2
La suave música clásica era el acompañamiento perfecto para los elegantes hombres y mujeres que atestaban la inmensa sala. Una suntuosa colación yacía en ruinas a su espalda y ellos se reunieron en pequeños grupos con las copas en la mano mientras el murmullo de la marea de sus voces competía con la música. Era una escena en la que se respiraba un ambiente relajado, acaudalado y poderoso, aunque no era relajación lo que se percibía en la voz de Klaus Hauptman.
El trillonario se encontraba con una mujer que solo era ligeramente inferior a él en términos de riqueza y poder y con un hombre que ni siquiera tenía posibilidades. No era que el clan Houseman fuese «pobre», pero su riqueza era «dinero de toda la vida» y la mayor parte de sus miembros despreciaban algo tan basto como el comercio. Por supuesto que había que tener gestores, personas contratadas que se ocuparan de mantener la fortuna de la familia, pero eso no era el tipo de cosas de las que se encargaba un auténtico caballero. A su manera, Reginald Houseman compartía esos prejuicios contra el nouveau ríche (y para los estándares de los Houseman, hasta la fortuna de los Hauptman era muy nouveau), pero todo el mundo admitía que era uno de los seis mejores economistas del Reino Estelar.
Reconocimiento que, sin embargo, no compartía Klaus Hauptman, que pensaba en él con auténtico desdén. A pesar de los innumerables méritos académicos de Houseman, Hauptman lo consideraba un diletante que encarnaba aquel antiguo arquetipo que decía que «los que saben, lo hacen y los que no, enseñan», y la suprema prepotencia de Houseman le resultaba muy irritante a un hombre que había demostrado su capacidad de la única manera que nadie podía cuestionar: triunfando. Tampoco se trataba de que Houseman fuera un completo idiota. A pesar de toda su intolerancia intelectual, había resultado ser un vulgar defensor, con frecuencia eficaz, de la teoría que propugnaba la utilización de los incentivos del sector privado para impulsar las estrategias económicas públicas. A Hauptman le parecía lamentable que aquel hombre se aferrara con tanta fuerza a la idea de que los gobiernos estaban equipados (como era manifiesto que no estaban) para decirles a las empresas privadas cómo tenían que hacer su trabajo, pero hasta él tenía que admitir que Houseman había cumplido con su deber como analista político.
Hasta seis años antes también había sido una estrella en alza en el servicio diplomático y todavía acudían a él como asesor externo ocasional. Pero cuando la reina Isabel III le cogía manía a alguien, solo el político más empecinado propondría ponerlo al servicio de la Corona. Y los poderosos contactos de la familia Houseman dentro del Partido Liberal tampoco lo habían ayudado mucho tras el comienzo de la guerra. La prolongada oposición de los liberales a los gastos militares del Reino Estelar, a los que calificaban de «alarmistas y provocadores», le habían asestado a todo su programa un duro revés cuando la República Popular había lanzado su ataque furtivo. Y encima, los liberales se habían unido a la Asociación Conservadora y a los progresistas para oponerse al Gobierno de Cromarty tras el chapucero golpe de Estado que había destruido al antiguo liderato de la República. Habían pretendido bloquear una declaración formal de guerra en un intento de evitar las operaciones activas porque creían que el régimen que surgiera del caos del golpe de Estado ofrecería una oportunidad de alcanzar un acuerdo negociado. De hecho, muchos de ellos, incluyendo a Reginald Houseman, todavía tenían la sensación de que se había desperdiciado una oportunidad inestimable.
Ni su majestad ni el duque de Cromarty, su primer ministro, estaban de acuerdo. Ni, en realidad, lo estaba el electorado. Los liberales habían sufrido una dura derrota en las últimas elecciones generales, con consecuencias gravísimas en la Cámara de los Comunes. Seguían siendo una fuerza con la que había que contar en los Lores, pero incluso allí habían sufrido deserciones hacia las filas de los centristas de Cromarty. Los fieles al partido miraban a esos desertores oportunistas con todo el desprecio que merecían semejantes traidores a la ideología, pero su pérdida era una realidad incontestable y la erosión de su base de poder había obligado a los líderes liberales a aliarse todavía más con los conservadores, un estado de cosas profundamente antinatural que solo se hacía tolerable porque ambos partidos, cada uno por sus razones, seguía oponiéndose de forma implacable y personal al Gobierno actual y todos sus secuaces.
