Capítulo CLXXIII

El 21 de septiembre a medio día, antes de que se conociera en París la victoria alcanzada por Dumouriez, victoria que salvaba a Francia, las puertas de la sala del Picadero se abrieron y se vio entrar lenta y solemnemente, dirigiéndose unos a otros miradas interrogadoras, a los setecientos cuarenta y nueve individuos que constituían la nueva Asamblea.

Doscientos de ellos pertenecían a la antigua Asamblea.

La Convención nacional se había elegido bajo la impresión de las noticias de septiembre; de modo que se hubiera podido creer a primera vista que era una Asamblea reaccionaria. Aún hay más: varios nobles fueron elegidos también, y un pensamiento del todo democrático indujo a llamar a los criados a votar, habiéndolo hecho algunos en favor de sus amos.

Por lo demás, eran diputados nuevos, menestrales, médicos, literatos, periodistas y comerciantes. El espíritu de aquella multitud era quieto e indeciso; quinientos representantes, por lo menos, no eran Girondinos ni pertenecían a la Montaña; los acontecimientos debían determinar el puesto que ocuparían en la Asamblea.

Pero todos estaban animados de un doble odio, primero contra las jornadas de septiembre y después contra la diputación de París, compuesta casi enteramente de individuos de la municipalidad, que había hecho tan terribles jornadas.

Hubiérase dicho que la sangre derramada corría a través de la sala del Picadero, aislando los cien montañeses del resto de la Asamblea.

El centro mismo, como para separarse del arroyo rojizo, se apoyaba hacia la derecha.

Y era porque también la Montaña —recordemos los hombres que la componían y los acontecimientos que acababan de ocurrir—, también la Montaña presentaba un aspecto formidable.

Como ya hemos dicho, en las filas inferiores estaba toda la municipalidad; sobre ellas aquel famoso comité de vigilancia que había hecho la matanza; y después, como una hidra de tres cabezas, en el vértice del triángulo, o sea a la mayor altura, tres semblantes terribles, tres hombres profundamente caracterizados.

En primer lugar la fría e impasible figura de Robespierre, con su piel apergaminada adherida en su estrecha frente; con sus ojos guiñadores ocultos bajo sus gafas, y con las manos crispadas sobre las rodillas, a semejanza de esas figuras egipcias talladas en el más duro de todos los mármoles, en el pórfido; esfinge que parecía ser la única que conociese la clave de la Revolución, pero a quien nadie osaba preguntarlo.

Después de él distinguíase el rostro trastornado de Danton, con su boca torcida, sus facciones movibles, sublimes por su fealdad, y su cuerpo fabuloso, mitad de hombre, mitad de toro, simpático a pesar de esto, pues se adivinaba que lo que hacía estremecer aquellas carnes y surgir la lava eran los latidos de un corazón altamente patriótico. Sus grandes manos, obedientes siempre al primer movimiento, se extendían con la misma facilidad para herir a un enemigo en pie como para levantar al que estaba en tierra.

Después, junto a esos dos semblantes tan diferentes por su expresión, detrás de ellos y más elevado, aparecía, no un hombre —pues no es permitido al ser humano alcanzar semejante grado de fealdad—, sino un monstruo, una quimera, una visión siniestra y ridícula, Marat, con su rostro cobrizo inyectado de bilis y de sangre; sus ojos insolentes, su boca muy hendida, dispuesta para lanzar la injuria; su nariz retorcida, aspirando por sus fosas nasales ese soplo de popularidad que subía del arroyo; Marat, vestido como el más sucio de sus admiradores, con la cabeza ceñida de un pañuelo mugriento, con los zapatos clavateados y sin hebillas, a menudo sin cordones; con su pantalón de paño basto lleno de barro, con su camisa entreabierta sobre el flaco pecho, con su corbata negra llena de grasa y aceite, que permitía ver su repugnante cuello, cuyos músculos hacían inclinar la cabeza a la izquierda; con sus manos sucias y gruesas, siempre amenazadoras y mostrando el puño; todo este conjunto, tronco de gigante con piernas de enano, era hediondo de ver; y por eso el primer movimiento de quien le veía era volver la cabeza; pero sus ojos no se desviaban tan pronto que no leyeran en aquel conjunto: ¡2 de septiembre!, y entonces la mirada se fijaba con espanto en aquella otra cabeza de Medusa.

He aquí los tres hombres a quienes los girondinos acusaban de aspirar a la dictadura; mientras que ellos, por su parte, acusaban a los girondinos de querer el federalismo.

Otros dos hombres que se relacionan por intereses y opiniones diferentes con el relato que acabamos de hacer, estaban sentados en los dos lados opuestos de aquella Asamblea: Billot y Gilberto; este último en la extrema derecha, entre Lanjuinais y Kersaint, y Billot en la extrema izquierda, entre Thuriot y Couthon.

Los individuos de la antigua Asamblea legislativa escoltaban a la Convención, y venían para abdicar solemnemente de sus poderes, confiándolos a sus sucesores.

Francisco de Neufchateau, último presidente de la Asamblea disuelta, subió a la tribuna y tomó la palabra:

«Representantes de la nación —dijo—, la Asamblea legislativa ha cesado en sus funciones y deja el gobierno en vuestras manos.

