Capítulo CLXXVI

Mientras que el coche del ciudadano Roland rueda hacia las Tullerías; mientras que Gamain encuentra la cerradura escondida en la pared; mientras que, según la promesa terrible que ha hecho, la llave forjada de memoria abre con maravillosa facilidad el armario de hierro; mientras que se saca de este el fatal depósito que se le confió, el cual, a pesar de la falta de los papeles confiados a madame Campan por el mismo rey, tendrá tan cruel influencia en los destinos del prisionero del Temple; mientras que Roland, se lleva estos papeles a su casa, los lee uno a uno, los compara y los clasifica, buscando inútilmente entre aquellos documentos una prueba de la venalidad tantas veces denunciada por Danton, veamos lo que hacía el antiguo ministro de justicia.

Decimos el antiguo ministro de justicia porque, una vez instalada la Convención, Danton no pensó más que en dimitir de su cargo.

Había subido a la tribuna y había dicho:

—Antes de expresar mi opinión sobre el primer decreto que la Convención debe dar, séame permitido resignar en su seno las funciones que me fueron confiadas por la Asamblea legislativa. Las recibí entre el estruendo del cañón, y ahora ya está hecha la unión de los ejércitos, así como la de los representantes. Ya no soy más que mandatario del pueblo, y en calidad de tal hablaré.

A estas palabras sobre la unión de los ejércitos, Danton hubiera podido añadir: «y los prusianos están batidos», porque estas palabras las pronunció el 21 de septiembre, y el 20, es decir, la víspera, se dio la batalla de Valmy; pero Danton lo ignoraba.

Y se limitó a decir:

—Que se desvanezcan esos vanos fantasmas de dictadura con que se quería espantar al pueblo, y declaremos que no hay más constitución que la que él aceptó. Hasta hoy le han agitado, porque era preciso despertarle contra el tirano; ahora, sean las leyes tan terribles contra aquellos que las violaron como el pueblo lo fue al aniquilar la tiranía, y que castiguen a todos los culpables. Abjuremos toda exageración, y proclámese que toda propiedad territorial e industrial será eternamente conservada.

Danton, con su habilidad ordinaria, contestaba en pocas palabras a los dos grandes temores de Francia: el país temía por su libertad y su popularidad; y, cosa extraña, los que temían sobre todo por la segunda eran los nuevos propietarios, los que habían comprado la víspera y debían aún las tres cuartas partes de su adquisición; eran los que se habían convertido en conservadores más celosos que los antiguos nobles, que los aristócratas y los primeros propietarios; estos últimos habían preferido la vida a sus inmensos dominios, y la prueba es que habían abandonado sus bienes para salvarse; mientras que los campesinos, los que acababan de adquirir bienes nacionales, los propietarios de ayer, preferían su rincón de tierra a su vida, le guardaban con el fusil en la mano, y no hubieran emigrado por nada del mundo.

Danton había comprendido esto, pensando que convenía tranquilizar, no solamente a los que eran propietarios desde ayer, sino también a los que iban a serlo mañana, pues el gran pensamiento de la Revolución era este: «Es preciso que todos los franceses sean propietarios; la propiedad no hace siempre al hombre mejor, pero sí más digno, comunicándole el sentimiento de su independencia».

Por eso el genio de la Revolución se resumía todo él en estas pocas palabras de Danton:

«Abolición de toda dictadura; consagración de toda propiedad; es decir, punto de partida: el hombre tiene derecho para gobernarse a sí propio; objeto: el hombre tiene derecho para conservar el fruto de su libre actividad».

Y ¿qué venía a decir con esto? El hombre del 20 de junio, del 10 de agosto y del 2 de septiembre, aquel gigante de las tempestades, que se hacía piloto, arrojaba al mar aquellas dos anclas de salvación de las naciones: la libertad y la propiedad.

La Gironda no comprendió; a la honrada Gironda le infundía una repugnancia invencible el… ¿cómo lo diremos?… el fácil Danton; ya se ha visto que le había rehusado la dictadura en el momento en que la pedía para impedir la matanza.