Una alianza que, sin embargo, había resultado ser de gran utilidad para Klaus Hauptman. Eterno inversor astuto, Hauptman se había pasado años cimentando vínculos personales y, a través de sensatas contribuciones a diferentes campañas, también vínculos financieros, por todo el espectro político. Puesto que los liberales y los conservadores se habían visto obligados a unirse y se consideraban una minoría asediada, el apoyo de Hauptman era incluso más importante para ambos partidos. Y si bien la oposición era muy consciente de todo el peso que había perdido, Hauptman sabía que a los partidarios de Cromarty seguía inquietándoles la escasa mayoría de la que disponían en los Lores y él había aprendido a utilizar su influencia con los liberales y los conservadores con grandes resultados.
Como estaba haciendo esa noche.
—Así que eso es todo lo que van a hacer —dijo con tono sombrío—. Nada de fuerzas especiales adicionales. Ni siquiera un simple escuadrón de destructores. Todo lo que están dispuestos a ofrecernos son cuatro naves… ¡solo cuatro! ¡Y encima son «cruceros mercantes armados»!
—¡Oh, cálmate, Klaus! —respondió Erika Dempsey con ironía—. Estoy de acuerdo en que no creo que sirva de mucho, pero lo están intentando. Dada la presión que están sufriendo, me sorprende que se las hayan arreglado para conseguir eso tan pronto. Y desde luego, tienen razón al concentrarse en Breslau. Bueno, de hecho, solo en los últimos ocho meses mi cartel ya ha perdido nueve naves en ese sector. Si pueden hacer algo, por poco que sea, con los piratas de allí, tiene que merecer la pena, ¿no?
Hauptman lanzó un bufido. A título personal se inclinaba por admitir que la dama tenía razón, aunque no pensaba decir nada parecido hasta haberle puesto bien el cebo a Houseman; ojalá Erika no se hubiera unido a la conversación. El cartel Dempsey era el segundo en importancia, solo por detrás del cartel Hauptman, y Erika, que llevaba dirigiéndolo sesenta años-T, era tan perspicaz como atractiva. Hauptman, que respetaba a muy pocas personas, sin ninguna duda la respetaba a ella, pero lo último que le hacía falta en aquel momento era oír la dulce voz de la razón. Por suerte, Houseman no parecía demasiado sensible a la lógica de Dempsey.
—Me temo que Klaus tiene razón, señora Dempsey —dijo con pesar—. Cuatro mercantes armados no lograrán gran cosa, aunque solo sea por el volumen involucrado. Solo pueden estar en equis lugares al mismo tiempo y no se puede decir que sean naves de guerra. Cualquier escuadrón asaltante, por poco competente que sea, podría acabar con uno de ellos, y hay al menos tres gobiernos secesionistas en Breslau y Posnan en estos momentos. Y todos ellos están reclutando corsarios a los que no les van a hacer ninguna gracia las aventuras imperialistas que podamos emprender nosotros.
Erika Dempsey puso los ojos en blanco. No soportaba a los liberales y la última frase de Houseman estaba sacada directamente de su biblia ideológica. Y lo que era peor, Houseman, a pesar de toda su oposición a la actual guerra, se consideraba un experto en temas militares. Pensaba que cualquier uso de la fuerza era prueba de estupidez y del fracaso de la diplomacia, pero eso no evitaba que aquel tema le fascinara (aunque siempre, por supuesto, desde una distancia prudencial). Enseguida proclamaba que su interés surgía solo de un hecho muy sencillo: cualquier diplomático amante de la paz, al igual que un médico, debía estudiar la enfermedad contra la que luchaba, pero Hauptman dudaba mucho que aquella aseveración engañara a nadie salvo a los ideólogos como él. Lo cierto era que Reginald Houseman tenía la firme convicción de que si él hubiera sido uno de aquellos perversos conquistadores militaristas como Napoleón Bonaparte o Gustav Anderman (cosa que, gracias a Dios, él no era, por supuesto), lo habría hecho mucho mejor que ellos. En todo caso, su estudio de los temas militares no solo le permitía disfrutar de la emoción indirecta de dejarse llevar por algo perverso y decadente por los motivos más elevados, sino que también le daba cierto estatus como uno de los «expertos en temas militares» del Partido Liberal, y el hecho de que la mayor parte de los oficiales de la reina, fuera cual fuera su ramo, lo consideraba un cobarde consumado no le perturbaba en absoluto. De hecho, él interpretaba ese desdén como una hostilidad basada en el miedo y engendrada por todas las veces que daban en el blanco sus mordaces críticas contra la clase dirigente militar.
