Capítulo CLXXIX

Llegó el 26, y halló al rey preparado a todo, hasta a la muerte.

Había hecho su testamento el día antes y temía, no se sabe por qué motivo, que le asesinasen al ir a la Convención.

La reina sabía ya, gracias a Clery, que esta segunda comparecencia debía tener lugar, y el movimiento de tropas y el ruido de los tambores no la asustaron, conociendo ya la causa que los originaba.

El rey partió a las diez, bajo la vigilancia de Chambón y de Santerre.

Llegado a la Convención, tuvo que esperar una hora; el pueblo se vengaba de haber hecho antecámara quinientos años en el Louvre, en las Tullerías y en Versalles.

En aquel momento tenía lugar una discusión, a la cual no podía asistir el rey; este había entregado el 12 a Clery una llave, que fue cogida en manos del ayuda de cámara; la habían probado en el armario de hierro y la llave funcionaba perfectamente.

Presentada a Luis XVI, había dicho:

—No la reconozco.

Según toda probabilidad, el rey la había forjado.

En esta clase de detalles fue donde el rey careció de grandeza.

Terminada la discusión, el presidente anunció a la Asamblea que el acusado y sus defensores, estaban dispuestos a comparecer ante sus jueces.

El rey entró acompañado de Malesherbes, Tronchet y Deseze.

—Luis —dijo el presidente—, la Convención ha decidido que se os oiga hoy.

—Mi abogado va a leer mi defensa —contestó el exrey.

La Asamblea entera guardo un profundo silencio, comprendiendo que bien podría dedicar algunas horas a aquel rey cuya corona había sido rota, a aquel hombre a quien iban a condenar a muerte.

Acaso también aquella Asamblea, algunos de cuyos individuos habían dado pruebas de un talento superior, esperaba resultase alguna discusión grave y acalorada. Próxima a caer en su sangriento sepulcro, envuelta ya quizá en su blanco sudario, tal vez la monarquía iba a levantarse de repente, a reaparecer con la majestad de los muertos, y a pronunciar algunas de esas palabras que la historia registra y los siglos repiten.

No fue así en verdad; el discurso del abogado Deseze fue un simple discurso de abogado.

Y sin embargo, era una causa de brillante defensa la de aquel heredero de tantos reyes, a quien la fatalidad conducía ante su pueblo.

Parécenos que en semejante ocasión, si hubiésemos tenido el honor de ser el señor Deseze, no habríamos hablado en nombre de este.

Tocaba tomar la palabra a San Luis y a Enrique IV; a esos dos grandes jefes de raza correspondía lavar a Luis XVI de las debilidades de Luis XIII, de las prodigalidades de Luis XIV y de los desórdenes de Luis XV. Todo menos eso.

Deseze fue egoísta cuando debía ser conmovedor. No se trataba de ser conciso, sino poético; era menester dirigirse al corazón, no a la cabeza; conmover, afectar, enternecer, no convencer.

Mas terminado ese descolorido discurso, Luis XVI iba a tomar la palabra, y puesto que había consentido en defenderse, iba a hacerlo como rey, digna, grande y noblemente.

«Señores —dijo—, acaban de presentaros mis descargos, y no los reproduciré; como probablemente os hablo por última vez, os declaro que mi conciencia nada me arguye, y que mis defensores os han dicho la verdad.

»Jamás he temido que mi conducta fuese examinada públicamente; pero mi corazón se lacera al ver en el acta de acusación el cargo de haber querido yo derramar la sangre del pueblo, y sobre todo, el que me atribuyan las desgracias del 10 de agosto.

»Confieso que las multiplicadas pruebas que he dado en todo tiempo de mi amor al pueblo y la manera con que me he conducido, me parecían suficientes para probar que temía poco exponerme por economizar su sangre, y alejar para siempre de mi semejante imputación».

¿Comprendéis que el sucesor de sesenta reyes, el nieto de San Luis, de Enrique IV y de Luis XIV, no tenga otra cosa que contestar a sus acusadores?

Cuanto más injusta era esa acusación, señor, más y más elocuente debía haceros vuestra indignación. ¿Por qué no dejar, señor, algo a la posteridad, aunque no fuese más que una maldición sublime, lanzada a la cabeza de vuestros verdugos?

La Convención admirada, preguntó:

—¿No tenéis otra cosa que añadir a vuestra defensa?

—No —contestó el rey.

—Podéis retiraros.

Luis XVI se retiró.

