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—El señor Hauptman, sir Thomas.
Sir Thomas Caparelli, primer lord del espacio de la Real Armada Manticoriana, se levantó haciendo un gran esfuerzo por esbozar una sonrisa de bienvenida cuando su alabardero acompañó a su invitado a su enorme oficina. Sospechaba que no le había salido muy convincente, claro que Klaus Hauptman tampoco era una de sus personas favoritas.
—Sir Thomas. —El hombre moreno con las patillas blanquísimas y la mandíbula de buldog lo saludó con un asentimiento brusco. No es que se estuviera mostrando especialmente grosero, saludaba así a casi todo el mundo, y además le tendió la mano como si quisiera mitigar la rudeza—. Gracias por recibirme. —No añadió «por fin» pero sir Thomas lo oyó de todos modos y sintió que su sonrisa se hacía un poco más rígida.
—Siéntese, por favor. —El fornido almirante, en quien todavía se podía ver al durísimo futbolista que había llevado a la Academia a tres finales de los campeonatos del sistema, le indicó a su invitado, con un cortés ademán, que se sentara en el cómodo sillón que tenía delante de su escritorio; después se sentó él también y despidió al soldado con un gesto.
—Gracias —repitió Hauptman. Se sentó en el sillón indicado (como un emperador ocupando su trono, pensó Caparelli) y carraspeó—. Sé que es usted un hombre muy ocupado, sir Thomas, así que iré directamente al grano. Y el grano es que las condiciones de la Federación se están haciendo intolerables.
—Comprendo que la situación es muy difícil, señor Hauptman —empezó a decir Caparelli—, pero el frente es…
—Disculpe, sir Thomas —lo interrumpió Hauptman—, pero entiendo la situación del frente. De hecho, los almirantes Cortez y Givens, como estoy seguro de que les ha ordenado usted, me la han explicado con gran detalle. Me doy cuenta de que tanto usted como la Armada se encuentran bajo una presión extraordinaria, pero las pérdidas de Silesia se están convirtiendo en catastróficas, y no solo para el cartel Hauptman.
Caparelli apretó la mandíbula y se recordó que debía moverse con cuidado. Klaus Hauptman era arrogante, testarudo, implacable… y el individuo más acaudalado de todo el Reino Estelar de Mantícora. Que no era poco. A pesar de limitarse a un único sistema estelar, el Reino Estelar era la tercera nación más rica en una esfera de quinientos años luz en términos absolutos. En términos percápita, ni siquiera la Liga Solariana podía compararse con Mantícora, buena parte de lo cual era fortuito, el resultado de la Confluencia del Agujero de Gusano de Mantícora, que convertía al Sistema Binario de Mantícora en el cruce por el que pasaba el ochenta por ciento del comercio de larga distancia de su sector. Pero, de igual forma, gran parte de esa riqueza procedía de lo que el Reino Estelar había hecho con lo que esa oportunidad representaba, generaciones enteras de monarcas y parlamentos habían vuelto a invertir la riqueza de la Confluencia con gran cuidado. Aparte de la Liga Solariana, no había nadie en la galaxia conocida que estuviera a la altura de la base técnica manticoriana ni de su rendimiento por hora de trabajo humano, y las universidades de Mantícora podían rivalizar con las de la propia Antigua Tierra. Y, como tuvo que admitir Caparelli, Klaus Hauptman, su padre y su abuelo habían tenido mucho que ver con la construcción de la infraestructura que había hecho eso posible.
Por desgracia, Hauptman lo sabía y a veces (con demasiada frecuencia, en opinión de Caparelli) actuaba como si el Reino Estelar le perteneciera.
—Señor Hauptman —dijo el almirante tras un momento—, siento mucho las pérdidas que están sufriendo su cartel y los demás. Pero en estos momentos es imposible concederle lo que pide, por muy razonable que pueda parecer.
—Con el debido respeto, sir Thomas, será mejor que la Armada lo haga posible. —El tono rotundo de Hauptman no llegaba a ser insultante, pero casi; el empresario se contuvo y respiró hondo—. Perdone —dijo, con el tono de alguien que no estaba acostumbrado a disculparse—. Eso ha sido muy grosero y agresivo por mi parte. No obstante, no deja de haber cierta verdad en ello. El esfuerzo bélico depende de la fuerza de nuestra economía. Los derechos de flete, las transferencias y las tasas de inventario que pagamos mis colegas y yo son ya tres veces menos de lo que eran al comienzo de la guerra y… —Caparelli abrió la boca, pero Hauptman lo detuvo con un gesto de la mano—. Por favor. No me estoy quejando de los derechos de pago ni los impuestos. Estamos en guerra con el segundo imperio más grande del espacio conocido, y alguien tendrá que cargar con los costes. Mis colegas y yo somos conscientes de ello. Pero usted debe ser también consciente de que si continúan aumentando las pérdidas, no nos quedará más remedio que reducir o incluso eliminar por completo los envíos a Silesia. Dejaré que sea usted el que calcule lo que puede significar eso para los ingresos de Reino Estelar y el esfuerzo bélico.
