Capítulo CLXXIV

Ya habrán podido ver nuestros lectores con qué imparcialidad, aunque bajo la forma de la novela, hemos presentado a sus ojos todo lo que hubo de terrible, de cruel, de bueno, de hermoso, de grande, de sanguinario y de vil, en los hombres y en los acontecimientos que se han ido sucediendo.

Hoy, los hombres de que hablamos han muerto, y sólo quedan los acontecimientos que, inmortalizados por la historia, no perecen jamás.

Pues bien; nosotros podemos evocar de la tumba en que reposan a todos esos personajes, entre los cuales muy pocos disfrutaron de largos años de vida; podemos decir a Mirabeau: «¡Levántate, tribuno!», a Luis XVI: «¡Levantaos, mártir!», y a los demás: «¡Levantaos todos, vosotros los que os llamabais Favras, Lafayette, Bailly, Fournier el Americano, Jourdan Cortacabezas, Maillard, Theroigne de Mericourt, Barnave, Bouillé, Gamain, Pétion, Manuel, Danton, Robespierre, Marat, Vergniaud, Dumouriez, María Antonieta, madame Campan, Barbaroux, Roland, madame Roland, rey, reina, obreros, tribunos, generales, degolladores y publicistas, levantaos todos y decid si no os he presentado a mi generación, al pueblo, a las mujeres sobre todo, es decir, a las madres de nuestros hijos, a quien quiero enseñar la historia, si no como sois —¿quién puede jactarse de haber sorprendido todos vuestros misterios?—, al menos tales como yo os he visto!».

Podemos decir a los acontecimientos, de pie aún en las orillas del camino recorrido, que hemos visto la grande y luminosa jornada del 14 de julio; las sombrías y amenazadoras noches del 5 al 6 de octubre; el sangriento huracán del Campo de Marte, en el que la pólvora se mezcló con el fulgor del relámpago y el estampido de los cañones al fragor del rayo; la profética invasión del 2 de junio, la terrible victoria del 10 de agosto, y los execrables recuerdos del 2 y 3 de septiembre. ¿He intentado absolveros o calumniaros?

Y los hombres y los acontecimientos contestarán:

«Has buscado la verdad, sin odio, sin pasión; has creído decirla cuando no la has dicho; has sido fiel a las glorias del pasado, insensible a las ofuscaciones del presente, confiado en todas las promesas del porvenir: ¡absuelto seas si no alabado!».

Pues bien; lo que hemos hecho hasta ahora, no como juez elegido, sino como narrador imparcial, lo haremos hasta el fin, al que nos acercamos con paso rápido; rodamos por la pendiente de los acontecimientos, y desde el 21 de septiembre, día de la muerte de la monarquía, hasta el 21 de enero, día de la muerte del rey, hay pocos puntos de descanso.

La proclamación de la República, hecha por la sonora voz del concejal Lubin, bajo las ventanas de la regia prisión, nos ha conducido al Temple.

Entremos, pues, en ese sombrío edificio, el cual encierra un rey que ha vuelto a ser hombre, a una reina que ha seguido siéndolo, a una virgen que será mártir, y a dos pobres niños inocentes por su edad, si no por su nacimiento.

El rey se hallaba en el Temple. ¿Cómo había venido? ¿Era para someterle ante todo a una vergonzosa prisión?

No; Pétion pensó primero en trasladarle al centro de Francia, señalándole Chambord por residencia, y tratarle allí como rey holgazán.

Supóngase que todos los soberanos de Europa hubiesen impuesto silencio a sus ministros y a sus generales, sin hacer manifestaciones, y se hubieran contentado con mirar lo que pasaba en Francia, sin mezclarse en la política interior de los franceses; entonces la destitución decretada el 1 de agosto, la vida, aun como prisioneros en un hermoso palacio, en un agradable clima, en medio de lo que se llama el jardín de Francia, no habría sido un castigo muy cruel para quien expiaba, no sólo las faltas que hubiese podido cometer, sino las de Luis XV y de Luis XIV.

Acababa de sublevarse la Vendée, y se objetó que sería posible un golpe de mano por el Loira. La razón pareció suficiente y se renunció a Chambord.

La Asamblea legislativa indicó el Luxemburgo, ese palacio florentino de María de Mediéis, que con su soledad y sus jardines tan buenos como los de las Tullerías, era una residencia no menos conveniente que Chambord para un monarca destronado.

Se opuso el inconveniente de que sus sótanos se comunicaban con las catacumbas; acaso no fuera sino un pretexto del ayuntamiento, que deseaba tener al rey bajo su mano; pero era un pretexto admirable.

El ayuntamiento, pues, votó por el Temple; por tal entendía, no la torre, sino el palacio del Temple, la antigua encomienda de los jefes de la orden, una de las casas del conde de Artois.

En el momento de la traslación, cuando Pétion condujo a la familia real al palacio, cuando esta se hubo instalado, y cuando Luis XVI tomó sus disposiciones para el arreglo y distribución de los aposentos, la municipalidad recibió una denuncia y comisionó a Manuel para cambiar lo acordado y substituir el torreón al palacio.

Manuel llega, examina el local destinado para alojamiento de Luis XVI y María Antonieta, y baja avergonzado.

