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Honor se recostó en la silla y se masajeó los ojos doloridos.

La habían alojado en las «Dependencias del Capitán» del Vulcano hasta que pudiera embarcar en el Viajero y su camarote era bastante espacioso. Más pequeño que el que ocuparía a bordo de su nave Q y mucho más pequeño que el que le habían dado a bordo del superacorazado Terrible, pero grande para lo que era la Armada y lo bastante amplio para estar cómoda. Por desgracia, no tenía muchas oportunidades de disfrutar de esa comodidad ni, en realidad, tiempo suficiente para hacer siquiera ejercicio en el gimnasio de los oficiales superiores del Vulcano. El papeleo siempre alcanzaba la altura de un año luz cuando un capitán nuevo asumía el mando de una nave y era peor cuando esa nave salía directamente de los astilleros. Si se añadía la marea de documentos, electrónicos e impresos, que implicaba reunir cualquier escuadrón y luego se ponía todo bajo la presión de una fecha de despliegue acelerada, ya casi no quedaba tiempo para respirar, ni mucho menos para hacer ejercicio… o dormir.

Esbozó una sonrisa irónica porque si ella tenía resmas enteras de papeles a los que enfrentarse, Rafe Cardones tenía todavía más. Una capitana estaba al mando de una nave y era la máxima responsable de todas sus operaciones y seguridad, hasta el último detalle, pero era el primer oficial el que dirigía la nave. Era él el que tenía que organizar a la tripulación, los almacenes, el mantenimiento, los horarios de prácticas y todos los demás aspectos de su funcionamiento con tal suavidad que su capitana apenas notara todo lo que estaba haciendo. No era un trabajo fácil, pero era necesario… y también era por eso por lo que, en la Armada, un periodo de tiempo en el cargo de primer oficial era por lo general la prueba definitiva de que un oficial era capaz de ponerse al mando de su propia nave. Lo que sería suficiente para mantener ocupado a cualquier oficial, pero, encima, el Almirantazgo no le había asignado personal alguno a Honor. Admitió que tenía sentido, dado que a su escuadrón lo repartirían casi con toda seguridad en divisiones o unidades individuales en lugar de funcionar como un todo, pero eso significaba que Rafe también tenía que cargar con las responsabilidades que imponía el papel de un capitán superior de la Marina interino, además de todas las obligaciones que suponía su papel de primer oficial del Viajero.

Pero aunque la urgencia, más propia de una olla exprés, de tener que dejar el escuadrón listo para su despliegue añadía una cantidad de tiempo notable al horario ya complicado de Rafe, este estaba haciendo un trabajo ejemplar. Había asumido toda la responsabilidad de la coordinación de los reclutas responsables de las reformas, y el jefe Archer, el alabardero de Honor, y él, estaban interceptando todo lo que podían, ya fuera algo concreto del Viajero o del escuadrón en su totalidad, antes de que llegara a su bandeja. Honor reconocía y agradecía sus esfuerzos pero, en último caso, la responsable era ella. Todo lo que podían hacer era organizarlo y disponerlo de tal modo que ella solo tuviera que firmar las decisiones que ya habían tomado ellos, y con franqueza, estaban demostrando que se les daba muy bien.

Lo que no iba a salvarla del informe que tenía en la pantalla.

Terminó de frotarse los ojos, tomó un sorbo de cacao de la taza que MacGuiness le había dejado junto al codo y volvió con tenacidad al trabajo. Archer había destacado los resúmenes de cada sección y en realidad era trabajo más de Cardones que de Honor el de lidiar con la mayor parte de los detalles. El oficial había introducido sus propias soluciones en la mayor parte de los puntos decisivos y aunque había una o dos que no eran las respuestas que Honor hubiera elegido, se obligó a considerar cada una sin apasionamientos. Hasta el momento todas parecían factibles, aunque ella quizá lo hubiera hecho de modo diferente, y algunas eran en realidad mejores de lo que habría sido su primera reacción. Pero lo que importaba era que eran decisiones que tenía que tomar Rafe. Ella tenía que firmarlas, pero él tenía derecho a hacer las cosas a su manera, siempre que le entregara una nave que fuera un arma eficaz y funcional cuando la necesitara. Dadas las circunstancias, Honor no tenía ninguna intención de pasar por encima de él a menos que metiera la pata hasta el fondo y la posibilidad de que eso ocurriera era prácticamente inexistente.

