En la noche de aquel terrible día, en tanto que los hombres de las picas recorrían las desiertas calles de París, más tristes en su soledad por estar iluminadas, llevando en las puntas de sus armas pedazos de pañuelos y camisas manchadas dé rojo, mientras que gritaban desaforadamente: «¡El tirano ha muerto, he aquí la sangre del tirano!», dos hombres se hallaban en el salón de una casa de la calle de San Honorato, ambos silenciosos, aunque en actitud bien diferente.
El uno, vestido de negro, estaba sentado delante de una mesa, con los codos apoyados en ella y el rostro oculto entre sus manos, ora sumido en una profunda meditación, ora entregado a un supremo dolor. El otro, en traje de campesino, se paseaba con precipitación, torva la mirada, ceñuda la frente, los brazos cruzados sobre el pecho; y cada vez que en su paseo cortaba diagonalmente el salón, dirigía a su compañero una mirada escrutadora.
¿Cuánto tiempo hacía que se hallaban así el uno frente al otro? No podríamos decirlo; mas al fin, el hombre vestido de campesino pareció cansarse de aquel silencio y se detuvo delante del otro vestido de negro, que estaba absorto en sus cavilaciones.
—¿Conque es decir, ciudadano Gilberto —exclamó fijando en él su mirada—, que yo soy un bandido porque he votado la muerte del rey?
El hombre vestido de negro levantó la cabeza, desarrugó su frente melancólica, y tendiendo la mano a su interlocutor le dijo:
—No, Billot, vos no sois un bandido, como yo no soy un aristócrata. Vos habéis votado según vuestra conciencia, y yo según la mía; pero yo he pedido la vida y vos la muerte; ¡es cosa tan terrible, Billot, arrancar a un hombre lo que ninguna fuerza humana puede devolverle!
—Así, en vuestro concepto —exclamó Billot— el despotismo es inviolable, la libertad es una rebelión, y no hay justicia aquí abajo más que para los reyes, es decir, para los tiranos. ¿No es así? ¿Qué les queda entonces a los pueblos? ¡El derecho de servir y obedecer! ¡Y sois vos, señor Gilberto, el discípulo de Juan Jacobo, el ciudadano de los Estados Unidos, quién dice eso!
—No digo eso, Billot, porque sería manifestar una cosa injusta contra los pueblos.
—Veamos —replico Billot—, os hablaré, señor Gilberto, con la brutalidad de mi buen sentido vulgar, y os permito que me contestéis con toda la finura de vuestro talento. ¿Admitís que una nación que se cree oprimida, tenga derecho para cambiar su iglesia, derribar y hasta suprimir su trono, combatir y declararse libre?
—Sin duda.
—Pues entonces tiene derecho para consolidar los resultados de su victoria.
—Sí, Billot, incontestablemente tiene ese derecho; pero no se consolida nada con la violencia ni con el asesinato. Recordad que está escrito: «¡Hombre, tú no tienes derecho para matar a tu semejante!».
—¡Pero el rey no es mi semejante —exclamó Billot—, sino mi enemigo! Lo recuerdo muy bien; cuando mi pobre madre me leía la Biblia, no he olvidado lo que Samuel decía a los israelitas.
—También yo lo recuerdo. Billot, y sin embargo, Samuel consagró a Saúl, pero no le mató.
—¡Oh!, yo sé que si me lanzo con vos a través de la ciencia, estoy perdido, y por eso os preguntaré sencillamente: ¿Teníamos derecho para tomar la Bastilla?
—Sí.
—Cuando el rey quiso privar al pueblo de su libertad para deliberar, ¿teníamos derecho para, hacer la jornada del Juego de Pelota?
—Sí.
—Cuando el rey quiso intimidar a la Asamblea constituyente con la fiesta de los guardias de corps y la reunión de tropas en Versalles, ¿teníamos derecho para ir allí, a buscar al rey y traerle a París?
—Sí.
