III

Tal vez Pitou habría reflexionado más profundamente sobre lo que acababa de decirle el señor Raynal, si no hubiese visto a lo lejos a Catalina, que acudía presurosa con su hijo en los brazos.

Después que se supo que, según toda probabilidad, la tía Angélica había muerto de hambre y de frío, los vecinos se dieron poca prisa en cumplir sus ofertas de ayudar a Pitou en lo que necesitase.

Catalina, pues, llegaba a tiempo. La pobre criatura declaró que considerándose ya mujer de Pitou, a ella le tocaba tributar los últimos deberes a la tía Angélica; y los llenó con igual respeto, con igual ternura que dieciocho meses antes había mostrado para con su madre.

Pitou, entretanto, iría a preparar lo necesario para el entierro, fijado forzosamente para dentro de dos días, puesto que, habiendo muerto de repente, no podía darse sepultura a la tía Angélica hasta pasadas las cuarenta y ocho horas.

No había que hacer más para esto sino avistarse con el alcalde, el carpintero y el sepulturero; las ceremonias religiosas habían sido suprimidas, tanto para los entierros como para los casamientos.

—Amigo mío —dijo Catalina a Pitou en el momento en que este tomaba el sombrero para ir a casa del señor de Longpré, después del accidente que acababa de ocurrir— ¿no sería conveniente que retardásemos nuestro casamiento uno o dos días?

—Como queráis, señorita Catalina —contestó Pitou.

—¿No sería extraño que el día mismo en que acompañáis a vuestra tía a la sepultura, ejecutaseis un acto tan importante como el de casaros?

—Y tan importante como es para mí —dijo Pitou—, pues se trata de mi felicidad.

—Bien, amigo mío, consultad al señor de Longpré, y se hará lo que él os aconseje.

—Estoy conforme, señorita Catalina.

—Y además podría ocurrimos alguna desgracia si nos casáramos inmediatamente después de…

—¡Oh! —interrumpió Pitou—, en siendo yo vuestro marido, desafío a la desgracia a que me clave el diente.

—Mi querido Pitou —dijo Catalina tendiéndole la mano— aplacémoslo al lunes; yo trato de conciliar en lo posible vuestro deseo con las conveniencias regulares.

—¡Ah!, dos días son bien largos, señorita Catalina.

—En ese caso… Isidoro…

—Mamá —contestó el niño.

—Di a papá Pitou: «No tengas cuidado, papá Pitou; mamá te ama y te amará siempre».

El niño repitió con su dulce vocecita:

—No tengas cuidado, papá Pitou; mamá te ama y te amará siempre.

Con esta seguridad, Pitou no opuso ya dificultad alguna en ir a casa del señor de Longpré.

Al cabo de una hora después de haberlo arreglado todo, entierro y casamiento, y pagado con anticipación, con el dinero que le quedaba había comprado un poco de leña y provisiones para dos días.

Y era tiempo de que la leña llegase; fácilmente se comprendía que en aquella pobre casa de Pleux, donde el viento penetraba por todas partes, se pudiese morir de frío.

Pitou, a su vuelta halló medio helada a Catalina.

Según los deseos de esta, se había aplazado el casamiento hasta el lunes.

Los dos días y las dos noches pasaron sin que Pitou ni Catalina se separasen un momento. Las dos noches las pasaron ambos velando a la muerta.

No obstante el fuego enorme que Pitou había tenido cuidado de entretener siempre en la chimenea, el viento, penetrando rápido y helado por todas partes, se hacía sentir bastante, y Pitou comprendió que si la tía Angélica no había muerto de hambre, podía muy bien haber muerto de frío.

Llegó el momento de sacar el cuerpo; el transporte era corto, pues la casa de la tía Angélica lindaba casi con el cementerio.

Todo el Pleux y una parte de la ciudad acompañó a la difunta a su última morada. En las provincias las mujeres van a los entierros; en su consecuencia, Pitou y Catalina presidieron el duelo.

Concluida la ceremonia, Pitou dio gracias a los asistentes en nombre de la difunta y en el suyo, y después de echar la hisopada de agua bendita sobre la tumba de la solterona, cada cual, según costumbre, desfiló delante de Pitou, saludándole y siendo saludado.

Habiéndose quedado solo con Catalina, Pitou se volvió a buscarla hacia el sitio donde la había dejado. Pero Catalina no estaba allí, Catalina se hallaba de rodillas, con Isidorito, al pie de una tumba, en cuyos ángulos se elevaban cuatro cipreses.

Esa tumba era la de la madre Billot.

Los cuatro cipreses habían sido traídos del bosque y plantados allí por Pitou.

No quiso distraer a Catalina de su piadosa ocupación; pero pensando que la inmovilidad en que se hallaba haría que al concluir su oración tuviese mucho frío, corrió a su casa con intención de encender un buen fuego.

Por desgracia hubo una circunstancia que se opuso a la previsión de Pitou: la leña se había concluido.

