Los papeles del armario de hierro, entregados por Gamain —a quien la Convención concedió mil doscientas libras de pensión vitalicia por su buena obra, y que murió retorciéndose a causa de los reumatismos, después de haber echado de menos mil veces la guillotina, adonde había ayudado a enviar a su real discípulo—, los papeles del armario de hierro, decimos, excepto aquellos que hemos visto a Luis XVI entregar, no contenían nada contra Dumouriez y Danton, con un poco de disgusto de madame Roland y de su esposo. Comprometían principalmente al rey y a los sacerdotes, y revelaban ese mezquino espíritu limitado e ingrato de Luis XVI, que tan sólo odiaba a los que habían querido salvarle: a Necker, a Lafayette y a Mirabeau; tampoco había nada contra la Gironda.
La discusión sobre el proceso comenzó el 13 de noviembre.
¿Quién abrió aquella discusión terrible? ¿Quién se encargó de la cuchilla de la Montaña? ¿Quién se cernió sobre la sombría Asamblea como el ángel exterminador?
Un joven, o más bien, un niño de veinticuatro años, enviado antes de la edad conveniente, y de quien ya hemos hablado varias veces en nuestra historia.
Era natural de uno de los más agrestes países de Francia, de Nievre, y había en él esa savia áspera y amarga que hace los grandes hombres, o cuando menos los que son peligrosos. Era hijo de un veterano que al cabo de treinta años de servicios obtuvo la cruz de San Luis, que le ennobleció, por consiguiente, con el título de Caballero. Desde su nacimiento, el joven tenía carácter triste, grave; su familia poseía alguna hacienda en el departamento del Aine, en Blerancourt, y habitaba en una modesta casa que distaba mucho de ser la medianía del poeta latino. Enviado a Reims para estudiar derecho, no hizo ningún adelanto y escribió muy malos versos: un poema licencioso a la manera de Rolando el Furioso y de la Doncella, publicado, sin éxito, en 1789, volviéndose a dar a luz en 1792 sin mejor resultado.
Deseaba mucho salir de su provincia, y fue a buscar a Camilo Desmoulins, el brillante periodista, que tenía en sus manos cerradas la reputación futura de los poetas desconocidos; Camilo, pillete sublime, joven de talento y desenvoltura, vio cierto día entrar en su casa a un escolar altanero, lleno de pretensiones, que con boca de mujer pronunciaba palabras lentas y mesuradas, una a una, como las gotas de agua helada que perforan la roca; tenía ojos azules de expresión dura, sobrepuestos de cejas negras casi unidas, y color muy blanco, más bien enfermizo que sano. Su permanencia en Reims podía muy bien haber comunicado al estudiante de derecho la enfermedad escrofulosa que los reyes tenían la pretensión de curar el día en que se les consagraba. La barba del joven se perdía en medio de una enorme corbata, estrechada alrededor del cuello, cuando todo el mundo la llevaba floja y flotante, como para que le fuera al verdugo más fácil retirarla; y por último, su busto era rígido, automático, ridículo como máquina rara de terrible espectro, y coronaba todo este conjunto una frente tan deprimida que los cabellos tocaban en los ojos.
Camilo Desmoulins, como hemos dicho, vio entrar cierto día en su casa tan extraña figura, que le fue soberanamente antipática.
El joven quiso leerle sus versos, y entre otros pensamientos sociales le dijo que el mundo estaba vacío desde los romanos.
Los versos parecieron muy malos a Camilo y el pensamiento falso; se burló del filósofo y del poeta, y el poeta filósofo volvió a su soledad de Blerancourt, renegando del gran retratista de cierta especie de Hombres.
Sin embargo, al joven se le presentó otra ocasión —nunca faltan para ciertos individuos—: Su pueblo, su burgo de Blerancourt, estaba expuesto a perder un mercado que le daba para vivir; y sin conocer a Robespierre le escribió rogándole que apoyase la reclamación comunal que le transmitía, ofreciéndole además ceder, para que se vendieran en provecho de la nación, sus reducidos bienes, es decir, todo cuanto poseía.
Lo que hacía reír a Camilo Desmoulins, daba que pensar a Robespierre: llamó al joven fanático, le estudió, parecióle que era del temple de esos hombres con los que se hacen las revoluciones, y gracias a su crédito en los Jacobinos, le hizo nombrar individuo de la Convención, aunque no tuviese la edad requerida. El presidente del cuerpo electoral, Juan de Bry, protestó, y al hacerlo envió el extracto de la fe de bautismo del nuevo elegido, que tan sólo tenía, efectivamente, veinticuatro años y tres meses; pero bajo la influencia de Robespierre, esta vana reclamación desapareció.