—Cuando el rey trató de huir para pasarse al enemigo, ¿teníamos derecho para detenerle en Varennes?
—Sí.
—Cuando, una vez jurada la Constitución de mil setecientos noventa y uno, vimos al rey parlamentar con la emigración y conspirar con el extranjero, ¿teníamos derecho para hacer el veinte de junio?
—Sí.
—Cuando rehusó sancionar leyes emanadas de la voluntad del pueblo, ¿teníamos derecho para hacer el diez de agosto, es decir, tomar las Tullerías y proclamar la destitución?
—Sí.
—Cuando el rey, encerrado en el Temple, seguía siendo una conspiración viviente contra la libertad, ¿teníamos o no derecho para hacerle comparecer ante la Convención nacional reunida para juzgarle?
—Sí, le teníais.
—Pues si teníamos el derecho de juzgar, también nos asistía el de condenar.
—Sí, al destierro, a la prisión perpetua, a todo, excepto a la muerte.
—Y ¿por qué no a la muerte?
—Porque, culpable en el resultado, no lo era en la intención. Vos le juzgáis bajo el punto de vista del pueblo, amigo Billot, y él había obrado bajo el punto de vista de la monarquía. ¿Era un tirano, como le llamáis? No. ¿Era un opresor del pueblo? No. ¿Era cómplice de la aristocracia? No. ¿Era un enemigo de la libertad? No.
—¿Entonces le habéis juzgado bajo el punto de vista de la monarquía?
—No, porque bajo este punto de vista le hubiera absuelto.
—¿No lo habéis hecho así votando la vida?
—Sí, pero con la prisión perpetua. Creedme, Billot, le he juzgado más parcialmente aún de lo que hubiera querido. Hombre del pueblo, o más bien hijo del pueblo, la balanza que yo tenía en la mano se ha inclinado hacia este último. Vos le habéis visto de lejos, pero no como yo: mal satisfecho de la monarquía que le dejaron; acosado por la Asamblea, de una parte, por creerle demasiado poderoso aún, y sometido a la influencia de una reina ambiciosa, de una nobleza inquieta y humillada, de un clero implacable, de una emigración egoísta, y de sus hermanos, que se iban por el mundo a buscar enemigos a la Revolución, no podía hacer otra cosa… Lo habéis dicho, Billot, el rey no era vuestro semejante, era vuestro enemigo; pero a un enemigo vencido no se le mata. Un asesinato a sangre fría no es un juicio, es inmolar a una víctima. Acabáis de imponer a la monarquía alguna cosa del martirio, y a la justicia un carácter de venganza. ¡Cuidado, cuidado!, porque al hacer más de lo que se debe, no habéis hecho lo bastante. Carlos I fue ejecutado, y Carlos II fue rey. A Jacobo II se le desterró, y sus hijos murieron en el destierro. La naturaleza humana es patética, Billot, y acabamos de enajenarnos por cincuenta años, por cien tal vez, esa inmensa parte del pueblo que juzga las revoluciones con el corazón. ¡Ah!, creedme, amigo mío, los republicanos son los que más deben deplorar la sangre de Luis XVI, porque esa sangre recaerá sobre ellos y les costará la República.
—¡Hay mucha verdad en lo que dices, Gilberto! —contestó una voz que partía de la puerta de entrada.
Los dos hombres se estremecieron, volviéndose a la vez, y exclamaron a un tiempo:
—¡Cagliostro!
—¡Pardiez!, sí —contestó el conde—, pero añadiré que también hay verdad en lo que dice Billot.
—¡Ay de mí! —contestó Gilberto—, la desgracia está en que la causa que defendemos tiene una doble fase, y que cada uno, al considerarla bajo su punto de vista, podrá decir: Tengo razón.
—Sí, pero también debe permitir que se le diga que está en un error —replicó Cagliostro.
—¿Cuál es vuestro parecer, maestro? —preguntó Gilberto.
—Sí, sepámosle —dijo Billot.
