I

Poco más de un año después de la ejecución del rey y de la marcha de Gilberto, de Sebastián y de Billot, en una hermosa y fría mañana del terrible invierno de 1794, tres o cuatrocientas personas, es decir, casi la sexta parte de la población de Villers-Cotterêts, esperaban, en la plaza del Castillo y en el patio de la alcaldía, la salida de dos desposados, que nuestro antiguo conocido el señor de Longpré se disponía a unir como esposos.

Eran Ángel Pitou y Catalina Billot.

¡Ay de mí!, habían sido necesarios muchos graves acontecimientos para que la antigua querida del vizconde de Charny, la madre del pequeño Isidoro, llegara a ser la señora Pitou.

Cada cual refería aquellos acontecimientos y los comentaba a su manera; pero como quiera que lo hiciese, ni uno solo de aquellos relatos dejaba de ensalzar la fidelidad de Ángel Pitou y el juicio de Catalina Billot.

Pero cuanto más interesantes eran los futuros esposos, más se les compadecía.

Tal vez eran más felices que ninguno de los individuos, hombres o mujeres, que componían aquella multitud; pero esta es de tal naturaleza, que siempre ha de compadecer o envidiar.

Aquel día le había dado por la compasión.

En efecto; los acontecimientos previstos por Cagliostro en la noche del 21 de enero habían seguido una marcha rápida, dejando tras sí una larga e indeleble mancha de sangre.

El 1 de febrero de 1793, la Convención nacional había expedido un decreto ordenando la adquisición de ochocientos millones de asignados, lo que hacía ascender la totalidad de los asignados emitidos a la suma de tres mil cien millones.

El 28 de marzo de 1793, la Convención, ateniéndose al informe de Treilhard, había aprobado un decreto por el cual se desterraba a perpetuidad a los emigrados, a quienes se declaraba civilmente muertos, confiscándose sus bienes en beneficio de la República.

El 6 de noviembre, la Convención dio otro decreto que encargaba al comité de instrucción pública de presentar un proyecto que tendiese a substituir, con un culto razonable y cívico, el culto católico.

No hablamos de la proscripción ni de la muerte de los girondinos, ni de la ejecución del Duque de Orleáns, de la reina, de Bailly, de Danton, de Camilo Desmoulins y de tantos otros, porque estos acontecimientos, aunque tuvieron su resonancia en Villers-Cotterêts, no ejercieron su influencia en los personajes de quien nos resta ocuparnos.

Como consecuencia de la confiscación de bienes, Billot y Gilberto, a quienes se consideró como emigrados, perdieron los suyos, que fueron puestos en venta.

Lo mismo fue de los bienes del conde de Charny, muerto el 10 de agosto, y de la condesa, asesinada el 2 de septiembre.

A consecuencia de este decreto se había puesto a Catalina en la puerta de la granja de Pisseleu, considerada como propiedad nacional.

Pitou había querido reclamar en nombre de Catalina; pero Pitou se había hecho moderado, era un tanto sospechoso, y las personas juiciosas le aconsejaron que no se opusiese, ni por obras ni pensamientos, a las órdenes de la nación.

Catalina y Pitou se habían retirado, por tanto; a Haramont.

La joven pensó primero habitar, como en otro tiempo, la choza del padre Clouis, pero cuando se presentó en la puerta del exguardia del señor duque de Orleáns, el anciano se aplicó un dedo a la boca en señal de silencio, moviendo la cabeza como para indicar imposibilidad.

Esta última provenía de que el puesto estaba ocupado.

Se había puesto en vigor la ley sobre el destierro de los sacerdotes no juramentados, y como ya se comprenderá, el abate Fortier, no queriendo prestar juramento, estaba desterrado.

Pero no había juzgado oportuno traspasar la frontera, y su destierro se limitó a salir de Villers-Cotterêts, donde había dejado a la señorita Alejandrina para cuidar de sus muebles, e ir a solicitar un asilo del padre Clouis, que no tuvo inconveniente en cedérselo.

La choza del padre Clouis, según se recordará, no era más que una simple gruta subterránea, donde solamente una persona se podía acomodar, aunque bastante mal; de modo que era difícil que se arreglasen allí el abate Fortier, Catalina Billot y su hijo.

