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El crucero ligero graysoniano Nathan dio un tirón cuando el poderoso tractor se acopló a él y su timonel desconectó los propulsores a reacción que había estado utilizando durante los últimos dieciocho minutos e hizo girar la nave sobre los giroscopios mientras la estación espacial de su majestad Vulcano introducía con firmeza la proa acorazada del Nathan en la cavernosa dársena de atraque. El capitán del Nathan permanecía sentado, en silencio, en su silla de mando, negándose a darle codazos a su timonel, pero había observado la operación entera con algo más de la ansiedad habitual. No solo tenía a su nave maniobrando ante una de las mejores armadas de la galaxia entera, sino que encima tenía a una gobernadora a bordo y con eso ya era suficiente para poner nervioso a cualquier patrón.
Honor entendía lo que sentía el comandante Tinsdale, que era por lo que había declinado su respetuosa invitación a compartir el puente con él durante el acercamiento final, por mucho que le hubiera encantado aceptar. A pesar de su larga carrera en la armada, o quizá precisamente por eso, Honor sentía un placer casi sensual al contemplar cualquier maniobra bien ejecutada, por rutinaria que fuera, pero lo último que le hacía falta a Tinsdale era una gran dama feudal, que encima resultaba que era almirante, echándole el aliento en la nuca.
Por eso se quedó sentada ante la pantalla de su camarote. Observó la proa del Nathan, que se posó en la dársena con una precisión impecable, pero a pesar de toda su concentración, no estaba tan centrada en la operación como habría estado en circunstancias normales, e intentó analizar sus sentimientos.
El color negro espacial y oro del uniforme de la RAM le resultaba extraño después de dieciocho meses-T luciendo el azul sobre azul del graysionano y le sorprendió lo mucho que echaba de menos las amplias barras doradas y las estrellas del cuello que indicaban su rango graysionano. Era… extraño volver a ser una «simple» capitana de grado superior, y se sentía un poco desnuda sin la pesada cadena de cuero de la Llave Harrington alrededor del cuello. Lo que sí llevaba era la cinta de color rojo sangre de la Estrella de Grayson, igual que lucía la Cruz Manticoriana dorada, la Orden al Valor y media docena más de medallas. Se sentía un poco como si fuese un anuncio de joyería, pero llevaba el uniforme de gala y las medallas, incluyendo las concedidas en el extranjero, y no solo las cintas eran obligatorias en el uniforme de gala. Pero la Llave no era un simple adorno. Señalaba su estatus como gobernadora Harrington, dirigente de Gobierno y casi se podría decir que jefe de Estado, y las normas que regían el uniforme de la RAM no decían nada sobre las galas de los gobernantes extranjeros.
Honor sabía que podría haber insistido en ponerse la llave, pero no tenía ninguna intención de hacerlo ya que no sabía qué pensar sobre la razón que podría haberla llevado a insistir. Para inmensa vergüenza suya, el protector Benjamín había insistido en que se amplificara la orden del Tribunal de la Reina que había reconocido que la capitana Harrington y la gobernadora lady Harrington eran dos personas diferentes que resultaba que vivían en el mismo cuerpo. El protector no había estado dispuesto a conformarse con una simple extensión del mandato judicial original que autorizaba la presencia de los hombres de armas de Honor y les garantizaba la inmunidad diplomática. De hecho, había insistido, exigido, en realidad, que se reconociera de modo formal y permanente la personalidad legal dividida de Honor. La capitana Harrington estaría, por supuesto, sujeta a todas las normas y regulaciones de las cláusulas de guerra, pero la gobernadora Harrington era un jefe de Estado de visita que, al igual que sus guardaespaldas, disfrutaba de inmunidad diplomática. Honor hubiera preferido dejar pasar sin ruido ese mandato judicial, y todas sus posibles complicaciones, pero Benjamín se había mostrado inflexible. Se había negado en redondo a liberarla de sus obligaciones en Grayson a menos que el mandato judicial se ampliara y abarcara más ámbitos, y punto.