Un girondino se levantó, y en vez de aplaudir al hombre del genio que acababa de formular los dos grandes temores de Francia y de tranquilizarla en este punto, gritó a Danton:

—Cualquiera que trate de consagrar la propiedad, la compromete; tocar a ella, ni aun para afianzarla, es ponerla en peligro. ¡La propiedad es anterior a toda ley!

La Convención aprobó estos dos decretos:

«No puede haber constitución sino cuando ha sido adoptada por el pueblo».

«La seguridad de las personas y de las propiedades está bajo la salvaguardia de la nación».

Era esto y no lo era; en política nada es tan terrible como el poco más o menos.

Además, la dimisión de Danton había sido aceptada.

¡Pero el hombre que se había creído bastante poderoso para tomar por su cuenta el 2 de septiembre, es decir, el espanto de París, el odio de la provincia y la execración del mundo, este hombre era seguramente muy fuerte!

Y, en efecto, tenía a la vez los hilos de la diplomacia, de la guerra y de la política, es decir, Dumouriez, y de consiguiente, el ejército estaba en su mano.

La noticia de la victoria de Valmy se había recibido ya en París y produjo gran alegría; había llegado con alas de águila, y se consideró como mucho más decisiva de lo que era en realidad.

De aquí resultó que Francia pasó de un temor supremo a una suprema audacia; los clubs no respiraban más que guerra y combates.

«Si el rey de Prusia está vencido, ¿por qué no se halla prisionero, sujeto y agarrotado, o rechazado por lo menos hasta la opuesta orilla del Rhin?».

Esto es lo que se preguntaba en alta voz.

Y contestábase por lo bajo:

«¡Es muy sencillo; Dumouriez hace traición y está vendido a los prusianos!».

Dumouriez recibía ya la recompensa del gran servicio que acababa de prestar: la ingratitud.

El rey de Prusia no se consideraba batido en modo alguno; había atacado las alturas de Valmy, sin poder tomarlas, y a esto se reducía todo. Cada ejército había conservado su terreno; los franceses, que desde el principio de la campaña habían retrocedido continuamente, acosados de pánicos, derrotas y reveses, habían resistido esta vez, y nada más. En cuanto a la pérdida de hombres, había sido poco más o menos igual por ambas partes.

He aquí lo que no se podía decir a París, a Francia, a Europa, porque necesitábamos una gran victoria; pero he aquí lo que Dumouriez enviaba a decir a Danton por conducto de Westermann.

Los prusianos estaban tan poco batidos y tan lejos de retirarse, que doce días después de Valmy permanecían aún inmóviles en sus campamentos.

Dumouriez había escrito para preguntar si en caso de hacerse proposiciones por el rey de Prusia, debería tratar. Esta pregunta tuvo dos contestaciones: una del ministerio, altiva, oficial, dictada por el entusiasmo de la victoria; la otra, juiciosa y tranquila, pero sólo de Danton.

La carta del ministerio hablaba alto y decía:

«La República no tratará hasta que el enemigo haya evacuado el territorio».

La de Danton decía:

«Con tal que los prusianos evacuen el territorio, tratad a toda costa».

Tratar no era cosa fácil, atendido el estado de ánimo en que se hallaba el rey de Prusia: casi al mismo tiempo que llegaba a París la noticia de la victoria de Valmy, recibíase aquí la de la abolición de la monarquía y la de la proclamación de la República, y el rey de Prusia estaba furioso.

Las consecuencias de esta invasión, emprendida con el objeto de salvar al rey de Francia, y que hasta entonces no tuvo más resultados que el 10 de agosto, el 2 y el 21 de septiembre, es decir, la cautividad del rey, la matanza de los nobles y la abolición de la monarquía, produjeron en Federico Guillermo accesos de sombrío furor; quería combatir a toda costa, y había dado orden para, el 29 de septiembre, trabar una batalla encarnizada.

Ya se ve que entre esto y abandonar el territorio de la República, había mucha diferencia.

El 29, en vez de una batalla, se celebró un consejo.

Por lo demás, Dumouriez estaba preparado a todo.

Brunswick, muy insolente en sus palabras, procedió con mucha prudencia cuando se trataba de pasar a los hechos; en suma, era más inglés que alemán; había casado con una hermana de la reina de Inglaterra, y por lo tanto recibía sus inspiraciones tanto de Londres como de Berlín. Si Inglaterra decidía batirse, Brunswick lo haría con ambos brazos, uno por Prusia y el otro por Inglaterra; pero si los ingleses, sus amos, no desenvainaban la espada, estaba dispuesto a conservar la suya en la vaina.