Llegó al final del interminable informe y volvió a suspirar, esa vez de satisfacción. Aquel informe entero, de medio mega, solo había requerido seis decisiones por su parte, lo que era mucho más de lo que la mayor parte de los capitanes podrían haber anticipado. Garabateó una firma en el escáner, introdujo una orden para guardar sus propias modificaciones y volvió a meter todo el documento en el buzón de Archer.

Uno menos, pensó, y apretó la tecla del siguiente. Apareció el título de un documento y Honor refunfuñó. Hidroponía. ¡Odiaba los inventarios hidropónicos! Eran vitales, claro, pero es que siempre duraban, y duraban, y duraban. Tomó otro sorbo de cacao y le lanzó una mirada de envidia a Nimitz, que roncaba con suavidad en la percha que tenía sobre su escritorio, después apretó los dientes antes de meterse de cabeza.

Pero interrumpió su zambullida el sonido del timbre de la entrada. Los ojos, tanto el natural como el cibernético, se iluminaron de placer al pensar en un indulto, por temporal que fuera, que la salvara de nutrientes, fertilizantes, bancos de semillas y sistemas de filtrado, y apretó el botón de su escritorio.

—¿Sí?

—Una visita, milady —dijo la voz de LaFollet—. Su oficial de Operaciones de Vuelo quiere presentarle sus respetos.

—¿Ah, sí? —Honor se frotó la nariz, sorprendida. Operaciones de Vuelo era una plaza que Rafe y ella no habían conseguido cubrir y era una de las más importantes. Así que si Rafe había escogido a su visita para ese cargo sin ni siquiera hablar con ella, el oficial en cuestión debía de tener unas credenciales excelentes.

—Dígale que entre, Andrew —dijo, y se levantó de detrás del escritorio cuando se abrió la escotilla. Para gran sorpresa suya, LaFollet no precedía al recién llegado. Honor estaba bastante segura de que estaba a salvo de cualquier asesino a bordo del Vulcano, pero que Andrew dejara entrar a alguien a su presencia sin escolta, a menos que ella se lo ordenara de forma específica, constituía una escandalosa infracción de su paranoia profesional. Pero entonces vio al joven teniente que atravesó la escotilla y esbozó una inmensa sonrisa.

—Teniente Tremaine presentándose para el servicio, señora —dijo Scotty Tremaine y se cuadró con una precisión digna de la isla Saganami. Un hombre fornido y de aspecto magullado con el uniforme de suboficial mayor de la Marina lo seguía y se cuadró a su derecha y medio paso tras él.

—Suboficial mayor artillero Harkness, presentándose para el servicio, señora —bramó el suboficial, y la sonrisa de Honor se convirtió en una mueca de alegría.

—¡Pero si es el dúo de la vergüenza! —rio mientras rodeaba a toda prisa el escritorio y estiraba la mano para estrechar la de Tremaine—. ¿Quién accedió a dejarlos subir a bordo de mi nave?

—Bueno, el comandante Cardones dijo que empezaba a estar desesperado señora —respondió Tremaine con un brillo irreprimible en los ojos—. Y puesto que no pudo encontrar ningún personal cualificado, supuso que tendría que arreglarse con nosotros.

—¿Adonde irá a parar la Armada? —Honor le dio un último apretón a la mano de Tremaine y la soltó para tenderle también la mano a Harkness. El suboficial con rostro de boxeador profesional pareció quedarse muy avergonzado por un momento, pero después la cogió en un poderoso apretón.

—De hecho, señora —dijo Tremaine, ya más en serio—, a mí tenían que darme un nuevo destino tras el Príncipe Adrián, en cualquier caso. Estábamos en Gryphon en ese momento y el capitán McKeon tenía órdenes de dirigirse directamente a la Sexta Flota, de otro modo habría pasado por aquí en persona. Pero cuando DepPers le dijo que tenía que sacar quince personas de donde fuera, incluyendo a un oficial, para su escuadrón, decidió que podía prescindir de mis servicios. De hecho, dijo algo sobre que me quitara de su vista y me pusiera en manos de alguien que sabía que podía «refrenar mis ímpetus». —El teniente arrugó el entrecejo—. No tengo ni idea de a qué se refería.