Por otra parte, se recordará también la intolerancia del abate Fortier cuando murió la señora Billot; Catalina no era bastante buena cristiana para perdonar al abate que hubiese rehusado dar sepultura a su madre, y aunque hubiese sido bastante buena cristiana para perdonar, el abate Fortier era demasiado buen católico para imitar el ejemplo.

Era necesario, por lo tanto, renunciar a vivir en la choza del padre Clouis.

Resultaba la casa de la tía Angélica, en Pleux, y la pequeña cabaña de Pitou en Haramont.

No se debía pensar en la casa de la tía Angélica, pues; a medida que la revolución seguía su curso, aquella mujer se mostraba cada vez más arisca, cosa que parecía increíble, y al mismo tiempo enflaquecía más, lo cual se hubiera creído muy difícil.

Aquel cambio en su moral y en su físico consistía en que Villers-Cotterêts, como en todas partes, las iglesias se habían cerrado, y se esperaba que el comité de instrucción pública inventase un culto razonable y cívico.

Ahora bien; cerradas las iglesias, el producto obtenido del alquiler de sillas, que era el principal ingreso para la tía Angélica, quedaba reducido a la nada.

He aquí la causa del cambio que se observaba en la tía Angélica.

Añadamos que había oído referir tan a menudo la toma de la Bastilla a Billot y Ángel Pitou, y les había visto con tanta frecuencia marchar de pronto a la capital, que no dudaba en modo alguno que la Revolución francesa fuese obra de Ángel Pitou y de Billot, siendo los ciudadanos Danton, Marat, Robespierre y otros, los agentes secundarios de aquellos principales agitadores.

La señorita Alejandrina, como ya se comprenderá, la mantenía en sus erróneas ideas, a las que el voto regicida de Billot vino a comunicar el carácter de exaltación rencorosa del fanatismo.

No se podía, pues, pensar en la casa de la tía Angélica para alojar allí a Catalina.

Restaba la pequeña cabaña de Pitou en Haramont.

Pero ¿cómo habitar los dos aquella pequeña cabaña, sin dar motivo para las más malignas habladurías?

Esto era más imposible aún que habitar la choza del padre Clouis.

Pitou se resolvió, pues, a pedir hospitalidad a su amigo; Desiré Maniquet, hospitalidad que el buen hombre concedió, y que Pitou pagaba con industrias de toda especie.

Pero con todo esto, la pobre Catalina no estaba bien acomodada.

Pitou tenía para ella todas las atenciones de un amigo, todas las ternuras de un hermano; pero Catalina comprendía bien que Pitou no la amaba como un hermano ni como un amigo.

El pequeño Isidoro comprendía también esto, él, pobre; niño que, no habiendo tenido la dicha de conocer a su padre, amaba a Pitou como si hubiese sido el vizconde de Charny, o más, tal vez, porque, preciso es decirlo, Pitou era el adorador de la madre, pero también el esclavo del niño.

Hubiérase dicho que comprendía, como hábil estratégico, que no había más que un medio para penetrar en el corazón de Catalina, y que este medio era Isidoro.

Pero apresurémonos a decirlo: ningún cálculo de este género empañaba la pureza de los sentimientos del honrado Pitou; este se había conservado como le hemos visto siempre, es decir, el joven cándido y fiel que le conocimos al principio, y si se había efectuado en él un cambio, reducíase a que, siendo ya mayor de edad, mostrábase más fiel aún y más cándido que nunca.

Todas estas cualidades conmovían a Catalina hasta hacerla derramar lágrimas; comprendía que Pitou la amaba ardientemente, hasta la adoración, hasta el fanatismo, y a veces se decía que hubiera querido reconocer tanto amor, tanta fidelidad, por un sentimiento más tierno que el de una amiga.

A fuerza de repetirse esto sucedió que, poco a poco, la pobre Catalina, hallándose —fuera de Pitou— tan completamente aislada en este mundo, y comprendiendo que si llegaba a morir, su pobre niño quedaría desamparado —a no ser por Pitou—, la pobre Catalina, decimos, llegó al fin a dar a Pitou la única recompensa que estaba en su mano, todo su amor y toda su persona.

Mas ¡ay!, su amor, aquella flor brillante y perfumada de la juventud, su amor, estaba ahora en el cielo.

Cerca de seis meses transcurrieron durante los cuales Catalina guardó este pensamiento en lo más profundo de su alma, más bien que en el fondo de su corazón.

