3
Cualquier pistola semiautomática era una antigüedad tecnológica, pero aquella lo era más que la mayoría. En realidad, el diseño tenía más de dos mil años-T, ya que era una réplica exacta de lo que en otro tiempo se había conocido como «Modelo 1911 A1» y disparaba cartuchos «ACP de calibre 45». Era toda un arma, descargada pesaba algo menos de un kilo trescientos en la gravedad estándar de uno punto diecisiete de Grayson y el retroceso era formidable. Y su antigüedad tampoco la hacía menos ruidosa; a pesar de los protectores auditivos, más de uno de los militares que estaban en las pistas de tiro vecinas se estremecían cuando la posta de once con cuarenta y tres milímetros se precipitaba con un estruendo contra la diana a solo 415 KPS. Era una velocidad ínfima, incluso si se comparaba con los automáticos a los que se había limitado la base técnica de Grayson antes de que el sistema Yeltsin se uniera a la Alianza, y muy inferior a los más de tres mil KPS a los que la moderna arma de pulsos disparaba sus dardos, pero la inmensa bala de quince gramos seguía alcanzando el final de su viaje de quince metros con una formidable energía cinética. La posta blindada atravesaba el centro de las dianas de papel, igual de anacrónicas que su atacante, y las hacía estallar en una lluvia de pequeños fragmentos blancos antes de desvanecerse con un destello fiero al hundirse y vaporizarse en la «red trasera» concentrada de la pared gravitacional.
El profundo y atronador ¡boom! de la arcaica pistola atravesó el quejido agudo de las armas de pulsos otra vez, y después una tercera y una cuarta vez. Siete resonantes disparos bramaron con una elegante precisión y el centro de la diana desapareció, sustituida por un único y enorme agujero.
La almirante y gran dama Honor Harrington, condesa y gobernadora Harrington, abandonó la postura de disparo que prefería, sujetando el arma con las dos manos, y bajó la pistola; después comprobó que el pasador había quedado abierto en una recámara vacía y dejó el arma en el mostrador que tenía delante antes de quitarse las gafas de tiro y las orejeras. El comandante Andrew LaFollet, su asistente personal y principal guardaespaldas, permanecía tras ella, con los ojos y los oídos también protegidos, y sacudió la cabeza cuando la condesa apretó un botón y la diana se acercó a ella con un zumbido. El cañón de mano de lady Harrington había sido un regalo del gran almirante Wesley Matthews y LaFollet se preguntaba cómo había descubierto el comandante en jefe del ejército de la AEG que a la gobernadora le gustaría un regalo tan outré. Fuera como fuera, no cabía duda de que había acertado. Lady Harrington no dejaba de practicar con aquel monstruo ruidoso que escupía proyectiles y dejaba sordo a todo el mundo, ya fuera a bordo de su nave insignia superacorazada o allí, en el pequeño campo de tiro al aire libre que tenía la Guardia Harrington; disparaba por lo menos una vez a la semana y parecía disfrutar tanto con el ritual de limpiarla después de cada sesión como destrozando los oídos de todos con aquel trasto.
La gobernadora bajó la diana y le puso encima la regla de bolsillo que llevaba, después midió el grupo de impactos de tres centímetros con evidente satisfacción. A pesar de las reservas que pudiera tener con respecto a aquella estruendosa y arcaica arma, a LaFollet aquella precisión le parecía tan impresionante como tranquilizadora. Cualquiera que la hubiera visto en los campos de duelo de Aterrizaje sabía que donde ponía el ojo, ponía la bala, pero dado que era el hombre encargado de mantenerla con vida, el guardaespaldas siempre se alegraba de verla demostrar que era capaz de cuidarse sólita.
LaFollet bufó con aire divertido e irónico a la vez. La verdad es que no lo parecía, allí plantada como una esbelta llama verde y blanca, con el vestido que le llegaba por los tobillos, el chaleco que le acariciaba las caderas y el cabello cayéndole suelto por los hombros, pero quizá fuese la persona más peligrosa de aquel campo de tiro… incluyendo a Andrew LaFollet. Seguía ejercitándose con regularidad con sus soldados y aunque estos habían mejorado de forma notable en el dominio del coup de vitesse que prefería su jefa, ella seguía siendo capaz de tirarlos por la colchoneta con una facilidad absurda.
Claro que con algo más de ciento noventa centímetros de altura, Honor era más alta que cualquiera de ellos y la gravedad de su planeta natal, casi un quince por ciento más que la de Grayson, le había proporcionado una fuerza y unos reflejos impresionantes. Puede que fuera una mujer esbelta, pero aquella delgadez fibrosa era todo músculo, firme y bien trabajado. Con todo, esa no era la verdadera razón de que lo hiciera parecer tan fácil. La verdadera razón era que aunque el tratamiento de prolongación de tercera generación que había recibido de niña la hacía parecer la hermana de alguien apenas salida de la adolescencia, en realidad era trece años-T mayor que el mismo LaFollet y se había pasado más de treinta y seis años practicando el coup. Lo que significaba que se había pasado entrenando casi toda la vida de LaFollet, aunque hasta a él le costaba a veces creer que fuera posible cuando miraba aquel rostro tan joven, bello y exótico.