Caparelli entrecerró los ojos y Hauptman sacudió la cabeza.
—No es una amenaza, es un simple hecho. Los seguros ya han alcanzado el precio más alto de todos los tiempos y siguen subiendo; si suben otro veinte por ciento, vamos a perder dinero en los cargamentos que llegan a su destino. Y además de las pérdidas financieras, también están las pérdidas de vidas implicadas. Están matando a nuestra gente, a mi gente, a personas que llevan décadas trabajando para mí, sir Thomas.
Caparelli se recostó en la silla con la desagradable sensación de que tenía que estar de acuerdo, Hauptman tenía razón. El débil gobierno central de la Confederación siempre había hecho de aquel sitio un lugar arriesgado, pero sus mundos eran unos mercados enormes para los productos industriales del Reino Estelar, para su maquinaria y sus traspasos de tecnología civil, por no mencionar que eran una fuente importante de materias primas. Y por mucho que a Caparelli le desagradara Hauptman personalmente, el magnate tenía todo el derecho del mundo a exigir la ayuda de la Armada. Después de todo, una de las misiones primarias de la Armada era proteger el comercio manticoriano y a sus ciudadanos, y antes de la guerra eso era lo que la Real Armada Manticoriana haría en Silesia.
Por desgracia, para eso se había requerido una importante presencia de la Flota. No de escuadrones de batalla (utilizar naves de guerra contra unos piratas habría sido como matar moscas a cañonazos), sino de combatientes ligeros. Y las críticas necesidades de la guerra de la RAM contra la República Popular de Haven habían hecho que se retiraran esas unidades ligeras. Las necesitaban con desesperación para proteger a los escuadrones pesados y para las incontables patrullas y misiones de exploración y escolta que requería la Flota para poder sobrevivir. Jamás había suficientes cruceros y destructores para todos y la abrumadora necesidad de acorazados impedía que los astilleros espaciales construyeran el número necesario.
El almirante suspiró y se frotó la frente. No era el oficial superior de la Marina más brillante de la RAM. Conocía sus puntos fuertes: valor, integridad y obstinación suficiente para tres personas; pero también era capaz de admitir que tenía puntos débiles. Los oficiales como el conde de Haven Albo o lady Sonja Hemphill siempre lo ponían incómodo, porque sabía tan bien como ellos que su capacidad intelectual lo superaba con creces. Y Haven Albo, como Caparelli admitía, tenía el exasperante descaro de ser no solo mejor estratega, sino mejor táctico también. No obstante, era a sir Thomas Caparelli al que habían nombrado primer lord del espacio justo a tiempo para que la guerra le explotara en plena cara. Lo que hacía que su trabajo fuera ganarla, y eso era lo que estaba decidido a hacer. Con todo, su trabajo también era proteger a los civiles manticorianos en el curso de sus actividades comerciales legítimas, pero era muy consciente, hasta la desesperación, de que estaban forzando a la Armada al límite.
—Entiendo su preocupación —dijo al fin—, y no puedo discutir nada de lo que ha dicho. El problema es que nuestros recursos han llegado a su límite. No puedo, no es que no quiera, es que, literalmente, no puedo, retirar más naves de guerra del frente para reforzar nuestros convoyes de escolta en Silesia.
—Pues tenemos que hacer algo. —Hauptman no alzó la voz, pero Caparelli percibió que el arrogante magnate estaba haciendo un auténtico esfuerzo por corresponder a su razonable tono de voz—. El sistema de convoyes ayuda durante el tránsito entre sectores, por supuesto. No hemos perdido ni una sola nave que estuviera bajo escolta y créame, mis colegas y yo se lo agradecemos. Pero los asaltantes saben tan bien como nosotros que no pueden atacar a los convoyes. También saben que la simple astrografía exige que fijemos el itinerario de más de dos tercios de nuestros navíos de forma independiente una vez que alcanzan los sectores de sus destinos… y que las escoltas disponibles ya no pueden cubrirnos a todos en esos momentos.
