozó una pequeña sonrisa—. Bueno, no se preocupe, siga así y vuelva a ponerme a prueba. El Viajero tiene una médica estupenda.

Unos músculos se abultaron en la mandíbula de Steilman y la fina sonrisa de MacBride se ensanchó. Aunque era una mujer fornida, Aubrey no terminaba de creer lo que al parecer estaba diciendo, hasta que miró de reojo a Steilman y vio el miedo en los ojos del corpulento técnico de motores.

—Bueno, así es como van a ser las cosas —dijo MacBride barriéndolos a todos con los ojos una vez más—. Son ustedes unos folloneros despreciables, pero no van a montar ningún follón en mi nave. Van a hacer su trabajo y no se van a meter en líos, y el primero que se meta se va a arrepentir… mucho. ¿Está claro? —No respondió nadie y la oficial levantó la voz—. ¿He dicho que si está claro?

Un coro desigual de asentimientos le respondió y la contramaestre asintió.

—Bien. —Se dio la vuelta como si fuera a irse y después se detuvo—. Solo una cosa más —dijo con calma—. A Wanderman lo han asignado a este camarote porque no tenían ningún otro sitio en el que ponerle. Como verán, media docena de marines se reunirán con ustedes en poco tiempo, y les aconsejaría que se porten bien. Les aconsejaría sobre todo que se aseguraran de que nada, digamos, lamentable, le ocurre a Wanderman. Si se magulla un simple dedo del pie, les prometo personalmente que todos y cada uno de ustedes van a desear no haber nacido. Me da igual lo que se apañaran para hacer en su última nave. Me da igual lo que les gustaría hacer en la mía. Porque, muchachos, lo que van a hacer es nada.

Su voz era como el hielo y volvió a sonreír, después se dio la vuelta y salió con paso firme del compartimento. Aubrey Wanderman quería, más de lo que había querido cualquier otra cosa en su vida, correr tras ella, pero sabía que no podía, y tragó saliva con fuerza cuando se volvió a mirar a los demás.

Steilman lo miró con un odio claro, manifiesto, diciendo algo solo con los labios. A Aubrey le hizo falta hasta el último gramo de valor para no apartarse del técnico de motores, pero se mantuvo firme, intentando no parecer intimidado, y Steilman escupió en la cubierta.

—Esto no se queda así, mocoso —le prometió en voz baja—. Vamos a estar en la misma nave mucho tiempo, y los mocosos tienen accidentes. —Le enseñó los dientes—. Hasta los contramaestres pueden tener accidentes.

Se dio la vuelta y arrastró su magullada taquilla hasta la litera que le había asignado MacBride; Aubrey se hundió en su propia litera e intentó ocultar los temblores de la reacción que lo atravesaban entero. Jamás había oído un odio tan desagradable, tan venenoso, en ninguna voz, y desde luego nunca dirigido a él. ¡No era justo! No le había hecho nada a Steilman, pero el técnico de motores había manchado su sueño de lo que se suponía que era la Armada con algo pegajoso y diabólico. Era como si Steilman ensuciara hasta el aire que respiraba, y aquella vena oscura y fea de su interior se estirara para coger a Aubrey como un ansia enfermiza.

Aubrey Wanderman se estremeció en su litera, intentando fingir que no tenía miedo y con la esperanza urgente de que alguno de los marines que había mencionado MacBride apareciera pronto.