Ahora bien; el 29, Brunswick produjo en el consejo cartas de Inglaterra y de Holanda, en las cuales se excusaba tomar parte en la coalición; y además, Custine marchaba sobre el Rhin, amenazando a Coblenza, y una vez tomada esta plaza, Federico Guillermo encontraría cerrada la puerta para entrar en Prusia.

Por otra parte, había alguna cosa mucho más grave y seria que todo esto. Por casualidad, aquel rey de Prusia tenía una querida, la condesa de Lichtenau, que había seguido al ejército como todo el mundo, como Goethe, el cual bosquejaba en un furgón de Su Majestad prusiana las primeras escenas de su Fausto. La condesa contaba con el famoso paseo militar, y quería ver París.

Entretanto se había detenido en Spa, y allí tuvo conocimiento de la jornada de Valmy y de los peligros que había corrido su real amante. La bella condesa temía mucho dos cosas: las balas de los franceses y las sonrisas de las francesas; escribió carta sobre carta, y la posdata de todas, es decir, el resumen del pensamiento de la bella dama, era la palabra: ¡Vuelve!

Al rey de Prusia, a decir verdad, no le retenía más que la vergüenza de abandonar a Luis XVI. Todas estas consideraciones obraron en él; pero las dos más poderosas fueron las lágrimas de su querida y el peligro que amenazaba a Coblenza.

No insistió menos para que se devolviese la libertad a Luis XVI; y Danton se apresuró a remitirle, por conducto de Westermann, todos los acuerdos de la municipalidad, en los cuales se hacía ver que se dispensaban al prisionero los mejores tratamientos. Esto bastó al rey de Prusia; bien se ve que no era difícil de contentar. Sus amigos aseguran que antes de retirarse exigió a Dumouriez y a Danton su palabra de salvar la vida del rey; pero nada prueba este aserto.

El 29 de septiembre, el ejército prusiano emprendió la retirada y recorrió una legua; el 30 franqueó otra.

El ejército francés le escoltaba, como para hacerle los honores del país acompañándole.

Siempre que nuestros soldados querían atacar, cortarle la retirada y tratar, en fin, de acorralar al jabalí, obligándole a que hiciera frente a los perros, los hombres de Danton les hacían retroceder.

Todo cuanto él deseaba era que los prusianos salieran de Francia.

El 22 de octubre, aquel patriótico deseo quedó satisfecho.

El 6 de noviembre, el cañón de Jemmapes anunciaba el juicio de Dios sobre la revolución francesa.

El 7, la Gironda daba principio al proceso del rey.

Algo análogo había pasado seis semanas antes: el 29 de septiembre Dumouriez ganó la batalla de Valmy, y el 21 se proclamaba la República.

Cada victoria tenía en cierto modo su coronación, y contribuía a que Francia diese un paso más en la Revolución.

Esta vez era el paso terrible; al fin se estaba próximo al fin, ignorado, por lo pronto, hacia el cual se había marchado durante tres años como ciegos; como sucede en la naturaleza, al avanzar cada vez más comenzábanse a distinguir los contornos de las cosas que antes se veían confusas.

Ahora bien; ¿qué se veía en el horizonte? ¡Un cadalso, y al pie de este cadalso el rey!

En aquella época, del todo material, en que los instintos inferiores de odio, de destrucción y de venganza, se anteponían a las ideas elevadas de algunas inteligencias superiores, y en que un hombre como Danton, es decir, que tomaba por su cuenta las sangrientas jornadas de septiembre, era acusado de ser jefe de los indulgentes, se hacía difícil que la idea prevaleciese sobre el hecho; y lo que no comprendieron los hombres de la Convención, o tan sólo comprendieron algunos de ellos, los unos claramente y los otros por instinto, era que se debía formar causa a la monarquía, y no al rey.