El torreón estaba inhabitable; se hallaba ocupado por una especie de portero; su local no es suficiente, sus habitaciones pequeñas, sus camas inmundas y plagadas de miseria.

Hay en esto más parte de esa fatalidad que pesa sobre las razas que se extinguen, que de infame premeditación por parte de los jueces.

La Asamblea nacional por su parte no había regateado respecto a los gastos para la mesa del rey. Este último comía mucho, y entiéndase que esto no es una censura de nuestra parte, porque está en el temperamento de todos los borbones hacerlo así; pero el rey comía inoportunamente. Comió con gran apetito mientras que en las Tullerías se mataban, y no tan sólo en sus procesos le echaron en cara los jueces sus intempestivas comidas, sino que, y esto es más grave, la historia, la implacable historia, lo ha registrado en sus archivos.

La Asamblea nacional había concedido, pues, quinientas mil libras para los gastos de la mesa del rey.

Durante los cuatro meses que Luis XVI estuvo en el Temple, el gasto fue de cuarenta mil libras, diez mil francos al mes, o sean trescientos treinta y tres francos diarios, en asignados, es verdad; pero en aquella época estos últimos apenas perdían el seis o el ocho por ciento.

Luis XVI tenía en el Temple tres criados y trece oficiales de boca. Su comida se componía diariamente de cuatro entrantes, dos asados, cada uno de tres piezas, cuatro entremeses, tres compotas, tres platos de fruta, un garrafón de Burdeos, otro de malvasía, y uno de vino de Madeira.

Solo con sus hijos apuraba el vino; la reina y las princesas no bebían más que agua.

Por este lado, materialmente, no se podía compadecer al rey; pero lo que le faltaba esencialmente era el aire, el ejercicio, el sol y la sombra.

Acostumbrado a las cacerías en Compiegne y en Rambouillet, a los parques de Versalles y del gran Trianón, Luis XVI se veía reducido de pronto, no a un patio, no a un jardín, no a un paseo, sino a un terreno seco y desnudo, con cuatro compartimentos de césped marchito y algunos árboles achaparrados y míseros que el viento del otoño deshojaba.

Allí, todos los días a las dos, el rey y su familia se paseaban; decimos mal, todos los días se paseaba al rey y a su familia.

Esto era inusitado, cruel, feroz; pero no tanto ni tan cruel como los calabozos subterráneos de la Inquisición en Madrid, o los del Consejo de los Diez en Venecia, o los de Spielberg.

Observad bien eso; nosotros no excusamos a la municipalidad, así como tampoco a los reyes, y nos limitamos a decir: el Temple no era más que una represalia terrible, fatal, cruel y torpe, pues de un juicio se hacía una persecución, y de un culpable un mártir.

Ahora bien; ¿cuál era el aspecto de los diferentes personajes que nos hemos propuesto seguir en las principales fases de su vida?

El rey, con sus ojos miopes, sus mejillas flojas, sus labios colgantes y su andar pesado, parecía un labrador afligido por un golpe de fortuna, y su melancolía era como la de un agricultor a quien un temporal hubiese destruido sus granjas, o una granizada segado sus trigos.

La actitud de la reina era como siempre rígida, altanera y soberanamente provocativa. María Antonieta había inspirado amor en tiempo de su grandeza; en el de su caída inspiró abnegaciones; pero no compasión, la que nace de la simpatía, y la reina no era de ningún modo simpática.

Madame Isabel, con su vestido blanco, símbolo de la pureza de su cuerpo y de su alma, con sus cabellos rubios, más hermosa aún desde que no llevaban polvos, madame Isabel, con su cinta azul en el sombrero y en la cintura, parecía el ángel guardián de toda la familia.

Madame Royale, a pesar del encanto de su edad, interesaba poco; austríaca como su madre y como María Teresa, tenía ya en la mirada el desdén y la altivez de las razas reales y de las aves de rapiña.

El pequeño delfín, con sus cabellos de oro, su cutis blanco y su contestura algo enfermiza, era interesante; pero tenía los ojos azules de mirada dura, y a veces con una expresión que no era propia de su edad. Lo comprendía todo; seguía las indicaciones que su madre le hacía con una sola mirada, y manifestaba astucias de político infantil, que a veces arrancaban lágrimas a los ojos de los mismos verdugos. Había conmovido hasta a Chaumette, aquella garduña de hocico puntiagudo, aquella comadreja con anteojos.

—Haré que le eduquen —decía el expasante de procurador al señor Hue, ayuda de cámara del rey—, pero será necesario alejarle mucho de su familia, a fin de que pierda la idea de su categoría.

La municipalidad era a la vez cruel e imprudente: cruel al prodigar a la familia real malos tratamientos, vejaciones y hasta injurias, e imprudente al dejarla ver débil, quebrantada y prisionera.

Todos los días enviaba nuevos guardianes al Temple, bajo el nombre de municipales; estos entraban como enemigos encarnizados del rey, y salían siéndolo más aún de María Antonieta; pero casi todos compadecían al soberano y los niños, al paso que glorificaban a madame Isabel.

En efecto; ¿qué veían en el Temple en vez del lobo, de la loba y de los lobeznos? Una honrada familia de ciudadanos, una madre algo orgullosa, especie de Elmira, que no toleraba que tocasen siquiera el borde de su vestido; pero nada de tirana, ni siquiera un vestigio.