En la versión oficial, la insistencia del protector surgía del requerimiento graysoniano que obligaba a los hombres de armas de cualquier gobernador, gobernadora en el caso de Honor, a acompañarlo. Dado que las cláusulas de guerra prohibían la presencia de ciudadanos extranjeros armados en una nave de la reina, para satisfacer la ley graysoniana habían tenido que modificar la ley manticoriana para permitir que Andrew LaFollet y sus subordinados conservaran sus armas. Esa era la razón oficial; pero, de hecho, la mayor parte de la obstinada intransigencia de Benjamín surgía de su determinación de restregar el estatus de Honor por la cara colectiva de la Cámara de los Lores. A pesar de todos los diplomáticos involucrados en la negociación de las condiciones que Benjamín había especificado, pensó Honor, no se podía decir que fuera una maniobra muy diplomática. Lo admitieran los pares del Reino Estelar o no, un gobernador ejercía una autoridad directa y personal que jamás habría soñado poseer ni el noble manticoriano más autocrático. Dentro de su asentamiento, la palabra de Honor, de forma bastante literal, era ley, siempre que ninguno de sus decretos violase la constitución del planeta. Y lo que era más, Honor ostentaba el poder de juez, jurado y verdugo, un poder que había ejercido un año-T antes como paladina del protector Benjamín, cuando había matado al gobernador traidor Burdette en combate singular.
No cabía duda de que sus enemigos consideraban que todo eso no eran más que las bárbaras costumbres de un planeta atrasado, pero la obstinación de Benjamín se había ocupado de que no pudieran decirlo en público. Quizá hubieran expulsado a la condesa Harrington de la Cámara de los Lores, pero no les quedaría más remedio que tratar a la gobernadora Harrington con dignidad y respeto. Y, para colmo, el hecho de ser gobernadora le daba prioridad sobre todos y cada uno de los nobles que habían votado para echarla. De todos los miembros de la Cámara de los Lores, solo el gran duque de Mantícora, la gran duquesa de Esfinge y el gran duque de Gryphon tenían un rango superior al de la gobernadora Harrington, y todos ellos le habían prestado su apoyo.
Honor se estremecía cada vez que pensaba en cómo iban a reaccionar los demás pares. La insistencia de Benjamín era tan sutil como una patada en la barriga, pero Honor había sido incapaz de disuadirlo. Benjamín IX era un hombre culto, cosmopolita y sofisticado, pero también era un hombre muy testarudo que seguía sintiendo una furia ciega por el modo en que la había tratado la oposición. Y como soberano aliado del Reino Estelar, tenía la influencia suficiente para hacer algo sobre el tema.
Pero el cambio de uniforme y su preocupación por la posible reacción de la oposición solo era una parte de los ambiguos sentimientos que embargaban a Honor. La Vulcano dibujaba una órbita alrededor de Esfinge, Mantícora-A IV, su mundo natal, y la gobernadora estaba impaciente por ver a sus padres una vez más y oler el aire del planeta que siempre sería su verdadero hogar. Pero el paisaje estelar sobre el que flotaba ese mundo parecía, por alguna razón, muy lejano, como algo sacado de una cinta de historia. Le habían pasado demasiadas cosas en Yeltsin y ella había cambiado en muchos sentidos. De alguna oscura manera que no podía llegar a definir del todo, casi se había convertido en una extraña, alguien cuya existencia se balanceaba entre dos «mundos natales» completamente diferentes, y sintió una punzada agridulce cuando comprendió lo mucho que había cambiado en realidad.
Respiró hondo y se levantó. El uniforme de gala le pareció demasiado pretencioso, pero tampoco le habían dado más opción. Allí no era más que una capitana que iba a asumir un puesto de mando bastante modesto, pero los expertos en protocolo habían decretado que hasta que regresara de modo formal al servicio activo con la RAM, el almirante Georgides, comandante del Vulcano, debía recibirla como gobernadora Harrington, lo que implicaba la celebración de un banquete de gala. Tomó nota mental de retorcerle el cuello a Benjamín IX la próxima vez que lo viera, después lanzó un suspiro de resignación y se volvió para mirar a MacGuiness.