Aquella era una abstracción sombría, un misterio amenazador que todos rechazaban: un ídolo adorado por fuera, como esos sepulcros blanqueados de que nos habla Jesucristo, llenos de podredumbre y de gusanos por dentro; pero el rey era otra cosa: el rey era un hombre poco interesante en los días de su prosperidad, pero que la desgracia había depurado, y al que la cautividad engrandecía. Su sensibilidad se había desarrollado en su desgracia; y hasta en la reina el prestigio de la adversidad llegó a ser tal, que bien fuese nueva intuición o antiguo arrepentimiento, la prisionera del Temple llegó, si no a profesar amor —su corazón lacerado debía haber perdido todo cuanto contenía, como un vaso perforado pierde, gota a gota, cuanto líquido encierra—, por lo menos a venerar, a adorar, en el sentido religioso de la palabra, a aquel rey, aquel príncipe, aquel hombre cuyos apetitos materiales, cuyos instintos vulgares le habían ruborizado tan a menudo.

Cierto día el rey entró en la habitación de la reina y encontró a esta ocupada en barrer, porque el delfín estaba enfermo.

Se detuvo en el umbral, inclinó la cabeza sobre el pecho y dijo, exhalando un suspiro:

—¡Oh, señora!, ¡qué oficio para una reina de Francia! ¡Si vieran en Viena lo que hacéis aquí! ¡Quién hubiera dicho que al unir vuestra suerte con la mía, ibais a descender tanto!

—Y ¿no contáis por nada —contestó María Antonieta—, la gloria de ser esposa del mejor y más perseguido de los hombres?

Esto es lo que contestaba la reina, y sin testigo, sin sospechar que la oyese un pobre ayuda de cámara que seguía al rey, que recogió estas palabras, y que, cual perlas negras, las guardaba para hacer una diadema, no en la testa del rey, sino en la del condenado.

Otro día, Luis XVI vio a madame Isabel, cortando con los dientes el hilo con que arreglaba un vestido para la reina, por falta de tijeras.

—¡Pobre hermana —exclamó—, qué contraste con aquella preciosa casita de Montreuil, donde no carecíais de nada!

—¡Ah!, hermano mío —contestó la santa princesa—, ¿puedo echar nada de menos cuando comparto vuestras desgracias?

Y todo esto era conocido, todo se propagaba, llenando de arabescos de oro la sombría leyenda del mártir.

La monarquía herida de muerte, pero el rey conservado vivo, era un pensamiento grande y poderoso, tanto que sólo entró en la cabeza de algunos hombres, los cuales no se atrevieron a expresarle por lo impopular que era.

»¡Un pueblo necesita que le salven, pero no tiene necesidad de que le venguen!», había dicho Danton en los Franciscanos.

»¡Ciertamente se ha de juzgar al rey —dijo Gregorie en la Convención; pero ha hecho tanto para que le desprecien, que no queda lugar para el odio!

Payne escribió:

Quiero que se forme proceso, no contra Luis XVI, sino contra los reyes; de esos individuos tenemos uno en nuestro poder, y él nos pondrá en la vía de la conspiración general… Luis XVI es muy útil para demostrar a todos la necesidad de las revoluciones.

Las altas inteligencias, como Tomás Payne, y los grandes corazones, como Danton y Gregorie, estaban de acuerdo sobre este punto: era preciso hacer, no el proceso del rey, sino el de los reyes; y en caso necesario, al hacerle, se debía llamar a Luis XVI como testigo. La Francia república, es decir, mayor, debía procesar, en su nombre y en el de los pueblos sometidos, a la monarquía, es decir, a la menor, de este modo Francia hacía las veces, no de juez terrestre, sino de árbitro divino; se cernía en las esferas superiores, y su palabra no llegaba ya al trono como una partícula de barro y de sangre, sino que caía sobre los reyes como el rayo y el trueno.

Suponed un proceso publicado, con pruebas que comienzan por Catalina II, que asesinó a su esposo y se erigió en verdugo de Polonia; suponed los detalles de esta vida monstruosa, expuesta a la luz del día como el cadáver de la princesa de Lamballe, y esto en vida; ved a la Parsifal del Norte encadenada en la picota de la opinión pública, y decid qué habría resultado para los pueblos de la instrucción de semejante proceso.

Por lo demás, algo hay de bueno en lo que no se ha hecho, y que aún está por hacer.