Capítulo CLXXVIII

El primer deseo del rey, luego que llegó, fue que le permitiesen ver a su familia.

Le contestaron que no tenían órdenes sobre este particular.

Entonces comprendió que, como reo de muerte, estaba incomunicado.

—Haced saber al menos a mi familia que he vuelto —dijo.

Y sin preocuparse de los cuatro concejales que le rodeaban, se puso a leer como de costumbre.

El rey abrigaba todavía una esperanza: que a la hora de cenar vería a su familia.

¡Esperanza vana!

—Mi hijo, al menos, pasará la noche en mi cuarto, pues veo aquí los objetos de su pertenencia —dijo a los municipales.

¡Ah!, el pobre preso no tenía respecto a su hijo la certidumbre que aparentaba.

Su pregunta obtuvo igual contestación que las anteriores, el silencio.

—Bien, acostémonos —dijo el rey entonces.

Clery desnudó a su amo, según costumbre, y entretanto, el rey le dijo:

—¡Ah! Clery, no esperaba yo las preguntas que me han hecho, estaba muy lejos de ello.

Y, en efecto, casi todas eran relativas al armario de hierro, y Luis XVI estaba muy lejos de pensar que lo hubiesen descubierto; ignoraba la traición de Gamain.

Se acostó e inmediatamente se quedó dormido, con esa tranquilidad que en ciertas ocasiones se asemeja al letargo.

No sucedía así con los otros prisioneros; aquella absoluta incomunicación tenía para ellos un significado espantoso, era la incomunicación de los sentenciados.

El delfín tenía su cama y todo cuanto pertenecía a su uso en el cuarto de su padre. La reina lo acostó en su propio lecho, y pasó la noche viéndolo dormir, en pie y a su cabecera.

Su dolor era concentrado, mudo; su posición, su inmovilidad, la de la estatua de una madre junto a la tumba de su hijo, y por eso madame Isabel y la princesita decidieron pasar la noche sentadas en dos sillas, cerca de la reina; pero los municipales intervinieron y obligaron a las dos princesas a acostarse.

Al día siguiente, la reina suplicó por primera vez.

Pidió dos cosas: ver al rey, y recibir los diarios, a fin de estar al corriente del proceso.

De ambas peticiones se dio cuenta al consejo.

La una fue negada, la de los diarios; la otra sólo fue otorgada a medias.

La reina no podía volver a ver a su esposo, ni la hermana a su hermano; los hijos podían ver a su padre, pero a condición de no reunirse más con su madre ni con su tía.

Este ultimátum fue comunicado al rey.

Reflexionó un instante, y con su acostumbrada resignación, dijo:

—No, la felicidad que inundaría mi corazón al ver a mis hijos sería muy grande, pero renunciaré a ella; el asunto importante que me ocupa me impedirá consagrarles el tiempo que han de menester… Se quedarán con su madre.

En su consecuencia, subieron la cama y demás objetos del delfín al cuarto de su madre, la cual no se separó de él hasta el momento de ir a escuchar su sentencia en el tribunal revolucionario, como el rey fue a oír la suya en la Convención.

Era necesario, pues, pensar en los medios de comunicarse, a pesar de la prohibición impuesta.

Clery se encargó de organizar la correspondencia, auxiliándole un tal Turgy, que estaba al servicio de las princesas.

Turgy y Clery se encontraban a menudo en el ejercicio de sus funciones; pero la vigilancia de los municipales hacía difícil que pudiesen hablar: «El rey está bueno; la reina, las princesas y el príncipe, siguen sin novedad». He aquí cuanto podían decirse.

Un día, sin embargo, Turgy entregó un billete a Clery.

Madame Isabel me lo ha dado dentro de la servilleta —dijo.

Clery corrió a ponerlo en manos del rey. Las letras estaban trazadas con picaduras de alfileres; hacía mucho tiempo ya que las princesas no tenían plumas, tinta ni papel. Su contenido era el siguiente:

«Estamos buenos, hermano mío. Escríbenos».