—Pues claro que no —asintió Honor con otra sonrisa. El alférez Prescott Tremaine había hecho su primer crucero con ella tras salir de la Academia. En realidad había estado con ella en Basilisco cuanto todo se fue abajo… y una vez más en Yeltsin, pensó mientras se le desvanecía la sonrisa. Aquel joven estaba allí cuando ella se enteró de lo que los carniceros masadianos le habían hecho a la tripulación de la Madrigal y aunque nunca habían hablado de ello, y nunca lo harían, aquel chico había salvado su carrera. No muchos tenientes subalternos habrían tenido las agallas de contener físicamente a la oficial que estaba al mando de su escuadrón para evitar que cometiera una locura.

—Bueno —dijo dándose una sacudida mental y dirigiéndose a Harkness—. Veo que ha conseguido mantener la cimbra en su sitio, suboficial mayor.

Harkness se sonrojó, porque la suya había sido una carrera accidentada. Era demasiado bueno en su trabajo como para que la Armada prescindiera de sus servicios, pero habían estado a punto de nombrarlo suboficial mayor más de veinte veces antes de que al fin consiguiera el rango y lo mantuviera. Sus encuentros con los agentes de aduanas, y con cualquier marine que se encontrara fuera de servicio en un bar, eran legendarios, pero parecía haberse reformado desde que había entrado en la órbita de Tremaine. Honor no entendía con exactitud cómo se había producido aquel lavado de cara, pero allí donde fuera Tremaine, seguro que Harkness aparecía al poco tiempo. Era más de treinta años mayor que el teniente, pero aquellos dos parecían constituir una pareja natural que ni siquiera DepPers podía romper. Lo que, pensó Honor, quizá fuera porque DepPers sabía reconocer que formaban una pareja formidable.

—Eh, sí, señora, quiero decir, milady —dijo Harkness.

—Me gustaría ver que sigue así —dijo la capitana con un tono un tanto represivo—. No anticipo ningún problema con aduanas —el sonrojo de Harkness se profundizó—, pero sí que tendremos un batallón completo de marines a bordo. Le agradecería que no intentara reducir su número si conseguimos encontrar un poco de sitio para las horas de ocio.

—Oh, el suboficial jefe ya no hace esas cosas, señora —le aseguró Tremaine—. A su esposa no le gustaría.

—¿A su esposa? —Honor parpadeó y volvió a mirar a Harkness, alzó las cejas cuando las mejillas del oficial adquirieron un alarmante matiz escarlata—. ¿Ahora está casado, jefe?

—Eh, sí, milady —murmuró Harkness—. Desde hace ya ocho meses.

—¿En serio? ¡Felicidades! ¿Con quién?

—La sargento mayor Babcock —le informó Tremaine mientras Harkness se retorcía sin parar, y Honor soltó una risita. No pudo evitarlo. Odiaba que le saliera aquella risita porque parecía que se acababa de escapar del instituto, pero es que no podía evitarlo. ¿Harkness se había casado con Babcock? ¡Imposible! Pero entonces vio la confirmación en el rostro del suboficial mayor y se esforzó por contener la risita con toda severidad. Tuvo que contener el aliento un instante para asegurarse de que la había desterrado del todo y su voz no era todo lo firme que debiera cuando volvió a hablar.

—¡E-es una noticia maravillosa, suboficial mayor!

—Gracias, milady. —Harkness le lanzó una mirada de soslayo a Tremaine, y después sonrió casi avergonzado—. De hecho, es una buena noticia. Nunca pensé que conocería a algún marine que me llegara a caer bien siquiera, pero, bueno… —Se encogió de hombros y Honor sintió que la abandonaba la frivolidad cuando vio el fulgor en los ojos azules del suboficial.