—En estos momentos, señor Houseman —dijo Dempsey con voz gélida—, estoy dispuesta a aceptar cualquier «aventura imperialista» que me presenten si eso significa que nadie va a matar a los hombres y mujeres que trabajan para mí.
—Entiendo, desde luego, su punto de vista —le aseguró Houseman, que al parecer no era consciente del desdén de su interlocutora—. El problema es que no va a funcionar. Dudo que ni siquiera Edward Saganami (o cualquier otro almirante que se me pueda ocurrir de repente, si a eso vamos) pudiera lograr nada con unas fuerzas tan débiles. De hecho, el resultado más probable es que quienquiera que el Almirantazgo envíe allí termine perdiendo todas sus naves. —El aristócrata sacudió la cabeza con tristeza—. La Armada ha tenido muy poca visión de futuro en los últimos tres años-T y mucho me temo que esto solo sea otro ejemplo más.
Dempsey lo miró un instante, después sorbió por la nariz con gesto desdeñoso y se alejó con pasos airados. Hauptman la vio irse con cierta sensación de alivio y volvió a prestar atención a Houseman.
—Me temo que tienes razón, Reginald —dijo—. No obstante, eso es todo lo que vamos a conseguir. Y en tales circunstancias me gustaría aprovechar al máximo la escasa oportunidad de éxito que haya.
—Si el Almirantazgo insiste en cometer semejante estupidez, no sé qué podemos hacer nosotros. Van a meter a una fuerza totalmente inadecuada en plena guarida del león. Cualquier estudiante de historia competente podría decirles que lo único que van a conseguir es perder esas naves.
Durante solo un momento, y a pesar de sus propios planes, Hauptman sintió una necesidad abrumadora de abofetear al joven para meterle un poco de sentido común en aquella cabezota. No sería la primera vez que alguien lo intentara, pero por desgracia no parecía haber servido de mucho la última vez, y los propósitos de Hauptman no le permitían mostrar su desprecio de una forma tan abierta como lo había hecho Erika.
—Lo entiendo —dijo a su vez—, y no cabe duda de que tienes razón. Pero me gustaría sacarles el mayor provecho posible antes de que los destruyan.
—Despiadado, pero me temo que realista, supongo. —Houseman suspiró y Hauptman ocultó una sonrisa mental. A pesar de toda su vana oposición al «militarismo», y como ocurría con muchos teóricos, las posibles bajas conmovían bastante más a los «militaristas» que despreciaba que a Houseman. Después de todo, todas las personas que morían se habían presentado voluntarias para convertirse en esbirros del poder y no se podía hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos. Por lo que Hauptman había observado, tenía la sensación de que las personas que tenían que mandar a la muerte a otros tendían a considerar sus opciones con mucho más cuidado que los «expertos» de salón. Él mismo lamentaba compartir la valoración que había hecho Houseman de la suerte que correrían con toda probabilidad las naves Q, pero al menos la respuesta de Houseman le indicó que había encontrado los botones que quería apretar.
—Desde luego —dijo—. Pero el problema es que sin un oficial competente al mando, la posibilidad de que consigan algo antes de que los perdamos es mínima. Al mismo tiempo, no creo que podamos esperar que el Almirantazgo ponga a un oficial competente al mando de una causa perdida como esta, sobre todo si no es más que un parche para aliviar la presión política que se ejerce sobre ellos. Lo más probable es que los veamos endilgándoselo a algún incompetente del que estarán encantados de deshacerse cuando termine el tiroteo.
—Pues claro que sí —asintió Houseman al instante, listo, como siempre, para atribuirle los motivos más maquiavélicos a los militaristas.
—Bueno, en ese caso, creo que deberíamos encargarnos nosotros de ejercer toda la presión posible para impedirles que hagan justo eso —dijo Hauptman con acento persuasivo—. Si ese es todo el apoyo que van a darnos, tenemos todo el derecho del mundo a exigir que sea una operación tan eficaz como sea posible.
—Me doy cuenta —respondió Houseman con tono pensativo. Era obvio que estaba repasando un archivo mental de posibles comandantes, pero no formaba parte del plan de Hauptman dejar que fuera Houseman el que sugiriera a alguien. Por lo menos no hasta que hubiera metido a su propio candidato en la carrera. El truco estaba en hacerlo de tal modo que Houseman no pudiera rechazar de inmediato al candidato de Hauptman.