—Habéis juzgado ahora al acusado —dijo Cagliostro—, yo diré lo que opino del juicio: si condenasteis al rey, tuvisteis razón; si condenasteis al hombre, incurristeis en un error.
—No comprendo —dijo Billot.
—Escuchad, pues yo adivino —dijo Gilberto.
—Era preciso matar al rey —continuó Cagliostro— cuando estaba en Versalles o en las Tullerías, desconocido del pueblo, detrás de su red de cortesanos y su barrera de suizos; era preciso matarle el siete de octubre o el once de agosto, porque era un tirano; pero después de haberle tenido cinco meses en el Temple, en comunicación con todos, comiendo delante de todos, durmiendo a la vista de todos, compañero del proletario, del obrero y del mercader; elevado por esa falsa humillación a la dignidad de hombre, era preciso tratarle como tal, es decir, desterrarle o aprisionarle.
—No os comprendía —dijo Billot a Gilberto— mas ahora comprendo al ciudadano Cagliostro.
—Es claro, durante esos cinco meses de cautividad, os le muestran en lo que tiene de conmovedor, de inocente y de respetable; os le muestran buen esposo, buen padre y hombre honrado. ¡Necios!, yo les creía más fuertes que eso, Gilberto. Le cambian, le rehacen: así como el escultor saca la estatua de la mole de mármol a fuerza de dar golpes, del mismo modo, a fuerza de golpear a ese ser prosaico, ordinario, que no es malo ni bueno, que se entrega a sus costumbres sensuales, que es celosamente devoto, no a la manera de un hombre elevado, sino de un sacristán de parroquia, he aquí que nos esculpen en esa pesada naturaleza una estatua del valor, de la paciencia y de la resignación; después se pone la estatua en el pedestal del dolor, se eleva a ese pobre rey, se le engrandece, se le consagra, y así se consigue que su esposa le ame… ¡Ah!, querido Gilberto —continuó Cagliostro soltando la carcajada—, ¡quién nos hubiera dicho el catorce de julio, el cinco y seis de octubre y el diez de agosto, que la reina amaría alguna vez a su marido!
—¡Oh! —murmuró Billot—, ¡si yo hubiera adivinado eso!
—¿Qué hubierais hecho, Billot? —preguntó Gilberto.
—Le habría matado el catorce de julio, el cinco o seis de octubre, o el diez de agosto; esto me hubiera sido muy fácil.
Billot pronunció estas palabras con un acento tan sombrío de patriotismo, que Gilberto las perdonó y Cagliostro las admiró.
—Sí —dijo este último después de una pausa—, pero no lo habéis hecho. Vos, Billot, votasteis por la muerte; vos, Gilberto, por la vida. Pues bien, ¿queréis que ahora os dé el último consejo? Vos, Gilberto, no os hicísteis individuo de la Convención sino para cumplir con un deber; vos, Billot, para satisfacer una venganza; ya están cumplidos los deseos de ambos, y no necesitáis estar aquí, marchad.
Los dos hombres miraron a Cagliostro.
—Sí —continuó este—, ni uno ni otro sois hombres de partido, sino de instinto. Ahora bien; muerto el rey, los partidos van a encontrarse frente a frente, y entonces se aniquilarán. ¿Cuál sucumbirá el primero? No lo sé; pero sí es indudable que unos y otros perecerán. Mañana, Gilberto, se os imputará como un crimen vuestra indulgencia; pasado mañana, o tal vez antes, vuestra severidad, Billot. Creedme, en la lucha mortal que se prepara entre el odio, el temor, la venganza y el fanatismo, muy pocos quedarán puros; los unos se mancharán de lodo y los otros de sangre. ¡Marchad, amigos míos, marchad!
—Pero ¿y Francia? —preguntó Gilberto.
—Sí, Francia —repitió Billot.