—Me alegro por usted, suboficial mayor. De veras —dijo en voz baja apretándole el hombro, y así era. Iris Babcock era la última persona en el mundo que se hubiera esperado que se casara con Harkness, pero si lo pensaba bien, veía las posibilidades. La carrera de Babcock había sido tan ejemplar como la de Harkness… pintoresca, y era una de las mejores soldados de combate, y practicantes del coup de vitesse, que Honor se había encontrado jamás. A Honor jamás se le habría ocurrido que Babcock y Harkness pudieran hacer buena pareja, pero la sargento mayor era sin duda la clase de mujer que se aseguraría de que el suboficial mayor siguiera por el buen camino. Y Honor pensó también que era obvio que aquella mujer había sido lo bastante inteligente como para ver más allá del exterior de Harkness y darse cuenta de lo buen hombre que era en realidad.

—Gracias, milady —repitió el suboficial. Honor les dedicó a los dos un gesto vivo.

—¡Bueno! Ya veo por qué mi primer oficial lo ha metido en Operaciones de Vuelo, Scotty. ¿Ha tenido oportunidad de echarle un vistazo a su nueva dársena?

—No, señora. Todavía no.

—Entonces por qué no va a echarle un vistazo, y se lleva al suboficial mayor con usted. Creo que le gustará lo que los reclutas han hecho para usted. Trabajará con la mayor Hibson, estoy segura de que la recuerda, para los grupos de abordaje, y con la comandante Harmon, nuestra comandante de primera clase de las NAL aunque ninguna de ellas ha llegado todavía. Pero el sargento mayor Hallowell anda por ahí. Que lo avisen y que le acompañe. Todavía tenemos unos días antes de que el astillero nos suelte, así que si ve algún cambio menor que quiera hacer díganoslo a mí o al primer oficial antes de la cena.

—Sí, señora. —Tremaine se cuadró una vez más y volvió a ser el oficial atento que siempre era cuando estaba de servicio, Harkness siguió su ejemplo.

—Pueden irse, caballeros —dijo Honor, que sonrió con cariño cuando los dos hombres se fueron. Se alegraba de haber podido recibirlos allí, donde podía relajar la formalidad que se convertiría en la norma a bordo de la nave sin parecer que hacía favoritismos, y estaba encantada de contar con ellos. Las listas de la tripulación del escuadrón estaban empezando a llenarse y si bien los oficiales y los marineros de primera clase parecían tan sólidos como le había prometido el almirante Cortez, los suboficiales subalternos y el personal raso parecía estar tan verde, o ser tan problemático, como el almirante había temido. Estaba bien contar por el camino con unos cuantos puntos brillantes que no había anticipado.

Sacudió la cabeza con otra risita. ¡Iris Babcock! ¡Por Dios, ese sí que debía de haber sido un cortejo interesante! Lo pensó un momento más, después suspiró, cuadró los hombros y regresó con paso firme a su mesa para ponerse con el informe hidropónico.

* * *

Los oficiales que la esperaban se pusieron en pie cuando Honor entró en la sala de reuniones del Vulcano. Cardones y LaFollet la flanqueaban y Jamie Candless, el hombre de armas número dos de su destacamento de viaje habitual, ocupó su posición tras la escotilla cuando esta se cerró. La capitana cruzó el espacio que la separaba de la terminal de datos que había a la cabecera de la larga mesa de conferencias y se hundió en la silla. Los otros oficiales esperaron hasta que se sentó su superior y después tomaron asiento ellos también, y la gobernadora paseó la mirada por el grupo.

El personal del escuadrón seguía llegando, pero el núcleo que componían sus oficiales superiores ya estaban en sus puestos; la capitana superior Alice Truman se encontraba enfrente de ella, en el otro extremo de la mesa, con los cabellos dorados y los ojos verdes, era la misma mujer de constitución fornida que había sido su primera oficial en Yeltsin seis años antes. La comandante Angela Thurgood, primera oficial del Parnaso, se sentaba junto a Alice y Honor contuvo una sonrisa, porque Thurgood era tan rubia como Alice. No era que las personas rubias escasearan en el Reino Estelar, pero tampoco era algo tan común. Y sin embargo, parecía una especie de tradición que donde quiera que Honor viera a Truman, su subordinado, ya fuera hombre o mujer, también fuera rubio.