La gobernadora terminó de examinar la diana y sacó un bolígrafo del bolsillo para anotar la fecha en ella, después la colocó con otra docena de hojas perforadas de papel y metió la pistola en su estuche. Colocó las dos recámaras de repuesto con el arma y selló el estuche, se lo metió bajo el brazo, guardó las gafas de tiro en un bolsillo y recogió los protectores auditivos; los ojos almendrados que había heredado de su madre china centellearon cuando LaFollet intentó no lanzar un suspiro de alivio.
—Listos, Andrew —dijo, y los dos se alejaron del campo de tiro rumbo a la entrada trasera de la Cámara de Harrington. Un lustroso ramafelino de seis patas de color crema y gris de Esfinge abandonó su plácido reposo en un trozo iluminado por el sol, se estiró con pereza y se acercó con pasos silenciosos a recibirlos mientras LaFollet se quitaba las orejeras. Honor se echó a reír.
»Nimitz parece compartir su opinión sobre el nivel de ruido —comentó, mientras se agachaba para coger al felino en brazos. Este lanzó un «blik» de alegre asentimiento, la gobernadora volvió a echarse a reír y se lo colocó sobre el hombro. El gato adoptó su posición habitual, las zarpas articuladas de los miembros medios hundieron las garras de un centímetro en el hombro del chaleco mientras las patas traseras se clavaban justo por debajo del omóplato de la condesa, después meneó la algodonosa cola cuando LaFollet le ofreció una sonrisa a su amiga.
—No es solo el ruido, milady. Es el nivel de energía. Es un arma brutal como he visto pocas.
—Cierto, pero también es más divertida que un arma de pulsos —respondió Honor—. Es cierto que preferiría algo más moderno en una pelea, pero no cabe duda de que sabe expresarse con autoridad, ¿verdad?
—No puedo discutir con usted en eso, milady —admitió LaFollet mientras sus ojos barrían el entorno con esa búsqueda automática de amenazas propia de su oficio, incluso allí, en los terrenos inmaculados de la Cámara de Harrington—. Y tampoco estoy tan seguro de que no fuera a ser bastante útil en una pelea. Aunque solo sea porque el simple estruendo ya debería proporcionarle la ventaja del factor sorpresa.
—Supongo que tiene razón —asintió la condesa. Los nervios artificiales del lado izquierdo reconstruido de su cara tiraron de sus músculos y le hicieron esbozar una sonrisa un tanto descentrada, pero los ojos le bailaban—. Quizá debería quitarles las armas de pulsos a los guardias y ver si el gran almirante puede conseguirme suficientes para todos.
—Gracias, milady, pero yo estoy muy satisfecho con mi arma de pulsos —respondió LaFollet con una cortesía exquisita—. He llevado durante diez años un quemador químico, que quizá no fuera demasiado, digamos, formidable, antes de que usted modernizara nuestras prestaciones. Me temo que lo mío ya no tiene arreglo.
—No diga que no se lo he ofrecido —bromeó su jefa, y saludó con un gesto de la cabeza al centinela que les abrió la puerta trasera de la Cámara de Harrington.
—No lo haré —le aseguró LaFollet cuando la puerta cerrada los aisló de los sonidos procedentes del campo de tiro que habían dejado atrás—. Verá, milady, hay algo que quería preguntarle —añadió el mayor. Honor alzó una ceja y le hizo un gesto para que continuara—. En Mantícora, antes de su duelo con Summervale, el coronel Ramírez estaba mucho más nervioso de lo que pretendía demostrar. Le dije que la había visto en las prácticas de tiro y que no era ninguna novata con las armas, pero yo también me he preguntado siempre cómo consiguió semejante nivel.
—Crea en Esfinge —respondió Honor y le tocó entonces a él alzar una ceja—. Esfinge ya lleva colonizado casi seiscientos años-T —le explicó la gobernadora—, pero una tercera parte del planeta sigue siendo tierra de la Corona, lo que significa que es tierra virgen, y la hacienda de los Harrington se encuentra justo al lado de la Reserva Natural de la Muralla de Cobre. Y en Esfinge hay muchas criaturas a las que no les importaría averiguar a qué sabe la carne humana, así que la mayor parte de los adultos y los niños mayores llevan armas cuando salen a campo abierto, es algo automático.
—Pero apuesto a que no son antigüedades como esa —le replicó LaFollet mientras señalaba el estuche que llevaba su jefa debajo del brazo izquierdo.
—No —admitió Honor—. Eso es culpa de mi tío Jacques.
—¿Su tío Jacques?
