Capítulo CLXXX

El señor Edgeworth de Firmont era el confesor de madame Isabel: hacía ya cerca de seis semanas que el rey, previendo su condena, había pedido a su hermana consejos sobre la elección del sacerdote que debía acompañarle en sus últimos momentos, y madame Isabel, llorando amargamente, había aconsejado a su hermano que eligiese al abate Firmont.

Este digno eclesiástico, inglés de origen, había escapado de las matanzas de septiembre refugiándose en Choisy-le-Roi, bajo el nombre de Essex; madame Isabel conocía sus dobles señas, y habiéndole enviado aviso a Choisy, esperaba que en el momento de la condena se hallase en París.

El abate Edgeworth, como ya hemos dicho, había aceptado la misión con una alegría resignada.

Y así es que el 21 de diciembre de 1792 escribía a uno de sus amigos en Inglaterra:

«Mi desgraciado señor ha fijado los ojos en mí para prepararle a la muerte, si la iniquidad de su pueblo llega hasta el punto de cometer este parricidio. Yo mismo me preparo a morir, porque estoy seguro de que el furor popular no me dejará sobrevivir una hora a esta horrible escena; pero estoy resignado, mi vida no es nada; si al perderla pudiese salvar al que Dios ha colocado para la ruina y la resurrección de varios, haré gustoso el sacrificio y no habré muerto en vano».

Tal era el hombre que no debía separarse de Luis XVI hasta el momento en que este abandonara la tierra por el cielo.

El rey le hizo entrar en su gabinete y se encerró con él.

A las ocho de la noche Luis XVI salió del aposento, y dirigiéndose a los comisarios les dijo:

—Señores, tened la bondad de conducirme a donde está mi familia.

—Esto no puede ser —contestó uno de los comisarios—, pero se la invitará a bajar aquí si lo deseáis.

—Sea —replicó el rey— con tal que pueda verla en mi habitación, libremente y sin testigos.

—En vuestra habitación, no —repuso el mismo municipal—, pero sí en el comedor; acabamos de convenir esto con el ministro de Justicia.

—Sin embargo —dijo el rey—, habéis oído que el decreto de la Convención me permite ver a mi familia sin testigos.

—Es verdad, y le hablaréis particularmente, se cerrará la puerta; mas por los vidrios tendremos la vista fija en vos.

—Está bien, hacedlo así.

Los municipales salieron y el rey pasó al comedor; el rey les siguió separando la mesa a un lado, y apartó las sillas hasta el fondo para dejar más espacio libre.

—Clery —dijo el rey— traed un poco de agua y un vaso por si acaso la reina tuviera sed.

Sobre la mesa se veía una de esas botellas de agua helada, que un individuo de la municipalidad había censurado, y Clery no tuvo que traer sino un vaso.

—Clery —le dijo el rey— bastará el agua ordinaria, pues si la reina bebiese de la que está helada, como no tiene costumbre de hacer uso de ella, tal vez la perjudicase… Después, invitad al señor Firmont a no salir de mi gabinete, pues temería que su vista produjera demasiada impresión en mi familia.

A las ocho y media, la puerta se abrió; la reina iba la primera llevando su hijo de la mano, y seguíanla madame Royale y madame Isabel.

El rey alargó los brazos, y las dos mujeres y los niños se dejaron caer entre ellos llorando.

Clery salió y cerró la puerta.

Durante algunos minutos reinó un silencio lúgubre, interrumpido tan sólo por sollozos, y después la reina quiso llevarse al rey a su habitación.

—No —dijo Luis XVI reteniéndola—, no puedo veros más que aquí.

La reina y la familia real habían sabido la sentencia por los vendedores de diarios, pero no conocían los detalles del proceso; el rey se los refirió, excusando a los hombres que le habían condenado, y haciendo notar a la reina que ni Pétion ni Manuel habían votado por la muerte.

La reina escuchaba, y cuando quería hablar los sollozos se lo impedían.

Dios daba una compensación al pobre prisionero, pues en aquella última hora le hacía adorar todo cuanto le rodeaba, incluso la reina.

Como se ha podido ver en la parte novelesca de esta obra, la reina se dejaba llevar fácilmente hacia lo pintoresco de la vida; tenía esa viva imaginación que, mucho más que el temperamento, hace a las mujeres imprudentes, y la reina lo había sido toda su vida, así en sus amistades como en sus amores. Su cautividad la salvó bajo el punto de vista moral; volvió a sentir las puras y santas afecciones de la familia, de la que le habían alejado las pasiones de su juventud; y como no sabía hacer nada sino apasionadamente, llegó a amar al rey con toda su alma en su desgracia, a aquel rey, aquel esposo del que no había visto en los días felices más que el lado vulgar. Varennes y el 10 de agosto le mostraron a Luis XVI como un hombre sin iniciativa, sin resolución, pesado, casi cobarde; y en el Temple comenzó a observar que, no solamente la mujer había juzgado mal a su marido, sino que también la reina había formado un juicio erróneo del rey. En el Temple le vio tranquilo, resignado a los ultrajes, dulce y firme como Jesucristo, y todo cuanto había tenido de altanerías mundanas se dulcificó, redundando en beneficio de los buenos sentimientos. Así como había desdeñado en demasía, amó con exceso también. «¡Ay de mí! —dijo el rey al señor de Firmont—, ¿por qué he de amar tanto y ser tan tiernamente amado?».