Caparelli asintió con gesto sombrío. Nadie perdía ninguna nave en los convoyes que cubrían el tránsito entre los centros de administración sectoriales nodales de Silesia, pero los piratas compensaban eso con creces llevándose los mercantes después de que estos tuvieran que dejar los convoyes para dirigirse a los mundos individuales de la Confederación.
—No estoy seguro de qué más podemos hacer, señor —dijo el almirante después de un largo y silencioso momento—. El almirante Haven Albo regresa a Mantícora la semana que viene. Celebraré una consulta con él cuando vuelva y veremos si hay alguna forma de que podamos reorganizar las cosas y liberar unas cuantas escoltas más, pero, con franqueza, hasta que consigamos tomar la Estrella de Trevor, no puedo ser muy optimista. Entretanto, voy a poner a mi personal a trabajar en un estudio inmediato de cualquier cosa, y me refiero a cualquier cosa, de verdad, señor Hauptman, que podamos hacer para aliviar la situación. Le aseguro que este asunto tiene prioridad absoluta, después de la propia Estrella de Trevor. Haré todo lo posible por reducir sus pérdidas. Tiene mi palabra.
Hauptman se recostó en el sillón y estudió el rostro del almirante, después gruñó. El sonido era hastiado, furioso y un poco desesperado, pero asintió de mala gana.
—No puedo pedirle más, sir Thomas —dijo con pesadez—. No voy a insultarlo insistiendo en que se haga un milagro, pero la situación es muy, muy grave. No sé si tenemos un mes más… pero sí sé que no tenemos más de cuatro, cinco a lo sumo, antes de que los carteles se vean obligados a suspender las operaciones en Silesia.
—Entiendo —repitió Caparelli mientras se levantaba para tenderle la mano—. Haré lo que pueda, y tan rápido como pueda, y le prometo que le informaré en persona de la situación tan pronto como haya tenido la oportunidad de consultar con el almirante Haven Albo. Con su permiso, haré que mi ayudante concierte otra reunión con usted con ese propósito. Quizá se nos ocurra algo entonces. Hasta entonces, por favor manténganse en contacto. Sus colegas y usted quizá perciban mejor la situación que nosotros en el Almirantazgo y les agradeceríamos mucho cualquier información que pudieran ofrecerles a mis analistas y al personal que tenemos en planificación.
—Muy bien. —Hauptman suspiró y se levantó a su vez, después estrechó la mano del almirante con fuerza y sorprendió a Caparelli con una sonrisa irónica—. Sé que no soy el hombre más fácil del universo, sir Thomas, no es nada sencillo tratarme. Estoy haciendo un gran esfuerzo para no ser el típico elefante en medio de una cacharrería y comprendo y le agradezco de verdad tanto las dificultades a las que se enfrenta como los esfuerzos que hace en nuestro nombre. Solo espero que podamos hallar una respuesta en alguna parte.
—Yo también, señor Hauptman —dijo Caparelli en voz baja mientras acompañaba a su invitado hasta la puerta—. Yo también.
El almirante de los Verdes Hamish Alexander, decimotercer conde de Haven Albo, se preguntó si parecía tan cansado como se sentía. El conde tenía noventa años-T, aunque en la sociedad preprolongamiento no le habrían echado más allá de unos cuarenta años muy bien llevados, y eso solo por las canas que le salpicaban el cabello negro. Pero había arrugas nuevas alrededor del color azul pálido de sus ojos y era muy consciente de la fatiga que sentía.
Observaba el color negro ébano del espacio que daba paso a un índigo profundo tras el ojo de buey cuando su pinaza comenzó a descender hacia la ciudad de Aterrizaje, y sintió que el cansancio se le acumulaba en los huesos. El Reino Estelar, o al menos la parte más realista del mismo, llevaba más de cincuenta años temiendo la inevitable guerra con la República Popular, y la Armada (y Hamish Alexander) se habían pasado esos mismos años preparándose para ella. Y la guerra ya casi había cumplido los tres años… y estaba resultando ser tan brutal como él había temido.