El capitán subalterno Alien MacGuire, oficial al mando del Pudrid y terceto al mando del escuadrón, estaba a la izquierda de Alice. MacGuire era un hombre pequeño, veinticinco centímetros más bajo que Honor, y también rubio. Era el único de sus capitanes que no conocía hasta su llegada al Vulcano, pero ya había descubierto que tenía un gran sentido del humor, lo que con toda probabilidad le sería muy útil al comandante de una nave Q. También era dueño de una inteligencia avispada y había trabajado en estrecha relación con el comandante Schubert desde su llegada. Entre los dos habían conseguido reducir en otros tres días el plazo previsto para completar el Gudrid, lo que ya habría sido suficiente para granjearse las simpatías de Honor aunque no hubiera sabido ya que sería un miembro muy valioso del equipo en otros sentidos.

Al igual que la propia Honor, la comandante Courtney Stillman, la primera oficial de MacGuire, era bastante más alta que él. Quizá le faltaran diez o doce centímetros para llegar a la altura de Honor, pero todavía parecía elevarse sobre la cabeza de su oficial al mando. Formaban una extraña pareja y no solo por la diferencia de altura. Stillman era morena de piel, con los ojos incluso más oscuros que los de Honor, y llevaba el cabello negro cortado al rape, casi tan corto como Honor llevaba el suyo hasta cuatro años atrás. No parecía tener ningún sentido del humor, y sin embargo era obvio que MacGuire y ella se llevaban muy bien.

Y luego estaba el capitán (subalterno) Samuel Houston Webster, el oficial al mando del Scheherazade. Era otro oficial que había servido con ella en Basilisco, donde casi había muerto por las heridas recibidas. Habían vuelto a servir juntos en la estación Hancock, al comienzo de la guerra actual, cuando ella había estado al mando de la nave insignia del almirante Mark Sarnow. Webster estaba entonces entre el personal de Sarnow y a Honor le alegró ver que desde entonces había recibido el ascenso que se merecía. Tampoco era que hubiera habido muchas probabilidades de que aquel pelirrojo alto y desgarbado no ascendiera. Tenía la característica «barbilla Webster» que lo distinguía como vástago de una de las dinastías navales más poderosas de la RAM; por fortuna también tenía la habilidad de merecerse las ventajas que acompañaban a aquella barbilla.

El comandante Augustas DeWitt, primer oficial de Webster completaba la reunión. DeWitt era otro oficial al que Honor no conocía, pero parecía competente y seguro de sí mismo. Tenía el cabello y los ojos castaños, pero su piel era tan oscura como la de Stillman, con el aspecto curtido que solía distinguir a todos los nativos de Gryphon, también conocido como Mantícora-B V. Gryphon tenía la población más reducida de cualquiera de los planetas habitados del sistema manticoriano (producto, según declaraban los habitantes de Esfinge y Mantícora, de que solo unos lunáticos vivirían en un mundo con el clima de Gryphon), pero parecía producir un número desproporcionado de buenos oficiales y suboficiales…, la mayor parte de los cuales parecían sentir la obligación moral de mantener a raya a las nenazas que vivían en sus mundos hermanos.

Era un buen equipo, pensó Honor. Sin duda era pronto para juzgar todavía, pero confiaba en su instinto. Ninguno de ellos pensaba que iba a ser una merienda en el campo, pero tampoco parecían ver su destino como una especie de exilio. Eso estaba bien. De hecho, eso estaba muy bien, y les sonrió.

—Acabo de recibir el último comunicado de DepPers —dijo—. Otro destacamento de quinientos efectivos llegará a bordo del Vulcano a las cero-cinco-treinta, y es para nosotros. No tenemos los expedientes completos, pero parece que al menos podremos empezar a completar los efectivos de su sección de ingeniería, Alien —hizo una pausa y MacGuire asintió.

—Esa es una buena noticia, milady. El comandante Schubert está listo para probar el motor de fusión dos mañana y me gustaría tener una sección entera de la tripulación disponible cuando lo haga.

—Pues parece que así será —dijo Honor; después miró a Truman—. También acabo de recibir el informe oficial de nuestra misión —dijo con tono más sobrio—, y va a ser tan dura como pensamos.