Por eso en aquella última entrevista, la reina se dejó llevar de una impresión semejante al remordimiento. Había querido conducir al rey a su habitación para estar un instante sola con él; pero cuando vio que era imposible, atrajo a su esposo junto a una ventana.

Allí, sin duda, trataba de arrodillarse a sus pies, para pedirle perdón en medio de lágrimas y sollozos. El rey lo comprendió todo, la detuvo, y sacando su testamento del bolsillo, la dijo:

—¡Leed esto, esposa amada!

Y con el dedo la mostraba el párrafo siguiente, que la reina leyó a media voz:

Ruego a mi esposa que me perdone todos los males que sufre por mí, y las penas que pueda haberla ocasionado durante el curso de nuestra unión, así como ella puede estar segura de que no la conservo rencor alguno, si ELLA CREYESE TENER ALGO DE QUÉ ARREPENTIRSE.

María Antonieta cogió las manos del rey y se las besó: había un perdón bien misericordioso en aquella frase: como ella puede estar segura de que no la conservo rencor alguno; y una delicadeza muy grande en las palabras: si ELLA CREYESE TENER ALGO DE QUÉ ARREPENTIRSE.

Así moriría tranquila aquella pobre Magdalena real; su amor al rey, por tardía que fuese, le valía la misericordia divina y humana, y se le concedía su perdón, no en voz baja y de una manera misteriosa, como una indulgencia de que el rey se avergonzase, sino en voz alta y públicamente.

¿Quién osaría reconvenir por algo a la que iba a presentarse a lo posteridad doblemente coronada con la aureola del martirio y el perdón de su esposo?

La reina lo pensaba así, y comprendió que desde aquel momento sería fuerte ante la historia; pero fue más débil ante aquel a quien amaba tan tarde, al reconocer que no le había amado bastante. No eran ya palabras las que se escapaban del pecho de la desgraciada mujer; eran sollozos, eran gritos entrecortados; decía que deseaba morir con su esposo, y que si le negaban esta gracia se dejaría morir de hambre.

Los municipales que contemplaban aquella escena de dolor a través de la puerta vidriera, no pudieron resistir y apartaron los ojos; después, como sin ver ya oían los gemidos aún, volvieron a ser hombres y derramaron abundantes lágrimas.

Las últimas despedidas duraron siete cuartos de hora.

Por último, a las diez y cuarto el rey se levantó el primero; entonces, esposa, hermana e hijos, se suspendieron de su cuello como los frutos de un árbol; el rey y la reina tenían cada cual cogido de una mano al delfín; la princesita, a la izquierda de su padre, le abrazaba por la cintura, y madame Isabel había cogido el brazo al rey. La reina, que tenía derecho a más consuelo, porque era la menos pura, había pasado el brazo alrededor del cuello de su esposo, y todo aquel triste grupo avanzaba con el mismo movimiento, dejando oír gemidos, sollozos y gritos, en medio de los cuales se oían estas palabras:

—Os volveremos a ver, ¿no es verdad?

—Sí… sí… estad tranquilos.

—¿Mañana por la mañana… a las ocho?

—Os lo prometo.

—Pero ¿por qué no a las siete? —preguntó la reina.

—Pues bien, sí, a las siete —contestó el rey— pero… ¡adiós, adiós!

Y pronunció estas palabras con una voz tan expresiva, que se adivinaba que temía que le faltara el valor.

Madame Royale no pudo resistir más; exhaló un suspiro y se dejó caer en el suelo: se había desmayado.

Isabel y Clery la recogieron.

El rey comprendió que a él era a quien tocaba mostrarse fuerte; arrancóse de los brazos de la reina y del delfín, y entró en su habitación gritando:

—¡Adiós, adiós!…

Y cerró la puerta tras sí.

La reina, fuera de sí, se apoyó en aquella puerta, sin atreverse a pedir al rey que la abriese, pero llorando, sollozando y golpeándola con su mano extendida.

El rey tuvo el valor de no salir.

Los municipales invitaron entonces a la reina a retirarse, repitiendo la seguridad de que podría ver al día siguiente a su esposo a las siete de la mañana.