En casa de este joven entraba Robespierre en la noche del 2 de septiembre, y este joven fue quien durmió cuando Robespierre no podía cerrar los ojos; aquel joven era Saint-Just.
—Escucha, Sain-Just —le dijo cierto día Camilo Desmoulins—, ¿sabes lo que me dijo sobre ti Danton?
—No.
—Que llevas la cabeza alta como un santo sacramento.
Una ligera sonrisa entreabrió la boca femenina del joven.
—Bien —contestó—, yo le haré llevar la suya como un San Dionisio.
Y cumplió su palabra.
Saint-Just bajó lentamente de la cima de la montaña; subió poco a poco a la tribuna, y muy despacio pidió la muerte… no debemos decir pidió, la ordenó.
Discurso atroz fue el que pronunció aquel joven pálido de labios de mujer: que lo recoja quien quiera y que lo imprima quien pueda; nosotros no tenemos valor para hacerlo.
«No se necesita emplear mucho tiempo para juzgar al rey, es preciso matarle.
»Es preciso matarle, porque no hay leyes para juzgarle, puesto que él mismo las suprimió.
»Es preciso matarle como a un enemigo; no se juzga más que a los ciudadanos; para juzgar al tirano se debería ante todo rehacer al ciudadano.
»Es preciso matarle como culpable sorprendido con la mano en la sangre; y, por otra parte, la monarquía es un crimen eterno; un rey está fuera de la naturaleza; entre pueblo y rey no hay ninguna relación natural».
Habló así durante una hora, sin animarse, sin entusiasmarse, con voz de rector y ademanes pedantescos, repitiendo al fin de cada frase las citadas palabras, que caían con un peso singular, produciendo en los oyentes un movimiento análogo al de la cuchilla de la guillotina: «¡Es preciso matarle!».
Aquel discurso produjo una sensación terrible, y al escucharle todos los jueces sintieron penetrar hasta su corazón el frío del acero. Hasta el mismo Robespierre se espantó al ver a su discípulo plantar tan lejos las avanzadas republicanas, la sangrienta bandera de la Revolución.
Desde entonces, no solamente se resolvió el proceso, sino que Luis XVI quedó condenado.
Tratar de salvar al rey era entregarse a la muerte.
Danton tuvo la idea de hacerlo, pero le faltó aliento: había tenido suficiente patriotismo para reclamar el dictado de asesino; pero no fue lo bastante estoico para aceptar el de traidor.
El 11 de diciembre comenzó la instrucción del proceso.
Tres días antes, un municipal se había presentado en el Temple a la cabeza de una diputación de la municipalidad, y entrando en la habitación del rey, leyó a los prisioneros un decreto ordenando que se le retirasen los cuchillos, las navajas de afeitar, las tijeras, los cortaplumas, y, en fin, todos los instrumentos cortantes de que se priva a los condenados.
En esto, habiendo llegado la señora Clery, acompañada de una amiga, para ver a su esposo, hicieron bajar a la sala del consejo, según costumbre, al ayuda de cámara, que comenzó allí a hablar con su esposa, la cual aparentó hablar de los asuntos domésticos; pero mientras que ella se expresaba en alta voz, su amiga decía por lo bajo:
—El martes próximo se conduce al rey a la Convención… El proceso está a punto de comenzar… El rey podrá elegir abogado… Todo esto es positivo.
El rey había prohibido a Clery que le ocultase nada; y por mala que fuese la noticia, el fiel servidor resolvió comunicársela a su amo. En su consecuencia, llegada la noche, y al desnudarle, le repitió las palabras que acabamos de citar, añadiendo que durante todo el curso del proceso, la municipalidad tenía intención de separarle de su familia.
Cuatro días le quedaban, pues a Luis XVI para concertarse con la reina.
Dio gracias a Clery por la fidelidad con que había cumplido su palabra.
—Continuad —le dijo—, tratando de averiguar alguna cosa sobre lo que se quiere de mí, y no temáis que me aflija, pues he convenido con mi familia en aparentar que no sé nada, a fin de no comprometeros.
Pero cuanto más se acercaba el día en que iba a comenzar el proceso, más desconfianza manifestaban los municipales; de modo que Clery no pudo dar a los prisioneros, más noticias que las contenidas en un diario que le facilitaron: este diario publicaba el decreto ordenado que Luis XVI compareciese ante la Convención el 11 de diciembre.
A las cinco de la mañana de este día se tocó generala en todo París; las puertas del Temple se abrieron y se hizo entrar en los patios caballería y cañones. Si la familia real hubiese ignorado lo que debía suceder, se habría alarmado mucho al oír tanto ruido; mas aparentó ignorar la causa y pidió explicaciones a los comisarios, los cuales rehusaron dar ninguna.