Fue conducido a una de las salas adyacentes a la de la Asamblea. Allí el rey estrechó entre sus brazos al señor Deseze, y como este se hallase cubierto de sudor, más por emoción que por fatiga, Luis XVI le instó vivamente a mudarse y calentó él mismo la camisa del abogado.

Eran las cinco cuando entraba de vuelta en el Temple.

Una hora después los tres defensores fueron introducidos en el cuarto del rey, en el momento en que este se levantaba de la mesa.

Les invitó a que refrescasen, y sólo el señor Deseze aceptó.

Mientras que este comía, el rey se volvió hacia el señor de Malesherbes.

—Ahora veis —le dijo— que desde el primer momento no me he equivocado, y que mi sentencia estaba pronunciada aun antes de escucharme.

—Señor —contestó Malesherbes—, al salir de la Asamblea me he visto rodeado por una multitud de personas que me han asegurado que no moriréis, o al menos que no sucederá así hasta después que ellos y sus amigos hayan muerto.

—¿Los conocéis, caballero? —preguntó con viveza el rey.

—No los conozco personalmente, pero sí de vista.

—Pues bien, id y tratad de reunir algunos; decidles que nunca me perdonaría el que se derramase por mí una sola gota de sangre. No quise que se derramara cuando esa sangre hubiera quizá salvado mi trono y mi vida; con mayor razón no lo querré hoy, cuando he hecho el sacrificio de lo uno y de la otra.

El señor de Malesherbes dejó al rey, en efecto muy temprano, para obedecer la orden que había recibido.

Llegó el 1 de enero de 1793.

Preso, incomunicado, Luis XVI sólo tenía un servidor junto a sí.

Pensaba tristemente en aquel aislamiento, cuando Clery se acercó a su lecho.

—Señor —le dijo en voz baja—, pido a Vuestra Majestad permiso para presentarle mis más ardientes votos por el término de vuestras desgracias.

—Los acepto, Clery —contestó el rey alargándole su mano.

Clery la tomó, besóla cubriéndola de lágrimas, y después ayudó a su amo a vestirse.

Los municipales entraron en aquel momento.

El rey pareció buscar entre ellos aquel cuyo aspecto revelase un poco de compasión, y se acercó a él.

—¿Queréis hacerme un gran favor? —le dijo.

—¿Cuál? —preguntó aquel hombre.

—Id, os lo ruego, a pedir de mi parte noticias de mi familia, y presentadles mis felicitaciones por el año nuevo.

—Voy —contestó el municipal visiblemente enternecido.

—Gracias —repuso el rey—, y Dios os recompense lo que hacéis por mí.

—¿Por qué no pide el preso que se le permita ver a su familia? —exclamó otro concejal dirigiéndose a Clery—; ahora que los interrogatorios han concluido, estoy seguro de que no habrá ninguna dificultad.

—¿A quién es necesario dirigirse para eso? —preguntó Clery.

—A la Convención.

Un instante después volvió el concejal que había ido a la habitación de la reina.

—Vuestra familia agradece vuestras felicitaciones y os dirige las suyas.

El rey sonrió con tristeza.

—¡Qué día de año nuevo! —dijo.

Aquella noche, Clery participó al rey lo que el municipal le había dicho acerca de la posibilidad de ver a su familia.

El rey reflexionó un momento y pareció titubear; por último dijo:

—No, dentro de algunos días no me negarán ese consuelo; esperemos.

La religión católica tiene esas terribles penas del corazón que impone a sus elegidos.

La sentencia debía ser pronunciada el 16.

El señor de Malesherbes permaneció largo tiempo con el rey durante la mañana, y hacia el mediodía salió, diciendo que volvería para darle cuenta del llamamiento nominal cuando este hubiera terminado.

A la votación se debían someter tres preguntas, espantosamente sencillas:

1.ª ¿Es culpable Luis?

2.ª ¿Se apelará del juicio de la Convención al juicio del pueblo?

3.ª ¿Cuál será la pena?

Era preciso además, para que el porvenir viera bien que si no se votaba sin odio, por lo menos se votaba sin temor, era preciso que la votación fuese pública.

Un girondino llamado Birotteau, pidió que cada cual subiese a la tribuna para emitir en alta voz su juicio.

Un montañés, Leonardo Bourdon, fue más lejos, e hizo decretar que se firmaran los votos.

Por último, un hombre de la derecha, Rouyer, pidió que en las listas se hiciera mención de los ausentes por el desempeño de comisiones, y que los ausentes sin motivo fueran censurados, enviándose sus nombres a los departamentos.

Entonces comenzó aquella larga y terrible sesión que debía durar setenta y dos horas.