Clery quería llevar a madame Royale, siempre desvanecida, hasta el cuarto de la reina; pero los municipales le detuvieron, obligándole a entrar.

El rey se había reunido con su confesor en el gabinete de la torrecilla, y le hacía referir cómo le habían conducido al Temple.

He aquí lo que el abate le contó:

Prevenido por el señor de Malesherbes, que le había dado una cita en casa de la señora de Senozan, de que el rey apelaría a él si era condenado a la pena de muerte, el abate Edgeworth, a riesgo del peligro que corría, fue a París, y conociendo la sentencia, pronunciada en la mañana del domingo, esperó en la calle de Bac.

A las cuatro de la tarde, un desconocido se había presentado en su casa, donde le entregó un billete concebido en estos términos:

«El consejo ejecutivo, debiendo comunicar un asunto de la más alta importancia al ciudadano Edgeworth de Firmont, invita a este a presentarse en la sala de sesiones».

El desconocido tenía orden de acompañar al sacerdote; en la puerta esperaba un coche.

El abate bajó y marchó con el desconocido.

El coche se detuvo en las Tullerías.

El abate encontró a los ministros en consejo, y al verle entrar se levantaron.

—¿Sois el abate Edgeworth de Firmont? —preguntó Garat.

—Sí —contestó el abate.

—Pues bien —continuó el ministro de Justicia—, habiéndonos manifestado Luis Capeto el deseo de veros a su lado en sus últimos momentos, hemos enviado a buscaros para saber si consentís en prestarle el servicio que reclama de vos.

—Puesto que el rey me ha designado —dijo el sacerdote— mi deber es obedecerle.

—En tal caso —replicó el ministro— vais a venir conmigo al Temple, adonde voy ahora mismo.

Ya hemos visto cómo este último, después de llenar las formalidades de costumbre, había llegado hasta el rey, cómo este fue llamado por su familia, y volvió después a reunirse con el abate, a quien pidió los detalles que acabamos de ver.

Terminado el relato, Luis XVI dijo al abate:

—Amigo mío, olvidemos todo ahora para pensar tan sólo en mi salvación.

—Señor —contestó el abate—, estoy dispuesto a serviros lo mejor que me sea posible, y espero que Dios suplirá mi poco mérito; pero ¿no os parece que sería para vos un gran consuelo oír misa y comulgar?

—Sin duda que sí —contestó el rey—, y creed que apreciaría semejante gracia en todo lo que vale. Pero ¿cómo exponeros hasta este punto?

—Esto me concierne, señor, y tengo empeño en probar a Vuestra Majestad que soy digno del honor que me ha hecho eligiéndome para su sostén. Que el rey me dé carta blanca, y respondo de todo.

—Id, pues, abate —dijo Luis XVI.

Y moviendo la cabeza, añadió:

—Id; pero no conseguiréis nada.

El abate se inclinó y salió, pidiendo que le condujeran a la sala del consejo.

—El que ha de morir mañana —dijo el abate a los comisarios—, desea oír misa antes y confesarse.

Los municipales se miraron con asombro; ni siquiera les había ocurrido la idea de que se pudiera hacer semejante petición.

—Y ¿dónde diablos —contestaron— encontramos un sacerdote y ornamentos de iglesia a estas horas?

—El sacerdote está encontrado ya, puesto que yo estoy aquí —contestó el abate—, y en cuanto a los ornamentos, en la iglesia más cercana los darán; no se trata más que de enviar a buscarlos.

Los municipales vacilaban.

—Pero ¿y si esto fuese un lazo? —dijo uno de ellos.

—¿Qué lazo? —preguntó el abate.

—Si bajo el pretexto de hacer comulgar al rey trataréis de envenenarle…

Él abate miró fijamente al que acababa de manifestar aquella duda.

—Escuchad —continuó el municipal— la historia nos ofrece bastantes ejemplos en este punto para inducirnos a ser prudentes.

—Caballero —dijo el abate—, me han registrado tan minuciosamente al entrar aquí, que deben estar seguros de que no he introducido ningún veneno; si le tengo mañana, de vos le habré recibido, puesto que nada puede llegar a mi mano sin haber pasado por las vuestras.

Se convocó a los individuos ausentes y se deliberó.

Se accedió a la demanda con dos condiciones: la primera se reducía a que el abate escribiese una petición y la firmara, y la segunda, que la ceremonia terminase a las siete de la mañana, a más tardar, porque a las ocho en punto el prisionero debía ser conducido al lugar de la ejecución.

El abate escribió su petición, dejóla en la mesa y fue conducido otra vez a la presencia del rey, a quien anunció la buena noticia de haberse concedido lo que se pedía.

Eran las diez; el abate estuvo encerrado con el rey hasta media noche.