—El problema —dijo el magnate con una delicada mezcla de despreocupación y sesuda consideración— es encontrar a un oficial capaz de hacer algo que valga la pena y al que ellos también estén dispuestos a arriesgar. No serviría de mucho tampoco proponer a alguien que piense demasiado. —Houseman alzó una ceja y Hauptman se encogió de hombros—. Es decir, lo que necesitamos es una persona a la que se le dé bien luchar. Necesitamos un táctico, una persona que sepa cómo emplear sus naves de forma eficaz, pero que no vaya a reconocer la futilidad última de su misión. Cualquiera que tenga el criterio suficiente para plantearse las cosas de forma realista terminará por darse cuenta de que la operación entera no es más que un gesto, lo que significa que no se va a poner a actuar con la suficiente agresividad como para que nos sirva de algo.
Contuvo mentalmente el aliento mientras Houseman estudiaba el asunto. Lo que en realidad acababa de decir es que necesitaban a alguien que se metiera de cabeza en la batalla y se suicidara junto con varios miles de personas más, y era lo bastante honesto (consigo mismo en cualquier caso) como para admitir que decir algo así era bastante sórdido. Con todo, el trabajo de los que llevaban uniforme era luchar y a la gente que hacía cosas así tendían a matarla. Si en el proceso ellos conseguían salvar la magullada posición que conservaban en Silesia, él estaba dispuesto a soportarlo. Houseman, por otro lado, no tenía intereses directos en Silesia. En su caso, todo aquel asunto era poco más que una consideración intelectual, e incluso en esos instantes Hauptman tampoco estaba muy seguro de que el otro fuera lo bastante despiadado como para sentenciar a una muerte más que probable a un millar de hombres y mujeres, sobre todo cuando las bajas serían reales y no simples números en una simulación.
—Ya veo lo que quieres decir —murmuró Houseman mientras se asomaba a su copa. Se frotó una ceja y después se encogió de hombros—. Odiaría ver que alguien muere de forma innecesaria, claro está, pero si el Almirantazgo está decidido a hacerlo, tienes razón en lo que respecta a cuál sería el oficial ideal que habría que mandar. —Esbozó una sonrisa débil—. Lo que me estás diciendo es que necesitamos a alguien con más agallas que cerebro, pero con la habilidad táctica suficiente como para que semejante estupidez sirva de algo.
—Eso es justo lo que estoy diciendo. —A pesar de las cuidadosas maniobras que estaba haciendo, a Hauptman le repugnó el divertido desdén que mostraba Houseman por alguien dispuesto a morir en el cumplimiento de su deber. Aunque tampoco era que tuviera intención de decirlo—. Y creo también que quizá tenga al oficial en cuestión en mente —dijo en su lugar, con una sonrisa de satisfacción.
—¿Ah, sí? —Hubo algo en su tono que hizo que Houseman levantara la cabeza. Una vaga mirada suspicaz apareció en sus ojos marrones, pero también había un destello de anticipación. Le encantaba la sensación de estar «en el ajo» de unas maquinaciones a alto nivel, y Hauptman lo sabía. Igual que sabía que era una sensación que le habían negado desde aquel lamentable incidente en el planeta Grayson.
—Harrington —dijo el magnate sin alzar la voz y vio la furia instantánea que cruzaba el rostro de Houseman ante la simple mención de aquel nombre.
—¿Harrington? ¡Tienes que estar de broma! ¡Esa mujer es una auténtica lunática!
—Pues claro que sí. ¿Pero no acabamos de decir que una lunática es lo que necesitamos? —contraatacó Hauptman—. Yo también he tenido mis problemas con ella, pero lunática o no, ha recopilado todo un historial en combate. Jamás la sugeriría para una misión que requiriera a alguien capaz de ver la imagen de conjunto o de pensar, pero sería la persona perfecta para un trabajo como este.
Las aletas de la nariz de Houseman se dispararon y un rosetón de color rojo brillante resplandeció en las mejillas del aristócrata. De todas las personas del universo, a la que más odiaba era a Harrington… como bien sabía Hauptman. Y por poco que pudiera estar de acuerdo con Houseman sobre cualquier otro tema, Hauptman se encontró pensando lo mismo que el economista en lo que a Harrington se refería.