El rey contestó, porque desde que había comenzado el proceso volvieron a permitirle recado de escribir.

Pero entregó la carta abierta a Clery.

—Leed, mi querido Clery —le dijo— y veréis que este billete no contiene cosa alguna que pueda comprometeros.

Clery se negó respetuosamente a leer, y besó ruborizado la mano del rey.

Diez minutos después, Turgy recibía la respuesta.

En aquel mismo día, Turgy, al pasar por delante del cuarto de Clery, hizo rodar por entre la abertura de la puerta, hasta debajo de la cama, un ovillo de hilo. En el centro de él se hallaba un segundo billete de madame Isabel.

Esto era indicar un medio de correspondencia.

Clery devanó nuevamente el hilo en otro billete del rey, y colocó el ovillo en el armario en que estaba el servicio de mesa.

Turgy lo tomaba del armario y lo volvía a colocar en él con la contestación. Cada vez que el ayuda de cámara daba a su amo una nueva prueba de fidelidad, el rey movía la cabeza, diciéndole:

—Cuidado, amigos míos, cuidado; os exponéis…

El medio era, en efecto, harto aventurado, y Clery buscó otro.

Los comisarios entregaban las bujías empaquetadas, Clery guardó cuidadosamente los bramantes con que venían atados los paquetes; y cuando reunió un número suficiente, anunció al rey el nuevo medio de hacer más activa la correspondencia; este medio era hacer llegar aquellos bramantes a manos de madame Isabel; la princesa, cuya habitación se hallaba encima de la de Clery, tenía una ventana que correspondía verticalmente a la de un pasadizo contiguo al cuarto de este; durante la noche podría atar sus cartas al bramante, y recibir del mismo modo las del rey. Una pantalla vuelta ocultaba cada ventana, impidiendo que las cartas cayesen al jardín.

También se podía de esta manera hacer llegar a las princesas pluma, papel y tinta, y esto las ahorraría de escribir picando con alfileres.

Los presos, pues, pudieron saber así más fácilmente unos de otros.

Por lo demás, la situación del rey había empeorado desde que compareció ante la Convención.

Se había creído generalmente una de dos cosas: o que el rey, siguiendo el ejemplo de Carlos I, cuyo juicio ante el parlamento sabía tan bien, se negaría a contestar a la Convención, o que, si contestaba, lo haría resueltamente, con orgullo, en nombre de la monarquía, no como acusado sometido a un juicio, sino como caballero que, aceptando el reto, recoge el guante de su antagonista.

Por desgracia para él, Luis XVI no adoptó ni el uno ni el otro de estos dos extremos.

Contestó, como hemos dicho, mal, con timidez, sin destreza; y presintiendo que se condenaba a sí mismo en presencia de aquellos documentos que ignoraba estuviesen en poder de sus enemigos, terminó pidiendo un defensor.

Esto no fue concedido sino después de una discusión tumultuosa, que tuvo lugar luego que el rey salió de la Convención.

Cuatro individuos de ella, comisionados al efecto, se presentaron al día siguiente en el Temple, para saber quién era el defensor que el rey elegía.

—El señor Target —contestó Luis XVI.

Los comisarios se retiraron, e hicieron saber al señor Target el honor que el rey le había concedido.

¡Cosa inaudita! Aquel hombre de conocido valor, antiguo individuo de la Constituyente, que tomó una parte tan activa en la redacción de la Constitución, aquel hombre, decimos, tuvo miedo.

Se negó baja y cobardemente, palideciendo de miedo ante su siglo, para ruborizarse de vergüenza ante la posteridad.