Pitou se rascó la oreja. El resto de su dinero lo había empleado, como sabemos, en hacer la provisión de pan y combustible.

Miró, pues, en derredor suyo, buscando un objeto que sacrificar a la necesidad del momento.

Había la cama, la artesa y el sillón.

La artesa y la cama, aunque valían poco, no eran, sin embargo, inservibles; pero el sillón hacía ya mucho tiempo que nadie, excepto la tía Angélica, se hubiese atrevido a sentarse en él; tal era la dislocación en que se hallaba.

El sillón, pues, fue condenado a la hoguera.

Pitou procedía cómo el tribunal revolucionario: apenas sentenciado, debía tener lugar la ejecución.

De consiguiente, apoyó su rodilla en la vaqueta del asiento, ennegrecida de puro vieja, asió con ambas manos uno de los palos del respaldo, y tiró con fuerza hacia sí; el sillón resistió una dos veces.

A la tercera sacudida cedió.

Como si este desmembramiento le hubiese ocasionado un dolor agudo, el sillón lanzó un extraño gemido. Y si Pitou hubiera sido supersticioso, habría creído que el alma de la tía Angélica estaba encerrada en el vetusto taburete.

Pero Pitou no tenía más que una superstición en el mundo: su amor a Catalina. El sillón había sido condenado a calentar a Catalina, y aunque hubiera derramado tanta sangre o lanzado tantos gemidos como los árboles de la selva del Tasso, no hubiera dejado de hacerlo pedazos.

Cogió, pues, el otro palo del respaldo con igual decisión que el primero, y con un esfuerzo semejante al que había hecho antes, lo arrancó del armazón casi totalmente dislocado.

El sillón dejó escapar el mismo rumor extraño, singular, metálico.

Pitou siguió impasible; cogió por un pie el mutilado mueble, lo alzó sobre su cabeza, y para acabar de destrozarlo, lo arrojó con toda su fuerza contra el suelo.

Esta vez partióse en dos, y con grande extrañeza de Pitou, vomitó por su ancha herida arroyos de oro, no de sangre.

No habrán olvidado nuestros lectores que la tía Angélica, luego que reunía veinticuatro libras de plata, las cambiaba por un luis de oro, que guardaba en su sillón.

Pitou quedó estupefacto, vaciló de sorpresa y se enloqueció de admiración.

Su primer impulso fue salir al encuentro de Catalina y de Isidorito, traer a ambos y mostrarles el tesoro que acababa de descubrir.

Pero le detuvo una idea terrible.

Sabiendo que era rico, ¿se casaría Catalina con él?

Pitou hizo un movimiento de cabeza.

—No, no —dijo rehusará.

Quedóse un instante sin movimiento, reflexivo, preocupado.

Luego asomó a sus labios una sonrisa.

Indudablemente había encontrado un medio de salir del apuro en que le colocaba esta riqueza inesperada.

Recogió los luises que estaban en el suelo, acabó de romper con su navaja la vaqueta, y vació hasta el menor rincón del pelote y de la estopa.

Todo estaba relleno de luises.

Con ellos llenó la famosa cazuela en que la tía Angélica había hecho cocer, en los tiempos de antaño, el memorable gallo, aquel gallo que ocasionó entre tía y sobrino la terrible escena por nosotros referida en su tiempo y lugar convenientes.

Pitou contó los luises.

Había mil quinientos cincuenta.

Pitou poseía, en consecuencia, la brillante suma de mil quinientos cincuenta luises, o sea treinta y siete mil doscientas libras.

Mas como el luis de oro valía en aquella época novecientas veinte libras en asignados, la riqueza de Pitou era de un millón cuatrocientas veintiséis mil libras.

Y ¿en qué momentos se le presentaba esta fortuna? En el momento en que no tenía dinero para comprar leña, y se veía precisado a romper el sillón de la tía Angélica para que Catalina pudiese calentarse.

¡Qué felicidad el que Pitou hubiese sido tan pobre, el tiempo frío y el sillón tan viejo!

¡Quién sabe lo que habría sido del precioso sillón si no se hubiesen combinado estas circunstancias fatales en apariencia!

Pitou comenzó por atestar de luises todos sus bolsillos; luego, cuando hubo sacudido repetidas veces cada fragmento del ex sillón, lo instaló en la chimenea, echó yesca, mitad sobre sus dedos, mitad sobre la piedra, y con mano trémula dio fuego a la pira.

Era tiempo: Catalina e Isidorito entraban en aquel momento ateridos de frío.

Pitou estrechó al niño contra su corazón, besó las heladas manos de Catalina, y salió gritando:

—Voy a hacer una comisión indispensable; calentaos y aguardarme.

—¿Adónde va papá Pitou? —preguntó Isidorito.

—No lo sé —contestó su madre—; pero sin duda alguna, cuando se marcha tan de prisa no es para ocuparse de sí, sino de ti o de mí.

Catalina habría podido decir:

De los dos.