Su mayordomo también había vuelto a ponerse el uniforme de la RAM y parecía encantado con él. Jamás había dicho nada, pero Honor sabía lo mucho que le había dolido lo que le había hecho a ella la Armada y, al contrario que ella, estaba deseando que llegara el momento del banquete, que para él era un momento de reivindicación de sus derechos. Se planteó la posibilidad de hablarle muy en serio sobre el tema, pero no tardó en desecharla. MacGuiness tenía edad más que suficiente para ser su padre y había momentos en los que decidía mirarla con cierta indulgencia llena de cariño, en lugar de con la obediencia instantánea que debería haberle impuesto el rango de Honor. Sin duda escucharía con toda atención y respeto lo que ella tuviera que decirle… y luego seguiría relamiéndose.
El mayordomo recibió la mirada de su superior con aire afable, Honor levantó los brazos para dejar que él le abrochara la hebilla del cinturón de la espada. El uniforme de gala exigía las arcaicas armas de cinto que a ella siempre le habían parecido ridículas, pero aquel era un punto en el que se había mostrado de acuerdo con MacGuiness y el protector. En lugar de la ligera e inútil espada de gala que utilizaban la mayor parte de los oficiales manticorianos, la espada con la que MacGuiness acababa de ceñirle la cintura era de una funcionalidad letal. Hasta catorce meses antes había sido la espada Burdette, pero en aquellos momentos aquella arma de ochocientos años de antigüedad era la espada Harrington y ella se la acomodó en la cadera izquierda cuando MacGuiness dio un paso atrás.
Honor se giró hacia el espejo y se colocó una boina negra con cuidado en la cabeza. La boina blanca que denotaba el mando de una nave seguía guardada en la maleta, a la espera de que asumiera de forma oficial el mando de su nueva nave; después rozó las cuatro estrellas doradas que adornaban el pecho izquierdo de su uniforme. Cada una de ellas representaba el mando de un navío con hipercapacidad de la Armada de la Reina y, a pesar de todos sus ambiguos sentimientos, la comandante sentía una profunda satisfacción al pensar que pronto añadiría una quinta.
Se examinó en el espejo con más atención de lo que lo había hecho en varias semanas y la persona que vio le resultó «casi» conocida. Aquel rostro fuerte y triangular era el mismo, al igual que la boca firme, los pómulos altos y la barbilla decidida, pero el cabello trenzado era más largo que la última vez que la capitana Harrington se había mirado a un espejo y los ojos… aquellos ojos enormes y almendrados también eran diferentes. Más oscuros y profundos, con un toque de tristeza detrás de la determinación.
No estaba del todo mal, decidió, y le hizo un gesto a MacGuiness.
—Me imagino que regresaré a bordo del Nathan al menos por esta noche, Mac. Si hay algún cambio, se lo haré saber.
—Sí, señora.
Se volvió para mirar a Andrew LaFollet, impecable con su uniforme verde sobre verde de las fuerzas de Harrington.
—¿Están listos Jamie y Eddy? —preguntó.
—Sí, milady. Nos aguardan en la dársena de botes.
—Confío en que haya tenido esa pequeña conversación con ellos
—Sí, milady. Le prometo que no la avergonzaremos.
Honor lo miró con severidad durante un momento y el mayor le devolvió la mirada sin bajar los ojos grises. La comandante no necesitaba el vínculo con Nimitz para saber que LaFollet creía de verdad en lo que decía. Era totalmente sincero al prometerle que se portaría bien, pero Honor también sabía que sus hombres de armas estaban tan contentos, y eran tan reacios a tolerar tonterías, como MacGuiness. Maravilloso, pensó con sequedad. ¡Todo mi personal está listo para declarar su propia guerra privada como alguien insinúe siquiera un gesto que sugiera lesa majestad! Espero que esa «cena de gala» sea menos memorable de lo que puede llegar a ser.
Bueno, no había nada más que ella pudiera hacer para garantizar que no fuera así, se dijo, y estiró los brazos para coger a Nimitz. El ramafelino se subió a sus brazos de un salto y le trepó de inmediato al hombro irradiando también todo el placer que sentía ante la rehabilitación de su persona; Honor suspiró una vez más.
—De acuerdo, Andrew. En ese caso, allá vamos.
