La mañana misma del día en que ocurrían estos sucesos en el Temple, un hombre que vestía carmañola con gorro encarnado, y que se apoyaba en una muleta para facilitar su marcha, se presentó en el ministerio del Interior.
Aunque era fácil ver a Roland, este se veía obligado a tener portero en la antecámara, como si fuese ministro de una monarquía y no de una república.
El hombre de la muleta, de la carmañola y del gorro encarnado, se vio precisado a detenerse en la antecámara delante del portero que le cerraba el paso.
—¿Qué se os ofrece, ciudadano?
—Quiero hablar al ciudadano ministro —contestó el hombre de la carmañola.
Hacía quince días que el título de ciudadano y ciudadana habían substituido al de señor y señora.
Los porteros son siempre porteros, es decir, personajes en extremo impertinentes; hablamos de los porteros de ministerios y oficinas; si hablásemos de los de tribunales y estrados, los calificaríamos de otro modo.
El portero le contestó con tono protector.
—Amigo mío, es necesario que sepáis que al ciudadano ministro no se le puede hablar así como se quiera.
—Y ¿cómo se habla al ciudadano ministro, ciudadano portero? —preguntó el hombre del gorro encarnado.
—Pues se le habla cuando ha concedido una audiencia.
—Yo creí que eso sucedía en tiempo del tirano; pero bajo la República, cuando todos los hombres son iguales, eso me parece demasiado aristocrático.
Esta reflexión dio que pensar al portero.
—Es que —continuó el hombre de la carmañola—, es que no es divertido, que digamos, venir desde Versalles para hacer un servicio al ministro, y que después no le reciba a uno.
—¿Venís, pues, a prestar un servicio al ciudadano Roland?
—Pues ya se ve.
—Y ¿qué clase de servicio es?
—Vengo a denunciarle una conspiración.
—Bien, ya estamos de conspiraciones hasta la punta de los cabellos.
—¡Ah!
—Y ¿para eso habéis venido de Versalles?
—Sin duda.
—Pues podéis volver a marcharos.
—Bien está, me marcharé; pero vuestro ministro se arrepentirá de no haberme recibido.
—¡Diablo!, esta es la consigna… Escribidle, volved con una carta de audiencia, y entonces todo irá como deseáis.
—¿Es vuestra última palabra?
—La última.
—Parece que el entrar en el despacho del ciudadano ministro es más difícil que lo era entrar en el de Su Majestad Luis XVI.
—¿Qué decís?
—Yo me lo sé.
—Veamos, ¿qué decís?
—Digo que en otro tiempo entraba yo en las Tullerías como y cuando me daba la gana.
—¿Vos?
—Yo, sí; y no tenía más que decir mi nombre.
—Y ¿cómo os llamáis?, ¿el rey Federico Guillermo, el emperador Francisco?
—No; yo no soy tirano, ni comerciante de esclavos, ni aristócrata; yo soy Nicolás Claudio Gamain, maestro de maestros y maestro de todos.
—¿Maestro de qué?
—Maestro cerrajero. ¿No conocéis a Nicolás Claudio Gamain, el antiguo maestro cerrajero del señor Capeto?
—¡Ah!, ¿conque vos sois…?
—Nicolás Claudio Gamain.
—Cerrajero del exrey Luis.
—Maestro, ciudadano, maestro suyo.
—Eso quería decir.
—Pues yo soy, en carne y hueso.
El portero miró a sus camaradas como para interrogarles y a una señal afirmativa de ellos, dijo:
—Entonces, es otra cosa.
—¿Qué queréis decir con: entonces es otra cosa?
—Quiero decir que vais a escribir vuestro nombre en un papel, y que le haré llegar a manos del ciudadano ministro.
—¿Escribir? ¡Ya, ya!, no era ese mi fuerte antes de que me envenenaran esos bandidos, y ahora mucho menos. Mirad cómo me ha puesto el arsénico.
Y Gamain mostró sus piernas torcidas, su columna vertebral encorvada y su mano ganchuda como un garfio.
—¡Cómo! ¿Son ellos los que os han puesto así, pobre hombre?
—Ellos mismos, y eso es lo que vengo a denunciar al ciudadano ministro, y algo más aún… Como dicen que van a formar causa a ese bribón de Capeto, lo que yo tengo que decir no lo echará quizá en saco roto en las circunstancias presentes.