Al contrario que Houseman, él se negaba a subestimarla (otra vez), pero eso no significaba que le cayera bien. Aquella mujer le había hecho pasar una profunda vergüenza y le había causado no pocas pérdidas financieras ocho años antes, cuando había descubierto la implicación de su cartel en una conspiración de los repos para hacerse con el control del sistema Basilisco. Tampoco era que Hauptman hubiera sabido nada de las actividades de sus empleados, cosa que, por suerte, había conseguido demostrar en los tribunales, pero su inocencia personal no había podido salvarle de unas multas inmensas, ni evitar que se manchara el buen nombre de su cartel y, por extensión, el suyo propio.
Klaus Hauptman no era un hombre que tolerara bien las interferencias. Lo sabía, y admitía, a nivel intelectual, que era una debilidad. Pero también formaba parte de su fuerza, la energía arrolladora que lo impulsaba a conseguir un triunfo tras otro, así que estaba dispuesto a soportar los ocasionales ejemplos en los que su colérico temperamento lo traicionaba y cometía un error.
Por lo general. Oh, sí, pensó. Por lo general. Pero no en el caso de Harrington. No solo lo había avergonzado, lo había amenazado también.
Apretó la mandíbula y revivió el recuerdo del incidente mientras dejaba que Houseman se enfrentara a su propia rabia. Hauptman se había desplazado a la estación de Basilisco en persona cuando la oficiosa interferencia de Harrington se había hecho intolerable. En aquel momento él no sabía nada de ninguna conspiración de los repos ni a dónde iba a llevar todo aquello, pero aquella mujer le había estado costando dinero y el hecho de que confiscara una de sus naves por transportar contrabando era justo la clase de bofetada en plena cara que menos era capaz de soportar. Y porque así estaban las cosas, había ido hasta allí para aplastarla. Pero las cosas no habían ido por ahí. De hecho, había sido la oficial la que lo había desafiado a él, como si no comprendiera (o no le importara) que él era Klaus Hauptman, «ese» Klaus Hauptman. La militar había tenido buen cuidado de expresarse con la jerga burocrática habitual y de ampararse en su precioso uniforme y en su estatus como comandante interina de la estación, ¡pero prácticamente lo había acusado de complicidad directa en la operación de contrabando!
Aquella mujer había dado justo en el clavo. Hauptman lo admitía, igual que admitía que debería haber vigilado mucho mejor las actividades de sus agentes. Pero, maldita fuera, ¿cómo iba a supervisar algo tan inmenso como el cartel Hauptman con tanto detalle? Para eso tenía agentes, para que se ocuparan de los detalles que él no podía revisar. E incluso si la actuación de la comandante hubiera estado justificada por completo (que no lo estaba, pero incluso en ese caso), ¿cómo se le ocurría a la hija de un simple terrateniente rural hablarle a él, a él, de ese modo? Era una simple oficial de tres al cuarto, la comandante de un simple crucero ligero que él podría haber comprado con la calderilla que llevaba en el bolsillo, así que, ¿cómo se atrevía a utilizar aquel tono frío y cortante con él?
Pero se había atrevido y Hauptman, encolerizado, había terminado por perder las formas. Harrington no sabía que su cartel tenía un interés mayoritario en la sociedad médica que sus padres, médicos los dos, tenían en Esfinge. No debería haber hecho falta más que una mención casual de las posibles consecuencias que sufriría su familia si lo obligaba a defender su buen nombre a través de canales no oficiales, pero la comandante no solo se había negado a dar marcha atrás, sino que había superado su amenaza con otra mucho más letal.
Nadie más la había oído. Era el único aspecto salvable en todo aquel asunto, porque eso significaba que nadie más sabía que aquella mujer había amenazado con matarlo si él se atrevía a hacer cualquier movimiento contra sus padres.
A pesar de la furia ardiente que lo embargaba, Hauptman seguía sintiendo un escalofrío con solo recordar aquellos ojos almendrados y gélidos, porque sabía que hablaba muy en serio. El magnate lo había sabido entonces y tres años antes Harrington había demostrado hasta qué punto había sido real aquella amenaza cuando había matado no a uno sino a dos hombres, uno de ellos un duelista profesional, en el campo del honor. Si hubiera necesitado algo que le indicara que seria aconsejable que se moviera con mucha cautela contra aquella mujer, con aquellos dos duelos habría bastado.