Introdujo una orden en su terminal y sobre la mesa de conferencias surgió un gráfico estelar con un parpadeo. Resplandeció el color ámbar de la esfera irregular de la Confederación silesiana, cuyo borde más cercano estaba a ciento treinta y cinco años luz al noroeste galáctico de Mantícora. El color verde de la esfera un poco mayor del Imperio andermano brillaba un poco más lejos de Mantícora y algo más abajo de Silesia, al suroeste, pero conectada con el Reino Estelar por la fina línea carmesí que indicaba un ramal de la Confluencia del Agujero de Gusano de Mantícora. Un borde escarlata de la enorme e hinchada esfera de la República popular era visible a ciento veinte años luz al noreste de Mantícora y a ciento veintisiete años luz de Silesia por el lado más cercano; el icono dorado de la terminal de la Confluencia del Agujero de Gusano situada en el sistema Basilisco resplandecía justo entre Haven y la Confederación. Una sola mirada a ese gráfico bastaba para dejar dolorosamente claras todas las ventajas (y peligros) de la posición astrográfica del Reino Estelar, pensó Honor mientras lo estudiaba un momento, después carraspeó.

—En primer lugar —dijo—, al fin hemos recibido la denominación de nuestra unidad. Desde las cero-tres-treinta de hoy, estamos en la lista como Grupo Especial Diez-Treinta y Siete. —Honor sonrió con ironía—. «Grupo especial» quizá sea un poco pomposo para tipos como nosotros, pero pensé que les gustaría saber que ya tenemos nombre.

Varios de sus oficiales se rieron un poco y ella señaló el gráfico con la cabeza mientras continuaba con un tono más serio de voz.

—Como todos saben, nuestro destino es el sector Breslau, aquí. —Destacó una sección cerca del límite occidental de la Confederación con un color ámbar más oscuro—. La ruta más corta para nosotros sería utilizar la terminal de Basilisco de la Confluencia y luego poner rumbo al oeste atravesando la Confederación, pero el Almirantazgo ha decidido mandarnos por Gregor, por el espacio andermano de aquí. —El punto verde del final de la línea carmesí parpadeó y extendió una línea entrecortada desde Gregor al sector Breslau—. Nuestro tiempo total de viaje se incrementará en un veinticinco por ciento, más o menos, lo que es lamentable, pero en compensación ofrece ciertas ventajas.

Se recostó en su silla y observó los rostros que estudiaban el gráfico.

—Si hablamos de la puesta a punto, no nos hará ningún daño aumentar el viaje en treinta o cuarenta años luz, dado que así dispondremos de ese tiempo para adaptarnos, pero no es esa la razón principal para que el Almirantazgo quiera utilizar esa ruta. El tráfico de la Ruta Triangular —apretó otra tecla y una línea verde salió de Mantícora, bajó por la línea escarlata de Gregor, subió al corazón de la Confederación, cruzó al sistema de Basilisco y bajó por el enlace de su terminal para regresar a Mantícora— ha descendido mucho. De hecho, el comercio que por lo general atraviesa Basilisco ha ido declinando desde el comienzo de la guerra. Todavía es denso, pero un gran porcentaje de las líneas mercantes se están desviando de sus rutas habituales, incluyendo el Triángulo, para alejarse lo más posible de la zona en guerra. El pelotón de la estación de Basilisco es lo bastante potente como para encargarse de la mayor parte de los escuadrones de ataque repos y la Flota Territorial solo está a un tránsito de la Confluencia, pero a los mercantes no les pagan para que arriesguen sus cargas.

»Por eso la mayor parte de nuestro comercio está cruzando Gregor para luego subir a Silesia dando un rodeo por el sur. Claro que lleva años siendo una ruta normal para nosotros, ya que eso nos permite detenernos antes en los puertos andermanos. El gran cambio es que nuestras naves vuelven a bajar por Gregor en lugar de continuar hasta Basilisco para completar el Triángulo. Pero dado que allí es donde están la mayor parte de nuestras naves de transporte y dado que el Almirantazgo quiere que parezcamos unas naves mercantes normales y corrientes hasta que les hayamos hincado el diente a unos cuantos piratas, nosotros seguiremos la misma ruta. —La capitana Truman levantó dos dedos y Honor asintió mirándola—. ¿Sí, Alice?

—¿Y qué pasa con los andis, milady? —preguntó Truman—. ¿Saben que vamos?