No era que los repos fuesen mejores, era solo que eran más grandes, maldita fuera. A pesar de las heridas internas que se había infligido la propia República Popular desde el magnicidio del presidente heredero Harris, a pesar de una economía destartalada y de las purgas que le habían costado a la Armada Popular sus oficiales más expertos, a pesar incluso de la indolencia de los dolistas de la República, su Armada seguía siendo un auténtico monstruo. Si su maquinaría industrial hubiese sido aunque fuera la mitad de eficiente que la del Reino Estelar, la situación habría sido desesperada. En cualquier caso, la combinación de habilidad, determinación y más suerte de lo que cualquier estratega medianamente competente se hubiera atrevido a pedir, había permitido que la RAM pudiera defenderse.
Pero con defenderse no era suficiente.
* * *
Haven Albo suspiró y se masajeó los doloridos ojos. Odiaba dejar el frente, pero al menos había podido dejar a la almirante Theodosia Kuzak al mando. Podía contar con Theodosia para que las cosas siguieran adelante en su ausencia. Haven Albo bufó al pensarlo. Diablos, quizá incluso pudiese tomar la Estrella de Trevor. ¡Dios sabía que a él no le había ido muy bien en ese departamento!
Apartó la mano de los ojos y volvió a mirar por el ojo de buey mientras se reprendía por aquel último pensamiento. Lo cierto era que a él la guerra le había ido muy «bien» hasta la fecha. Durante el primer año de operaciones, su Sexta Flota se había adentrado bastante en la República, y en el proceso había infligido lo que habrían sido unos daños fatales para cualquier armada más pequeña. De hecho, él y los demás almirantes se las habían arreglado para compensar las abrumadoras desventajas que tenían enfrente y habían tomado no menos de veinticuatro sistemas estelares. Pero el segundo y tercer año habían sido muy diferentes. Los repos se habían recuperado y el Comité de Seguridad Pública de Rob Pierre había iniciado un reinado del terror capaz de ponerle las pilas a cualquier almirante repo. Y si bien la destrucción de las dinastías legislaturistas que habían gobernado la antigua República Popular le había costado a la AP sus almirantes con más experiencia, también había destruido el sistema de mecenazgo que había evitado que otros oficiales ascendieran a los altos cargos que merecían por su capacidad. Una vez que se habían deshecho de los legisla turistas, algunos de los nuevos almirantes estaban resultando ser unos tipos bastante duros. Como la almirante Esther McQueen, la oficial repo de más rango de la Estrella de Trevor.
Haven Albo hizo una mueca al mirar por el ojo de buey. Según la OIN, los comisarios populares que el Comité de Seguridad Pública había nombrado para mantener la disciplina dentro de la Armada Popular eran los que en realidad llevaban la voz cantante. Y si ese era el caso, si los comisarios políticos eran de verdad los que estaban mermando el rendimiento de oficiales como McQueen, Haven Albo solo podía dar las gracias. Había empezado a ver por dónde iba aquella mujer durante los últimos meses y sospechaba que él era mejor estratega que ella. Pero el margen que tenía él, si es que de hecho tenía alguno, era mucho más escaso de lo que hubiera preferido y a aquella mujer le corría hielo por las venas. La almirante era consciente de los puntos fuertes y débiles de sus fuerzas, sabía que su tecnología era más primitiva y que su cuerpo de oficiales tenía menos experiencia; pero también sabía que contar con un número suficiente de efectivos y una negativa impávida a dejarse avasallar para cometer errores podía compensar todo eso. Si a eso se añadía la necesidad que tenía Mantícora de tomar la Estrella de Trevor, la ecuación estratégica quedaba muy simplificada y la almirante iba devolviendo golpe por golpe. Las pérdidas de ambos bandos habían estado muy igualadas desde que ella se había hecho cargo del mando y eso era algo que Mantícora no podía permitirse. No en una guerra que bien parecía capaz de durar décadas enteras. Y no, admitió Haven Albo, cuando con cada mes aumentaba el riesgo de que la República comenzara a descifrar el modo de remediar sus desventajas industriales y tecnológicas. Si los repos llegaban en algún momento a un punto en el que pudieran enfrentarse a la RAM en pie de igualdad cualitativa, además de una superioridad cuantitativa, las consecuencias serían desastrosas.