¿Cómo pasaba el día toda la familia?

Digámoslo según Clery; pero ante todo veamos la prisión, y después fijáremos la vista en los prisioneros.

El rey estaba encerrado en la pequeña torre, que se apoyaba en la grande sin comunicación interior; formaba un cuadrilongo flanqueado de dos torrecillas; en una de estas había una escalera pequeña que, partiendo del primer piso, conducía a una galería de la plataforma; en la otra había gabinetes que correspondían a cada piso de la torre.

El cuerpo del edificio tenía cuatro pisos: el primero constaba de una antecámara, un comedor y un gabinete; el segundo estaba dividido poco más o menos de igual manera, la habitación más grande servía de alcoba a la reina y al delfín, y la segunda, separada de la primera por una pequeña antecámara muy oscura, la ocupaban madame Royale y madame Isabel; era preciso atravesar este aposento para entrar en el gabinete de la torrecilla, que no era otra cosa sino lo que los ingleses llaman water closet (retrete), común a la familia real, a los oficiales de la municipalidad y a los soldados.

El rey habitaba en el tercer piso, compuesto del mismo número de habitaciones; dormía en la habitación grande, sirviéndole el gabinete de la torrecilla de salón de lectura; al lado había una cocina precedida de un aposento oscuro, que en los primeros días, antes de que les separasen del rey, había servido de habitación a los señores de Chamilly y de Hue, y en el que se aplicaron los sellos después de la marcha del segundo.

El cuarto piso estaba cerrado; los bajos se destinaban a cocinas, de las que no se hizo uso alguno.

Ahora bien; ¿cómo vivía la familia real en aquel reducido espacio, mitad cárcel, mitad habitación?

Vamos a decirlo.

El rey acostumbraba levantarse a las seis de la mañana; se afeitaba él mismo: Clery le peinaba y vestía, y después pasaba a su gabinete de lectura, es decir, a la biblioteca de los archivos de la orden de Malta, que contenía más de mil seiscientos volúmenes.

Cierto día, buscando el rey unos libros, señaló con el dedo al señor Hue las obras de Voltaire y de Rousseau, y le dijo en voz baja:

—¡Mirad, esos son los dos hombres que han perdido la Francia!

Al entrar allí, Luis XVI se arrodillaba para orar durante cinco o seis minutos, y después leía o trabajaba hasta las nueve; durante este tiempo, Clery limpiaba el cuarto del rey, preparaba el almuerzo y bajaba a la habitación de la reina.

Una vez solo, el rey se entretenía en traducir algo de Virgilio o las odas de Horacio. Para continuar la educación del delfín, había vuelto a revisar los autores latinos.

Como aquella habitación era muy pequeña, la puerta estaba siempre abierta; el municipal permanecía en la alcoba, y así podía ver en qué se ocupaba el rey.

La reina no abría su puerta hasta la llegada de Clery, a fin de que, hallándose aquella cerrada, el municipal no pudiese entrar.

Clery peinaba entonces al joven príncipe, arreglaba el tocado de la reina y pasaba a la habitación de madame Royale y de madame Isabel para prestar los mismos servicios. Aquel momento del tocador, rápido y precioso a la vez, era aquel en que Clery podía referir a la reina y a las princesas lo que había sabido; una señal que hacía indicaba que deseaba anunciar alguna cosa; la reina o una de las princesas hablaban con el municipal, y Clery podía, aprovechándose de la distracción del hombre, murmurar rápidamente lo que deseaba decir.

A las nueve, la reina, los dos hijos y madame Isabel, subían a la habitación del rey, donde se servía el almuerzo; mientras que se tomaban los postres, Clery hacía la limpieza de las habitaciones de la reina y de las princesas; un tal Tison y su mujer, habían sido agregados a Clery bajo pretexto de ayudarle en su servicio; pero en realidad para espiar a la familia real y a los mismos municipales. El marido, antiguo dependiente en las barreras, era un viejo duro y maligno, incapaz de ningún sentimiento humano; la mujer —que lo era sólo por el amor a su hija—, llevaba este a tal extremo que, separada de ella, denunció a la joven con la esperanza de volver a verla[62].

A las diez de la mañana, el rey bajaba a la habitación de la reina, donde pasaba el día ocupándose casi exclusivamente en la educación del delfín; le hacía repetir algunos pasajes de Corneille o de Racine, le daba una lección de geografía, y ejercitábale en trazar y levantar planos. Desde hacía tres años, Francia estaba dividida en departamentos, y esta geografía del reino era la que el rey enseñaba particularmente a su hijo.

La reina, por su parte, se ocupaba en educar a la princesa, interrumpiéndose algunas veces para entregarse a sombrías y profundas meditaciones; cuando sucedía esto, madame Royale, lejos de distraerla de aquel dolor desconocido, que por lo menos tenía el beneficio de las lágrimas, se alejaba de puntillas, haciendo señales a su hermano para que guardara silencio. La reina permanecía más o menos tiempo absorta en sus reflexiones; después una lágrima brillaba en sus párpados, deslizábase por su mejilla, caía sobre su mano amarillenta, que había tomado el tono del marfil, y entonces, generalmente, la pobre prisionera, libre un instante eh el dominio inmenso del pensamiento, en el campo ilimitado de los recuerdos, la pobre prisionera, decimos, salía bruscamente de su meditación, y mirando en torno suyo, volvía con la cabeza baja y con el corazón lacerado a su prisión.