—Pues bien; sentaos ahí, ciudadano, y esperad; voy a hacer pasar vuestro nombre al ciudadano ministro.
El portero escribió sobre un pedazo de papel:
«Nicolás Claudio Gamain, antiguo maestro cerrajero del rey, pide al ciudadano ministro una audiencia inmediata para hacer una revelación importante».
Y entregó el papel a uno de sus camaradas, cuyo encargo especial era el de anunciar.
Pasados cinco minutos, volvió diciendo:
—Seguidme, ciudadano.
Gamain hizo un esfuerzo que le arrancó un grito de dolor, se levantó y siguió al portero.
Este lo introdujo, no en el gabinete oficial del ministro el ciudadano Roland, sino en el gabinete del ministro verdadero, la ciudadana Roland.
Era una habitación pequeña, tapizada de papel verde; no había más que una sola ventana, en cuyo alféizar, y sentada a una mesa, trabajaba madame Roland.
Roland estaba en pie delante de la chimenea.
El portero anunció al ciudadano Nicolás Claudio Gamain, y este se presentó en la puerta.
El maestro cerrajero no había tenido, ni aun en los tiempos de su mejor salud y de su alta fortuna, un físico muy aventajado; la enfermedad, pues, que le aquejaba, y que no era otra sino un reumatismo articular que retorcía sus miembros y desfiguraba su rostro, no había podido agregar nada a los encantos de su persona.
De aquí resultaba que jamás hombre honrado, y fuerza es decirlo, nadie mejor que Roland merecía este nombre, de aquí resultaba, decimos, que jamás hombre honrado, de fisonomía dulce y apacible, se había encontrado frente a frente de un pícaro de tan mísera e inmunda catadura.
La primera impresión que el ministro experimentó fue la de una profunda repugnancia. Miró de pies a cabeza al ciudadano Gamain, y al verle temblar sobre su muleta, la compasión por los sufrimientos de uno de sus semejantes, dado caso que el ciudadano Gamain fuera semejante al ciudadano Roland, dictó las primeras palabras del ministro.
—Sentaos, ciudadano —le dijo—; parece que padecéis.
—¡Ya lo creo que padezco —dijo Gamain sentándose—, desde que la austríaca me envenenó!
A estas palabras, un sentimiento, de profundo disgusto se pintó en la fisonomía del ministro, y cambió con su esposa, casi completamente oculta en el alféizar de la ventana, una mirada de indefinible expresión.
—Y ¿vuestra venida tiene por objeto denunciarme ese envenenamiento? —dijo Roland.
—Ese envenenamiento, y otra cosa.
—¿Traéis las pruebas de esa denuncia?
—¡Ah!, en cuanto a eso, no tenéis más que venir conmigo a las Tullerías, y os enseñaré el armario.
—¿Qué armario?
—El armario en que ese bandido guardaba su tesoro… ¡Oh!, ya debía yo sospecharlo cuando, concluida la tarea, la austríaca me dijo con su voz zalamera: «Vaya, Gamain, tenéis calor, bebed este vaso de vino, que os sentará bien». ¡Ya debía yo sospechar que aquel vino estaba envenenado!
—¿Envenenado?
—Sí, envenenado; ya sabía yo —dijo Gamain con muestras de evidente odio—, que los que ayudan a los reyes a ocultar sus tesoros no viven mucho tiempo.
Roland se acercó a su mujer y la interrogó con una mirada.
—Indudablemente —contestó—, hay alguna cosa en este asunto. Este hombre es el cerrajero del rey, recuerdo ahora su nombre.
—Pero, y ese armario…
—Bien, pregúntale qué armario es ese.
—¿Qué armario es ese? —contestó Gamain, que había oído las últimas palabras—, voy a decirlo. Es un armario de hierro, cerrado con una cerradura de cofre, y en el cual Capeto guarda su oro y sus papeles.
—¿Cómo conocéis la existencia de ese armario?
—Porque el rey nos envió a llamar, a mí y a mi compañero, para que le hiciéramos funcionar una cerradura que él había hecho, y que no servía.
—Pero ese armario habrá sido abierto, destrozado y saqueado el 10 de agosto.
—¡Oh! —dijo Gamain—, no es fácil.
—¿Por qué?
—No, yo desafío a cualquiera que sea, excepto Luis o yo, a que lo encuentre, y sobre todo, a que lo abra.
—¿Estáis seguro?
—Seguro, segurísimo; como estaba el día en que salí de las Tullerías, así está hoy.