Oyó gemir las turbinas de aire de la pinaza al comenzar el acercamiento final a Aterrizaje y se sacudió un poco. Entre los dos, Kuzak y él, habían desarrollado al fin un plan que quizá (solo quizá) les permitiría tomar la Estrella de Trevor, y eso era algo que tenían que hacer. El sistema contenía la única terminal de la Confluencia del Agujero de Gusano de Mantícora que Mantícora no controlaba todavía, y que lo convertía en una amenaza letal en potencia para el Reino Estelar. Pero era una espada de doble filo para los repos. Su captura no solo eliminaría la amenaza de una invasión directa, sino que también le proporcionaría a la RAM una cabeza de puente segura en lo más profundo de la República. Las naves (las de guerra, además de los navíos de suministros) podrían moverse entre las bases navales más poderosas de la RAM y el frente de batalla de una forma casi instantánea, sin que existiera la amenaza de una interceptación. La captura de la Estrella de Trevor, si es que se llegaba a capturar alguna vez, aliviaría muchísimo la logística de la Armada y además abriría toda una nueva gama de opciones estratégicas, lo que lo convertía en la pieza más valiosa, aparte del propio sistema de Haven. Pero incluso si el plan de Haven Albo funcionaba, llevaría al menos cuatro meses más, como mínimo, y por los despachos que le enviaba Caparelli, mantener el impulso tanto tiempo no iba a ser nada fácil.
* * *
—Así que así está la situación —dijo Haven Albo en voz baja—. Theodosia y yo creemos que podemos hacerlo, pero las operaciones preliminares van a llevar un tiempo.
—Hmm. —El almirante Caparelli asintió poco a poco, con los ojos todavía clavados en el gráfico estelar holográfico que tenía sobre el escritorio. El plan de Haven Albo no era ningún golpe relámpago lleno de audacia (salvo, quizá, en la última fase), pero los últimos diez meses habían dado pruebas de sobra de que un golpe relámpago tampoco iba a funcionar. En esencia, el conde se proponía abandonar la lucha complicada y poco concluyente del acercamiento directo y trabajar el perímetro exterior de la Estrella de Trevor. Su plan requería ir aplastando uno por uno los sistemas que la apoyaban y al mismo tiempo aislar al auténtico objetivo y colocarse en una posición que les permitiera lanzar ataques convergentes contra ella para después traer la Flota Territorial como apoyo. Se podía decir que esa parte de la operación propuesta era algo más que audaz… y arriesgada. Tres escuadrones y medio completos de batalla de la Flota Territorial de sir James Webster podían partir de Mantícora y alcanzar la Estrella de Trevor casi al instante a través de la Confluencia, a pesar de la enorme distancia que separaba a los dos sistemas. Pero el paso de semejante tonelaje desestabilizaría la Confluencia durante más de diecisiete horas. Si la Flota Territorial lanzaba un ataque y no lograba una victoria rápida y absoluta, la mitad de su fuerza superacorazada quedaría atrapada, sin posibilidad de retirarse por donde había venido.
El primer lord del espacio se frotó el labio y frunció el ceño. Si el plan funcionaba, la victoria sería decisiva; si fracasaba, la Flota Territorial (que también era la reserva estratégica principal de la RAM) quedaría inutilizada en una sola tarde. De alguna extraña manera, la posibilidad de que se produjera un desastre era una de las cosas que quizá hiciera funcionar el plan. Ningún almirante en su sano juicio lo intentaría a menos que tuviera la certeza absoluta de que iba a ser un éxito, o bien no le quedara otro remedio, así que no era muy probable que los repos se lo esperaran. Oh, no cabía duda de que habrían elaborado planes de emergencia para defenderse de semejante intento, pero Caparelli tenía que admitir lo dicho por Haven Albo y Kuzak: con planes de emergencia o sin ellos, la AP jamás se esperaría un ataque como ese, sobre todo si las operaciones preliminares de Haven Albo eran tales que le daban una probabilidad realista de alcanzar la victoria sin tener que utilizar la Confluencia. Si pudiera sacar de su posición la flota que les daba cobertura, convencerlos de que la Sexta Flota era la auténtica amenaza antes de intentarlo…
—Coordinación —murmuró Caparelli—. Ese es el auténtico problema. ¿Cómo coordinamos una operación como esta con semejantes distancias?
—Desde luego —asintió Haven Albo—. Theodosia y yo nos hemos devanado los sesos, los nuestros y los de nuestro personal, para solucionar ese tema, y solo se nos ha ocurrido una posibilidad. Le mantendremos tan bien informado como podamos por medio de la nave de despachos, pero el retraso del tránsito va a hacer que la coordinación real sea imposible. Para que esto funcione, tenemos que acordar por adelantado cuándo nos vamos a poner en marcha y luego la Flota Territorial va a tener que mandar un equipo de reconocimiento para ver si lo hemos logrado.
—Y si no lo han «logrado», como usted dice —dijo Caparelli con acento gélido—, el que salga de Mantícora no lo va a pasar nada bien.