—El hermano mayor de mi madre. Vino de Beowulf a hacernos una visita de un año, más o menos cuando yo tenía unos doce años-T; es miembro de la Sociedad para la Defensa del Anacronismo Creativo. Son un grupo de tipos raros que disfrutan recreando el pasado del modo que debería haber sido. La época favorita del río Jacques era el siglo segundo ante diáspora, lo que vendría a ser el siglo veinte —añadió la gobernadora, porque en Grayson todavía utilizaban el antiguo calendario gregoriano—, y ese año fue el campeón planetario de la Gran Pistola de Reserva. Encima es un hombre tan guapo como bella es mamá así que yo lo adoraba. —Honor puso los ojos en blanco con una alegre mueca—. Lo seguía a todas partes como una cachorrita enamorada, lo que debía resultarle enloquecedor, pero nunca se le notó. De hecho, me enseñó a disparar lo que él llamaba armas de verdad y… —lanzó una risita—, por aquel entonces a Nimitz tampoco le gustaba el estallido del cañón.
—Eso es porque Nimitz es un individuo refinado y con buen gusto, milady.
—¡Ja! Bueno, en cualquier caso, seguí practicando con regularidad hasta que me fui a la Academia. Me planteé presentarme a las pruebas del equipo de tiro con pistola, pero ya se me daban bastante bien las armas pequeñas y había empezado a estudiar el coup unos cuatro años antes de aprobar los exámenes de ingreso, así que decidí seguir con las artes marciales y terminé en el equipo de combate sin armas.
—Ya veo. —LaFollet dio dos o tres pasos más y después sonrió con ironía—. Por si nunca se lo había dicho, milady, no se parece mucho a la típica dama graysoniana. Pistolas, combate sin armas… Quizá debería ser yo el que se escondiera detrás de usted la próxima vez que se arme un follón.
—¡Pero bueno, Andrew! ¡Cómo se le ocurre decirle algo tan escandaloso a su gobernadora!
LaFollet respondió con una risita, pero no pudo evitar pensar que tenía mucha razón. En circunstancias normales, ningún varón bien educado de Grayson se hubiera planteado comentar temas tan violentos con una mujer bien educada. Pero a lady Harrington no la habían educado en Grayson y, además, las normas locales que definían la etiqueta de Grayson estaban cambiando. A un foráneo los cambios debían de parecerle bastante lentos, pero para un graysoniano, cuya vida se basaba en la tradición, habían llegado a una velocidad desconcertante en los últimos seis años-T y la razón era la mujer a la que Andrew LaFollet protegía con su vida.
Quizá fuera extraño, pero era muy probable que ella fuera menos consciente de esos cambios que cualquier otra persona del planeta, ya que provenía de una sociedad que jamás hubiera comprendido la falta de paridad entre hombres y mujeres. Pero la sociedad y la religión de Grayson, profundamente tradicionales y patriarcales, habían evolucionado a lo largo de mil años de aislamiento, en un mundo cuyas letales concentraciones de metales pesados lo convertían en el peor enemigo de sus propios habitantes. La fuerza fundamental de esas tradiciones significaba que cualquier cambio iba a tener que ser, por fuerza, gradual, no algo que ocurriera de la noche a la mañana, pero LaFollet nunca dejaba de ser consciente de aquellos pequeños y sutiles ajustes que tenían lugar a su alrededor. En general, a él le parecía que eran cambios positivos, aunque no siempre cómodos, como había demostrado el grupo de fanáticos religiosos que había intentado destruir a su gobernadora algo más de un año atrás. Pero estaba casi seguro de que lady Harrington seguía sin darse cuenta de hasta qué punto las mujeres más jóvenes de Grayson estaban comenzando a dar nueva forma a sus vidas según el estilo que habían impuesto tanto ella como las otras mujeres manticorianas que servían en las fuerzas navales de Grayson. Aunque tampoco era que Grayson mostrara alguna señal concreta de querer convertirse en un reflejo del Reino Estelar. De hecho, sus habitantes estaban desarrollando un estilo propio y LaFollet se preguntaba con frecuencia dónde terminaría.
Llegaron al final del corto pasillo y cogieron el ascensor hasta el segundo piso de la Cámara de Harrington, donde estaban ubicados los apartamentos privados de Honor. Un hombre maduro con el cabello ralo y rubio y los ojos grises los esperaba cuando se abrieron las puertas del ascensor; la gobernadora ladeó la cabeza.
—Hola, Mac. ¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.
—Acabamos de recibir un mensaje de la estación espacial, señora. —Al igual que Honor, James MacGuiness vestía ropa de paisano, como correspondía a su papel como maestresala de la Cámara de Harrington, pero era el único miembro de su personal privado que se dirigía a ella en otros términos que no fuera milady. Había una razón muy sencilla para eso, el mayordomo jefe James MacGuiness llevaba más de ocho años siendo su mayordomo personal y, como a ella le gustaba decir, guardián principal, lo que lo convertía en el único miembro de su casa que la conocía desde antes incluso de que la hubieran nombrado caballero, por no hablar ya del titulo de condesa y gobernadora. Por lo general se dirigía a ella llamándola milady cuando había invitados, pero en privado tendía a recuperarla antigua cortesía militar.