—¿En qué época habéis ayudado a Luis XVI a cerrar ese armario?
—Eso es lo que no puedo decir con certeza; pero era tres o cuatro meses antes del viaje a Varennes.
—¿Cómo sucedió eso? La cosa me parece tan extraordinaria, que antes de ponerme a buscar con vos ese armario, parece natural que os pida algunos detalles.
—Los detalles son fáciles de dar y no faltarán, ciudadano ministro; Capeto me envió a llamar a Versalles; mi mujer no quería dejarme ir… ¡pobre mujer!, tenía un presentimiento. La pobre me decía: «El rey está en mala situación, y vas a comprometerte por él». Pero yo le contesté: «Si él me envía a llamar para cosas de mi oficio, siendo mi discípulo, es menester que yo vaya». «Bueno, dijo ella, la política anda en eso, y en este momento hay otras cosas que hacer, y no cerraduras».
—Abreviemos, amigo mío —dijo Roland—. ¿Conque a pesar de los consejos de vuestra mujer, fuisteis?
—Ya se ve que sí, y hubiera hecho mejor en escuchar a mi mujer, pues no estaría como estoy…; pero ya me lo pagarán esos envenenadores.
—Entonces…
—¿Volvemos al armario?…
—Sí, amigo mío, y no tratemos de separarnos de él; mi tiempo corresponde todo a la República, y no tengo mucho de que disponer.
—Entonces me enseñó una cerradura de cofre, que no andaba; la había hecho él mismo, y esto me hace creer que si hubiera ido no me habría enviado a buscar ¡el traidor!…
—¿Os hizo ver una cerradura que no funcionaba? —repitió el ministro, insistiendo en retener a Gamain en la cuestión.
—Y me preguntó: «¿Por qué no anda eso, Gamain?». Yo le dije: «Señor, es menester que yo examine la cerradura», y él me contestó: «Tienes razón». Entonces yo examiné la cerradura, y le dije: «¿Sabéis por qué no anda?». «No, me contestó, puesto que te lo pregunto». «Pues bien; no anda, señor —en aquella época le llamaban todavía señor—, no anda señor… es muy claro, porque no anda». Escuchadme con atención, porque no siendo tan fuerte en cerrajería como el rey; no podréis entenderme. Antes de todo, es menester que sepáis la diferencia que hay entre una cerradura de cofre y otra cualquiera; una cerradura bernarda, por ejemplo.
—Eso es para mí absolutamente igual, amigo mío —contestó Roland—; no siendo, como habéis adivinado, tan entendido en cerrajería como el rey, no conozco la diferencia que hay entre una cerradura bernarda y una de cofre.
—Ahora veréis esa diferencia, clara como el agua.
—Es inútil. Decíais que explicasteis al rey…
—Por qué la cerradura no cerraba. ¿Os explico el por qué?
—Si queréis… —dijo Roland, que empezaba a creer que sería mejor dejar a Gamain en su prolijidad.
—Pues bien; no cerraba, porque, aunque la guarda enganchaba bien la barba grande, y esta trazaba bien su medio círculo, después, como no estaba cortada al sesgo… pues claro está, no escapaba, y ahí está la cosa. Esto es claro como el agua, ¿no es verdad? Y como la distancia que recorría la barba era de seis líneas, el espaldón debía tener una… ¿comprendéis?
—¡Oh!, sí, perfectamente —dijo Roland, que no había entendido ni una palabra.
—«¡Ahí está! —dijo el rey—. Pues bien; Gamain, haz lo que yo no he podido hacer. ¿No eres tú mi maestro?». «¡Ya se ve que sí! No ya vuestro maestro, señor, sino maestro de los maestros y maestro de todos».
—Proseguid.
—Acto continuo puse manos a la obra, mientras que Capeto charlaba con mi aprendiz, que siempre he sospechado era un aristócrata disfrazado, y en diez minutos estuvo concluida. Entonces bajé con la puerta de hierro en que estaba aplicada la cerradura y le dije: «Ya está esto, señor». «Pues entonces, ven conmigo, Gamain». Echó a andar, y yo le seguí; primero me condujo a su alcoba, y luego a un pasillo que iba desde su alcoba al cuarto del delfín; aquello estaba tan oscuro, que fue menester encender una vela; la encendió, y después me dijo: «Ten esa vela, Gamain, y alúmbrame». (Se atrevía a tutearme el tirano). Entonces levantó un tablero de la ensambladura, que ocultaba un agujero redondo de dos pies de diámetro en la entrada, y después, como vio que yo me quedé suspenso, me dijo: «He hecho este escondrijo para guardar mi dinero; ahora, Gamain, es menester cerrar este hueco con la puerta de hierro, que para eso era la cerradura». «Eso es poca cosa, le dije, porque están ahí ya los goznes y el pestillo también». Enganché la puerta, la empujé, y ¡tras!, se cerró sola; luego se puso el tablero en su sitio, y ya no se vio ni armario, ni puerta, ni cerradura.