»El objeto de vuestros esfuerzos será dar a los franceses la libertad, las leyes y la paz; sin la primera, los de la Revolución; era la coronación de la multitud en detrimento de la monarquía.

Tan libremente respiraba cada ciudadano, que se hubiera creído retirar del pecho de cada uno el peso del trono.

Las horas de ilusión fueron cortas, pero magníficas; se había creído proclamar una República, y se acababa de consagrar una revolución.

¡No importa! Se había hecho una gran cosa, que durante más de un siglo debía hacer vacilar el mundo.

Los verdaderos republicanos, por lo menos los más puros, los que deseaban la República libre de crímenes, los que al día siguiente iban a chocar con el triunvirato Danton, Robespierre y Marat —los girondinos—, estaban en el colmo de la alegría. La República era la realización de su más caro deseo, y gracias a ellos se acababan de encontrar bajo los restos de veinte siglos el tipo de los gobiernos humanos. ¡Francia había sido una Atenas bajo Francisco I y Luis XIV, e iba a convertirse en una Esparta con ellos!

Era un sueño hermoso, sublime.

Por eso se reunieron en la noche de aquel día en casa del ministro Roland, para celebrar un banquete. Allí estaban Vergniaud, Guadet, Louvet, Pétion, Boyer-Fonfrede, Barbaroux, Gensonné, Grangeneuve y Condorcet, los mismos convidados que antes de transcurrir un año debían reunirse en otro banquete mucho más solemne; pero en aquel instante cada cual, volviendo la espalda al día siguiente y cerrando los ojos al porvenir, echó un velo voluntariamente sobre el océano desconocido donde se entraba y donde se oía mugir ese abismo que, semejante al Maelstrom de las fábulas escandinavas, debía absorber, si no el buque, por lo menos los pilotos y los marineros.

El pasado de todos había tomado una forma, un aspecto, un cuerpo; estaba allí a su vista; la joven República salía armada del casco y de la lanza como Minerva. ¿Qué más podían pedir?

Durante las dos horas que duró el solemne banquete hubo un cambio de elevadas ideas, detrás de las cuales se agrupaban grandes abnegaciones; aquellos hombres hablaban de su vida como de una cosa que no les pertenecía ya, porque era de la nación; no reservaban más que el honor, y en caso necesario renunciaban a la fama.

No faltaban algunos que en la loca embriaguez de sus jóvenes esperanzas veían abrirse ante ellos esos horizontes azulados e infinitos que no se encuentran sino en sueños; aquellos hombres eran los jóvenes, los ardientes, los que habían entrado desde la víspera en la lucha más enervante de todas, la lucha de la tribuna; eran Barbaroux, Rebecqui, Ducos y Boyer-Fonfrede.

Otros se detenían, haciendo alto en medio del camino, y recobraban fuerzas para la carrera que debían terminar; eran los que se habían doblegado bajo las rudas jornadas de la legislativa; eran los Guadet, los Gensonné, los Grangeneuve y los Vergniaud.

Contábanse otros, en fin, que creían haber llegado a su fin, comprendiendo que la popularidad les abandonaría; echados a la sombra del follaje naciente del árbol republicano, preguntábanse melancólicamente si valía la pena levantarse, ceñirse de nuevo el cinturón y coger el bastón del viajero otra vez para ir a tropezar en el primer obstáculo: eran Roland y Pétion.

Pero a los ojos de todos aquellos hombres, ¿quién era el jefe del porvenir, el autor principal, el futuro mediador de la joven República? Era Vergniaud.

Al fin de la comida llenó su vaso y levantóse.

—Amigos míos —dijo—, un brindis.

Todos se levantaron como él.

—¡Por la eternidad de la República!

Y todos repitieron:

—¡Por la eternidad de la República!

Ya se disponía a llevar el vaso a sus labios, cuando madame Roland le detuvo.

—¡Esperad! —dijo.

Llevaba en el seno una rosa fresca, que acababa de abrirse como la nueva era en que se entraba; la cogió, y así como lo hubiera hecho una ateniense en el vaso de Pericles, la deshojó en el de Vergniaud.

Este último sonrió tristemente, apuró el vaso, e inclinándose al oído de Barbaroux, que estaba a su izquierda, le dijo:

—¡Ay de mí!, mucho temo que esa noble mujer se engañe; no son hojas de rosa, sino ramas de ciprés lo que debería deshojar en nuestro vino esta noche. ¡Al brindar por una República cuyos pies se humedecen aún en la sangre de septiembre, solo Dios sabe si bebemos por nuestra muerte!… ¡Pero no importa —añadió, dirigiendo una mirada sublime al cielo—, aunque este vino fuera mi sangre, brindaría por la libertad y la igualdad!

—¡Viva la República! —repitieron en coro todos los convidados.

Poco más o menos en el mismo instante en que Vergniaud pronunciaba este brindis, contestando a él los convidados, las trompetas resonaban frente al Temple, siguiendo un profundo silencio.

Entonces, desde sus habitaciones, cuyas ventanas se hallaban abiertas, el rey y la reina pudieron oír a un individuo de la municipalidad que, con voz firme, poderosa y sonora, proclamaba la abolición de la monarquía y el establecimiento de la República.