A esta hora, el rey le dijo:

—Señor abate, estoy cansado y quisiera dormir; necesito fuerzas para mañana.

Después llamó dos veces:

—¡Clery, Clery!

El ayuda de cámara entró, desnudó al rey y quiso recogerle los cabellos; pero el rey le dijo con una sonrisa:

—No vale la pena.

Con esto se acostó, y como Clery corriera las cortinas del lecho, díjole:

—Me despertaréis a las cinco.

Apenas apoyó la cabeza sobre la almohada, el prisionero se durmió; tan poderosas eran en aquel hombre las necesidades materiales.

El abate se echó sobre el lecho de Clery, y este pasó la noche en una silla.

Clery dormía con un sueño lleno de terrores y de sobresaltos; así es que oyó dar las cinco.

Se levantó al punto y comenzó a encender el fuego.

Al ruido que hizo, el rey se despertó.

—¡Hola, Clery! —exclamó—. ¿Son ya las cinco?

—Señor —contestó el ayuda de cámara—, ya han dado en varios relojes; pero aún no son en el nuestro.

Y se acercó a la cama.

—He dormido bien —dijo el rey—, por cierto que lo necesitaba, pues el día de ayer me había cansado horriblemente. ¿Dónde está el abate?

—En mi cama, señor.

—¡En vuestra cama! Y ¿dónde habéis pasado la noche?

—En esa silla.

—Lo siento mucho… debéis haber estado muy mal.

—¡Oh!, señor —contestó Clery—, ¿podía yo pensar en mí en semejante momento?

—¡Ah, mi pobre Clery! —exclamó el rey.

Y le ofreció una mano, que el ayuda de cámara besó repetidas veces llorando.

Entonces, por última vez, el fiel servidor comenzó a vestir al rey: había preparado una casaca de color castaño, un calzón de paño gris, medias de seda del mismo color, y una chupa en forma de chaleco.

Vestido el rey, Clery le peinó.

Entretanto Luis XVI desprendió de su reloj un sello, el cual puso en el bolsillo de su casaca; luego dejó su reloj sobre la chimenea, y retirando de su dedo un anillo le guardó donde estaba el sello.

En el momento en que Clery le ponía la casaca, el rey sacó su cartera, su lente y su tabaquera, y puso estos objetos sobre la chimenea, juntamente con su bolsa. Todos estos preparativos se hacían delante de los municipales, que habían entrado en la habitación del rey apenas vieron en ella luz.

Las cinco y media dieron en aquel momento.

—Clery —dijo el rey—, despertad al señor abate.

Este ultimo, que estaba despierto ya y en pie, había oído la orden dada a Clery, y entró.

El rey le saludó con un ademán, rogándole que le siguiese a su gabinete.

Entonces Clery se apresuró a preparar el altar; era la cómoda de la habitación cubierta con un mantel. En cuanto a los ornamentos sacerdotales, se habían encontrado, como lo dijo el abate, en la primera iglesia donde se pidieron, que era la de los Capuchinos del Marais, junto al palacio de Soubise.

Dispuesto el altar, Clery dio aviso al rey.

—¿Podéis ayudar a misa? —le preguntó Luis.

—Espero que sí —contestó Clery—, pero no sé de memoria el responso.

Entonces el rey le dio un libro de misa, abriéndole por el Introito.

El abate estaba ya en la habitación de Clery, donde se vestía.

Enfrente del altar, el ayuda de cámara había colocado un sillón con un cojín delante; pero el rey mandó retirarle y fue él mismo a buscar uno más pequeño relleno de crin, del que solía servirse para recitar sus oraciones.

Apenas entró el sacerdote, los municipales, temiendo sin duda que les manchara el contacto de un hombre de iglesia, se retiraron a la antecámara.

Eran las seis, y se dio principio a la misa. El rey la oyó toda de rodillas y con el más profundo recogimiento. Después comulgó, y el abate, dejándole entregado a sus oraciones, pasó a la habitación inmediata para despojarse de los hábitos sacerdotales.

El rey aprovechó aquel momento para dar gracias a Clery y despedirse de él; después entró en su gabinete, donde el abate fue a reunirse con él.

Clery, sentándose sobre el lecho, comenzó a llorar.

A las siete le llamó el rey.

El mayordomo acudió presuroso.

Luis XVI le condujo hasta el alféizar de una ventana y le dijo:

—Entregaréis este sello a mi hijo y este anillo a mi esposa… ¡Decidles que los abandono con pesar!… En este paquetito están los cabellos de toda nuestra familia, y también lo entregaréis a la reina.

—Pero ¿no volveréis a verla, señor? —preguntó Clery.