—¿Creéis que ese armario —preguntó Roland—, no tenía otro objeto que guardar dinero?
—A eso vamos, poco a poco; él se creía astuto, el muy tonto, pero yo soy más pícaro que él; lo que pasó fue esto: «Vaya, me dijo, ayúdame a contar el dinero que voy a guardar en este armario». Entre los dos contamos dos millones en dobles luises, y los guardamos en cuatro sacos de cuero; pero mientras contábamos el dinero, vi de reojo que el ayuda de cámara transportaba papeles, y me dije: ¡Bueno, el armario es para guardar papeles, y el dinero es una engañifa!
—¿Qué dices de esto, Magdalena? —preguntó Roland a su mujer, inclinándose hacia ella de modo que Gamain no pudiese oír.
—Digo que esa revelación es muy importante, y que no debe despreciarse un momento.
Roland llamó.
Un portero apareció.
—¿Hay algún coche enganchado en el patio?
—Sí, ciudadano.
—Que lo acerquen.
Gamain se puso en pie.
—¡Ah! —dijo en extremo humillado—, parece que ya estoy de sobra, ¿verdad?
—Pero ¿por qué? —preguntó Roland.
—Pues claro está, pues hacéis llamar el coche… ¿También tienen coche los ministros bajo la República?
—Los ministros tendrán coche en todo tiempo, amigo mío —contestó Roland—; el coche no es lujo, sino economía para un ministro.
—Economía ¿de qué?
—De tiempo, es decir, de lo más caro y más precioso que hay en el mundo.
—Entonces, ¿tendré yo que volver?
—Y ¿para qué?
—¡Diantre!, para llevaros adónde se halla el armario en que está el tesoro.
—Es inútil.
—¡Cómo inútil!
—Sin duda; acabo de pedir el coche para ir allá.
—¿Dónde allá?
—A las Tullerías.
—¿Vamos a ir ahora?
—Dentro de un instante.
—¡Sea enhorabuena!
—Pero, a propósito —dijo Roland.
—¿Qué hay? —preguntó Gamain.
—¿Y la llave?
—¿Qué llave?
—La del armario… es probable que Luis XVI no la haya dejado en la puerta.
—¡Oh!, no, no es tan tonto como parece, para haber hecho eso.
—En ese caso, tomad vuestras herramientas.
—Y ¿para qué?
—Para abrir el armario.
Gamain sacó de su bolsillo una llave recién fabricada.
—Y ¿qué significa esto? —preguntó el ministro—, ¿es esa la llave?
—La del armario, que he hecho de memoria; la estudié muy bien, sospechando que algún día…
—¡Ese hombre es un miserable! —dijo madame Roland a su marido.
—Así, pues, ¿crees?… —preguntó este dudando.
—Pienso que no tenemos derecho a rehusar ninguna de las noticias que la fortuna nos proporciona para llegar a averiguar la verdad.
—¡Aquí está, aquí está! —decía Gamain mostrando la llave radiante de alegría.
—¿Creéis —preguntó Roland con una expresión de disgusto que no sabía ocultar—, creéis que esa llave, hecha de memoria al cabo de ocho meses, abrirá el armario de hierro?
—Ya lo creo —contestó Gamain—; para algo ha de servir el ser maestro de maestros y maestro de todos.
—El carruaje aguarda, ciudadano ministro —dijo el portero.
—¿Voy yo también? —preguntó madame Roland.
—Seguramente; si hay papeles, sólo a ti los confiaré. ¿No eres tú, por ventura, la mujer más de bien que yo conozco?
Luego se volvió hacia Gamain.
—Venid, amigo mío —le dijo.
Y Gamain le siguió murmurando entre dientes:
—¡Toma, Capeto; ya te había dicho que me las pagarías! ¿Qué era lo que el rey tenía que pagarle?
Todos los beneficios que le había prodigado.