Sin embargo, el odio que sentía hacia ella era una de las pocas cosas que Houseman y él tenían realmente en común, porque ella era también la que había arruinado la carrera diplomática de Houseman. Había sido Harrington la que no solo se había negado a cumplir su orden de sacar su escuadrón del sistema Yeltsin y abandonar el planeta Grayson para que lo conquistara una marioneta de los repos, sino que, de hecho, lo había golpeado cuando el aristócrata había intentado intimidarla para que la cumpliera. Lo había derribado al suelo delante de testigos y el acerbo desdén con el que se había dirigido a él había sido demasiado como para que pasara inadvertido. A esas alturas, todos los que contaban sabían con toda exactitud lo que había dicho la comandante, la precisión fría y despiadada con la que había dejado al descubierto la cobardía de Houseman, y la reprimenda oficial que había recibido por golpear a un enviado de la Corona había quedado más que compensada por el título de caballero que la acompañaba, por no mencionar todos los honores con los que el pueblo de Grayson había colmado a la salvadora de su planeta.
—No me puedo creer que hables en serio. —La voz fría y estirada de Houseman devolvió a Hauptman al presente—. ¡Por Dios, hombre! ¡Esa mujer no es más que una simple asesina! Ya sabes cómo persiguió a Hollow del Norte para celebrar ese duelo. De hecho, tuvo el descaro de desafiarlo en plena Cámara de los Lores, y luego, ¡le disparó como a un animal cuando él ya tenía la pistola vacía! No puedes sugerir en serio que se le dé un puesto de mando cuando al fin hemos conseguido quitarle el uniforme.
—Pues claro que puedo. —Hauptman le dedicó una sonrisa débil y fría—. Solo porque sea una necia, aunque sea una necia peligrosa, no es razón para no utilizarla en nuestro provecho. Piénsalo, Reginald. Sea lo que sea, es también una comandante muy eficaz en operaciones de combate. Oh, estoy de acuerdo con que hay que mantenerla atada en corto entre batalla y batalla. Es arrogante como nadie y dudo que alguna vez haya intentando controlar su genio. ¡Diablos, vamos a ser honestos y admitir que tiene madera de maníaca homicida! Pero si algo sabe hacer, es luchar. Puede que sea lo único para lo que sirva, pero si hay alguien con posibilidades de hacer daño a los piratas de verdad antes de que la maten, esa es ella.
Dejó que su voz adquiriera la suavidad de la seda con la última frase, que se acentuó un poco más en la palabra «maten» mientras algo horrendo destellaba en los ojos de Houseman. Ninguno de los dos pensaba decirlo jamás, pero el mensaje ya se había transmitido y el magnate observó que su joven interlocutor respiraba hondo.
—Aun suponiendo que estés en lo cierto, y no estoy diciendo que lo suponga, no veo cómo iba a ser posible —dijo al fin Houseman—. Está a media paga y Cromarty jamás propondría que se la reclamara para el servicio activo. Después del modo en que desafió a Hollow del Norte delante de todos los Lores, la Cámara entera se sublevaría ante la mera sugerencia.
—Quizá —respondió Hauptman, aunque él tenía sus dudas. Dos años antes no cabía duda de que Houseman habría estado en lo cierto, pero Hauptman ya no estaba tan seguro. Harrington se había retirado a Grayson para asumir su papel como gobernadora Harrington, la gobernante feudal directa del Asentamiento Harrington que los graysoianos habían creado tras la defensa que había hecho la comandante de su planeta. Dado el vil papel que había tejido Houseman en esa misma defensa, no resultaba demasiado sorprendente que el aristócrata denigrara la importancia de tales títulos extranjeros, pero el cartel Hauptman estaba muy implicado en los ingentes programas industriales y militares que se estaban llevando a cabo en el sistema Yeltsin desde que Grayson se había unido a la Alianza Manticoriana. Dada la experiencia que había tenido con ella, Hauptman había realizado un cuidadoso estudio de la posición que ocupaba Harrington en Greyson y sabía que ejercía más poder e influencia allí que nadie, aparte del que ejercía el propio duque de Cromarty en el Reino Estelar.