A las nueve, el rey y el delfín subieron a la habitación de las princesas para almorzar, y con esto pasaron una hora juntos, pero a la vista de los municipales; al cabo de este tiempo fue preciso separarse y encerrarlo todo en el corazón, porque se aparentaba no saber nada.
El delfín, en efecto, no sabía nada; se había querido evitar este dolor a su juventud; y como insistiera en jugar una partida de siam, aunque el rey estuviera muy preocupado, quiso proporcionar a su hijo esta distracción.
El delfín perdió todas las partidas, y tres veces quedó en el número 16.
—¡Maldito sea el número 16 —exclamó—, parece que me trae desgracia!
El rey no contestó nada; pero tomó las palabras por un funesto presagio.
A las once, mientras que daba el delfín su lección de lectura, dos municipales entraron, anunciando que iban a buscar al joven Luis para conducirle a la habitación de su madre; el rey quiso saber los motivos de aquella especie de secuestro, pero los comisarios se limitaron a contestar que ejecutaban las órdenes del consejo de la municipalidad.
El rey abrazó a su hijo y ordenó después a Clery que lo condujera a donde estaba su madre.
Clery obedeció y volvió.
—¿Dónde habéis dejado a mi hijo?
—En los brazos de la reina, señor —contestó Clery.
Uno de los municipales se presentó de nuevo.
—Señor —dijo a Luis XVI—, el ciudadano Chambón, alcalde de París (era el sucesor de Pétion), está en el consejo y se dispone a subir.
—¿Qué quiere? —preguntó el rey.
—Lo ignoro —contestó el municipal.
Y salió, dejando al rey solo.
El rey se paseó un instante agitadamente por su habitación, y después sentóse junto a su lecho.
El municipal se había retirado con Clery al aposento contiguo, y decía al ayuda de cámara:
—No me atrevo a entrar en el cuarto del prisionero por temor de que me interrogue.
Sin embargo, reinaba tal silencio en la habitación del rey, que el comisario se inquietó; entró silenciosamente y vio a Luis XVI con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera sumido en una profunda meditación.
Al ruido que hizo la puerta girando sobre sus goznes, el rey levantó la cabeza y preguntó en voz alta:
—¿Qué queréis?
—Temía —contestó el municipal—, que os hubierais enojado.
—Os agradezco la atención —contestó el rey—; no, no me he enojado; pero la manera que tienen de educar a mi hijo, me es sumamente sensible.
El municipal se retiró.
El alcalde no llegó hasta la una, acompañado del nuevo procurador de la municipalidad, Chaumette, del secretario y escribano Coulombeau, de varios oficiales del ayuntamiento, y de Santerre, a quien seguían sus ayudantes de campo.
El rey se levantó.
—¿Qué queréis, caballero? —preguntó irguiéndose al alcalde.
—Vengo a buscaros, señor —contestó este, en virtud de un decreto de la Convención, del cual os dará lectura el secretario escribano.
Este último, en efecto, desarrollando un papel, leyó:
«Decreto de la Convención nacional, por el cual se ordena que Luis Capeto…».
Al oír esta palabra, el rey interrumpió al lector.
—Capeto —dijo—, no es mi nombre, sino el de uno de mis antecesores.
Y como el secretario quisiera continuar la lectura, añadió:
—Es inútil, caballero, pues he leído el decreto en un diario.
Y volviéndose hacia los comisarios, les dijo:
—Hubiera deseado que mi hijo hubiese permanecido a mi lado las dos horas que he debido esperaros, dos horas que habrían sido más dulces para mí en compañía del príncipe. Por lo demás, este tratamiento es consecuencia de los que sufro cuatro meses hace… Ahora voy a seguiros, no para obedecer a la Convención, sino porque mis enemigos tienen la fuerza en su mano.
—Pues entonces, venid —contestó Chambón.
—No pido más que el tiempo necesario para ponerme la casaca. ¡Clery, mi casaca!
El ayuda de cámara entregó al rey la casaca que pedía, que era de color de avellana.
Chambón abrió la marcha, y el rey le siguió.
Al pie de la escalera, el prisionero miró con inquietud los fusiles, las picas, y sobre todo los jinetes con uniforma azul, cuya formación ignoraba: dirigió la última mirada a la torre y se emprendió la marcha.
En aquel momento llovía.
El rey iba en un coche y recorrió el camino con el rostro sereno.
Al pasar por delante de las puertas de San Martín y de San Dionisio, preguntó cuál de las dos se proyectaba derribar.