A medio día las tres princesas entraban en la habitación de madame Isabel para despojarse de sus vestidos de mañana; el pudor del municipio había reservado aquel momento a la soledad, y ningún vigilante se presentaba.

A la una, cuando el tiempo lo permitía, se dejaba a la familia real bajar al jardín; cuatro oficiales de la municipalidad y un jefe de legión de la guardia nacional la acompañaban, o más bien, la vigilaban, y como había en el Temple muchos obreros empleados en las demoliciones de casas y en la construcción de otras, los prisioneros no podían pasear más que por una parte de la avenida de los Castaños.

Clery tomaba parte en estos paseos, y arreglábase para que el joven príncipe hiciera un poco de ejercicio, jugando con él a la pelota o a la rayuela.

A las dos se volvía a subir a la torre, donde Clery servía la comida, y a esta hora, diariamente, Santerre llegaba al Temple, acompañado de dos ayudantes de campo, con los cuales visitaba escrupulosamente las dos habitaciones del rey y de la reina.

Algunas veces, Luis XVI le dirigía la palabra; pero la reina jamás; había olvidado el 2 de junio y lo que debía a aquel hombre.

Después de la comida se bajaba de nuevo al primer piso, donde el rey jugaba con la reina y con su hermana una partida a los cientos o al chaquete.

A las cuatro, el rey se arreglaba para dormir la siesta en una butaca o en algún gran sillón, siguiéndose entonces el más profundo silencio; las princesas cogían un libro o su labor, y todos permanecían inmóviles, incluso el delfín.

Casi seguidamente, Luis XVI quedaba dormido: ya hemos dicho que las necesidades físicas eran tiránicas en el rey, que solía dormir así una o dos horas. Al despertar proseguía la conversación, se llamaba a Clery, que no estaba nunca muy lejos, y este daba al delfín su lección de escritura; después de esto conducía al joven príncipe a la habitación de madame Isabel, y le hacía jugar a la pelota o al volante.

Llegada la noche, la familia real tomaba asiento alrededor de una mesa; la reina leía en alta voz alguna cosa; adecuada para entretener e instruir a los niños, y madame Isabel la substituía cuando se cansaba. La lectura duraba hasta las ocho de la noche, y a esta hora el joven príncipe cenaba en la habitación de madame Isabel; la familia real asistía a esta cena; el rey tomaba entonces una colección del Mercurio de Francia, que había encontrado en la biblioteca, y daba a los niños enigmas y charadas para que los adivinasen.

Después de cenar el delfín, la reina le hacía recitar esta oración:

«¡Dios todopoderoso, que me habéis creado, yo os adoro. Conservad los días del rey mi padre y los de mi familia, y protegednos contra nuestros enemigos. Dad a la señora de Tourzel las fuerzas que necesita para soportar lo que sufre a causa de nosotros!».

Después Clery desnudaba y acostaba al delfín, permaneciendo a su lado una de las dos princesas hasta que se dormía.

Todas las noches a esta hora, un vendedor de diarios pasaba por allí gritando las noticias del día, y Clery se ponía al acecho para transmitir al rey las palabras del vendedor.

A las nueve, Luis XVI cenaba a su vez.

Clery llevaba en una bandeja la cena de la princesa que velaba al delfín.

Después el rey volvía a la habitación de la reina; dábale la mano, así como a su hermana, en señal de despedida, abrazaba a los niños, entraba de nuevo en su aposento, se retiraba a la biblioteca y leía hasta media noche.

Por su parte las princesas se encerraban en sus aposentos; uno de los municipales permanecía en la pequeña pieza que separaba las dos habitaciones, el otro seguía al rey.

Clery colocaba entonces su lecho junto al del rey; mas para acostarse, Luis XVI esperaba a que el nuevo municipal hubiera subido, a fin de saber quién era y si le había visto ya. Los municipales se relevaban a las once de la mañana, a las cinco de la tarde y a media noche.

Aquel género de vida, sin cambio alguno, duró mientras el rey estuvo en la torre pequeña, es decir, hasta el 30 de septiembre.

Bien se ve que la situación era triste, y tanto más digna de compasión cuando que se sobrellevaba dignamente; por eso los más hostiles se dulcificaron ante aquel espectáculo: iban para ver un tirano abominable que había arruinado a la Francia, que había dado muerte a los franceses y el mando al extranjero, y a una reina que había agregado a las lubricidades de Mesalina los desbordamientos de Catalina II; pero encontraban a un hombre con traje de color gris, que tomaban por un ayuda de cámara, que comía, bebía y dormía bien, que jugaba al chaquete y a los cientos, y que enseñaba el latín y la geografía a su hijo. En cuanto a la reina, era una mujer altiva y desdeñosa sin duda, pero digna, tranquila, resignada y bella aún, que enseñaba a su hija a bordar y a su hijo a recitar oraciones, que hablaba con dulzura a los criados y llamaba al ayuda de cámara «amigo mío».

Los primeros instantes eran para el odio; todos aquellos hombres, llegados con sentimientos de animosidad y de venganza, les daban rienda suelta al pronto, pero poco a poco se compadecían; de modo que habiendo salido por la mañana amenazadores de sus casas, volvían por la noche contristados y con la cabeza baja. Sus mujeres los esperaban con curiosidad.