Durante estos seis meses, Pitou, aunque acogido de día en día con la más dulce sonrisa, aunque despedido cada noche por el más tierno apretón de manos, Pitou no había pensado que hubiera podido obtener un cambio tan favorable en los sentimientos de su compañera.

Pero como Pitou no era fiel ni amaba tanto con la esperanza de una recompensa, no por eso dejaba de mostrarse siempre igualmente cariñoso y enamorado de su compañera.

Esto hubiera seguido así hasta la muerte de Catalina o de Pitou, sin que hubiese alteración alguna en los sentimientos de ambos; pero al fin la joven fue la primera en hablar, como sucede siempre con las mujeres.

Cierta noche, en vez de darle la mano, le ofreció la frente.

Pitou creyó que era una distracción de Catalina, y era demasiado honrado para aprovecharse de ella, por lo cual retrocedió un paso.

Pero Catalina, que no había soltado su mano, le atrajo hacia sí y presentóle, no ya la frente, sino la mejilla.

Pitou vaciló más aún.

Y viendo esto el pequeño Isidoro, dijo al punto:

—¡Pero abraza a mamá Catalina, papá Pitou!

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Pitou, palideciendo como si estuviese a punto de morir.

Y estampó sus labios fríos y temblorosos sobre la mejilla de Catalina.

Entonces, cogiendo su niño, la madre le puso en los brazos de Pitou.

—Os doy al niño —le dijo—. ¿Queréis tomar con él la madre?

Al oír esto parecióle a Pitou que la cabeza se le trastornaba, cerró los ojos, y estrechando el niño contra su pecho cayó sobre una silla, exclamando, con esa delicadeza que solamente el corazón puede apreciar:

—¡Oh!, señor Isidoro, ¡cuánto os amo!

El niño llamaba a Pitou papá Pitou; pero este llamaba señor Isidoro al hijo del vizconde de Charny.

Y además, como comprendía que solamente por amor a su hijo Catalina condescendía en quererle, jamás decía a la madre:

—¡Oh!, ¡cuánto os amo, señora Catalina!

Pero decía a Isidoro:

—¡Oh!, ¡cuánto os amo, señor Isidoro!

Una vez sentado que Pitou amaba más al niño que a la madre, se habló del casamiento.

Pitou dijo a Catalina:

—Yo no os doy prisa ninguna; tomad todo cuanto tiempo queráis; pero si queréis hacerme feliz, no tardéis demasiado.

Catalina pidió un mes.

Al cabo de tres semanas, Pitou, luciendo su uniforme, fue a visitar respetuosamente a la tía Angélica, con el objeto de anunciar su próxima unión con la señorita Catalina Billot.

La tía Angélica vio desde lejos a su sobrino y se apresuró a cerrar su puerta.

Pero Pitou no cejó sus pasos de la casa inhospitalaria, a cuya puerta llamó suavemente.

—¿Quién va? —preguntó la tía Angélica con su voz más ronca.

—Yo, vuestro sobrino, tía Angélica.

—¡Pasa de largo, asesino! —exclamó la solterona.

—Tía —continuó Pitou—, venía para anunciaros una noticia que no podrá menos de seros agradable, por cuanto constituye mi felicidad.

—Y ¿qué noticia es esa, jacobino?

—Abrid la puerta y os la diré.

—Dila desde fuera; yo no abro la puerta de mi casa a un descamisado como tú.

—¿Es vuestra última palabra, tía?

—Sí, la última.

—Pues bien, tía mía, me caso.

La puerta se abrió como por encanto.

—Y ¿con quién, desgraciado?

—Con la señorita Catalina Billot —contestó Pitou.

—¡Ah, miserable, infame, bellaco! —exclamó la tía Angélica—. ¡Te casas con una joven arruinada!… ¡Vete de aquí, desgraciado, yo te maldigo!

Y con un ademán lleno de nobleza extendió sus dos manos secas y amarillas sobre su sobrino.

—Tía mía —dijo Pitou—, ya comprenderéis que estoy demasiado acostumbrado a vuestras maldiciones, para que esta me preocupe más que las otras. Os debía la atención de anunciaros mi casamiento; así lo hago; he cumplido, y, por lo tanto, adiós, tía Angélica.

Y Pitou, llevando militarmente la mano a su sombrero de tres picos, hizo su reverencia a la tía Angélica y siguió su camino a través de Pleux.