En el umbral del Picadero, Santerre le apoyó la mano sobre el hombro y le condujo al tribunal, al mismo lugar y al mismo sitial donde había jurado la Constitución.
Todos los diputados permanecieron en sus asientos al entrar el rey; solamente uno, cuando pasó delante de él, se levantó y saludó.
El rey, admirado, volvió la cabeza y reconoció a Gilberto.
—Buenos días, señor Gilberto —dijo.
Y volviéndose a Santerre, añadió:
—Ya conocéis al doctor Gilberto; en otro tiempo era mi médico, y espero que no le guardéis rencor por haberme saludado.
El interrogatorio comenzó.
El rey contestó a las preguntas que se le dirigieron, pero contestó mal, con vacilaciones, tartamudeando, negando y regateando su vida como hubiera podido hacerlo un abogado de provincia.
La clara luz del día no le sentaba bien al pobre rey.
El interrogatorio duró hasta las cinco.
A esta hora, Luis XVI fue conducido a la sala de las conferencias, donde esperó su coche.
—¿Tenéis apetito, caballero? —preguntó el alcalde al rey—. ¿Queréis tomar alguna cosa?
—Gracias —dijo el rey con un ademán de negativa.
Pero casi en el mismo instante, al ver a un granadero sacar un pan de su morral y dar la mitad al procurador del ayuntamiento, Chaumette, se acercó a él y le dijo:
—¿Queréis darme un pedazo de vuestro pan, caballero?
Mas como había hablado en voz baja, Chaumette retrocedió, contestando:
—Hablad en alta voz, caballero.
—¡Oh!, puedo hablar bien alto —replicó el rey con una triste sonrisa—, pido un pedazo de pan.
—De buena gana —contestó Chaumette.
Y dio lo que se le pedía.
—Cortadlo vos —dijo—. Es un refrigerio de espartano, y si tuviera alguna otra cosa, os daría la mitad.
A la vista del rey, la multitud entonó el estribillo de La Marsellesa, recalcando con energía en el verso:
¡Qu’un sang impur, abreuve nos sillons[1]!
Luis XVI palideció ligeramente y subió al coche.
Una vez sentado comenzó a comer, pero solamente la corteza de su pan; la miga le quedó en la mano y no sabía qué hacer con ella.
El sustituto del procurador de la municipalidad se la tomó de la mano y arrojóla por la portezuela.
—¡Ah! —exclamó el rey—, ¡es mal hecho tirar así el pan, sobre todo cuando escasea tanto!
—Y ¿cómo sabéis que escasea? —preguntó Chaumette—. Me parece que a vos no os falta.
—Sé que es raro, porque el que me dan huele un poco a la tierra.
—Mi abuela —replicó Chaumette—, me decía siempre: «Muchacho, es preciso no perder nunca una miga de pan, porque tal vez no se pueda hacer venir otra».
—Señor Chaumette —dijo el rey— y parece que vuestra abuela era una mujer de buen sentido.
Siguió una pausa; Chaumette enmudecía sepultado en el fondo del coche.
—¿Qué tenéis, caballero? —preguntó el rey—, me parece que palidecéis.
—En efecto —contestó Chaumette—, no me siento bien.
—Tal vez sea el movimiento del coche que avanza al paso —dijo el rey.
—Puede ser que sí.
—¿Habéis viajado por mar?
—Hice la guerra con la Motte-Picquet.
—¡La Motte-Picquet —dijo el rey—, era un valiente!
Y a su vez guardó silencio.
¿En qué pensaba? En su hermosa marina victoriosa en la India; en su puerto de Cherburgo conquistado al Océano; en su magnífico uniforme de almirante, rojo y oro, tan diferente del que llevaba en aquel momento, y en sus grandes cañones, que resonaban ruidosamente a su paso en los días de prosperidad.
El pobre Luis XVI estaba muy lejos de todo eso; hallábase ahora en un mal coche que avanzaba al paso, cortando las oleadas de la multitud, la cual se oprimía para verle, mar infecto y agitado cuya marea subía de las cloacas de París. Guiñando los ojos a la luz del día, con su barba larga, de escasos pelos de color rubio claro, con sus mejillas enflaquecidas y su casaca de color de avellana decía, con esa memoria automática de los niños y de los Borbones: «¡Ah!, esa es tal calle, esa es tal otra, y así sucesivamente».
Llegado a la calle de Orleáns, la nombró también.
—Esa es la calle de la Igualdad, le dijeron.
—¡Ah!, sí —dijo—, a causa de mi hermano…
No concluyó; encerróse otra vez en su silencio, y desde la calle de la Igualdad al Temple no pronunció ya ni una sola palabra.