Al día inmediato de haber comparecido el rey ante la Convención, el presidente de esta recibió la siguiente carta:

Ciudadano presidente:

Ignoro si la Convención dará a Luis XVI un defensor, y si le dejará la facultad de nombrarlo; en este caso, deseo que el rey sepa que si me elige para este cargo, me hallo pronto a consagrarme a él. No os pido que deis parte a la Convención de mi ofrecimiento, porque estoy muy lejos de creerme un personaje de bastante importancia para que se ocupe de mi persona; dos veces he sido llamado a aconsejar al que fue mi señor en tiempo en que semejantes funciones eran ambicionadas por todos; hoy, que muchos las creerán peligrosas, le debo igual servicio.

Si conociera un medio de poder notificarle mis intenciones, no me habría tomado la libertad de dirigirme a vos.

Pienso que el puesto que ocupáis os permite, mejor que a otro alguno, ponerlas en su conocimiento.

Soy, señor presidente, etc., etc.,

MALESHERBES.

Otras dos solicitudes llegaron al mismo tiempo: una era del señor Sourdat, abogado de Troyes. «Estoy decidido —decía— a defender a Luis XVI, porque tengo la convicción de su inocencia». La otra de Olimpia de Gouge, la extraña improvisadora meridional, que dictaba sus comedias, porque, según se dice, no sabía escribir.

Olimpia se había constituido en abogado de las mujeres; quería que se le diesen iguales derechos que a los hombres; que pudiesen ser nombradas diputados, discutir las leyes, declarar la guerra, hacer la paz, y había apoyado su petición con una frase sublime: «¿Por qué —dijo— no han de subir las mujeres a la tribuna? ¡En verdad que bien suben al cadalso!».

Y, en efecto, ella franqueó sus gradas; pero en el momento en que fue pronunciada la sentencia, volvió a ser mujer, es decir, débil, y queriendo aprovechar el beneficio de la ley, declaró hallarse en cinta.

El tribunal ordenó se procediese a una consulta de médicos y parteras, y el resultado de ella fue la declaración de que, si el embarazo existía, era demasiado reciente para que pudiera reconocerse.

Ante el cadalso volvió a ser hombre, y murió como debía morir una mujer como ella.

En cuanto al señor de Malesherbes, era ese mismo Lamoignon de Malesherbes que había sido ministro con Turgot, y que con él cayó. Ya lo hemos dicho en otro lugar: tenía setenta y dos años, era pequeño, rehecho, desmañado y distraído, vulgar, y al verlo no se le habría creído capaz de un heroísmo digno de los tiempos antiguos.

En presencia de la Convención, no dejó ni una sola vez de llamar señor al rey.

—¿Quién te da ese atrevimiento para hablar así delante de nosotros? —le preguntó uno de los individuos de la Convención.

—Mi desprecio a la muerte —contestó lacónicamente Malesherbes.

Y la despreciaba en verdad, pues marchó a ella conversando con los que iban en la misma carreta, y la recibió como si, según la expresión del doctor Guillotín, sólo debiese sentir al recibirla una ligera frescura en la nuca. El conserje de Monceaux, adonde se llevaban en aquella época los cuerpos de los ajusticiados, ha hecho constar una prueba singular de ese desprecio: en el bolsillo del pantalón de uno de aquellos cuerpos sin cabeza, halló el reloj de Malesherbes, que señalaba las dos. Según su costumbre, le había dado cuerda a las doce, y esta era la hora en que se dirigía al patíbulo.

A falta de Target, el rey tomó a Malesherbes y a Trónchet, los cuales, apremiados por el tiempo, se asociaron al abogado Deseze.

El 14 de diciembre se avisó al rey que tenía permiso para comunicarse con sus defensores, y que en aquel mismo día recibiría la visita del señor de Malesherbes.

Semejante prueba de afecto conmovió extraordinariamente al rey. Al ver llegar con una sublime sencillez a aquel venerable septuagenario, el corazón de Luis XVI se oprimió, sus brazos se abrieron e inundaron en lágrimas, le dijo:

—¡Venid, señor de Malesherbes, venid a abrazarme!