La sala presentaba un aspecto singular, poco en armonía con lo que iba a suceder en ella.

Lo que iba a suceder era triste, sombrío, lúgubre, y el aspecto de la sala no daba ninguna idea del drama.

El fondo se había transformado en palcos, y las más lindas mujeres de París los ocupaban, con sus trajes de invierno adornados de pieles y terciopelos; allí comían naranjas y tomaban helados.

Los hombres iban a saludarlas, hablaban con ellas, volvían a ocupar sus sitios y hacían señas; hubiérase dicho que se estaba en un teatro de Italia.

El lado de la montaña se hacía notar por su elegancia; allí estaban los millonarios: el duque de Orleáns, Lepelletier de Saint-Fargeau, Herault de Sechelles, Anacarsis Cootz y el marqués Chateauneuf. Todos estos señores tenían tribunas reservadas para sus queridas, las cuales iban llegando adornadas de cintas tricolor, con invitaciones particulares o recomendaciones para los ujieres, que hacían las veces de acomodadores de palcos.

Las altas tribunas, abiertas para el pueblo, no se desocuparon durante los tres días; allí se bebía como en las tabernas, se comía como en las fondas y se peroraba como en los clubs.

A la primera pregunta: ¿Es culpable Luis?, seiscientas ochenta y tres voces contestaron: .

A la segunda pregunta: ¿Se someterá el acuerdo de la Convención a la ratificación del pueblo?, doscientas ochenta y una voz optaron por el llamamiento al pueblo, y cuatrocientas en contra.

Después vino la tercera pregunta, la pregunta grave y suprema: ¿Cuál será la pena?

Cuando se llegó a esto eran las ocho de la noche del tercer día, día de enero, triste, lluvioso y frío; todos estaban ya aburridos, impacientes y cansados; la fuerza humana, así en los actores como en los espectadores, sucumbía a cuarenta y cinco horas de permanencia.

Cada diputado subía a su vez a la tribuna y pronunciaba una de estas condenas: la prisión, el destierro o la muerte, con llamamiento al pueblo.

Se habían prohibido todas las señales de aprobación o reprobación; pero cuando las tribunas populares oían otra cosa que no fuera estas dos palabras: La muerte, murmuraban.

Sin embargo, una vez estas dos palabras fueron oídas y se recibieron con murmullos, fueras y silbidos, en el momento en que Felipe Igualdad subió a la tribuna y dijo:

—Únicamente ocupado de mi deber, y convencido de que todos aquellos que han atentado o que atenten contra la soberanía del pueblo merecen la muerte, voto por esta última.

En medio de aquel acto terrible, un diputado enfermo llamado Duchatel, quiso que le llevaran a la Convención, con su gorro de dormir y con su bata; iba a votar por el destierro, y se recibió su voto porque tendía a la indulgencia.

Era Vergniaud, presidente el 10 de agosto, y que aún lo era el 19 de enero; después de abogar por la destitución, iba a proclamar la muerte.

«Ciudadanos —dijo—, acabáis de ejercer un gran acto de justicia. Espero que la humanidad os inducirá a conservar el más religioso silencio; cuando la justicia ha hablado, la humanidad debe dejarse oír a su vez».

Y leyó el resultado del escrutinio.

De los setecientos veintiún votantes, trescientos treinta y cuatro habían optado por el destierro o la prisión, y trescientos ochenta y siete por la muerte, los unos con aplazamiento y los otros sin él.

Quedaban por lo tanto, para la muerte cincuenta y tres sufragios más que para el destierro.

Pero descartando de estos los cuarenta y seis que votaban por la muerte con aplazamiento, quedaban en totalidad para la muerte inmediata una mayoría de siete sufragios.

«Ciudadanos —dijo Vergniaud con el acento de un dolor profundo—, declaro en nombre de la Convención, que la pena pronunciada contra Luis Capeto es la muerte».

En la noche del sábado 19, fue cuando se votó la muerte; pero Vergniaud no pronunció la sentencia hasta el domingo 20, a las tres de la madrugada.

Entretanto, Luis XVI, privado de toda comunicación con el exterior, no ignoraba que su suerte se decidía, y solo, lejos de su mujer y de sus hijos —que había rehusado ver con el objeto de mortificar a su alma, como un monje pecador mortifica sus carnes—, confiaba con la mayor indiferencia, por lo menos al parecer, entre las manos de Dios su vida y su muerte.