El rey vaciló un instante, como si su corazón desfalleciese; pero después contestó resueltamente:

—No, no…; había prometido verlos esta mañana, ya lo sé; pero quiero evitarles el dolor de una situación tan cruel… Clery, si los veis, les diréis cuánto me ha costado marchar sin recibir sus últimos abrazos.

Al pronunciar estas palabras, enjugó sus lágrimas.

Después, con el más doloroso acento, añadió:

—Clery, les daréis mi última despedida, ¿no es verdad?

Y entró en su gabinete.

Los municipales habían visto al rey entregar a Clery los diferentes objetos que hemos dicho; uno de aquellos hombres los reclamó; pero el otro propuso que se dejara a Clery como depositario hasta que el consejo decidiera, y su proposición prevaleció.

Un cuarto de hora después, el rey salió otra vez de su gabinete.

Clery estaba a sus órdenes.

—Clery —le dijo—, preguntad si quieren dejarme unas tijeras.

Y volvió a entrar.

—¿Se pueden dejar al rey unas tijeras? —preguntó Clery a los municipales.

—¿Para qué?

—No lo sé, preguntádselo.

Uno de los municipales entró en el gabinete y encontró al rey de rodillas delante del abate.

—¿Habéis pedido unas tijeras? —dijo— ¿para qué las queréis?

—Para que Clery me corte los cabellos —contestó el rey.

El municipal bajó a la cámara del consejo.

Se deliberó media hora, y al cabo de este tiempo se rehusaron las tijeras.

El municipal volvió a subir.

—El consejo ha negado la peticón —dijo.

—Yo no hubiera tocado las tijeras —dijo el rey— y Clery me hubiera cortado los cabellos en vuestra presencia… Ved otra vez si se me concede esto, os lo ruego.

El municipal volvió a bajar al consejo y expuso de nuevo la petición del rey; mas el consejo persistía en su negativa.

El municipal se acercó entonces a Clery y le dijo:

—Creo que ya es tiempo de que te prepares para acompañar al rey al cadalso.

—¿Para qué, Dios mío? —preguntó Clery temblando.

—¡No! —dijo otro—, el verdugo es bastante bueno para eso.

El día comenzaba a despuntar; se oía tocar a generala en todas las secciones de París, y aquel ruido se repercutía hasta en la torre, helando la sangre en las venas del abate y de Clery.

Pero el rey, más tranquilo que ellos, prestó atento oído un instante, y dijo sin conmoverse:

—Probablemente es la guardia nacional que comienza a reunirse.

Poco tiempo después los destacamentos de caballería penetraron en el patio del Temple, oyéndose resonar los cascos de los caballos y las voces de los oficiales.

El rey escuchó de nuevo y con la misma calma.

—Aún no viene nadie —dijo.

Desde las siete a las ocho de la mañana fueron varias veces, y con diferentes pretextos, a llamar a la puerta del gabinete del rey, y cada vez el abate temblaba que fuese la última; pero Luis XVI se levantaba sin emoción alguna, dirigíase a la puerta, contestaba tranquilamente a las personas que iban a interrumpirle y volvía a sentarse junto a su confesor.

El abate no veía a las personas que llegaban; pero era fácil oír algunas de las palabras que decían. Una vez oyó a uno contestar al prisionero:

—¡Oh, oh!, todo esto era bueno cuando ocupabais el trono; pero ahora ya no sois rey.

Luis XVI volvió con el mismo rostro; pero dijo:

—Ved cómo me tratan, padre mío…; mas es necesario saber sufrir.

Llamaron de nuevo a la puerta, y el rey abrió; pero esta vez volvió diciendo:

—Esa gente cree ver puñales y venenos en todas partes, y es porque me conocen muy mal; matarme sería una debilidad, y se creería que no sé morir.

Por último, a las nueve, como el ruido aumentase, las puertas se abrieron con estrépito y Santerre entró acompañado de siete u ocho municipales, a los cuales alineó en dos filas.

A este movimiento, sin esperar a que se llamase a la puerta del gabinete, el rey salió.

—¿Venís a buscarme? —preguntó.

—Sí, señor.

—Dejadme un minuto.

Y volviendo a su cuarto cerró la puerta.

—Por esta vez —dijo arrodillándose a los pies del abate— todo ha concluido, padre mío. Dadme vuestra última bendición, y rogad a Dios que me sostenga hasta el fin.

Dada la bendición el rey se levantó, y abriendo la puerta del gabinete se adelantó hacia los municipales y los gendarmes, que estaban en medio de la alcoba.

Todos tenían el sombrero puesto.

—Mi sombrero —dijo el rey.

Clery se apresuró a obedecer, siempre llorando.

—¿Hay entre vosotros algún individuo de la municipalidad? —preguntó Luis XVI.

Y dirigiéndose a un municipal llamado Santiago Roux, sacerdote juramentado, le dijo:

—Creo que vos.