Y después de haberlo estrechado afectuosamente contra su pecho, dijo:

—Sé con quien tengo que habérmelas; espero la muerte, me hallo preparado para recibirla. Estoy bien tranquilo, ¿no es verdad? ¡Tal como me veis subiré al cadalso!

El rey, después de vencidas algunas dificultades que opusieron los concejales, pudo al fin conferenciar secretamente con sus defensores, en virtud del decreto de la Convención.

El 16 se presentó en el Temple una diputación compuesta de cuatro individuos de la Convención: Valaze, Cochon, Grandpré y Duprat. Se habían nombrado veintiún diputados para examinar el proceso del rey, y los cuatro dichos formaban parte de aquella comisión.

Llevaban al rey el acta de acusación y las piezas relativas a su proceso.

Todo el día se empleó en la comprobación de estos documentos.

El secretario los leía uno por uno, y después de la lectura, Valaze preguntaba: «¿Tenéis conocimiento de…?». El rey contestaba sí o no, y todo quedaba dicho.

A los pocos días los mismos comisarios volvieron para dar lectura al rey de otros cincuenta y un nuevos justificantes, que firmó y numeró como los anteriores.

De todos ellos se dejó copia a Luis XVI.

Entretanto, el rey comenzó a padecer una fluxión.

Entonces se acordó del saludo de Gilberto al entrar en la Convención, y pidió a la Municipalidad que se permitiera a su antiguo médico Gilberto hacerle una visita; la Municipalidad rehusó.

—Que Capeto no beba más agua helada, y así no padecerá fluxión —dijo uno de sus individuos.

El 26, el rey debía presentarse por segunda vez ante el tribunal de la Convención.

Su barba había crecido —ya hemos dicho que era muy fea, de color rubio y blancuzco y mal plantada—; Luis pidió sus navajas de afeitar y le fueron devueltas, pero a condición de que no las usara sino en presencia de cuatro municipales.

El 25, a las once de la noche, empezó a escribir su testamento: su texto es tan conocido, que por conmovedor y cristiano que sea, no le reproduciremos aquí.

Dos testamentos nos han llamado la atención a menudo: el testamento de Luis XVI, que estaba frente a la República y no veía más que la monarquía; el testamento del duque de Orleáns, que estaba frente a esta última y no veía más que la República.

Citaremos tan sólo una frase del testamento de Luis XVI, porque nos ayudará a poner en claro una cuestión de punto de vista. Según dicen, cada cual ve la realidad de la cosa según el punto de vista donde se coloca.

«Termino —escribió Luis XVI— declarando ante Dios, y a punto de comparecer ante su tribunal, que no me acuso culpable de ninguno de los crímenes que se me imputan».

Ahora bien; ¿cómo Luis XVI, que para la posteridad tiene la reputación de hombre honrado, debida tal vez a esta frase; cómo Luis XVI, perjuró a todos sus juramentos, que huyó al extranjero dejando una protesta contra aquellos; cómo Luis XVI, que había discutido, anotado y apreciado los planes de Lafayette y de Mirabeau, llamaba al enemigo al corazón de Francia; cómo Luis XVI, a punto de comparecer al fin, como él mismo lo decía, ante el tribunal de Dios, que debía juzgarle, y creyendo, por lo tanto, en ese Dios, en su justicia y en su remuneración de las buenas y de las malas acciones; cómo Luis XVI pudo decir: No me acuso de ninguno de los crímenes que se me imputan?

Pues bien, la contestación misma de la frase lo explica.

Luis XVI no dice: Los crímenes que se me imputan son falsos, no; sino que dice: No me acuso de ninguno de los crímenes que se me imputan, lo cual no es del todo la misma cosa.

¡Luis XVI a punto de marchar al cadalso, es siempre el discípulo del señor de la Vauguyon!