—¿Qué clase de mensaje? —preguntó, y su asistente esbozó una amplia sonrisa.
—Es de la capitana Henke, señora. El Agni hizo su tránsito a alfa hace tres horas.
—¿Mike está aquí? —dijo Honor, encantada—. ¡Maravilloso! ¿Cuándo la esperamos?
—Aterrizará dentro de una hora, más o menos, señora. —Había un matiz extraño en el tono de MacGuiness y Honor lo miró con expresión inquisitiva—. No está sola, señora —dijo el mayordomo—. El almirante Haven Albo está con ella y ha preguntado si es posible que la acompañe a la Cámara de Harrington.
—¿El conde de Haven Albo? ¿Aquí? —Honor parpadeó y MacGuiness asintió—. ¿Ha dicho algo sobre la razón de su visita?
—No, señora. Solo preguntó si podría recibirlo.
—¡Pues claro que puedo! —Se quedó pensativa un momento más y después se recuperó y le dio el estuche del arma a MacGuiness—. En vista de eso, supongo que debería arreglarme un poco. ¿Quiere ocuparse de limpiar esto por mí, Mac?
—Desde luego, señora.
—Gracias. Y supongo que será mejor también que le digas a Miranda que la necesito.
—Ya lo he hecho, señora. Ha dicho que la vería en su vestidor.
—Entonces no debería hacerla esperar. —Honor asintió y salió disparada por el pasillo para encontrarse con la doncella que la aguardaba mientras su mente zumbaba intentando adivinar para qué quería verla Haven Albo.
* * *
Un toque en el marco de la puerta abierta alertó a Honor, que alzó la cabeza con una sonrisa cuando MacGuiness acompañó a sus visitantes a su espacioso y soleado despacho. Aparte de Nimitz y LaFollet, cuya presencia constante era requerida por la ley de Grayson, estaba sola, ya que Howard Clinkscales, su regente y administrador ejecutivo, estaba en Austin ese día, en una reunión con el canciller Prestwick. Honor se levantó, rodeó el escritorio y le tendió la mano a la esbelta mujer cuya piel era apenas un tono más claro que el uniforme de la RAM negro espacial que llevaba.
—¡Mike! ¿Por qué no me avisaste de que venías? —le preguntó cuando la otra mujer le estrechó la mano con firmeza.
—Porque no lo sabía. —La suave voz de contralto de la honorable Michelle Henke, capitana (subalterna), había adoptado un tono irónico al tiempo que le dedicaba una amplia sonrisa a su anfitriona. Mike Henke era prima carnal de la reina Isabel y tenía los rasgos inconfundibles de la Casa de Winton, pero también había sido la compañera de habitación y mentora social de Honor en el campus de la isla de Saganami, en la Academia. A pesar del inmenso abismo social que las separaba, se había convertido en la mejor amiga de Honor y sus ojos la miraban con calidez—. Acaban de destinar al Agni a la Sexta Flota y el almirante Haven Albo nos ha confundido con un taxi.
—Ya veo. —Honor volvió a apretar la mano de Henke y luego se volvió hacia el alto y fornido almirante que la había acompañado—. Milord —dijo con tono más formal mientras le tendía también la mano—. Es un placer verle de nuevo.
—Y a usted también, milady —respondió el almirante con un tono igual de formal. Las mejillas de la gobernadora comenzaron a arder cuando el militar se inclinó para besarle la mano en lugar de estrechársela. Era la forma correcta de saludar a una mujer en Grayson y ella ya se había acostumbrado en la mayor parte de las circunstancias, pero se sintió incómoda cuando lo hizo Haven Albo. Sabía, a un nivel intelectual, que, de hecho, su rango de gobernadora estaba por encima del título de él, pero el de ella apenas tenía seis años de antigüedad mientras que el condado de Haven Albo databa de la fundación del Reino Estelar y además aquel hombre era uno de los dos o tres oficiales superiores más respetados de la marina en la que ella había servido durante más de treinta años.
El almirante se irguió y sus ojos azules chispearon, como si entendiera a la perfección lo que sentía la comandante y la estuviera riñendo por ello. Llevaba sin verlo casi tres años-T (de hecho, desde el día que se había ido al exilio con media paga) y, en su fuero interno, la sobresaltaron las profundas arrugas que habían comenzado a rodear aquellos ojos centelleantes, pero solo se limitó a sonreír.
—Siéntense, por favor —los invitó, señalándoles con un gesto las sillas que rodeaban una mesita de café. Nimitz se bajó de un salto de la percha que tenía montada en la pared cuando los otros aceptaron la invitación y Henke se echó a reír cuando el felino cruzó sin ruido la mesa para tenderle una mano verdadera, fuerte y nervuda.