—¿Qué queréis? —contestó el municipal.

El rey sacó su testamento del bolsillo.

—Os ruego que entreguéis este papel a la reina… a mi esposa.

—No hemos venido aquí para encargarnos de tus comisiones —contestó Santiago—, sino para conducirte al cadalso.

El rey sufrió la injuria con la misma humildad con que la hubiera sufrido Jesucristo, y con la misma dulzura que el Hombre Dios, se volvió hacia otro municipal llamado Gobeau.

—¿Y vos, caballero —preguntó—, rehusaréis también?

Y como Gobeau vacilase, añadió:

—¡Oh!, es mi testamento, podéis leerlo; y hasta contiene algunas disposiciones que deseo sean conocidas de la municipalidad.

Gobeau tomó el papel.

Entonces, al ver que Clery temía —como el ayuda de cámara de Carlos I, que su amo tiritara de frío, y se creyera que era por el miedo— al ver, decimos, que su mayordomo le presentaba, no solamente el sombrero pedido, sino también la levita, le dijo:

—No, Clery; dadme solamente mi sombrero.

Clery lo hizo así; Luis XVI aprovechó aquella ocasión para estrechar por última vez la mano de su fiel servidor.

Y con ese tono de mando que tan rara vez usó en su vida, dijo:

—¡Marchemos, señores!

Estas fueron las últimas palabras que pronunció en su habitación.

En la escalera encontró al conserje de la torre, Mathay, a quien la antevíspera encontró sentado delante de su fuego, y a quien rogó con voz bastante brusca que dejara su sitio.

—Hathay —le dijo—, anteayer Os hablé con cierta viveza; espero que no me guardéis rencor.

Mathay le volvió la espalda sin contestar.

El rey atravesó el primer patio a pie, y al hacerlo se volvió dos o tres veces para decir adiós a su único amor, a su esposa; a su única amistad, a su hermana; y a su única alegría, a sus hijos.

En la entrada del patio esperaba un coche de plaza pintado de verde, con dos gendarmes que tenían la portezuela abierta; al acercarse el condenado, uno de ellos entró primero y sentóse en la banqueta de la delantera; el rey subió después e hizo una seña al abate Edgeworth para que tomara asiento a su lado, en el fondo; el segundo gendarme se colocó el último, cerrando la portezuela.

Dos rumores circularon entonces: el primero fue que uno de aquellos dos gendarmes era un sacerdote disfrazado; el segundo, que los dos habían recibido orden de asesinar al rey a la menor tentativa que se hiciera para llevársele. Ni uno ni otro de estos dos asertos se fundaba en ninguna cosa positiva.

A las nueve y cuarto, el cortejo se puso en marcha.

Digamos una palabra más sobre la reina, madame Isabel y los niños, a quienes el rey había saludado con la última mirada al marchar.

La víspera por la noche, después de la entrevista, dulce y terrible a la vez, la reina no había tenido apenas fuerza para desnudar y acostar al delfín; ella misma se había echado vestida en su lecho, y durante aquella larga noche de invierno, madame Isabel y la princesita la habían oído quejarse de frío y de dolor.

A las seis y cuarto, la puerta del primer piso estaba abierta y habían ido a buscar un libro de misa.

Desde aquel momento toda la familia se había preparado, creyendo, según la promesa hecha la víspera por el rey, que de un momento a otro se la permitiría bajar; pero el tiempo pasó sin que se recibiese aviso. La reina y la princesa, siempre en pie, oyeron los diversos rumores que no inquietaron al rey e hicieron estremecerse al ayuda de cámara y al confesor; oyeron el ruido de las puertas que se abrían y cerraban; los gritos del populacho que acogían la salida del rey, y por último, el ruido de los cañones y de los caballos, que disminuía cada vez más.

La reina se dejó caer sobre una silla murmurando:

—¡Ha marchado sin decirnos adiós!

Madame Isabel y la princesa se arrodillaron a sus pies.

De este modo todas las esperanzas se habían desvanecido una por una: primeramente se había esperado el destierro o la prisión, pero no hubo nada de esto; después se contó con el sobreseimiento, sin que esto se consiguiera tampoco, y al fin no se confió más que en algún golpe de mano intentado en el camino. ¡Si se defraudase esta esperanza también!

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamaba la reina.

Y en aquel último llamamiento a la Divinidad, la pobre mujer agotaba la poca fuerza que le había quedado…

El coche rodaba entre tanto y llegaba al bulevar.

Las calles estaban casi desiertas, las tiendas a medio cerrar, y no había nadie en las puertas ni en las ventanas.

Un decreto de la municipalidad prohibía a todo ciudadano que no formara parte de la milicia armada, atravesar las calles que desembocaban en el bulevar, ni asomarse a las ventanas al paso del cortejo.