Decir: «Los crímenes que se me imputan son falsos», era negarlos, y Luis XVI no podía negar; pero decir: «No me acuso de ninguno de los crímenes que se me imputan», era en rigor decir: «Esos crímenes existen, pero yo no me acuso de ellos».

Y ¿por qué Luis XVI no se acusaba de ellos?

Porque estaba colocado, como ya lo hemos dicho antes, bajo el punto de vista de la monarquía; porque, gracias al medio en que se han elevado, gracias a esa consagración de la legitimidad, a esa infalibilidad del derecho divino, los reyes no consideran los crímenes, y sobre todo los crímenes políticos, bajo mismo punto de vista que los demás hombres.

Así, pues, para Luis XI, su rebelión contra su propio padre no es un crimen, es la guerra del bien público.

Así, para Carlos IX, la San Bartolomé no es un crimen, es una medida aconsejada por la salvación pública.

Y así, a los ojos de Luis XIV, la revocación del edicto de Nantes no es un crimen, sino simplemente una razón de Estado.

Aquel mismo Malesherbes que defendía hoy al rey, en otro tiempo, siendo ministro, quiso rehabilitar a los protestantes; pero encontró en Luis XVI una tenaz resistencia.

—No —le contestó el rey—, la proscripción de los protestantes es una ley de Estado y una ley de Luis XIV; no traspasemos los límites antiguos.

—Señor —replicó Malesherbes—, la política no prescribe jamás contra la justicia.

—Pero —exclamó Luis XVI como hombre que no comprende—, ¿dónde está, en la revocación del edicto de Nantes, el ataque contra la justicia? ¿No es esta revocación la salvación del Estado?

Así, para Luis XVI, aquella persecución de los protestantes, suscitada por una vieja devota y por un jesuita rencoroso; aquella medida atroz que hizo correr arroyos de sangre, encendiendo las hogueras de Nimes, de Albi y de Beziers, no era un crimen, sino una razón de Estado.

Además, se ha de examinar otra cosa bajo el punto de vista real, y es que un rey, nacido casi siempre de una princesa extranjera, de la que toma lo mejor de su sangre, es casi extranjero a su pueblo; le gobierna y nada más. Y ¿por quién le gobierna? Por sus ministros.

Así, no solamente el pueblo no es digno de ser su pariente, ni su aliado, sino que tampoco merece ser gobernado por él; mientras que, por el contrario, los soberanos extranjeros son parientes y aliados del rey, que no tiene ninguno en su reino, y que corresponde directamente con ellos sin la intervención de los ministros.

Borbones de España, de Nápoles y de Italia, venían del mismo tronco: Enrique IV; eran primos.

El emperador de Austria era cuñado, y los príncipes de Saboya, aliados de Luis XVI, sajón por su madre.

Ahora bien; habiendo llegado el pueblo a querer imponer a su rey condiciones que este no creía convenientes para su interés, ¿a quién apelaba Luis XVI contra sus súbditos rebeldes? A sus primos, a sus cuñados y a sus aliados; para él los españoles y los austríacos no eran enemigos de Francia, puesto que eran sus parientes, sus amigos, y atendido que bajo el punto de vista de la monarquía, el rey es la Francia.

¿Qué venían a defender aquellos reyes? La causa santa, inatacable y casi divina de la monarquía.

He aquí como Luis XVI no se acusaba de los crímenes que le habían imputado.

Por lo demás, el egoísmo real había prolijado el egoísmo popular; y el pueblo, llevando su odio desde la monarquía hasta suprimir a Dios, porque le habían dicho que aquella emanaba del Señor, había apreciado también, en virtud de alguna razón de Estado, bajo su punto de vista, el 14 de julio, las jornadas del 5 y 6 de octubre, la del 20 de junio y la del 10 de agosto.

No hablamos del 2 de septiembre, porque no fue el pueblo quien la hizo. ¡Fue la Municipalidad!