—¡Ah! —exclamaba cada una de ellas—, ¿eres tú?

—Sí —contestaba el marido lacónicamente.

—¿Has visto al tirano?

—Le he visto.

—¿Tiene el aspecto feroz?

—Parece un rentista del Marais.

—¿Qué hace? ¿Rabia mucho? ¿Maldice la República?…

—Pasa el tiempo estudiando con sus niños, enseñándoles el latín, jugando a los cientos con su hermana y descifrando charadas para entretener a su esposa.

—¿Conque el desgraciado tiene remordimientos?

—Le he visto comer y beber como hombre que tiene la conciencia tranquila; le he visto dormir, y respondo de que su sueño no era un letargo.

Y la mujer quedaba pensativa a su vez.

—Pues entonces —decía después— no será tan culpable y cruel como dicen.

—Culpable, no lo sé; pero respondo de que no es cruel, y de que seguramente es desgraciado.

—¡Pobre hombre! —decía la mujer.

He aquí lo que sucedía: cuanto más rebajaba la municipalidad a sus prisioneros, demostrando que el rey no era más que un hombre cualquiera, más compadecían los del pueblo al que reconocían como su semejante.

Aquella compasión se manifestaba a veces directamente al mismo rey, al delfín y a Clery.

Cierto día, un picapedrero se ocupaba en practicar agujeros en la pared de la antecámara para poner enormes cerrojos. Mientras que el obrero almorzaba, el delfín se entretenía en jugar con sus útiles, y entonces el rey, tomando de las manos del niño el martillo y el escoplo, le explicó él, cerrajero hábil, de qué modo se debían usar aquellos instrumentos.

El trabajador, sentado en el rincón, donde comía su pedazo de pan y su queso, miraba aquella escena con asombro.

No se había levantado delante del rey ni del príncipe; pero se levantó delante del hombre y del niño, y acercándose con la boca llena aún, pero con el sombrero en la mano, dijo al rey:

—¡Vamos, cuando salgáis de esta torre podéis jactaros de haber trabajado en vuestra propia prisión!

—¡Ah! —contestó el rey—, ¿cuándo y cómo saldré?

El delfín comenzó a llorar; el obrero enjugó una lágrima, y el rey, dejando caer el martillo y el escoplo, volvió a su habitación, donde se paseó muy agitado.

Otro día, un centinela estaba en la puerta de María Antonieta; era un hombre ordinario, vestido toscamente, pero aseado.

Clery se hallaba solo en la habitación, ocupado en leer, y el centinela le miraba muy atentamente.

A los pocos momentos, Clery, debiendo ir a otra parte para desempeñar su servicio, se levanta y quiere salir; pero el centinela, presentándole las armas y en voz baja, casi tímida, temblorosa, le dice:

—No se puede pasar.

—¿Por qué? —pregunta Clery.

—Porque la consigna me ordena no perderos de vista un momento.

—¿A mí? —replica Clery—. Seguramente os engañáis.

—¿No sois el rey?

—Pues ¿no le conocéis?

—Jamás le he visto, y a decir verdad, preferiría si he de verle, que fuese en otra parte y no aquí.

—¡Hablad bajo! —dijo Clery.

Y señalando una puerta, añadió:

—Voy a entrar en esa habitación y veréis al rey; está sentado junto a una mesa y lee.

Clery refirió al rey lo que acababa de suceder, y entonces Luis XVI, levantándose al punto, se paseó de una habitación a otra, a fin de que el buen hombre pudiera verle bien.

Y no dudando el centinela que el rey se molestaba por causa suya, dijo después a Clery:

—¡Ah, caballero!, ¡qué bueno es el rey! En cuanto a mí, no puedo creer que nos haya hecho tanto mal como dicen.

Otro centinela, situado en la extremidad de aquella avenida que servía de paseo a la familia real, hizo comprender un día a los ilustres prisioneros que podía darles algunos informes. En la primera vuelta del paseo, nadie aparentó hacer caso de sus señales; pero en la segunda, madame Isabel se acercó al centinela para ver si le decía algo. Por desgracia, bien fuese cortedad o respeto, aquel joven, que tenía una figura distinguida, permaneció mudo; pero dos lágrimas brillaron en sus ojos, y con el dedo indicó un montón de escombros donde probablemente se habría escondido alguna carta. Bajo pretexto de buscar entre las piedras algunas chinas para el príncipe, Clery comenzó a buscar entre los escombros; pero los municipales, adivinando sin duda su objeto, le ordenaron retirarse, prohibiéndole hablar nunca con los centinelas, bajo la pena de separarle de su cargo.

Sin embargo, no todos los que se acercaban a los prisioneros del Temple parecían tener los mismos sentimientos de respeto y compasión; en muchos estaban tan arraigados el odio y la venganza, que aquel espectáculo de la desgracia real no les producía impresión, y a veces el rey y la peina debían soportar groserías, injurias, y hasta insultos.

Cierto día, el municipal de servicio del rey era un tal James, profesor de lengua inglesa; aquel hombre seguía al rey como su sombra, sin separarse de él nunca, y si le veía entrar en su gabinete de lectura, iba detrás y sentábase a su lado.