Un cielo brumoso y un verdadero bosque de picas, en medio de las cuales brillaban raras bayonetas, no permitían ver bien; delante del coche iba la caballería, y precediendo a esta una multitud de tambores.

El rey hubiera querido hablar con su confesor, pero no podía a causa del ruido; el abate le prestó su breviario, y leyó.

En la puerta de San Dionisio levantó la cabeza, creyendo oír clamores particulares.

En efecto, una docena de jóvenes, precipitándose por la calle Beauregard, sable en mano, penetraron entre la multitud, gritando:

—¡A nosotros los que quieran salvar al rey!

Tres mil conjurados debían contestar a este llamamiento hecho por el barón de Batz, aventurero conspirador; dio valerosamente la señal, pero de los tres mil conjurados con que se contaba, tan sólo contestaron algunos. El barón de Batz y sus ocho o diez hijos perdidos de la monarquía, viendo que nada se podía hacer, aprovecháronse de la confusión producida por su tentativa y se perdieron en la red de calles inmediatas a la puerta de San Dionisio.

Este incidente había distraído al rey de sus oraciones; pero tuyo tan poca importancia que ni siquiera se detuvo el coche; cuando lo hizo al cabo de dos horas y diez minutos, había llegado al término de su carrera.

Apenas sintió el rey que el movimiento había cesado, se inclinó al oído del sacerdote y le dijo:

—Si no me engaño, ya estamos en el sitio, señor abate.

El sacerdote guardó silencio.

En aquel instante, uno de los tres hermanos Sansón, verdugo de París, abrió la portezuela.

Entonces el rey, poniendo la mano sobre la rodilla del abate Firmont, dijo con voz de amo:

—Señores, os recomiendo al señor abate; cuidad de que no se le haga ningún daño después de mi muerte; vosotros os encargaréis de velar.

Entretanto, los otros dos verdugos se habían acercado.

—Sí, sí —contestó uno de ellos—, ya nos cuidaremos; dejadnos hacer.

Los criados del verdugo le rodearon y quisieron despojarle de su casaca; pero él los rechazó desdeñosamente y comenzó a despojarse de ella.

Por un instante el rey quedó aislado en el círculo que acababa de formarse; arrojó su sombrero al suelo, se quitó la casaca y desató su corbata; pero entonces los verdugos se acercaron a él.

Uno de ellos llevaba una cuerda en la mano.

—¿Qué queréis? —le preguntó el rey.

—Ataros —contestó el que tenía la cuerda.

—¡Oh!, en cuanto a eso —exclamó el rey—, ¡no lo consentiré nunca, y por lo tanto, renunciad a ello… haced lo qué se os haya mandado; pero a mí no me ataréis, no, jamás! Los ejecutores levantaron la voz, y ya iba a empeñarse una lucha, cuerpo a cuerpo, a los ojos del público, haciendo perder al rey el mérito de seis meses de calma, de valor y de resignación, cuando uno de los hermanos Sansón, muy conmovido, pero condenado a ejecutar la terrible orden, se acercó y dijo con tono respetuoso:

Señor, con un pañuelo…

El rey miró a su confesor. El abate hizo un esfuerzo para hablar.

—Señor —dijo—, se hará una semejanza más entre Vuestra Majestad y el Dios que debe recompensaros.

El rey levantó los ojos al cielo con una suprema expresión de dolor.

—¡Seguramente —dijo— no se necesita menos que su ejemplo para que yo me someta a semejante afrenta!

Y volviéndose hacia los verdugos, extendió las manos con resignación.

—Haced lo que queráis —dijo—, apuraré la hiel hasta las heces.

Los escalones del cadalso eran altos y resbaladizos, y el rey los franqueó sostenido por el sacerdote. Durante un instante, el abate, sintiendo el peso en su brazo, temió alguna debilidad en el postrer momento; pero llegado al último escalón, Luis XVI se escapó, por decirlo así, de manos de su confesor, como el alma se iba a escapar de su cuerpo, y corrió hasta la otra extremidad de la plataforma.

Estaba muy colorado, y nunca se había visto en él tanta viveza y animación.

Los tambores redoblaban, y los impuso silencio con una mirada.

Después, con voz robusta, pronunció las palabras siguientes:

—¡Muero inocente de todos los crímenes que se me imputan; perdono a los autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no recaiga jamás sobre Francia!…

—¡Tocad los tambores! —gritó una voz que durante largo tiempo se creyó ser la de Santerre, y que no era otra sino la del señor de Beaufranchet, conde de Oyat, hijo bastardo de Luis XV y de la cortesana Morfisa, era tío natural del condenado.

Los tambores redoblaron.

El rey golpeó el suelo con el pie.