Solo para empezar, aquella mujer era con toda probabilidad, lo supieran los graysonianos o no, la persona más rica de su planeta, sobre todo desde que su compañía, Cúpulas Celestes S. A., había comenzado a dar beneficios. Y cuando se le añadían los intereses manticorianos que supervisaba para ella Willard Neufsteiler, no cabía duda de que ya era billonaria por derecho propio, lo que no estaba nada mal para alguien cuyo capital inicial procedía solo del dinero que le habían concedido por sus capturas. Pero esa riqueza material no les importaba demasiado a los graysonianos. Harrington no solo los había salvado de la conquista extranjera, sino que también se había convertido en una de los ochenta y pico grandes que gobernaban su mundo, por no mencionar que era el segundo oficial de mayor rango de su armada. A pesar de la persistente repugnancia que pudieran sentir por ella los más conservadores de la elite teocrática de Grayson, la mayor parte de los graysonianos se podía decir que casi la idolatraban.
Y encima, Harrington había salvado al sistema por segunda vez a principios del año anterior. Pensara lo que pensara la Cámara de los Lores, los relatos que habían hecho los noticieros de la Cuarta Batalla de Yeltsin la habían convertido en una heroína casi tan popular en el Reino Estelar como lo era en el propio Grayson. Si el Gobierno de Cromarty llegaba a confiar algún día lo suficiente en la mayoría que tenía en la Cámara de los Lores como para devolverle a Harrington el uniforme manticoriano, Hauptman estaba seguro de que el intento triunfaría.
Por desgracia, ni Cromarty ni el Almirantazgo parecían muy dispuestos a arriesgarse a la inevitable y desagradable pelea en la Cámara. E incluso si hubieran estado dispuestos, era muy poco probable que se plantearan siquiera desperdiciar a alguien como ella al mando de cuatro buques mercantes armados tan lejos del frente. Pero si la propuesta procediera de alguna otra persona…
—Mira, Reginald —dijo con tono persuasivo—. Estamos de acuerdo en que Harrington es una bomba de relojería sin control, pero creo que también estamos de acuerdo en que si pudiéramos conseguir que la enviaran a Silesia, quizá pudiera hacerles algún daño a los piratas cuando explotase, ¿no?
Houseman asintió, su obvia reticencia a admitir siquiera eso quedaba claramente mitigada por el encanto de enviar a alguien a quien odiaba a una misión que tenía una posibilidad excelente de terminar con la muerte de la odiada.
—De acuerdo. Así mismo, admitamos que sigue siendo muy popular en la Armada. Al Almirantazgo le encantaría que volviera a ponerse el uniforme manticoriano, ¿no?
Houseman asintió una vez más y Hauptman se encogió de hombros.
—Bueno, ¿qué crees que pasaría si sugiriéramos que la asignaran a Silesia? Piénsalo un momento. Si la oposición apoya la moción de darle el mando, ¿no crees que el Almirantazgo no dejaría escapar la oportunidad de «rehabilitarla»?
—Supongo —asintió Houseman con amargura—. ¿Pero qué te hace pensar que ella iba a aceptar aunque se lo ofrecieran? Está jugando a los héroes de cartón en Yeltsin. ¿Por qué iba a renunciar a su cargo como número dos de su irrisoria y diminuta armada para aceptar algo así?
—Pues porque es una «armada diminuta e irrisoria» —dijo Hauptman. No lo era, y solo el amargo odio que sentía Houseman por cualquier cosa que tuviera que ver con el sistema Yeltsin podía llevarlo a sugerir lo contrario. La Armada Espacial de Grayson se había ido convirtiendo en una flota muy respetable, contaba con un núcleo de diez superacorazados que habían sido de los repos y las tres primeras naves de barrera construidas por ellos mismos. Desde la perspectiva de una persona ambiciosa, Harrington estaría loca si renunciara a su cargo como primer oficial de la AEG, una armada con unas posibilidades de expansión explosivas, para recuperar su rango como simple capitana de la Armada Manticoriana. Pero a pesar de todo el odio que sentía por ella, Hauptman la entendía mucho mejor que Houseman. Poco importaba en lo que se hubiera convertido, Honor Harrington había nacido manticoriana y se había pasado tres décadas cimentando su carrera y su reputación al servicio de la reina. Tenía un gran valor personal y un sentido del deber innegable, arraigado en lo más profundo de su ser, admitió el magnate de mala gana, y ese sentido del deber solo podía quedar reforzado por su inevitable deseo de justificarse reclamando un lugar en la Armada de la que la habían expulsado sus enemigos. Ah, no. Si le ofrecían el trabajo, lo aceptaría, aunque no serviría de nada contarle a Houseman las verdaderas razones de esa aceptación.