—Caballero —le dijo el rey con su dulzura acostumbrada—, vuestros compañeros acostumbraban a dejarme solo en esta habitación, puesto que, como la puerta queda siempre abierta, no puedo escapar de sus miradas.

—Mis compañeros —contestó James— proceden a su manera, y yo a la mía.

—Observad, caballero —replicó el rey—, que la habitación es tan pequeña que no pueden estar dos.

—Pues entonces, pasad a otra más grande.

El rey se levantó sin decir nada y volvió a su alcoba, donde el maestro de inglés le siguió y estuvo importunándole hasta el momento en que fue relevado.

Cierta mañana, el rey creyó que el municipal que estaba de guardia era el que había visto la víspera —ya hemos dicho que a media noche se acostumbraba a cambiar los municipales—, y dirigiéndose a él le dijo con interés:

—¡Ah!, siento mucho que hayan olvidado relevaros.

—¿Qué queréis decir? —preguntó brutalmente el municipal.

—Quiero decir que debéis estar cansado.

—Caballero —contestó aquel hombre, que se llamaba Meunier—, vengo aquí para vigilar lo que hacéis, y no para que os cuidéis de lo que yo hago.

Y encasquetándose el sombrero y acercándose al rey añadió:

—Nadie, y vos menos que otro, tiene derecho alguno para intervenir en lo que hago.

La reina se aventuró también una vez a dirigir la palabra a un municipal.

—¿En qué barrio habitáis, caballero? —preguntó a uno de los hombres que asistían a su comida.

—¡En la patria! —contestó el otro orgullosamente.

—Me parece —replicó la reina— que la patria es Francia.

—Menos la parte ocupada por el enemigo a quien habéis llamado.

Algunos de los comisarios no hablaban nunca del rey, de la reina, de las princesas o del príncipe, sin añadir algún epíteto obsceno o alguna palabra grosera.

Cierto día, un municipal llamado Turlot, dijo a Clery en voz bastante alta para que el rey pudiese oír bien la amenaza:

—¡Si el verdugo no guillotinase a esta sagrada familia, lo haría yo mismo!

Al salir para dar el paseo, el rey y la familia real debían pasar por delante de muchos centinelas, varios de los cuales estaban situados en el interior de la pequeña torre. Cuando los jefes de legión y los municipales pasaban, los centinelas presentaban las armas; mas al pasar el rey, apoyaban en el suelo la culata del fusil o se volvían de espaldas.

Lo mismo sucedía con los guardianes del servicio exterior situados al pie de la torre: cuando el rey pasaba aparentaban ponerse el sombrero y sentarse; mas apenas se alejaban los prisioneros, levantábanse y se descubrían.

Los que insultaban hacían más aún: cierto día, el centinela, no contento con presentar las armas a municipales y oficiales, y de no hacerlo para el rey, escribió en el lado interior de la puerta de la prisión:

«¡La guillotina es permanente y espera al gran tirano Luis XVI!».

Era una nueva invención, que obtuvo mucho éxito; por eso el centinela tuvo imitadores; y muy pronto, todas las paredes del Temple, sobre todo las de la escalera por donde la familia real bajaba y subía, quedaron cubiertas de inscripciones por este estilo:

«¡La señora Veto bailará!».

«Ya sabremos poner a dieta al cerdo gordo».

«Fuera el cordón rojo; es preciso estrangular a los lobeznos».

Otras inscripciones debajo de una figura, indicaban una intención amenazadora.

Uno de aquellos dibujos, representando un hombre pendiente de una horca, tenía debajo las siguientes palabras: «Luis tomando un baño de aire».

Pero los atormentadores más encarnizados eran dos comensales del Temple: uno de ellos el zapatero Simón, y el otro el zapador Rocher.

Simón no era tan sólo zapatero, sino también municipal, y además de esto uno de los seis agentes encargados de inspeccionar los trabajos y las dependencias del Temple. Bajo este triple título no salía nunca de la torre.

Aquel hombre, que por sus crueldades con el niño real se hizo célebre, era el insulto personificado; siempre que se presentaba ante los prisioneros, era para inferirles un nuevo ultraje.

Si el ayuda de cámara reclamaba alguna cosa en nombre del rey, contestábale:

—Vamos, que pida Capeto de una vez cuanto necesite; no quiero tomarme por su causa la molestia de subir por segunda vez.

Rocher hacía juego con Simón, aunque no fuese un hombre perverso: el 1 de agosto, hallándose en la puerta de la Asamblea nacional, cogió al delfín en sus brazos y le sentó sobre la mesa del presidente. Rocher, que era guarnicionero, pasó a ser oficial del ejército de Santerre, y después se le nombró portero de la torre del Temple; de ordinario vestía el uniforme de zapador, distinguiéndose por su barba poblada y gran mostacho; cubría su cabeza una gorra de pelo, y llevaba un ancho sable y un cinturón, del que pendía un manojo de llaves.

Había sido colocado allí por Manuel, más bien para velar sobre el rey y la reina, impidiendo que les hicieran daño, que no para hacerlo él mismo: era como un niño a quien se confía una jaula con pájaros, recomendándole que vele para que no los martiricen, y que para distraerse les arranca las plumas.