—Yo también me alegro de verte, Apestoso —dijo la capitana al estrecharle la mano—. ¿Has asaltado alguna buena plantación de apio últimamente?
Nimitz desdeñó con un gesto la idea de chiste que tenía la militar, pero Honor sintió el mismo placer de siempre al observar la empatía que unía a sus dos amigos. Hasta los habitantes de Mantícora y Gryphon, los otros dos planetas habitados del sistema original del Reino Estelar, tenían una tendencia clara a subestimar la inteligencia de los ramafelinos de Esfinge, pero Mike y Nimitz eran viejos amigos. La capitana sabía tan bien como Honor que aquel felino era más brillante que la mayor parte de los bípedos y, a pesar de su incapacidad para formar los sonidos necesarios para pronunciarlo, entendía más inglés estándar que buena parte de los adolescentes manticorianos.
Mike también conocía la adicción que compartían todos los felinos y sonrió de nuevo mientras sacaba un tallo de apio del bolsillo de la guerrera y se lo pasaba. Nimitz lo agarró muy contento y empezó a mordisquear antes de que su persona tuviera tiempo de decir una sola palabra, y mucho menos objetar; Honor suspiró.
—¡No llevas aquí ni cinco minutos y ya lo estás animando! Mira que eres mala, Mike Henke.
—Es por culpa de los amigos con los que me codeo —respondió Henke con tono alegre, le tocó entonces a Honor echarse a reír.
Hamish Alexander se recostó en su butaca y observó a las dos con atención, pero sin inmiscuirse. La última vez que había visto a Honor Harrington había sido después del duelo en el que había matado a Pavel Young, el conde de Hollow del Norte. El duelo que le había costado su carrera había estado a punto de costarle también la vida, Hollow del Norte se había vuelto antes de tiempo y le había disparado por la espalda. En su último encuentro la comandante todavía tenía inmovilizados el brazo izquierdo y el hombro reconstruido en el quirófano. Sin embargo, las heridas físicas no eran nada comparadas con las que le habían atravesado el corazón.
Los ojos del almirante se oscurecieron cuando recordó el dolor de Harrington. Puede que matar a Hollow del Norte hubiera vengado el asesinato del hombre al que amaba, pagado por Pavel, pero no podía devolverle la vida a Paúl Tankersley. Quizá hubiera hecho posible que la gobernadora sobreviviera a su pérdida, pero no había conseguido mitigar su angustia. Haven Albo había intentado evitar ese duelo porque sabía lo que significaría para la carrera de Honor, pero se había equivocado al intentarlo. Era algo que Harrington tenía que hacer, un acto de justicia ineludible que surgía de todas aquellas cosas que la convertían en lo que era. El conde había terminado por aceptarlo, por mucho que lamentara las consecuencias, y se preguntaba si ella se daba cuenta de hasta qué punto él había terminado por entender sus motivos, o lo mucho que él sabía sobre el dolor y la pérdida. Su mujer llevaba inválida más de cincuenta años-T. Antes de aquel extraño accidente de coche aéreo, Emily Alexander había sido la actriz de HD más querida del Reino Estelar, y la angustia que seguía sintiendo su marido al ver el valor y la voluntad inquebrantable de su mujer encerradas en una prisión frágil e inútil de carne le había enseñado a Hamish Alexander todo lo que había que saber sobre el dolor que podía infligir el amor.
Pero la mujer que tenía delante de él no era aquella oficial pálida y abrumada por el dolor que recordaba de aquel día a bordo del crucero de batalla Nike. Era también la primera vez que la veía sin uniforme y le asombraba ver lo cómoda que parecía con las galas de Grayson. Y lo majestuosa. ¿Se daría cuenta siquiera de lo mucho que había cambiado? ¿Lo mucho que había madurado? Siempre había sido una oficial magnífica, pero en Grayson había adquirido algo más. Haven Albo le doblaba la edad, sin embargo era muy consciente del discreto poder que imponía la presencia de Honor, que en aquel momento se reía con la capitana Henke. El conde percibió una melancolía subyacente en aquella risa, todavía la atravesaba la conciencia de cuánto podía herirla una pérdida, pero aquel dolor de fondo solo parecía acentuar su fuerza, como si la angustia a la que había sobrevivido hubiera templado el acero que la formaba, y el conde se alegró. Se alegró por ella y por la Real Armada Manticoriana. La reina disponía de muy pocos oficiales del calibre de Honor y él quería que aquella en concreto volviera a lucir el uniforme manticoriano… aunque eso significara aceptar el mando de Breslau.
Honor dejó de reírse con Henke y levantó la cabeza.
—Disculpe, milord. La capitana Henke y Nimitz son viejos amigos, pero no debería haber permitido que eso me distrajera. ¿En qué puedo ayudarlo, señor?
—Estoy aquí como mensajero, mi señora Honor —le respondió el almirante—. Su majestad me ha pedido que venga a verla.
—¿Su majestad? —Honor se irguió un poco más en su asiento cuando el conde asintió.