—Saben que van cuatro mercantes.

—A su armada siempre le ha escocido lo de Gregor, milady —comentó MacGuire—, y vamos a tener que cruzar también buena parte de su esfera.

—Sé a qué se refiere, Alien —dijo Honor—, pero no debería haber problema. El Imperio reconoció el tratado preexistente que teníamos con la República gregoriana cuando, bueno, cuando adquirió, digamos, Gregor-B hace cuarenta años. Quizá no se pueda decir que estén encantados con la situación, pero, en la práctica, Gregor-A es nuestro y siempre han reconocido nuestra legítima preocupación por la seguridad de la terminal de la Confluencia que hay allí. También saben los problemas que hemos estado teniendo en Silesia. No digo que vayan a echarse a llorar si nos pasa algo, ya que cualquier cosa que haga disminuir nuestra presencia allí incrementa la suya, pero se han mostrado generosos a la hora de concederles el paso libre a las escoltas de nuestros convoyes. Que ellos sepan, solo seremos un convoy más y dado que no vamos a dejar ningún tipo de carga en ningún mundo imperial por el camino, una inspección de aduanas no será un punto de discusión. No deberían ni darse cuenta de que estamos armados.

—Hasta que empecemos a matar piratas, milady —señaló Truman—. Entonces lo sabrán y sabrán de dónde venimos y cómo llegamos a Breslau. Yo diría que después podría haber repercusiones.

—Si las hay, serán asunto del ministro de Asuntos Exteriores. Sospecho que los andermanos lo dejarán pasar. Después de todo, no habrá nada que puedan hacer sobre el tema sin arriesgarse a provocar un incidente con nosotros, cosa que no querrán.

Las cabezas hicieron gestos de asentimiento con aire sombrío. Todos sabían que el Imperio andermano llevaba más de setenta años mirando la Confederación silesiana con ojos golosos. La verdad era que tampoco se podía culpar al Imperio. La debilidad crónica del Gobierno silesiano y las condiciones caóticas que engendraba eran malas para los negocios. También tenían tendencia a ponerles las cosas bastante difíciles a los ciudadanos silesianos, que se encontraban en medio de una facción armada u otra con una regularidad atroz y los andermanos había tenido que enfrentarse con varios incidentes en toda la frontera del norte. Algunos de esos incidentes habían sido muy desagradables y uno o dos habían provocado expediciones punitivas por parte de la Armada imperial andermana. Pero la AIA siempre había ido con mucho cuidado en Silesia, y era por culpa de la RAM.

Más de un primer ministro manticoriano había mirado a Silesia con los mismos anhelos que sus homólogos imperiales. Económicamente hablando, Silesia solo estaba por detrás del propio Imperio como mercado para el Reino Estelar y el caos que se produjera allí podía tener repercusiones muy dolorosas en la Bolsa de Aterrizaje. Lo cual era una consideración importante para el Gobierno de su majestad, como también lo eran, aunque solo, como Honor tenía que admitir, en menor grado, las continuas pérdidas de vidas en Silesia. Con el tiempo, a menos que hubiera un cambio importante en la eficacia del gobierno central de la Confederación, habría que hacer algo y Honor sospechaba que el duque Cromarty hubiera preferido encargarse de ese problema años antes. Eso, por desgracia, habría supuesto una de esas «aventuras imperialistas y agresivas» que todos los partidos actuales de la oposición criticaban por una razón u otra. Así que en lugar de acabar con el nido de serpientes de una vez por todas, la RAM se había pasado más de un siglo patrullando las rutas comerciales silesianas y dejando que los ciudadanos de la Confederación satisficieran sus instintos homicidas a su gusto.

Esa misma presencia naval era lo único que había disuadido a los cinco últimos emperadores andermanos de apoderarse de grandes trozos de territorio silesiano. Al principio, el factor de disuasión procedía únicamente de que la RAM era tres veces más grande que la AIA, pero desde que los repos habían comenzado con sus ansias expansionistas, el Imperio había descubierto otra razón más para contenerse. El emperador debía de sentirse tentado a lanzarse a por algo mientras los manticorianos estaban distraídos, pero no tenía ninguna certeza sobre lo que ocurriría si lo hacía. El Reino Estelar quizá lo dejara pasar, dadas las circunstancias, pero también podía encontrarse en pleno tiroteo con la RAM, cosa que no quería. Durante sesenta años, el Reino Estelar había sido el retén que se interponía entre su imperio y los conquistadores repos, y no tenía intención de debilitar esa barricada una vez que habían comenzado a disparar.