Cuando el rey solicitaba salir, Rocher era quien se presentaba en la puerta; pero no la abría hasta después de hacerle esperar bastante ocupándose entretanto el remover un gran manojo de llaves; después descorría los cerrojos con estrépito; apenas abría, bajaba corriendo para colocarse junto al último postigo con su pipa en la boca, y a cada persona de la familia real que salía, pero particularmente a las mujeres, enviábalas una bocanada de humo al rostro.

Estas miserables cobardías tenían por testigo a los guardias nacionales, que en vez de oponerse a tales vejaciones, con frecuencia, tomaban sillas y sentábanse como espectadores en un teatro.

Esto estimulaba a Rocher, que iba diciendo por todas partes:

—¡María Antonieta se la echaba de orgullosa conmigo; pero bien la he obligado a humillarse! Isabel y la pequeña me hacen la reverencia a pesar suyo; pero el postigo es tan bajo, que es preciso que se inclinen delante de mí.

Y añadía:

—Diariamente las echo en el rostro, a una o a otra, una bocanada de humo de mi pipa. ¡Pues no preguntó la hermana últimamente a nuestros comisarios «que por qué fumaba siempre Rocher!». «Será porque le agrada», le contestaron.

¡Siempre se encuentra en todas las grandes expiaciones, además del suplicio aplicado a los pacientes, el hombre que hace beber la hiel al condenado: para Luis XVI, se llamó Rocher o Simón, y para Napoleón, Hudson Lowe; pero también cuando el condenado ha sufrido su pena, cuando el paciente deja de vivir, esos hombres son los que poetizan su suplicio, los que santifican su muerte! ¡Santa Elena dejaría de ser tal si faltase el carcelero de uniforme encarnado; el Temple no sería el Temple sin su zapador y su zapatero! He aquí los verdaderos personajes de la leyenda, y por lo tanto pertenecen de hecho a los sombríos relatos populares.

Mas por desgraciados que fuesen los prisioneros, les quedaba un gran consuelo, estaban reunidos.

La municipalidad resolvió separar al rey de su familia.

El día 26 de septiembre, cinco días después de haberse proclamado la República, Clery supo, por un municipal, que la habitación que se destinaba al rey en la torre grande estaría corriente muy pronto.

Clery, poseído de dolor, transmitió la triste noticia a su amo; pero este, con su acostumbrado valor, contestó:

—Procurad saber de antemano el día de esta penosa separación, y decídmelo.

Desgraciadamente Clery no supo nada, y nada pudo decir al rey.

El 29, a las diez de la mañana, seis municipales penetraron en la habitación de la reina en el momento de estar reunida toda la familia: eran portadores de una orden de la municipalidad, por la que se mandaba retirar a los prisioneros el papel, la tinta y los lápices; y se procedió a un escrupuloso registro, no solamente en las habitaciones, sino en las personas mismas de los prisioneros.

—Cuando necesitéis alguna cosa —dijo el que llevaba la palabra, y que se llamaba Charbonnier— vuestro ayuda de cámara bajará para escribir vuestra petición en un registro que se tendrá en la cámara del consejo.

Ni el rey ni la reina hicieron ninguna observación; se registraron y dieron cuanto tenían consigo; las princesas y los criados siguieron el ejemplo.

Solamente entonces supo Clery, por algunas palabras sorprendidas a un municipal, que el rey sería trasladado aquella misma noche a la torre grande, y se lo dijo a madame Isabel, que lo comunicó al rey.

Nada nuevo ocurrió hasta la noche; a cada rumor, a cada puerta que se abría, los corazones de los prisioneros palpitaban y sus manos extendidas uníanse en un ansioso apretón.

El rey permaneció hasta más tarde que de costumbre en la habitación de la reina; pero era preciso separarse.

Al fin se abrió la puerta: los seis municipales que habían ido por la mañana, entraron otra vez con una nueva orden del ayuntamiento, de la cual dieron lectura al rey: era la orden oficial de su traslación a la torre grande.

Esta vez el rey perdió su impasibilidad. ¿Adónde le conduciría aquel nuevo paso en la vida terrible y sombría? Se abordaba lo misterioso y desconocido, y por eso tuvo estremecimientos y derramó lágrimas.

La despedida fue larga y dolorosa; pero al fin el rey debió seguir forzosamente a los municipales; jamás la puerta al cerrarse tras él pareció producir un sonido tan fúnebre.

Se habían apresurado tanto a imponer a los prisioneros este nuevo dolor, que la habitación donde se conducía al rey no estaba preparada aún del todo; no se había puesto más que un lecho y dos sillas; el blanqueo y la pintura recientes comunicaban a la habitación un olor insoportable.

Clery se levantó y vistió al rey como de costumbre; después quiso ir a la torre pequeña para hacer lo mismo con el delfín; pero no se lo permitieron, y uno de los municipales, llamado Veron, le dijo:

—No tendréis ya más comunicación con los otros prisioneros; el rey no volverá a ver a sus hijos.

Clery no tuvo esta vez valor para transmitir la fatal noticia a su amo.

A las nueve, el rey, que ignoraba el rigor de aquella decisión, solicitó ser conducido junto a su familia.

—No tenemos ninguna orden sobre este punto —dijeron los comisarios.

El rey insistió, pero no le contestaron y retiráronse.

El rey quedóse solo con Clery; el primero se sentó, y el segundo se apoyó contra la pared.