—Francia está materialmente salvada —contestó Cagliostro—, el enemigo exterior está batido, y el interior ha muerto. Por peligroso que sea para el porvenir el cadalso del veintiuno de enero, incontestablemente es una gran fuerza en la actualidad, la fuerza de las resoluciones sin apelación. El suplicio de Luis XVI señala a Francia la venganza de los tronos, y comunica a la República la energía convulsiva y desesperada de las naciones condenadas a muerte. Ved Atenas en los tiempos antiguos; ved Holanda en los tiempos modernos. A partir de esta mañana han cesado las transacciones, las negociaciones y las indecisiones; la Revolución tiene el hacha en una mano y la bandera tricolor en la otra. Partid tranquilos, pues antes de que deje la primera, la aristocracia habrá sido decapitada; y antes de que deponga la segunda, Europa estará vencida. ¡Marchad, amigos míos, marchad!
—¡Oh! —exclamó Gilberto—, Dios me es testigo de que si el porvenir que me profetizáis es verdadero, nada siento por Francia.
—Pero ¿adónde iremos?
—¡Ingrato! —dijo Cagliostro—. ¿Olvidas tu segunda patria, la América; olvidas esos lagos inmensos, esas selvas vírgenes, esas praderas tan vastas como los océanos? ¿No necesitas, tú que puedes descansar, el reposo de la naturaleza después de esas terribles agitaciones de la sociedad?
—¿Me seguiréis, Billot? —preguntó Gilberto levantándose.
—¿Me perdonaréis? —preguntó Billot dando un paso hacia Gilberto.
Los dos hombres se abrazaron.
—Está bien —dijo Gilberto—, marcharemos.
—¿Cuándo? —preguntó Cagliostro.
—Pues… de aquí a ocho días.
Cagliostro movió la cabeza.
—Partiréis esta noche —dijo.
—¿Por qué esta noche?
—Porque yo marcho mañana.
—Y ¿adónde vais?
—Ya lo sabréis un día, amigos.
—Pero ¿cómo marchar?
—El Franklin aparejará dentro de treinta y seis horas para América.
—Pero ¿y los pasaportes?
—Aquí están.
—¿Y mi hijo?
Cagliostro fue a abrir la puerta.
—Entrad, Sebastián —dijo—, vuestro padre os llama.
El joven entró y precipitóse en brazos de su padre.
Billot suspiró profundamente.
—No nos hace falta más que un coche de posta —dijo Gilberto.
—El mío espera en la puerta —contestó Cagliostro.
Gilberto se dirigió hacia un pupitre donde tenía su bolsa común —un millar de luises—, e hizo seña a Billot para que tomara su parte.
—¿Tenemos lo suficiente? —preguntó Billot.
—Tenemos bastante para comprar una provincia.
Billot miró en torno suyo con cierta confusión.
—¿Qué buscáis, amigo mío? —preguntó Gilberto.
—Busco —contestó Billot— una cosa que me sería inútil si la encontrase, puesto que no sé escribir.
Gilberto sonrió, cogió una pluma, el tintero y papel.
—Dictad —dijo.
—Quisiera enviar mi despedida a Pitou —dijo Billot.
—Yo me encargo de hacerlo.
Y Gilberto escribió.
Cuando hubo concluido, Billot le preguntó qué había escrito, y el doctor leyó lo siguiente:
Mi querido Pitou:
Salimos de Francia Billot, Sebastián y yo, y os abrazamos tiernamente los tres.
Creemos que, estando a la cabeza de la granja de Billot, no necesitaréis nada.
Probablemente algún día os escribiremos para que vengáis a reuniros con nosotros.
Vuestro amigo,
GILBERTO.
—¿Es todo? —preguntó Billot.
—Hay una posdata —dijo Gilberto.
—¿Cuál?
Gilberto miró fijamente a Billot y leyó después:
«Billot os recomienda a Catalina».
El labrador profirió un grito de agradecimiento y se precipitó en los brazos del doctor.
Diez minutos después rodaba por el camino del Havre la silla de posta que conducía lejos de París a Gilberto, a Sebastián y a Billot.