—Cierto. —La voz de Haven Albo no se inmutó, pero aceptó con un gesto de la cabeza el argumento de Caparelli. La masa de un simple navío desestabilizaría la Confluencia durante solo unos segundos y si, de hecho, se había podido desviar la atención de los defensores repos como estaba planeado, un equipo de reconocimiento podría hacer el tránsito, examinar el terreno, dar la vuelta y atravesar de nuevo la Confluencia a toda prisa antes de que lo atacaran. Pero si no habían desviado la atención de los repos, la Flota Territorial ni siquiera llegaría a saber qué era lo que había matado a su equipo de reconocimiento.
—Estoy de acuerdo en que es un riesgo —dijo el conde—. Por desgracia, yo no veo ninguna alternativa. Y si lo miramos con frialdad, arriesgar una única nave no es nada si lo comparamos con el riesgo de dejar que las operaciones continúen alargándose. Si tuviera que hacerlo, enviaría un escuadrón entero, aun sabiendo que los perdería a todos, si con eso pudiéramos lograrlo. No me gusta, pero comparado con lo que ya hemos perdido, con lo que vamos a seguir perdiendo si continuamos machacándolos de frente, creo que es nuestra mejor opción. Y si funciona, atraparemos a los defensores entre dos fuegos, y tendremos una posibilidad real de acabar con todos. No cabe duda de que es arriesgado, pero el premio potencial es enorme.
—Hmm —volvió a gruñir Caparelli, e inclinó la silla hacia atrás mientras reflexionaba. Era irónico que fuera Haven Albo el que proponía algo así, se parecía mucho más a algo que podría habérsele ocurrido a él… si hubiera tenido el valor de planteárselo en primer lugar, tuvo que admitir. Haven Albo era el maestro del acercamiento indirecto, tenía un talento especial, casi digno de un genio, para elegir el momento adecuado para lanzar un asalto inesperado o arrancarle a la flota enemiga unos cuantos escuadrones más, y era legendario su odio por los planes de batalla de los llamados del «todo o nada». La idea de arriesgar la guerra entera a una sola carta y con toda la sutileza de un martillo pilón debía de ser una abominación para él.
Lo cual, admitió Caparelli, era una razón más para que quizá funcionase. Después de todo, los repos habían estudiado el cuerpo de oficiales de la RAM con tanta atención como Mantícora había estudiado el de la AP. Sabían que algo así no era en absoluto propio de la forma de pensar habitual de Haven Albo y también sabían que había sido Haven Albo el que había dado forma a la estrategia global de la RAM hasta aquel momento. Dicho eso, casi tendrían que estar mirando hacia otro lado cuando el almirante lanzase el golpe a traición… suponiendo que la coordinación funcionase.
—De acuerdo, milord —dijo el primer lord al fin—. Todavía hay unas cuantas preguntas para las que querré una respuesta antes de tomar una decisión definitiva, pero se lo voy a pasar a Pat Givens, a la Facultad de Guerra y a mi personal para que lo evalúen. No cabe duda de que tiene razón, no podemos seguir desangrándonos para siempre y no me gusta lo eficaz que está resultando ser McQueen. Si le quitamos la Estrella de Trevor, quizá el Comité de Seguridad Pública la fusile pour encourager les autres.
—Quizá —asintió Haven Albo con una mueca que Caparelli entendió demasiado bien. A él tampoco le hacía mucha gracia la idea de que alguien ejecutara a buenos oficiales que habían hecho todo lo que estaba en su mano y solo porque sus mejores esfuerzos no habían logrado detener al enemigo, pero el Reino Estelar estaba luchando por su vida. Si la República Popular era tan amable de eliminar por él a sus mejores comandantes, Thomas Caparelli no tenía ningún problema en aceptar el favor.
—Lo que más me incomoda de su plan, aparte, por supuesto —no pudo resistir la tentación de lanzarle la pulla al conde—, de la posibilidad de inutilizar la Flota Territorial, es el retraso. Para que tenga posibilidades de lograrlo vamos a tener que reforzar nuestras fuerzas ligeras, no debilitarlas, y tal y como están las cosas en Silesia… —Se encogió de hombros y Haven Albo asintió con gesto comprensivo.
—¿Hasta qué punto puede perjudicarnos de verdad? —preguntó, y Caparelli frunció el ceño.