O eso, al menos, era el análisis del Ministerio de Asuntos Exteriores, se recordó Honor. La Oficina de Inteligencia Naval también lo compartía y ella se indinaba por estar de acuerdo con ellos. Sin embargo, Alice y MacGuire tenían parte de razón y dada la naturaleza independiente de las operaciones del escuadrón, iba a ser Honor la que tendría que encargarse de los altercados diplomáticos que surgiesen. No era un pensamiento que fuera a facilitarle el sueño, pero eran gajes del oficio.

—En cualquier caso —continuó—, el auténtico trabajo empieza cuando lleguemos a Breslau. El Almirantazgo ha aceptado que nos encarguemos nosotros de organizar las operaciones y todavía no he decidido si quiero que actuemos solos o en parejas. Hay argumentos a favor de uno y otro, por supuesto, y haremos unos cuantos simulacros para ver la mejor alternativa. Espero también que tengamos tiempo de realizar unas cuantas maniobras una vez terminadas las pruebas, pero no le aconsejo a nadie que contenga la respiración mientras tanto. Tal y como yo lo veo, sin embargo, la mayor ventaja de dividirnos es el volumen mayor de espacio que nos permitiría cubrir, y mientras nos ocupemos de la escoria normal y corriente de siempre, deberíamos tener potencia de fuego individual suficiente para enfrentarnos a lo que seguramente nos vamos a encontrar.

Las cabezas asintieron una vez más. Aparte de Webster, todos los capitanes de Honor tenían experiencia personal de mando en Silesia. Patrullar el espacio silesiano había sido la principal ocupación bélica de la RAM durante cien años, y el Almirantazgo había adquirido la costumbre de foguear allí a sus oficiales más prometedores. Rafe Cardones había acumulado dos años de experiencia en la Confederación como oficial táctico de Honor a bordo del crucero pesado Intrépido, y Webster, DeWitt y Stillman habían servido todos allí como subalternos. Entre todos, los oficiales superiores de Honor, a pesar de sus rangos relativamente bajos, se habían pasado casi veinte años en ese destino… lo que sin duda tenía algo que ver con su actual misión.

—De acuerdo —dijo con más viveza—. Ninguno de nosotros ha comandado jamás una nave Q, ni ningún oficial de la Armada ha estado al mando de un navío con la mezcla de armamentos que tendremos nosotros. Vamos a tener que aprender sobre la marcha y nuestras operaciones formarán la base que utilizará el Almirantazgo para formular la doctrina para el resto de los troyanos. En vista de lo cual, me gustaría comenzar con las sesiones tácticas ahora mismo y he pensado que podíamos empezar planteándonos la mejor forma de emplear las NAL.

La mayor parte de sus subordinados sacaron memoblocs y los conectaron a las terminales que tenían delante, Honor inclinó un poco más hacia atrás la silla en la que estaba sentada.

—Creo que el mayor problema va a ser sacarlos con rapidez, pero sin adelantarnos demasiado —continuó—. Necesitamos tener alguna idea sobre la velocidad a la que pueden hacer un despegue de emergencia, y voy a intentar que tengamos tiempo suficiente para practicarlo con algunas de nuestras propias naves de guerra. Eso debería proporcionarnos una idea bastante exacta de hasta qué punto es fácil detectar a nuestros parásitos y si podemos ocultarlos o no desplegándolos al otro lado de las cuñas propulsoras. Después, tenemos que echarle un buen vistazo a la posibilidad de conectarlos a nuestro control de fuego principal y, dada nuestra carencia de blindaje y de flancos protectores propiamente dichos, a nuestra red de defensa.

—Alice, me gustaría que se encargara de montar una serie de simulacros para…

Los dedos fueron introduciendo notas en los memoblocs a medida que la capitana, su excelencia lady Honor Harrington, iba dando forma a sus pensamientos y sentía que su mente se enfrentaba al reto que tenían delante.