* * *
De momento, pensó Honor mientras el mayordomo del almirante Georgides volvía a llenar la copa, las cosas habían ido mucho mejor de lo que había temido. El cuerpo diplomático había acudido en pleno, decididos a demostrar que podían tomarse con calma incluso una situación tan extraña como aquella, pero a pesar de toda su determinación, los diplomáticos seguían pareciendo un poco descolocados. Eran como bailarines que no estaban del todo seguros de los pasos como si el uniforme que lucía, la prueba visual de que era la capitana Harrington interfiriera con la imagen mental que tenían de ella como gobernadora Harrington.
El almirante Georgides, por otro lado, parecía muy cómodo. Era la primera vez que veía al almirante; la última vez que había estado a bordo del Vulcano el que ostentaba el mando era el almirante Thayer, pero Georgides era también nativo de Esfinge, como ella, y era uno de los pocos oficiales en activo que, al igual que Honor, había sido adoptado por un ramafelino.
Por lo general, los ramafelinos adoptaban a humanos que ya estaban en la edad adulta o a punto de alcanzarla. Las adopciones infantiles como la de Honor o en su caso, como la de la reina Isabel, eran casos muy excepcionales. Nadie estaba muy seguro de la razón aunque la teoría principal sostenía que un ramafelino necesitaba una personalidad inusualmente poderosa y una gran empatía para controlar el vínculo con un niño. A todos los ramafelinos les encantaban las emociones sin complicaciones de los niños, pero esa misma falta de complicación la de una personalidad todavía en proceso de formación, parecía dificultar que pudieran anclarse a las emociones de un niño. Y, como Honor podía dar fe por experiencia personal, la tensión emocional y hormonal que experimentaba una joven a su paso por la pubertad y la adolescencia podía poner a prueba la paciencia de un santo, ¡por no hablar ya de la de un ser con empatía vinculado a ella de forma permanente!
Puesto que habían seguido las pautas normales, Aristófanes Georgides y su compañero Odiseo no habían pasado juntos por la isla de Saganami; Georgides ya era teniente primero cuando Odiseo apareció en su vida. Pero eso había sido más de cincuenta años-T atrás y Odiseo era varios años de Esfinge mayor que Nimitz. Él y su persona eran una presencia cómoda y, aunque Honor se hubiera cuidado mucho de admitirlo, reconfortante cuando Georgides y ella se sentaron juntos a la cabecera de la mesa.
—Gracias —dijo cuando el mayordomo terminó de servirla. El hombre asintió y se retiró; Honor probó el vino con satisfacción. Los vinos graysonianos siempre le parecían demasiado dulces para su gusto, así que saboreó el generoso y fuerte borgoña de Gryphon con placer.
»Es una magnífica añada, señor —dijo, y Georgides se echó a reír.
—Mi padre es muy tradicional, milady —respondió el almirante—. Y también es un romántico, insiste en que la única bebida apropiada para un griego es la retsina. En fin, yo respeto a mi padre. Admiro todos sus logros y siempre me ha parecido un hombre bastante cuerdo, pero sigo sin explicarme como se puede beber retsina por gusto. Guardo unas cuantas botellas para él en mi bodega, pero me gusta pensar que mi paladar se ha ido civilizando un poco a lo largo de los años.
—Si esto procede de su bodega, desde luego que sí —dijo Honor con una sonrisa—. Debería reunirse con mi padre algún día. A mí me gusta disfrutar de un buen vino, pero papá es un auténtico esnob en lo que a vinos se refiere.
—¡Por favor, milady, no le llame esnob! Nosotros preferimos considerarnos entendidos.
—Desde luego —dijo Honor con tono seco, y el almirante se echó a reír.
Honor volvió la cabeza y miró las dos sillas altas colocadas junto a la mesa. Ella estaba sentada a la derecha de Georgides puesto que era su invitada de honor y, en circunstancias normales, a Nimitz lo habrían colocado a su derecha. Pero esa noche los lugares se habían dispuesto de tal modo que colocaron a los dos felinos uno junto al otro a la izquierda del almirante, así que Nimitz estaba sentado enfrente de ella. Tanto él como Odiseo habían hecho gala de unos modales impecables durante toda la comida, pero en aquellos momentos se habían recostado cómodamente y los dos mordisqueaban un tallo de apio. Honor que consciente, de una forma vaga, de la compleja interacción que había entre ellos. Por alguna razón le sorprendió. No porque pudiese percibirla, sino porque era tan profunda que ella solo podía percibirla de un modo limitado.