—Me han encargado que le pida que acepte regresar al servicio activo, milady —dijo el conde sin alzar la voz, y el repentino resplandor que brilló en los ojos del color del chocolate oscuro de la gobernadora lo dejó perplejo. Honor empezó a decir algo, después cerró la boca y se obligó a respirar hondo, y el conde vio que la luz se atenuaba. No se desvaneció, era más bien como si la hubiera contenido la conciencia de todas las permutaciones que suponían el quién y en qué se había convertido, y sintió un respeto renovado por el modo en que había madurado aquella mujer.
—¿Al servicio activo? —repitió Harrington después de un momento—. Es un honor, por supuesto, milord, pero estoy segura de que tanto usted como su majestad son conscientes de las demás obligaciones que he adquirido.
—Lo somos, como también lo es el Almirantazgo —respondió Haven Albo con el mismo tono tranquilo—. Lo que ha logrado aquí, no solo como gobernadora Harrington, sino también como oficial de la Armada de Grayson, ha sido extraordinario, y por eso su majestad me ha pedido que le ruegue que acepte regresar. También me ha encargado que le informe que no intentará, ni ahora ni nunca, ordenarle que lo haga. El Reino Estelar la ha tratado muy mal.
Honor comenzó a decir algo, pero el conde levantó una mano.
—Por favor, milady. Es cierto y usted lo sabe. En concreto, la Cámara de los Lores la ha tratado con un desdén que la ha manchado a usted, su uniforme y su honor personal y también el honor del Reino Estelar. Su majestad lo sabe, el duque Cromarty lo sabe, la Armada lo sabe y también lo saben la mayor parte de nuestros ciudadanos, y nadie podría culparla por permanecer aquí, donde le han demostrado el respeto que se merece.
A Honor le ardía el rostro, pero el vínculo que tenía con Nimitz le transmitió la sinceridad de las palabras del conde. Los felinos siempre habían sido capaces de percibir las emociones humanas, pero, que ella supiese, ella era el primer ser humano que había sido capaz de percibir las emociones de un ramafelino o, a través de Nimitz, las emociones de otros seres humanos. Era una habilidad que solo había ido desarrollando a lo largo de los últimos cinco años-T y medio, y en algunos sentidos todavía estaba intentando comprender sus ramificaciones. Si bien había terminado por aceptar el alcance de sus sentidos, todavía había ocasiones en las que desearía no poder sentir las emociones de los demás, y esa era una de ellas. Sabía que era un vínculo unidireccional. Haven Albo jamás podría percibir la reacción que despertaban en Honor sus emociones, pero aquel profundo y comprensivo respeto con el que la embargaba el conde era muy embarazoso. Pensara lo que pensara cualquier otro de ella, la comandante era demasiado consciente de sus defectos y debilidades como para creer, aunque solo fuera un momento, que merecía que la miraran así.
—No era a eso a lo que me refería, milord —dijo Honor después de un momento. Su voz de soprano brotó un poco ronca y tuvo que carraspear—. Entiendo por qué los Lores reaccionaron del modo en que lo hicieron. Quizá no esté de acuerdo con ellos, pero lo entiendo y en su momento estaba bastante segura de cuál sería su respuesta. Lo que quería decir es que he aceptado mis obligaciones y mi cargo como gobernadora, por no mencionar ya mi nombramiento en la AEG. Tengo obligaciones de las que no puedo hacer caso omiso, por mucho que desee regresar al servicio activo dentro del Reino Estelar.
Miró por encima del hombro a Andrew LaFollet, que permanecía silencioso e inexpresivo en su posición, detrás de su silla, y también percibió sus emociones. Eran más confusas que las de Haven Albo, una mezcla de fiera aprobación ante la idea de que permitieran a lady Harrington reivindicar su posición en el servicio manticoriano, mezclada con la fría aquiescencia con la valoración que había hecho Haven Albo de cómo la había tratado el Reino Estelar, además de un temor incómodo por lo que podría significar el regreso al servicio activo con la RAM para la seguridad de la mujer que le habían encargado proteger. Pero la gobernadora no percibió ningún tipo de presión por su parte. Era un hombre de armas graysoniano. Su obligación era proteger a su gobernadora, no decirle lo que debía hacer. Lo que tampoco evitaba que intentara, con una obstinación tan exquisita como cortés, manipularla si pensaba que corría peligro o tomar medidas contra cualquiera que pretendiera insultarla, pero jamás intentaría influir en el dictado de su conciencia. Sin embargo, era algo mucho más profundo que todo eso, al igual que la devoción que su guardaespaldas sentía por ella. Lo que LaFollet quería era que hiciese lo que creyese correcto, y Honor sacó fuerzas, de una forma sutil, de aquello mientras se volvía de nuevo hacia Haven Albo.