—En términos absolutos, podríamos sobrevivir incluso aunque interrumpiéramos por completo el comercio con Silesia —dijo—. No sería agradable y Hauptman y los demás carteles pondrían el grito en el cielo. Y lo que es peor, tendrían razón. La interrupción podría arruinar literalmente a algunos de los carteles más pequeños y tampoco les haría ningún bien a los peces gordos como Hauptman y Dempsey. Y no tengo muy claro cuáles podrían ser las ramificaciones políticas. Ayer tuve una larga charla con la primera dama y al parecer ya está recibiendo muchas críticas por este tema. Usted la conoce mejor que yo, pero me dio la impresión de que está bajo una gran presión.
Haven Albo asintió con aire pensativo. Era cierto que conocía a Francine Maurier, baronesa de Morncreek y primera dama del Almirantazgo, mejor que Caparelli. Y como ministra de la Corona y responsable absoluta de la Armada, no cabía duda de que Morncreek estaba sufriendo tanta presión como sugería Caparelli. De hecho, si empezaba a notársele, era muy probable que fuera incluso peor de lo que Caparelli creía.
—Si a eso añadimos que Hauptman se ha aliado con los liberales y con la Asociación Conservadora, por no hablar de los progresistas, entonces tenemos un problema de verdad —continuó el primer lord del espacio con tono forzado—. Si la oposición decide buscar pelea por el «desinterés» que muestra la Armada ante estos problemas, las cosas podrían complicarse bastante. Y eso sin ni siquiera considerar las pérdidas directas en derechos de importación y transferencias… o vidas.
—Y también hay otra cosa —dijo Haven Albo de mala gana mientras Caparelli alzaba las cejas—. Es solo cuestión de tiempo que alguien como McQueen vea las posibilidades —explicó el conde—. Si un puñado de piratas puede llegar a perjudicarnos tanto, piense en lo que ocurriría si los repos enviasen unos cuantos escuadrones de cruceros de batalla para ayudarlos. Hasta ahora los hemos mantenido demasiado desequilibrados como para que intentaran nada parecido, pero, con franqueza, son mucho más capaces que nosotros de liberar a sus fuerzas ligeras, dados todos los cruceros de batalla que tienen en reserva. Y Silesia no es el único lugar en el que podrían perjudicarnos si decidieran entrar a gran escala en una guerra comercial.
Haven Albo, pensó Caparelli con amargura, tenía un talento especial para plantear escenarios desagradables.
—Pero si no podemos disponer de las escoltas que necesitamos —empezó a decir el primer lord del espacio—, entonces cómo…
De repente se detuvo y entrecerró los ojos. Haven Albo ladeó la cabeza, pero Caparelli no le hizo caso y tecleó una consulta en su terminal. Estudió los datos que aparecieron en la pantalla durante unos segundos y después se tiró del lóbulo de la oreja.
—Naves-Q —dijo, casi para sí—. Por Dios, quizá esa sea la respuesta.
—¿Naves-Q? —repitió Haven Albo. Caparelli no pareció oírlo por un momento, pero después se recobró.
—¿Y si enviáramos a algunos de los troyanos a Silesia? —preguntó, y entonces le tocó a Haven Albo fruncir el ceño y pensarlo.
El proyecto Caballo de Troya había sido idea de Sonja Hemphill y el conde tenía que admitir que eso tendía a predisponerlo contra el proyecto. Hemphill y él eran viejos y amargos enemigos filosóficos y él no se fiaba de la doctrina estratégica materialista que defendía aquella mujer. Pero el Caballo de Troya no había supuesto ninguna desviación importante de la lucha y les había ofrecido bastantes beneficios en potencia, aunque fracasara en su propósito principal de ganarse su reticente apoyo.
En esencia, Hemphill proponía que convirtieran algunos de los cargueros de la clase Caravana de la RAM en cruceros mercantes armados. Los Caravanas eran naves grandes, de más de siete millones de toneladas, pero eran lentas, no estaban blindadas y disponían de motores de nivel civil. En circunstancias normales, no podrían hacer nada contra una nave de guerra normal, pero Hemphill quería equiparlas con la mayor potencia de fuego posible y sembrarlas por los convoyes de la cola de la flota que trabajaban para mantener bien pertrechada a la Sexta Flota. La idea era que parecieran un carguero normal y corriente hasta que se acercara algún atacante incauto, momento en el que se suponía que debían reventarlo.