—¡Callad! —gritó el rey con un acento terrible—, ¡aún tengo que hablar!

Pero los tambores siguieron redoblando.

—¡Cumplid vuestro deber! —gritaban los hombres de las picas dirigiéndose a los ejecutores.

Estos últimos se arrojaron sobre el rey, que con pasos lentos se dirigió hacia la cuchilla, mirando aquel hierro cortado en bisel, del que él mismo había dado el dibujo un año antes.

Después su mirada se fijó en el sacerdote que oraba de rodillas en el borde del cadalso.

Luego se produjo un movimiento confuso detrás de los dos postes de la guillotina: la báscula funcionó, la cabeza del condenado apareció en la siniestra ventanilla, un relámpago brilló, oyóse un golpe seco, y ya no se vio más que un chorro de sangre.

Entonces uno de los ejecutores, recogiendo la cabeza la mostró al pueblo, regando con la sangre real los bordes del cadalso.

Al ver esto, los hombres de las picas profirieron gritos de alegría, y precipitándose sobre el tablado humedecieron en aquella sangre, los unos sus picas, los otros sus sables, y sus pañuelos los que los tenían, lanzando después el grito de «¡Viva la República!».

Pero por primera vez, aquel ruidoso grito que había hecho estremecer de alegría los pueblos, se extinguió sin eco. ¡La República tenía en la frente una de esas manchas fatales que no se borran jamás!; acababa de cometer, como lo dijo más tarde un gran diplomático, más bien que un crimen, una grave falta.

En París hubo un inmenso sentimiento de estupor, que en algunas personas llegó a la desesperación: una mujer se arrojó al Sena, un peluquero se degolló, un librero se volvió loco, y un antiguo oficial murió por efecto de la angustiosa impresión que la noticia le produjo.

En fin, al abrirse la sesión de la Convención, el presidente abrió una carta, cuyo autor era un hombre que pedía que el cuerpo de Luis XVI le fuese entregado para enterrarlo junto a su padre.

Sepamos ahora lo que se hizo con aquel cuerpo y aquella cabeza separados por la guillotina.

No conocemos relato más terrible que el texto mismo de la sumaria de inhumación: hela aquí tal como se redactó el mismo día:

Sumaria de la inhumación de Luis Capeto:

El 21 de enero de 1793 del año II de la República francesa, nos, los abajo firmados, administradores del departamento de París, encargados del poder por el consejo general del departamento, en virtud de los decretos del consejo ejecutivo provisional de la República francesa, nos hemos trasladado, a las nueve de la mañana, a la casa del ciudadano Ricave, cura de Santa Magdalena, y habiéndole encontrado le preguntamos si había atendido a la ejecución de las medidas que se le recomendaron la víspera, por el consejo ejecutivo y por el departamento, para la inhumación de Luis Capeto. Nos contestó que había ejecutado, punto por punto, las órdenes recibidas del consejo ejecutivo y del departamento, y que todo estaba preparado.

Desde allí, seguidos de los ciudadanos Renard y Damoreau, ambos vicarios de la parroquia de Santa Magdalena, encargados por el ciudadano cura de proceder a la inhumación de Luis Capeto, nos dirigimos al lugar del cementerio de dicha parroquia, situado en la calle de Anjou Saint-Honoré, donde hemos reconocido la ejecución de las órdenes dadas por nosotros la víspera al ciudadano cura, en virtud de la comisión que habíamos recibido del consejo general del departamento.

Poco después fue depositado en el cementerio a presencia nuestra, por un destacamento de gendarmería de a pie, el cadáver de Luis Capeto, que hemos reconocido entero en todos sus miembros, estamos la cabeza separada del tronco; hemos notado que los cabellos de la nuca estaban cortados, y que el cadáver no tenía corbata, ni casaca, ni zapatos; por lo demás, conservaba la camisa, una chupa en forma de chaleco, un calzón de paño gris y medias del mismo color.

Así vestido ha sido depositado en un ataúd que se bajó a la fosa, cubriéndole inmediatamente. Y todo se dispuso y ejecutó conforme a las órdenes dadas por el consejo ejecutivo provisional de la República francesa, lo cual firmamos con los ciudadanos Ricave, Renard y Damoreau, cura y vicario de Santa Magdalena.

LEBLANC, administrador del departamento.

DUBOIS, administrador del departamento.

DAMOREAU, RICAVE, RENARD.

Así murió, el 21 de enero de 1793, y fue inhumado el rey Luis XVI.

Tenía treinta y nueve años, cinco meses y tres días; había reinado dieciocho, y estuvo prisionero cinco meses y ocho días.

¡Sus últimos deseos no se cumplieron, y su sangre ha recaído, no solamente sobre Francia, sino sobre la Europa entera!