—Comprendo perfectamente lo que dice, milady, y lo respeto —dijo el conde—. Como ya le he dicho, su majestad solo le pide que lo considere y ha dado instrucciones al Almirantazgo para que se atengan a su decisión. Si resuelve no regresar al servicio activo, será libre de permanecer con su actual estatus de media paga durante todo el tiempo que desee, hasta que decida regresar.
—Y, con exactitud, ¿qué es lo que Almirantazgo quiere que haga?
—Ojalá pudiera decir que tienen un trabajo acorde con sus logros, milady, pero no puedo —respondió el conde con franqueza—. Estamos reuniendo un pequeño escuadrón de naves Q para desplegarlo en Silesia. Supongo que, en líneas generales, es usted consciente al menos de las condiciones que reinan allí. —Honor asintió y Haven Albo se encogió de hombros—. No podemos destinar allí las fuerzas que la situación requiere de verdad, pero cada vez hay más presión para que se haga algo y eso es todo de lo que puede disponer el Almirantazgo. Pero si no pueden enviar unas fuerzas adecuadas, preferirían enviar a la mejor oficial de la que disponen con la esperanza de que pueda lograr algo a pesar de sus limitados recursos.
Honor lo contempló con aire pensativo y, a través de Nimitz, saboreó las emociones que ocultaban las palabras. Después esbozó una de sus sonrisas sesgadas y en esa ocasión ya no había humor en ella.
—No creo que esa sea la única razón por la que me quieren a mí, milord —dijo con astucia, y el conde asintió sin sorprenderse. Siempre había sabido que era una mujer muy perspicaz.
—Con franqueza, milady, tiene razón. Si el almirante Caparelli fuera libre de hacerlo, preferiría ascenderla al rango de superior de la marina que ha demostrado merecer y darle un escuadrón de naves de barrera, o al menos su propio escuadrón de cruceros de batalla. Pero no puede hacerlo. Los mismos factores políticos que lo obligaron a quitarle media paga siguen presentes, aunque un tanto más debilitados.
—Entonces, ¿por qué tendría que aceptar este ofrecimiento? —La ira matizaba la voz femenina, notó Haven Albo con satisfacción, y los ojos almendrados de la mujer destellaron—. ¡Discúlpeme, milord!, pero da la sensación de que lo que en realidad me está ofreciendo es que les dé la oportunidad de que me pongan otra vez de patitas en otra estación Basilisco, ¡y con el mismo tipo de recursos inadecuados que tenía allí!
—En cierto sentido así es —admitió el noble—. Pero si se mira de otro modo, es la ocasión perfecta para que pueda volver a ponerse el uniforme manticoriano. Y por muy furioso que me ponga decirlo, es lo mejor que va a salir hasta dentro de algún tiempo. Créame, el Almirantazgo lo ha estudiado con mucho cuidado antes de ofrecerle el mando. Ni la baronesa Morncreek ni el primer lord del espacio me lo han dicho así, pero jamás se lo habrían ofrecido si no fuera por otras consideraciones.
—¿Y que son? —preguntó Honor con voz tensa.
—Milady, usted es una de las mejores oficiales de la Armada —dijo Haven Albo con tono rotundo—. Si no fuera por sus enemigos políticos, enemigos que se ha ganado en gran parte por haber cumplido tan bien con su obligación, ya sería por lo menos comodoro, y la Flota es muy consciente de por qué no lo es. Pero en este caso, algunos de esos mismos enemigos fueron los que sugirieron su nombre para el puesto.
Las ventanas de la nariz de Honor se dispararon por la sorpresa y el almirante asintió poco a poco. La gobernadora se recostó en su silla y estiró los brazos para coger a Nimitz cuando este se dejó caer con suavidad en su regazo. El ramafelino ladeó la cabeza y clavó su mirada de color verde hierba en el almirante mientras Honor lo levantaba. Después lo estrechó contra su pecho y le frotó con una mano el torso antes de pedirle a Haven Albo que continuara con los ojos.
—No sabemos con seguridad todos los motivos, pero la condesa de Nuevo Kiev propuso su nombre —dijo el conde—. Estoy seguro de que alguien tuvo que sugerírselo, pero el resto de la oposición o bien estuvo de acuerdo o no hizo ningún comentario. El actual conde de Hollow del Norte fue el único par que se opuso con energía a la idea y después de lo que le ocurrió a su hermano, prácticamente no le quedaba más remedio; era eso o admitir de forma abierta qué clase de escoria era en realidad Pavel Young.
»Como ya le he dicho, no estamos seguros de por qué lo hicieron. En parte, supongo, es porque por mucho que la odien, tienen que darse cuenta de lo buena oficial que es. Es posible que otro factor sea lo que ocurrió en las últimas elecciones generales. Recibieron una auténtica paliza en las urnas y el modo que tuvieron de tratarla fue uno de los temas emocionales más candentes, así que quizá lo vean como un modo de recuperar parte del terreno perdido sin darle el mando que se merece de verdad. Y es posible que tengan motivos incluso menos respetables. Seamos francos, hay muchas posibilidades de que no logre gran cosa con solo cuatro naves Q, por muy buena que sea, así que quizá vean esto como una ocasión para tenderle una trampa y hacerla fracasar, un fracaso que pueden utilizar para justificar el modo que tuvieron de tratarla en el pasado.