Media hora después entraron dos municipales acompañando a un mozo de café que llevaba al rey un pedazo de pan y una limonada.

—Señores —dijo el rey—, ¿no podría comer con mi familia?

—Pediremos órdenes a la municipalidad —contestó uno de ellos.

—Pero si a mí no se me permite bajar, mi mayordomo podrá hacerlo; él es quien cuida a mi hijo, y espero que nada se oponga a que continúe sirviéndole.

El rey hacía esta petición tan sencillamente y con tan poca animosidad, que aquellos hombres, admirados, no sabían qué responder; aquel tono, aquellos modales y aquella resignación dolorosa, tan diferentes de lo que esperaban, les hacían enmudecer.

Al fin se limitaron a contestar que nada podían hacer, y salieron.

Clery había permanecido inmóvil junto a la puerta, mirando a su amo con profunda angustia; vio al rey tomar el pan que le habían traído, dividirlo en dos pedazos y ofrecerle la mitad.

—Mi pobre Clery —dijo—, parece que han olvidado tu almuerzo; toma esta mitad de mi pan, pues yo tendré suficiente con la otra.

Clery rehusó, mas como el rey insistiese, tomó el pan; pero al hacerlo no pudo menos de prorrumpir en sollozos, y el rey lloró también.

A las diez llegó un municipal con los obreros que debían trabajar en la habitación, y aquel hombre, acercándose al rey, le dijo con cierta compasión:

—Caballero, acabo de presenciar el almuerzo de vuestra familia, y se me encarga que os diga que todos siguen bien.

El rey sintió alivio en su corazón; la compasión de aquel hombre le hacía bien.

—Os doy gracias —contestó—, y os ruego que deis noticias de mí a mi familia, diciéndole que yo sigo bien igualmente. Y ahora, caballero —añadió—, ¿no se me podrían dar algunos libros que he dejado en la habitación de la reina? En tal caso, podríais tener la bondad de enviármelos.

El municipal no deseaba otra cosa; pero estaba muy apurado, porque no sabía leer; al fin se lo dijo así a Clery, rogándole que le acompañase para buscar los libros que el rey deseaba.

Esto era una dicha para Clery, pues se le ofrecía el medio de llevar a la reina noticias de su esposo.

Luis XVI le hizo una seña con los ojos, seña que encerraba todo un mundo de recomendaciones.

Clery encontró a la reina en su habitación con sus hijos y madama Isabel.

Las mujeres lloraban; el delfín había comenzado a llorar también; pero en los ojos de los niños las lágrimas cesan pronto.

Al ver entrar a Clery, la reina, madama Isabel y la princesa se levantaron para interrogarte, no con la voz, sino con el ademán.

El delfín corrió hacia él diciendo:

—¡Es mi buen Clery!

Por desgracia Clery no podía decir nada, como no fuese algunas palabras reservadas; los dos municipales que le habían acompañado estaban cerca de él.

Pero la reina no pudo contenerse, y dirigiéndose a ellos les dijo:

—¡Oh!, señores, que se nos permita estar con el rey, aunque no sea más que algunos instantes, durante el día y la hora de las comidas.

Las otras mujeres no hablaban, pero unían las manos.

—Señores —decía el delfín—, dejad a mi padre volver aquí, y yo rogaré a Dios por vosotros.

Los municipales se miraban sin contestar, y aquel silencio arrancaba sollozos y gritos de dolor a las mujeres.

—¡A fe mía, tanto peor —dijo aquel que había hablado al rey—, otra vez comerán hoy juntos!

—Pero ¿y mañana? —preguntó la reina.

—Señora —contestó el municipal—, nuestra conducta está subordinada a los decretos de la municipalidad, y mañana haremos lo que se nos ordene. ¿Os parece bien así, ciudadano? —preguntó el municipal a su compañero.

Este último hizo una señal afirmativa.

La reina y las princesas, que esperaban esta señal con ansiedad, profirieron un grito de alegría; María Antonieta cogió a sus dos niños entre sus brazos, estrechándolos contra su corazón, y madame Isabel, con las manos elevadas al cielo, daba gracias a Dios. Esta alegría tan inesperada, que les arrancaba gritos y lágrimas, tenía casi el aspecto de un dolor.

Uno de los municipales no pudo reprimir sus lágrimas, y Simón, que estaba presente, exclamó:

—¡Creo que estas pícaras mujeres me harán llorar!

Y dirigiéndose a la reina, añadió:

—¡No llorabais así cuando asesinabais al pueblo el diez de agosto!

—¡Ah!, señor, —contestó la reina—, el pueblo está muy engañado sobre nuestros sentimientos. ¡Si nos conociese mejor, haría como vuestro compañero, llorar por nosotros!

Clery tomó los libros pedidos por el rey y volvió a subir, ansioso de anunciar a su amo la buena noticia; pero los municipales lo deseaban tanto como él. ¡Es tan bueno conducirse bien!

Se sirvió la comida en la habitación del rey, donde se reunió toda la familia; hubiérase dicho que era un banquete de fiesta, y creíase haberlo obtenido todo ganando un día.

En efecto; todo se había ganado, pues no se oyó hablar más del acuerdo de la municipalidad, y el rey continuó viendo a su familia como antes, durante el día, y comiendo con ella.