—Quizá sea la rana reina en la Armada de Grayson —dijo en su lugar—, pero ese es un charco muy pequeño comparado con nuestra Armada. Con toda su flota no conseguirían formar dos escuadrones completos de naves de barrera, Reginald, y lo sabes incluso mejor que yo. Si quiere ejercer el mando de una flota de verdad, solo hay un sitio en el que pueda hacerlo y es justo aquí.
Houseman gruñó y se echó al coleto un largo trago de vino, después bajó la copa varía y se quedó mirándola una vez más. Hauptman percibía las emociones contradictorias que atravesaban al más joven y le puso una mano en el hombro.
—Sé que estoy pidiendo mucho, Reginald —le dijo con tono compasivo—. Hay que ser muy hombre para plantearse siquiera devolverle a alguien que te ha atacado el uniforme de la reina. Pero no se me ocurre nadie más que encaje mejor que ella en el perfil que requiere esta misión. Y si bien sería una gran lástima ver que un oficial muere en el cumplimiento de su deber, tienes que admitir que alguien tan inestable como Harrington sería una pérdida menor que otras personas en las que puedas pensar.
Con cualquier otra persona, el último dardo habría sido demasiado descarado, pero el nuevo destello que cruzó el rostro de Houseman fue de lo más satisfactorio.
—¿Por qué lo estás comentando conmigo? —preguntó después de un momento, y Hauptman se encogió de hombros.
—Tu familia tiene mucha influencia en el Partido Liberal. Lo que significa que tiene influencia con la oposición en general y dado que conoces a fondo el ejército y, bueno, la experiencia que has tenido con ella, cualquier recomendación tuya tendría que tener un gran peso en la opinión de otras personas que tienen dudas sobre ella. Si se la sugirieras a la condesa de Nuevo Kiev para esta misión, la dirección del partido casi tendría que tomarse la propuesta en serio.
—Me estás pidiendo mucho, Klaus —dijo Houseman con pesar.
—Lo sé —repitió Hauptman—. Pero si es la oposición la que la propone, Cromarty, Morncreek y Caparelli aprovecharán la oportunidad, sin duda.
—¿Y qué pasa con los conservadores y los progresistas? —contraatacó Houseman—. A sus pares no les va a gustar la idea más que a la condesa de Nuevo Kiev.
—Ya he hablado con el barón de las Altas Cumbres —admitió Hauptman—. No está muy contento con la idea y se niega a comprometer a los conservadores para que apoyen de forma oficial a Harrington para esa plaza, pero ha accedido a dejarles libertad para que voten en conciencia. —Houseman entrecerró los ojos y después asintió poco a poco, los dos sabían que «dejarles libertad para que voten en conciencia» no era más que una ficción diplomática que le permitía a Altas Cumbres mantener su posición oficial mientras en realidad les daba instrucciones a sus seguidores para que apoyaran la jugada—. En cuanto a los progresistas —continuó Hauptman—, el conde de Gray Hill y lady Descroix han accedido a abstenerse en cualquier votación. Pero ninguno de los dos piensa poner sobre la mesa a Harrington. Por eso es tan importante que tu familia y tú habléis con Nuevo Kiev.
—Ya veo. —Houseman se tiró del labio inferior durante un momento interminable y después lanzó un profundo suspiro—. De acuerdo, Klaus, hablaré con ella. Va a contrapelo, que conste, pero me voy a deferir a tu criterio y haré lo que pueda para apoyarte.
—Gracias, Reginald. Te lo agradezco —dijo Hauptman con una sinceridad queda.
Le dio al más joven un apretón en el hombro, asintió y regresó después al bar con el vaso vacío de güisqui. Necesitaba otra copa para quitarse el mal sabor de boca que le había dejado someterse a los prejuicios de Houseman, de hecho, quizá no fuese mala idea lavarse también las manos, pero había merecido la pena. No era muy probable que cuatro naves mercantes armadas hicieran mucha mella a gran escala, pero siempre existía la posibilidad de que ocurriera y teman muchas más posibilidades de hacerlo con alguien como Harrington al mando.
Claro que, como se había tomado bastantes molestias en señalarle a Houseman, era incluso más probable que terminaran matándola a ella antes de que pudiera lograr nada. Lo que sería una pena, pero al menos existía la posibilidad de que pudiera hacer algo entretanto.
Y lo fundamental, se dijo mientras le daba la copa al barman con una sonrisa, era que daba igual si la comandante conseguía detener a los piratas o si eran los piratas los que conseguían matarla a ella, él salía ganando en cualquier caso.