Honor asintió con lentitud, comprendía la lógica del conde y un núcleo gélido de rabia ardía en el fondo del placer que le inspiraba la idea de volver a ponerse otra vez el uniforme manticoriano.
—En cualquier otra circunstancia —dijo Haven Albo con tono ecuánime— le aconsejaría que no aceptase, porque si con lo que cuentan es con las probabilidades que tiene usted en contra, tienen un argumento muy sólido. Pero estas no son circunstancias normales, y quien sea el que está orquestando su estrategia es un tipo muy astuto. Dado que ha sido la propia oposición la que ha sugerido su nombre, el Almirantazgo no tiene casi más alternativa que ofrecerle el puesto. Si no lo hace, o si usted lo rechaza, la oposición podrá decir que le dieron una oportunidad y se negó. A largo plazo es probable que no fuera suficiente para evitar que regresara al servicio de la reina en algún momento, pero seguramente retrasaría su regreso durante al menos otro año-T entero, quizá más y desde luego haría que ese regreso fuera mucho más difícil.
»Por otro lado, si acepta el mando, es probable que no tenga que ostentarlo durante más de seis u ocho meses. Para entonces, la situación de la guerra habrá cambiado lo suficiente para liberar las fuerzas ligeras que necesitamos en Silesia. E incluso si no fuera así, ya habrá suficientes naves Q disponibles como para hacer mella de verdad en los problemas que tenemos allí. En cualquier caso, una vez que regrese al servicio activo por la razón que sea, el Almirantazgo será libre de destinarla a otros deberes, según crea conveniente, después de un tiempo prudencial. Dado que los lores tienen que confirmar los ascensos concedidos fuera del sistema, supongo que seguirá siendo imposible darle de golpe el rango que ya ha demostrado que es capaz de ostentar, pero eso no le impedirá al Almirantazgo darle la autoridad real que se merece.
—Así que lo que me está diciendo, milord, es que cree que debería aceptarlo —dijo Honor.
Haven Albo dudó un instante y después asintió.
—Supongo que sí —suspiró—. Va a contrapelo, preferiría que la pusieran al mando de uno de mis escuadrones de la Sexta Flota, pero dada la situación, es casi algo por lo que tiene que pasar. No es justo. De hecho, es muy injusto, maldita sea. Pero así están las cosas. —Sacudió los hombros con tristeza—. Como ya le he dicho, nadie podría culparla si decidiera quedarse aquí y estoy segura de que el protector Benjamín y el gran almirante Matthews, por no hablar ya del pueblo del asentamiento Harrington, querrán que se quede. Pero seré franco con usted, milady, la necesitamos tanto como Grayson, aunque sea de forma diferente. Nos enfrentamos a la armada más poderosa del espacio, en términos de simple tonelaje, y estamos luchando por sobrevivir. Perseguir a unos piratas en Silesia quizá no parezca una cuestión de vida o muerte para el Reino Estelar, porque no lo es. Pero si enviarla a cumplir con esa misión durante unos meses es la única forma de recuperarla para lo que sí la necesitamos, es un precio que el Almirantazgo está dispuesto a pagar. La pregunta es si usted está dispuesta a pagarlo o no.
Honor lo miró con el ceño fruncido y aire pensativo, sus dedos acariciaron con suavidad el suave pelo de Nimitz, el ronroneo subsónico del felino emitía un sonido sordo mientras lo apretaba contra sí. Todavía ardía en su interior aquella ira gélida ante la perspectiva de aceptar lo que era, en muchos sentidos, un insulto calculado, pero también sabía que Haven Albo tenía razón. Le estaba pidiendo que renunciara a su propio escuadrón de superacorazados y su cargo como segundo oficial superior a cargo de una armada entera para aceptar el mando de un escuadrón insuficiente de mercantes reformados en un lugar perdido aunque estratégico del espacio, pero tenía razón. La oposición tenía derecho a exigirle que pagara aquel precio para recuperar su lugar en la armada de su reino natal y defender su habilidad profesional.
Se quedó sentada, en silencio, durante casi tres minutos, después suspiró.
—No voy a decir ni que sí ni que no, milord. Ahora mismo no. Pero pienso hablarlo con el protector Benjamín y el gran almirante. Comprendo que tiene que regresar a su puesto, pero si pudiera encontrar el modo de quedarse aquí como mi invitado durante un día o dos, se lo agradecería. Me gustaría comentar el asunto de nuevo con usted después de hablar con el protector y el almirante Matthews.
—Desde luego, milady.
—Gracias. Y ahora —dijo mientras se ponía en pie—, si usted y la capitana Henke tienen la amabilidad de acompañarme a cenar, a mi chef le encantaría iniciarles en las delicias de la auténtica cocina graysoniana.