Era la primera vez que Nimitz y ella se encontraban con otro ramafelino en más de tres años; Honor sabía que su sensibilidad al vínculo que compartían había ido creciendo sin parar a lo largo de ese tiempo. Jamás se lo había mencionado a nadie de forma explícita, aunque sospechaba que MacGuiness, su madre, Mike Henke y Andrew LaFollet, como mínimo, habían adivinado que existía, y tampoco estaba muy segura de por qué no quería hablar de ello. Se le ocurrían varias razones que aconsejaban que lo ocultara, empezando por la incomodidad que su capacidad para leer emociones ajenas podría hacer surgir en otras personas si supieran de su existencia. Pero esas razones, por racionales que fueran, se le habían ocurrido después. Jamás había tomado la decisión consciente de ocultarlo; se había limitado a hacerlo y solo después había decidido por qué.
Que ella supiera, ningún otro ser humano compartía esa habilidad y de repente se preguntó si lo que estaba sintiendo en esos momentos podría ser la confirmación de algunas de las teorías más descabelladas que existían sobre los ramafelinos. Aunque ya hacía siglos que se daba por sentada y se aceptaba su empatía, nadie había sido capaz de explicar todavía cómo funcionaba ni cómo se conectaba Era mismo sentido con otro ramafelino. Era obvio que, entre ellos, los felinos compartían unos vínculos mucho más complejos, pero según la opinión convencional, no eran más que una intensificación de lo que compartían con los seres humanos. Sin embargo, esa teoría nunca había convencido a Honor. Se sabía muy poco, incluso después de tanto tiempo, sobre la organización social de los clanes ramafelinos en su «hábitat natural» y pocas personas ajenas a Esfinge se daban cuenta siquiera de que esos felinos eran capaces de utilizar herramientas, pero Honor lo sabía. De hecho, siendo niña había acompañado a Nimitz a visitar su clan natal. Ni siquiera sus padres lo sabían, habrían tenido tres clases diferentes de apoplejías con solo pensar en una Honor de once años adentrándose en los terrenos salvajes de las montañas de la Muralla de Cobre, ¡y acompañada solo por un ramafelino! Pero ella siempre se había alegrado de haber hecho la excursión y le había hecho entender mucho mejor la sociedad ramafelina. De hecho, caviló, era muy probable que ella supiera más sobre los ramafelinos que el noventa y nueve por ciento de sus compatriotas de Esfinge, por no hablar ya de los nativos de otros mundos, y siempre se había preguntado cómo era posible que unas criaturas que solo disponían de un lenguaje hablado limitadísimo, incluso entre ellos, hubieran podido construir una sociedad tan compleja como la que le había presentado Nimitz.
A menos, claro está, que las teorías más descabelladas estuvieran en lo cierto y no les hiciera falta un lenguaje hablado porque eran telépatas.
La idea era inquietante a pesar de todos los años que llevaba con Nimitz. A pesar de los milenios de esfuerzos, nadie había conseguido demostrar jamás de forma fiable que existiera la telepatía entre seres humanos, ni, si a eso se iba, entre las escasas docenas de entidades no humanas inteligentes con las que se había encontrado la humanidad. Personalmente, Honor siempre había supuesto que ya solo la física excluiría la posibilidad de que se dieran ese tipo de cosas, pero, ¿y si los ramafelinos eran telépatas de verdad? ¿Y si su «sentido de la empatía» no era más que un eco, la resonancia de un único y pequeño aspecto de la habilidad intraespecies que los comunicaba con la humanidad?