En la mañana del domingo 20 de enero, a las seis, el señor de Malesherbes entró en la habitación de Luis XVI, que se había levantado ya; estaba vuelto de espaldas, con una lámpara colocada sobre la chimenea, apoyados los codos sobre una mesa y el rostro cubierto con ambas manos. El ruido que su defensor hizo al entrar interrumpió su meditación.

—Y bien, ¿qué hay? —preguntó al verle.

El señor de Malesherbes no se atrevió a contestar; mas el prisionero pudo comprender, por la triste expresión de su rostro, que todo había concluido.

—¡La muerte —exclamó—, seguro estaba de ello!

Y abriendo los brazos, estrechó al señor de Malesherbes contra su pecho, con lágrimas en los ojos.

Después le dijo:

—Caballero, desde hace dos días me ocupo en buscar si en el transcurso de mi reinado he podido merecer de mis súbditos la más ligera queja; y os juro con toda la sinceridad de mi corazón, como hombre que está a punto de comparecer ante Dios, que siempre he deseado la felicidad de mi pueblo, sin sentir nunca el menor deseo que le fuese contrario.

Todo esto pasaba delante de Clery, que lloraba a lágrima viva; el rey, compadecido de aquel dolor, condujo al señor de Malesherbes a su gabinete, donde estuvo encerrado con él cerca de una hora; después salió, abrazó una vez más a su defensor y suplicóle que volviera por la noche.

—Ese buen anciano me ha conmovido vivamente —dijo a Clery al entrar en su aposento—, pero ¿qué tenéis vos?

Esta pregunta fue motivada por un temblor que se había apoderado de Clery desde que el señor Malesherbes, a quien recibió en la antecámara, le había dicho que el rey estaba condenado a muerte.

Entonces Clery, queriendo disimular cuanto fuese posible el estado de ánimo en que se hallaba, preparó cuantos artefactos necesitaba su infortunado señor para afeitarse.

Luis XVI se frotó con jabón él mismo, y Clery permaneció en pie y a su lado con la jofaina entre las dos manos.

De improviso, una mortal palidez se extendió por las mejillas del rey, y, sus labios y orejas blanquearon. Clery, temiendo una indisposición, dejó la jofaina y se preparó a sostenerle; pero el rey le cogió ambas manos diciendo:

—¡Vamos, vamos, valor, mi pobre Clery, hay que tener valor!

Y se afeitó con tranquilidad.

A eso de las dos, el consejo ejecutivo se presentó para notificar el juicio al prisionero.

A la cabeza iban Garat, ministro de Justicia, Lebrun, ministro de Negocios extranjeros, Grouvelle, secretario del consejo, el presidente y el procurador general síndico del Departamento, el alcalde y el procurador del Municipio, el presidente y el acusador público del tribunal criminal.

Santerre iba delante de todos.

—Anunciad al consejo ejecutivo —dijo a Clery.

Este se disponía a obedecer; pero el rey, que había oído un gran rumor, le evitó la molestia; la puerta se abrió y se le vio en el corredor.

Entonces Garat, con el sombrero puesto, tomó la palabra y dijo:

—Luis, la Convención nacional ha encargado al consejo ejecutivo provisional daros cuenta de los decretos de los días 15, 16, 17, 19 y 20 de enero; el secretario del consejo os dará lectura.

Entonces Grauvelle desarrolló el papel y leyó con voz temblorosa:

ARTÍCULO PRIMERO

La Convención nacional declara a Luis Capeto, último rey de los franceses, culpable de conspiración contra la libertad de la nación, y de atentado contra la seguridad general del Estado.

ARTÍCULO SEGUNDO

La Convención nacional decreta que Luis Capeto sufra la pena de muerte.

ARTÍCULO TERCERO

La Convención nacional declara nula el acta de Luis Capeto, presentada por sus abogados al tribunal, y califica de apelación a la nación la sentencia contra él pronunciada por la Convención nacional.

ARTÍCULO CUARTO

El consejo ejecutivo provisional notificará a Luis Capeto el presente decreto dentro del día, adoptando las medidas de seguridad necesarias para asegurar la ejecución en el término de veinticuatro horas, a contar desde el momento en que se notifique la sentencia, y dará cuenta de todo a la Convención nacional inmediatamente después de haberse ejecutado.

Durante esta lectura, el rostro del rey se conservó completamente sereno; pero su fisonomía reveló dos sentimientos del todo distintos: al oír las palabras culpable de conspiración, una sonrisa desdeñosa entreabrió sus labios, y cuando oyó decir: sufrirá la pena de muerte, elevó al cielo una mirada que parecía poner al condenado en comunicación con Dios.