En lo que a él se refería, Haven Albo dudaba que el concepto fuera factible a largo plazo. Los repos también habían utilizado naves Q con cierta eficacia contra enemigos anteriores, pero la debilidad fundamental de la táctica era que no era muy probable que funcionase contra una armada propiamente dicha más de una o dos veces. Una vez que el enemigo comprendiese que se estaban utilizando ese tipo de naves, se limitaría a cargarse cualquier cosa parecida a una nave Q desde la mayor distancia posible. Además, los repos habían construido sus naves Q con ese propósito concreto. Las habían equipado con motores de nivel militar que las habían convertido en naves tan rápidas como cualquier nave de guerra de su tamaño y sus diseños incorporaban blindaje interno, división en compartimentos y factores de redundancia de sistemas de los que los Caravanas carecían por completo.
Claro que Caparelli quizá tuviera parte de razón, los piratas que infestaban el espacio silesiano no tenían auténticas naves de guerra… y tampoco formaban parte de una armada propiamente dicha. La mayor parte eran independientes que se deshacían de su botín con «comerciantes» (peristas, en realidad) que financiaban sus operaciones y no hacían preguntas embarazosas. Sus naves tendían a llevar armamento ligero y por lo general operaban solos, y desde luego nunca en grupos de más de dos o tres. Los disturbios habituales de la Confederación, donde los sistemas estelares intentaban de forma rutinaria separarse del gobierno central, complicaban un poco las cosas ya que a los «gobiernos de liberación» les daba por emitir patentes de corso y autorizar a los «corsarios» a atacar el comercio de otros en nombre de la independencia. Algunos de los corsarios disponían de armamento pesado en sus desplazamientos y unos cuantos estaban al mando de patriotas auténticos dispuestos a trabajar juntos en pequeños escuadrones por la causa de su sistema natal. Pero incluso ellos, sin embargo, tenderían a huir de una nave Q bien manejada y, al contrario que en las operaciones contra los repos, la estrategia quizá resultara más eficaz, no menos, una vez que se corriera la voz. Los piratas, después de todo, se habían metido en aquello por el dinero y no era muy probable que se arriesgaran a perderlas naves que representaban su capital, ni que se conformaran con destruir a distancia presas en potencia. Allí donde un atacante repo quizá estuviera dispuesto a aceptar el riesgo de encontrarse con una nave Q para poder destruir envíos manticorianos, un pirata querría capturar a sus víctimas, no destruirlas, y no era muy probable que arriesgara su nave contra un crucero mercante a menos que esperara una presa especialmente suculenta.
—Podría servir de algo —dijo el conde después de plantearse la idea con cuidado—. A menos que tengamos una cantidad asombrosa, no podrán destruir a muchos asaltantes, por supuesto. Yo diría que el efecto sería más cosmético que otra cosa, pero el impacto psicológico podría merecer la pena, tanto en Silesia como en el Parlamento. ¿Pero ya tenemos alguna nave lista para mandarla? Creía que todavía faltaban varios meses para que se cumpliera el plazo.
—Y así es —asintió Caparelli—. Según esto —tecleó algo en el terminal— las primeras cuatro naves podrían estar listas a lo largo del mes que viene, pero a la mayor parte todavía les faltan al menos cinco meses para que las terminen. Tampoco hemos asignado ninguna tripulación todavía y, con franqueza, la disponibilidad de personal es tan escasa que eso también representa un problema, estamos al límite. Pero al menos podría ser un comienzo. Como bien dice usted milord, una gran parte de los beneficios serán el resultado de factores puramente psicológicos. La situación es peor en el sector Breslau. Si ponemos las primeras cuatro ahí y dejamos que se corra la voz, quizá podamos mitigar las pérdidas en esa zona hasta que tengamos las demás listas para su despliegue.
—Podría ser. —Haven Albo se frotó la barbilla, después se encogió de hombros—. No será más que un parche, por lo menos hasta que las demás naves estén listas. Y a quienquiera que se lo dé va a tener un trabajo endemoniado entre manos con solo cuatro naves. Pero, como bien dice, al menos podremos decirles a Hauptman y sus amigos que estamos haciendo algo. —Y, pensó, lo estamos haciendo sin desviar las naves que necesito yo.
—Cierto. —Caparelli tamborileó con los dedos sobre el escritorio durante dos o tres segundos—. De momento no es más que una idea. Lo consultaré con Pat esta tarde y veré lo que DepPlan tiene que decir sobre el tema. —Lo consideró un momento más y después agitó la cabeza—. Entretanto, echémosle otro vistazo a los engranajes de ese plan suyo. ¿Dice que va a necesitar otros dos escuadrones de batalla en Nightingale? —Haven Albo asintió—. Bueno, supongamos que los sacamos de…