Honor frunció el ceño y frotó con un dedo el pie de la copa mientras se planteaba las implicaciones de todo aquello. ¿Qué clase de alcance tendrían?, se preguntó. ¿Serían muy sensibles a los sentimientos de los otros felinos? ¿Hasta qué punto llegaba la conexión de sus personalidades, de sus pensamientos? Y si era cierto que eran telépatas, ¿cómo podía soportar alguien como Nimitz tener que pasarse años enteros separado de otros miembros de su especie? La gobernadora sabía que Nimitz la adoraba con una devoción protectora y fiera, igual que ella lo adoraba a él, pero ¿el hecho de estar con ella podía compensar de verdad la pérdida de una comunicación tan profunda y compleja como la que estaba compartiendo con Odiseo en aquel mismo instante?
Nimitz levantó la cabeza y se encontró con la mirada de su persona al otro lado de la mesa, en sus ojos verdes como la hierba solo había suavidad. Se quedó mirándola y Honor sintió el consuelo, el amor que fluía de él, como si hubiera percibido el repentino miedo de la capitana al pensar que el vínculo que compartían había despojado a su amigo de algo muy valioso. Odiseo dejó de mordisquear su apio por un instante y miró a Nimitz con aire inquisitivo, después volvió los ojos también hacia Honor y esta, a través de su vínculo con Nimitz, percibió una especie de interés sorprendido en el gato mayor. Odiseo ladeó la cabeza y la miró con atención y otra emoción diferente se unió al consuelo de Nimitz. Una emoción que tenía un «sabor» muy diferente, como si estuviera bañada en un regocijo áspero y una bienvenida cordial; Honor parpadeó cuando se dio cuenta de que los dos felinos se lo estaban transmitiendo de forma deliberada. Era la primera vez que alguien había utilizado a sabiendas el vínculo que la unía a Nimitz para comunicarse con ella, y se sintió profundamente conmovida por ello.
No supo muy bien cuánto tiempo duró, desde luego no más de tres o cuatro segundos, pero después, Nimitz y Odiseo sacudieron las orejas con aire divertido y se giraron para mirarse como viejos amigos que compartieran un chiste privado, y Honor volvió a parpadear.
—¿Me pregunto de qué iría todo eso? —murmuró Georgides, y Honor miró al almirante y se lo encontró observando con atención a los dos felinos. Los estudió un momento más y después se encogió de hombros y sonrió a Honor—. Cada vez que creo que por fin he logrado descifrar por completo a ese diablillo, él va y hace algo para demostrarme lo contrario —comentó con tono cáustico.
—Un rasgo que comparten todos, creo —asintió la capitana con pasión.
—Así es. Dígame, milady, ¿hay algo de verdad en eso que dicen que el primer ser humano adoptado fue uno de sus ancestros?
—Bueno —Honor miró a su alrededor para asegurarse de que solo LaFollet, situado como debía detrás de su silla, estaba lo bastante cerca como para oírla, puesto que aquello era algo que solo se compartía con amigos de confianza o con otra persona que hubiera sido adoptada— según la tradición familiar, así es, en cualquier caso. Y menos mal, por cierto. Si lo que cuenta la familia es cierto, fue lo único que le salvó la vida a la niña. Quizá sea un poco egoísta por mi parte, pero yo me alegro mucho de que sobreviviera.
—Y yo también —dijo Georgides sin alzar la voz mientras estiraba la mano para pasar los dedos con suavidad por el lomo de Odiseo. El felino se apretó contra la mano que lo acariciaba y sus ojos verdes se clavaron resplandecientes en su persona; el almirante sonrió antes de continuar—. Se lo he preguntado, milady, porque si la leyenda es cierta, quería expresarle mi agradecimiento.
—En nombre de mi familia, no hay de qué —respondió Honor, con una amplia sonrisa.
—Y ya que estamos hablando de dar las gracias —continuó Georgides con un tono un poco más solemne—, también me gustaría darle las gracias por aceptar la misión. Sé lo que ha sacrificado en Yeltsin para hacerlo y su disposición a renunciar a todo eso no hace más que confirmar todas las cosas positivas que he oído sobre usted. —Honor se sonrojó, pero el almirante hizo caso omiso y siguió hablando en voz baja—. Si hay algo que el Vulcano pueda hacer para ayudarla a asumir el mando, lo que sea, por favor no deje de decírmelo.
—Gracias, señor, lo haré —le aseguró la capitana también en voz baja, y estiró el brazo para coger de nuevo la copa de vino.