Terminada la lectura, el rey dio un paso hacia Grouvelle, tomó el decreto de sus manos, lo dobló, guardóle en su cartera, y sacando otro papel le presentó al ministro Garat, diciéndole:

—Señor ministro de Justicia, os ruego que entreguéis esta carta inmediatamente a la Convención nacional.

Y como el ministro vacilase al parecer, añadió:

—Voy a daros lectura yo mismo.

Y leyó la carta siguiente, con una voz que contrastaba con la de Grouvelle:

Pido un plazo de tres días para prepararme ante Dios, y para esto solicito la autorización para ver libremente a la persona que indicaré a los comisarios de la municipalidad, debiendo esta persona estar al abrigo de todo temor y de toda inquietud en el acto de caridad que ejercerá conmigo.

Pido que se me libre de la vigilancia perpetua que el consejo general me ha impuesto desde hace algunos días.

Pido que en este intervalo se me permita ver a mi familia cuando yo lo pida y sin testigos; y también desearía que la Convención nacional se ocupe desde luego de la suerte de aquella, concediéndola que se retire libremente a donde lo juzgue oportuno.

Recomiendo a la beneficencia de la nación a todas las personas que me eran fieles: se cuentan muchas que habían empleado toda su fortuna en mi favor, y que, no teniendo más recursos, deben estar ahora en la necesidad; entre ellas había muchos ancianos, mujeres y niños que no tenían otra cosa para vivir.

Hecho en la torre del Temple el 20 de enero de 1793.

LUIS.

Garat tomó la carta.

—Caballero —dijo— se entregará ahora mismo a la Convención.

Entonces el rey abrió de nuevo su cartera, y sacando un pedacito de papel cuadrado, añadió:

—Si la Convención accede a mi demanda respecto a la persona que deseo ver, he aquí sus señas.

El papel tenía, en efecto, las siguientes, escritas de puño y letra de madame Isabel:

«Señor Edgeworth de Firmont, calle de Bac, número 483».

Después, no teniendo ya nada que decir ni oír, el rey retrocedió un paso, como en el tiempo en que, al dar audiencia, indicaba con este movimiento que había terminado.

Los ministros y cuantos les acompañaban salieron.

—Clery —dijo el rey a su ayuda de cámara, que se había apoyado en la pared porque las piernas le flaqueaban—, Clery pide mi comida.

Clery pasó al comedor para cumplir la orden de su amo, y allí encontró a dos municipales que le leyeron un decreto por el cual se prohibía al rey servirse de cuchillos ni de tenedores; solamente se debía confiar uno de aquellos a Clery para cortar el pan y la carne a su amo en presencia de los dos comisarios.

El decreto fue repetido al rey, por haberse negado Clery a dar conocimiento de aquella medida a su amo.

El rey partió su pan con los dedos y cortó su carne con la cuchara; contra su costumbre, comió poco, así es que concluyó en algunos minutos.

A las seis se anunció al ministro de Justicia.

El rey se levantó para recibirle.

—Caballero —dijo Garat—, he llevado vuestra carta a la Convención, y me ha encargado que os notifique la siguiente respuesta:

Luis será libre de llamar al ministro del culto que juzgue conveniente, y de ver a su familia en libertad y sin testigos.

La nación, siempre grande y justa, se ocupará de la suerte de su familia.

Se concederán a los acreedores de su casa justas indemnizaciones.

La Convención nacional ha pasado a la orden del día en cuanto al aplazamiento.

El rey movió la cabeza y el ministro se retiró.

—Ciudadano ministro —preguntaron a Garat los municipales de servicio—, ¿cómo podrá ver Luis a su familia?

—Pues en particular —contestó Garat.

—¡Imposible! Por decreto de la Municipalidad, no debemos perderle de vista ni de día ni de noche.

En efecto; la cosa era bastante difícil, pero se concilió todo decidiendo que el rey viese a su familia en el comedor, de modo que se le pudiera ver por los vidrios del tabique, pero que se cerraría la puerta a fin de que no se oyera.

Entretanto, el rey decía a Clery:

—Ved si el ministro de Justicia está ahí todavía, y llamadle.

Al cabo de un instante, el ministro entró.

—Caballero —dijo el rey— se me ha olvidado preguntaros si se había encontrado en su casa al señor Edgeworth de Firmont, y cuándo podré verle.

—Ha venido en mi coche conmigo —contestó Garat—, está en la sala del consejo, y ahora subirá.

En efecto; en el instante en que el ministro de Justicia pronunciaba estas palabras, el señor Edgeworth de Firmont aparecía en el umbral de la puerta.